Por una canción, cien canciones

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Por una canción, cien canciones
Vida de un poeta en las cárceles chinas
Por una canción, cien canciones
Vida de un poeta en las cárceles chinas
Liao Yiwu
Prefacio de Herta Müller
Traducción de
María Tabuyo y Agustín López Tobajas
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
For a Song and a Hundred Songs.
A Poet’s Journey Through a Chinese Prison
© 2013, Liao Yiwu. All rights reserved
This translation published by arrangement with Peter W. Bernstein Corp.
Primera edición: 2015
Traducción
© María Tabuyo y Agustín López Tobajas
Prólogo
© 2011, Herta Müller
Imagen de portada
Cortesía del autor
Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., 2015
París 35-A
Colonia del Carmen, Coyoacán
04100, México D. F., México
Sexto Piso España, S. L.
Calle Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Impresión
Kadmos
ISBN: 978-84-15601-85-2
Depósito legal: M-33957-2014
Impreso en España
ÍNDICE
Prefacio
Por Herta Müller
13
INTRODUCCIÓN
21
Parte I. EL POETA ERRANTE.
1988-1990
Fei Fei
La juventud del poeta
La ciudad al borde del río
La fiebre revolucionaria
«Masacre»
A Xia
«Réquiem»
25
27
37
43
53
61
77
83
Parte II. EL CENTRO DE INVESTIGACIÓN.
MARZO - JUNIO DE 1990
La detención
Los cómplices
El «menú»
Los interrogatorios
El policía confuciano
Fantasías de fuga
«Confiesa e informa sobre otros»
Matar el tiempo
El artista
Aislamiento
El otro sexo
Zhang el jugador
105
107
119
125
137
153
161
167
175
181
189
195
199
Parte III. EL CENTRO DE DETENCIÓN.
JUNIO DE 1990 - AGOSTO DE 1992
Los muertos vivientes
El suicidio bajo vigilancia
El sol implacable
Un vecino nuevo
El agente Gong
La celda modelo
La vista preliminar
El pelotón de la muerte
Trabajo de esclavos
El hombre que asesinó a su mujer
La marcha de Chang el Muerto
Los muertos vivientes reflexionan sobre la muerte
«Mano negra y consejero del mal»
Bienvenido a la celda 6
Por favor, méteme de nuevo en tu vientre
El epiléptico
El Año Nuevo chino
El leñador
El veredicto de Wang Er
Un intento de suicidio
El banquete imaginario
El funeral
El loco
La intimidación
El ladrón
Regreso a la celda 5
Permiso para leer
Por una canción, cien canciones
El juicio
El poder está en la boca del fusil
La pasta de dientes
205
207
215
227
231
235
241
247
253
257
261
269
275
281
289
295
299
313
319
327
333
341
347
357
363
373
381
393
401
407
417
425
Parte IV. LA PENITENCIARÍA.
AGOSTO DE 1992 - ENERO DE 1994
La penitenciaría n.º 2
Visitantes inesperados
La penitenciaría n.º 3
La reforma por el trabajo
La generación del 89
El maestro de flauta
433
435
449
455
461
475
491
Epílogo
509
AGRADECIMIENTOS
521
MASACRE
525
A mi padre y a mi hermana Fei Fei
INTRODUCCIÓN
He escrito este libro tres veces debido a los obstáculos y dificultades que de forma implacable ha tratado de ponerme la
policía política china.
Empecé garabateándolo inicialmente en el dorso de los
sobres y en los trozos de papel que mi familia me pasaba a escondidas en la cárcel donde estuve cumpliendo una condena de
cuatro años, de 1990 a 1994, por escribir y distribuir un poema
que condenaba la infame y cruenta represión desencadenada
por el Gobierno contra el movimiento estudiantil a favor de
la democracia en la plaza de Tiananmén en 1989.
Incluso después de mi liberación en 1994, la policía continuó controlándome y acosándome. El 10 de octubre de 1995,
unos policías asaltaron mi apartamento de Chengdú, provincia
de Sichuan, confiscando el manuscrito de Por una canción, cien
canciones. Como castigo por lo que ellos consideraron que era
«un ataque al sistema penitenciario del Gobierno» en mis escritos, fui puesto bajo arresto domiciliario durante veinte días.
Empecé el libro de nuevo desde el principio. Me llevó tres
años acabar la nueva versión, que me arrebataron en 2001,
junto con otros trabajos literarios míos no publicados. Esta
vez, la policía se llevó también mi ordenador.
A los escritores les gusta ponerse líricos y alardear de sus
obras en un intento por asegurarse un lugar en la historia de
la literatura. Desgraciadamente, no poseo ya muchos registros físicos de mis años de incesante trabajo. Más bien me he
convertido en un autor que escribe para deleite de la policía.
La mayor parte de mis memorias del pasado —los manuscritos que he ido redactando laboriosamente sobre mi vida, y mis
poemas— están ahora guardados bajo llave en la Oficina de
Seguridad Pública. En un giro imprevisto y lúgubremente cómico, de los acontecimientos, la policía se dedicaba a leer meticulosamente mis escritos, con más detenimiento incluso del
que hubieran podido mostrar mis más concienzudos editores.
Los funcionarios de la policía china tienen una memoria
asombrosa. El director de un despacho de la seguridad pública local podía memorizar muchos de mis poemas e imbuirles
contenidos más complejos de lo que yo originalmente había
pretendido. De ese modo, mi escritura, en cierto sentido, llegaba a la cabeza y a los labios de un público indudablemente
entusiasta.
En efecto, la policía demostró tener una necesidad insaciable de mis obras. Por eso, después de cada asalto sucesivo,
yo excavaba más hoyos, como una rata, y escondía mis manuscritos en hendiduras cada vez más profundas por toda la
ciudad, en casas de familiares y amigos. Mis esfuerzos furtivos por ocultar mi trabajo recordaban a los del premio Nobel
Aleksandr Solzhenitsyn, cuyo manuscrito Archipiélago Gu­lag
había sufrido, como sabemos, amenazas similares por parte de
la kgb. La única manera de preservar sus escritos fue conse­
guir su publicación.
A principios de 2011, después de que este libro saliera finalmente a escondidas de China y fuera programado para su
publicación en Taiwán y Alemania, volví a encontrar resistencia por parte de las autoridades chinas. Mis acompañantes
policiales, que de vez en cuando se apostaban delante de mi
apartamento durante los momentos álgidos de la Primavera
Árabe, me invitaron un día a salir para «tomar el té». En una
tetería cercana, me pidieron que firmara una orden para cancelar la publicación.
—Tu biografía empaña la reputación de nuestro país y perjudica el interés nacional —me dijo un agente de policía que
había leído el manuscrito confiscado.
—¿Por qué no puedes escribir libros de amoríos inofensivos que puedan publicarse aquí y hacerte rico? —añadió el
agente con visión pragmática.
22
Cuando decliné cortésmente su sugerencia, el agente me
lanzó una advertencia: si desobedecía, o bien me procesarían
o bien me harían «desaparecer durante un tiempo», igual que
habían hecho con otros escritores y artistas, como Ai Weiwei
y Ran Yunfei.
Nunca firmé la orden de cancelación y opté, en cambio,
por abandonar China, mi tierra natal. Con la ayuda de unos
amigos intrépidos, pasé a Vietnam y aterricé a salvo en Alema­
nia, justo a tiempo de promocionar el lanzamiento de esta
cróni­ca de mi vida que llevaba elaborando veinte años.
En China, el Gobierno continúa borrando y tergiversando la memoria colectiva del país para adaptarla a su programa
político, al que nada puede escapar. Sin embargo, la memoria
individual, con su codificación psíquica y las cicatrices indelebles de la opresión, nunca podrá ser borrada.
23
PARTE I
EL POETA ERR ANTE
1988-1990
FEI FEI
En 1988, cuando la era del automóvil amanecía en China, mi
hermana mayor, Fei Fei, murió inesperadamente en un accidente de tráfico. Tenía treinta y siete años.
Fue la primera vez que viví el fallecimiento de una persona próxima. Mi abuelo había muerto no hacía mucho, aquel
mismo año, pero siempre vivió en un pueblo apartado y nunca había formado realmente parte de mi vida. Mi duelo por
él era en buena medida sólo una obligación familiar. Pero Fei Fei
era mi hermana querida; éramos dos frutos de la misma planta
y su muerte me afectó profundamente.
He redactado muchos textos y poemas lamentando la
muerte de mi hermana, evitando deliberadamente los detalles cruentos y terribles de sus momentos finales. Describir
su muerte como una abstracción sin forma era más tolerable
en mi estado de profundo dolor y posiblemente incluso armonizaba mejor con el amable y refinado espíritu de la muerta.
Pero, entre la verdad y la eternidad, decidí hacer hincapié en
la otra dimensión. En el mundo místico poblado por tantos artistas románticos, el espíritu de Fei Fei se fundía con la naturaleza, en la que podía elevarse, transformado. Aunque si Fei
Fei hubiera podido leer mis escritos, se habría sentido quizá
un tanto avergonzada ante las elogiosas palabras que yo acumulé sobre ella. Era un ser angélico, decía, «bañado en rayos
de estática luz».
Cuando al principio empecé a anotar ideas, en secreto,
sobre la vida en la penitenciaría provincial n.º 3 de Sichuan,
en 1993, volvía constantemente a los recuerdos de Fei Fei;
ella fue mi primera lectora imaginaria. En los años siguientes, cuando las perspectivas de que este libro se publicara eran
prácticamente nulas, escribir para Fei Fei se convirtió en mi
única motivación para continuar.
Como hija mayor que era, Fei Fei trabajó sin descanso durante toda su vida. Desde pequeña se había tenido que encargar de lavar a mano la ropa de la familia, estrujándola contra
las ondulaciones de una tabla de lavar. Pero aunque parezca
increíble, el duro trabajo parecía elevar su espíritu: rememoraba viejas melodías de películas, cantando en voz alta letras
que yo retuve durante muchos años. Por la noche nos entretenía, a mí y a mis otros hermanos, contándonos historias de
terror que evocaban los cuerpos de los muertos que se reanimaban en el depósito de cadáveres, o sobre algún espeluznante
asesinato perpetrado en el viejo campanario de la iglesia de la
ciudad. A menudo las historias que mi hermana nos contaba
nos inducían a ocultarnos bajo el edredón, dejando fuera sólo
las orejas para poder seguir escuchando.
En 1966, en vísperas de la Revolución Cultural, Fei Fei
dejó el hogar para aceptar un empleo en una empresa de explotación forestal en el lejano condado de Pingwu, al noroeste de
Sichuan. No había de transcurrir mucho tiempo antes de que
todo el país se viera sumido en la confusión. Y también nuestra familia se rompió bajo los ataques de los Guardias Rojos.
Nuestro padre, hijo de un antiguo propietario de tierras, enseñaba literatura china en un instituto de Yanting, una pequeña
ciudad al nordeste de Sichuan. Por tal motivo, fue tachado de
contrarrevolucionario. Para protegernos mejor, nuestros padres se divorciaron y quedamos bajo la sola custodia de nuestra
madre, que reunió nuestras escasas pertenencias y nos llevó
apresuradamente hacia el sur, a Chengdú, la capital provincial,
donde nos refugiamos en casa de nuestra tía.
Yo había cumplido entonces ocho años, y la vida era dura
sin mi padre. Poco después de nuestra llegada a Chengdú,
los vecinos de mi tía nos denunciaron por supuestas infracciones. Acusando a mi madre de ser la esposa de un terrate­
niente en fuga y de habernos instalado en la ciudad sin el
correspondien­te permiso, las autoridades nos expulsaron. Una
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vez más tuvimos que hacer las maletas y marcharnos; en aquella ocasión encontramos otro hogar en un barrio cercano. No
teníamos dinero para comprar comida y, un día, un pariente
dio a mi madre un vale por un trozo de tela de dos metros. Mi
madre intentó vender el vale en el mercado negro cambiándolo por algo de comida para la familia, pero la Oficina de Seguridad Pública la descubrió. En aquellos días, era un delito
grave vender vales emitidos por el Gobierno. La detuvieron y
luego la exhibieron, junto con otros delincuentes, ante miles
de personas en el escenario de la Casa de la Ópera en Sichuan.
De algún modo, las personas próximas consiguieron ocultarme inicialmente la noticia, por eso me sentí especialmente de­
solado cuando mis compañeros de clase me informaron de que
habían visto a las autoridades paseando a mi madre por los alrededores de la Ópera.
En Pingwu, Fei Fei estaba a salvo de los infortunios de la
familia y de problemas políticos. En realidad, según manifestó
más tarde, aquellos años en Pingwu fueron los más felices de
su vida. Inventando una historia familiar políticamente más
conveniente, incluso pudo unirse a una compañía de canto que
se dedicaba a difundir los pensamientos del camarada Mao; se
le dedicaron reseñas muy entusiastas por su representación
de una militante del clandestino Partido Comunista que se
ocultaba tras su condición de propietaria de una tetería de
Pekín en la ópera Shajiabang. Mi ingeniosa hermana pronto
se convirtió en una celebridad menor. Incluso ahora, mi madre
guarda un viejo retrato de una Fei Fei alta y esbelta con su traje de propietaria de la tetería, posando en el escenario delante
de un decorado de montañas con los picos cubiertos de nieve.
Los admiradores de Fei Fei en Pingwu podrían haber llenado fácilmente un auditorio. De manera nada sorprendente,
tuvo muchos pretendientes, y su vida amorosa estuvo llena de
dramatismo. Un joven y apuesto compañero perseguía implacablemente a Fei Fei. Después de que ella rechazara sus muestras de afecto, él se suicidó tragándose varias cajas de cerillas.
En los años siguientes, Fei Fei se enamoró profundamente de
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un oficial del Ejército. Sin embargo, los militares desaprobaron su unión tras descubrir que nuestro padre era un «contrarrevolucionario» y la relación terminó.
Tres años más tarde, Fei Fei se casó con un antiguo colega
trasladado y tuvo dos niñas. Aunque su nueva familia exigía de
ella toda su atención, siempre encontró tiempo para cuidar
de sus hermanos y ayudar a nuestros padres. Mi hermano mayor había sido enviado a trabajar al campo al terminar el instituto, y durante las vacaciones viajaba cientos de kilómetros
para estar con ella. Mi hermana pequeña y yo también la visitábamos a menudo. Ella compartía con nosotros sus raciones
de comida y nos compraba ropa con sus ahorros.
Durante las celebraciones del Año Nuevo lunar de 1988,
Fei Fei y yo nos sentamos alrededor de la estufa de carbón,
y nos quedamos charlando hasta el amanecer. La vida no era
demasiado fácil para ella. Estaba planeando un viaje de negocios a Pingwu para adquirir algunas maderas en nombre de una
empresa de Chengdú. Con la comisión que conseguiría por el
trato, pretendía llevar a mamá y a papá a la provincia de Jiangxi,
donde ellos se habían conocido.
—Hace tanto tiempo que no tengo unas vacaciones…
—comentaba Fei Fei.
Una semana después, me despedí de ella en la estación de
ferrocarril de Chengdú. Los pasajeros abarrotaban la puerta
de facturación. Fei Fei cogió su bolsa, que llevaba yo, y se la
colgó al hombro. Antes de ser arrastrada por la oleada de seres humanos, gritó hacia atrás:
—¡Me voy! ¡Adiós!
Ésa fue nuestra última despedida. Cada vez que pienso en
ello, siento como si la garganta se me llenara de piedras.
Tal como había planeado, Fei Fei viajó a Pingwu con una
amiga. Había hecho el recorrido por aquel tortuoso camino de
montaña innumerables veces, pero en aquella ocasión el mi­
nibús que la transportaba, junto con otros siete pasajeros, perdió el control y se salió de la carretera para deslizarse por una
pendiente y quedar tambaleándose peligrosamente al borde
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de un acantilado, con una rueda delantera sobresaliendo en el
aire. Pero en el violento descenso, Fei Fei había salido despedida del autobús. Su cuerpo voló por el aire hasta que quedó
empalado en la afilada rama de un árbol que se le clavó en el
vientre. Cuando llegaron hasta ella, estaba empapada en sangre. El conductor consiguió llevar de nuevo el autobús hasta la
carretera, y se dirigió velozmente al hospital. La amiga de Fei
Fei la llevaba sobre sus rodillas llamándola suavemente por
su nombre, mientras urgía al conductor a ir más deprisa. Fei
Fei nunca llegó al hospital. En el momento antes de morir,
apretó los labios contra el oído de su amiga, tratando al parecer
de murmurar algo. A continuación exhaló su último suspiro.
Siempre me he preguntado: ¿tomó el alma de Fei Fei el
minibús a Jiangxi en busca del pueblo en el que había sido
concebida?
Nuestros padres se conocieron en Jiangxi en 1948. Nunca hablaban de cómo se habían enamorado, pero con los años
conseguimos elaborar una versión a grandes rasgos, gracias a las
indicaciones de nuestra abuela, sobre cómo comenzó su vida.
El hermano menor de mi madre dirigía una compañía de
ópera itinerante de Pekín que actuaba en las provincias a lo
largo del río Yangtsé. En una de sus giras, llegaron a una pequeña ciudad de la región del lago Poyang, en Jiangxi. Mi tío,
conocido por su genio vehemente, ofendió a un propietario
local, y éste contrató a unos matones que lo golpearon causándole la muerte. Mi abuela fue enseguida a aquella ciudad, junto
con mi madre, para enterrar a mi tío. Cuando las dos mujeres
quemaban ritualmente el dinero delante de la nueva sepultura para despedirse del difunto, pasó por allí un joven maestro. Estaba de viaje turístico aprovechando sus vacaciones de
primavera. Por su acento, se reconocieron como procedentes
del mismo lugar y así fue como mi futura madre conoció a mi
futuro padre. Era el destino.
Antes de su muerte, mi abuela confió a mi madre al cuidado del joven. Se casaron y tuvieron cuatro hijos; Fei Fei fue
la mayor, y yo el tercero. Sin embargo, la vida doméstica no
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fue una vida de tranquilidad. En la medida en que puedo recordarlo, el matrimonio de mis padres estuvo marcado por
una constante turbulencia, y durante muchos años se sucedieron las diputas y las riñas. Mi madre diría más tarde:
—Nunca pensé en si nos queríamos o no. Teníamos que
sobrevivir y criar a una familia.
No había retratos de los primeros años de nuestra vida familiar. Sólo había sobrevivido una fotografía en grupo de mi
abuela materna, mi padre, mi hermano mayor y Fei Fei. Considerábamos aquella foto una reliquia arqueológica. Y cuando
Fei Fei alcanzó la mayoría de edad, llenó aquel vacío tomando
abundantes fotos, muy variadas y llenas de vida, en aquellos
años monótonos y apagados de la Revolución Cultural. Tenía
una enorme pila de álbumes llenos de fotos en blanco y negro que narraban cronológicamente cada hito importante de
la familia.
A partir de aquel encuentro casual de mi madre y mi padre en la cima de una colina de Jiangxi, nuestra familia nació
y se extendió por diferentes partes del país. Cuatro décadas
después, Fei Fei fue la primera en volver a aquel cementerio.
Recibí la noticia de la muerte de Fei Fei por medio de un
telegrama, cuando me encontraba en Fuling, ciudad de las
montañas de la provincia oriental de Sichuan donde yo, como
poeta, impartía clases en un instituto municipal. Con el telegrama en el bolsillo, me despedí de mi cariacontecida esposa, A Xia, y durante las dos noches siguientes, viajé, primero
en barco, después en tren, hasta el hogar de mi hermana en
Mianyang, a casi mil kilómetros de distancia. A medida que el
tren se iba aproximando a Mianyang, me fui dando cuenta del
temor que me inspiraba ver su cuerpo en el depósito de cadáveres, días después de tenerla tan presente en mis recuerdos.
Cuando llegué a su casa, todo estaba ya recogido y or­
denado. Las sábanas de luto estaban apiladas en un rincón.
Fuera, en el balcón, restos de coronas de flores de papel a
medio quemar se movían de un lado a otro, arrastradas por el
viento de la tarde. Los familiares estaban de pie, estoicamente,
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como piezas del viejo mobiliario de la sala de estar, en torno a
una urna colocada sobre una mesa en el centro de la habitación.
—¿Por qué has tardado tanto? —me dijo en tono de reproche Xiao Fei, mi hermana menor.
—Te estamos esperando desde hace tres días —añadió mi
cuñado—. Con el calor que está haciendo, teníamos que darnos prisa.
Metí la mano en el bolsillo para coger el telegrama y comprobar la fecha. Por alguna razón, no se me había entregado
hasta dos días después de ser emitido. Las lágrimas se deslizaron por mis mejillas. Al no poder asistir al funeral, me había
ahorrado la visión del cadáver de mi hermana. La comprensión de ese hecho me golpeó como un trueno; en aquel retraso debía de haber intervenido el espíritu de Fei Fei. Me puse
un brazalete negro y me retiré a la terraza. Al anochecer, los
truenos resonaban a nuestro alrededor. La tierra parecía vibrar como un escenario a punto de venirse abajo. Dejé la casa
de mi hermana y dirigí mis pasos por entre la espesa cortina de una lluvia torrencial, vagando por la ciudad sin rumbo
fijo. Las farolas parpadeaban como si fueran los ojos de un fantasma. Los coches se movían en el agua como animales marinos. Los endebles refugios improvisados por los vendedores
se inclinaban con el viento. Andaba con dificultad por entre el
agua, pero seguí caminando, tenía demasiado miedo a dete­
nerme; miedo a ahogarme en mi tristeza.
Fui a buscar a un amigo poeta. Nos sentamos en un bar
cercano, empapados por la lluvia, y bebimos. En un intento
de distraer mi atención de la tragedia familiar, mi amigo sacó
a relucir el eterno tema de la literatura. Muy pronto, estábamos bromeando a voz en grito sobre el futuro de la poesía de
vanguardia en China. La conversación me despertó el apetito, pero aquella boca que hablaba y comía parecía pertenecer
a algún otro. Aunque una severa voz interior me decía que era
tiempo de llorar, la noche, hermosa y ya serena, después de la
intensa lluvia, la eclipsó. Rechacé la pena y retuve, más bien,
la imagen de Fei Fei sonriéndome radiante con sus perfectos
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dientes blancos y sus mejillas con hoyuelos. ¿Cómo era posible que mi hermana, delicada como una brisa, hubiera sido
tan violentamente destrozada por un accidente de automóvil?
La mirada fija de una joven sentada cerca de mí abrasó
mis mejillas. Ansié entonces aquel cuerpo radiante que brillaba con deseo animal; el calor ardiente de los deseos podría
sin duda secar mi piel humedecida. Necesitaba hundir mi cabeza en su pecho y esconderme en un infantil refugio familiar
para olvidar las ilusiones que la muerte de Fei Fei había roto
en pedazos.
Media hora después, la seguí hasta su puerta. La desconocida resultó ser una recién casada, cuyo marido estaba fuera
en viaje de negocios. En silencio, nos besamos en la oscuridad antes de buscar a tientas la cama. Éramos como dos lobos
hambrientos, cada uno pretendiendo despedazar al otro hasta arrancarle todas sus vísceras. Ella gemía de placer y, en el
clímax de su pasión, me mordió como si yo fuera un brote de
bambú, dejando sus marcas por mi cuerpo, en el pecho y en
la espalda. Mi ropa de luto estaba esparcida por el suelo. En
el exterior, los árboles susurraban y sus sombras parpadeaban a través de la ventana. Me parecía como si Fei Fei suspirara de decepción y de furia. Había mancillado el recuerdo de
mi hermana.
En la década posterior a la muerte de Fei Fei, me asaltó
la culpa por aquella escapada sexual inmediatamente después
del funeral, pero cuando estaba con mis amigos poetas, volvía
a mis antiguas costumbres.
Fue un período de tiempo en el que lo viejo estaba desapareciendo y una nueva época empezaba a definirse en el horizonte. En vida de Mao, los ciudadanos ordinarios podían ser
detenidos y tenían que afrontar penas de cárcel por tener relaciones sexuales prematrimoniales o por adulterio. Con la
muerte de Mao, los viejos valores morales puritanos se desvanecieron gradualmente, especialmente en el mundo literario.
Los jóvenes poetas no sólo competían por el reconocimiento
de sus obras provocadoras e innovadoras, sino también por
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el número de mujeres con que se habían acostado. El mundo
de los poetas de vanguardia era prácticamente un club sexual,
lleno de humo y de juergas, donde las orgías grupales eran comunes.
Nunca me sentí perfectamente integrado en esa epicúrea sociedad de poesía; en realidad, llevaba una vida hipócrita, bien vestido y presentándome como un ejemplo a seguir
entre los poetas, pero inhalando continuamente a las mujeres
como inhalaba el aire, buscando refugio y calidez en las azarosas aventuras del sexo. Me había convertido en un fantasma. Y, como es bien sabido por todos, en la cultura china los
fantasmas no tienen corazón y nunca sienten la necesidad de
arrepentirse.
35
LA JUVENTUD DEL POETA
Hacia el final de los años ochenta, después de instalarme en la
ciudad de Fuling con A Xia, mi esposa, me mantuve alejado de
los poetas vanguardistas hambrientos de sexo y me centré en
la escritura. Mi ambición literaria se infló.
A diferencia de otros poetas de mi generación, nunca tuve
la oportunidad de recibir una educación sólida y convencional, a pesar de que mi padre, que vivió hasta los ochenta años,
había sido profesor de literatura china y alimentó intelec­
tualmente a miles de estudiantes en su larga carrera de maestro, que abarcó cuatro décadas. Vine al mundo en medio de una
hambruna terrible, que se llevó la vida de treinta millones de
personas en todo el país entre 1959 y 1962. Mi padre me contaría luego cómo, cuando yo tenía un año de edad, mi pequeño
cuerpo estaba hinchado por la desnutrición. Ni siquiera tenía fuerza suficiente para llorar. Un médico naturista de Niushikou, cerca de Chengdú, recomendó a mis padres que me
pusieran sobre un gran cuenco con una infusión de hierbas
medicinales cada mañana y cada noche. Finalmente, los vahos
drenaron mi cuerpo, gota a gota, de un líquido amarillento.
Gracias a aquel médico, pude sobrevivir.
El hambre me persiguió durante toda la infancia, atrofiando mi crecimiento y obstaculizando mi desarrollo cognitivo. Era un niño atrasado, pero mi padre nunca me dio por
imposible y trató de alimentar a la vez mi cuerpo y mi mente.
A los tres años, aunque seguía teniendo problemas para hablar y para andar, empezó a enseñarme la lectura de los caracteres chinos. Un año más tarde, me alimentaba por la fuerza
con antiguos poemas chinos. Cada día yo tenía que memorizar
poemas y ensayos sencillos escritos por los que él llamaba los
maestros literarios de la antigüedad. Aquellos textos no significaban nada para mí, y me limitaba a recitarlos, como un
monje novicio que aprende de memoria las Escrituras. La mayor parte de las veces, olvidaba lo que mi padre me había enseñado antes incluso de que él abandonara la habitación, pero
mi padre era paciente. Nunca recurría a los azotes, práctica común en el antiguo pensamiento confuciano. En lugar de ello,
levantaba mi cuerpo diminuto y me ponía de pie sobre la gran
mesa octogonal del comedor familiar. Si no conseguía memorizar un poema, no me dejaba bajar. Yo era un niño sumiso,
demasiado asustado para bajarme de un salto, pedir clemencia o protestar llorando.
Mi única solución era cerrar los ojos y recitar los poemas y los ensayos una y otra vez hasta que se hubieran fijado
firmemente en mi memoria. Así, en dos años, pude recitar con
soltura numerosos poemas y textos breves conocidos, aunque
no pudiera comprender su sentido. A veces sentía odio por
mi padre, y en mi imaginación lo asesiné en numerosas ocasiones. Cuando crecí, mis sentimientos hacia él cambiaron.
Las semillas que él había plantado empezaron a florecer en
mí. Los significados y la belleza de cada poema y cada texto que
había memorizado comenzaron a ponerse de relieve.
Durante la Revolución Cultural, dejé de asistir a la escuela y me moví intermitentemente entre las ciudades de Yanting
y Chengdú. Conseguía viajar gratis persiguiendo y saltando a
los trenes, falsificando documentos de viaje, recorriendo durante días tortuosos senderos de montaña y alojándome en las
cabañas de mis parientes pobres en las zonas rurales. Después
del instituto, seguí con mis viajes por el país, trabajando primero como cocinero y luego como camionero en la carretera
Sichuan-Tíbet. Fue durante ese período cuando comencé a interesarme seriamente por la poesía contemporánea. En mi tiempo libre, leí a poetas occidentales anteriormente prohibidos,
de Keats a Baudelaire, y empecé a componer mis propios poemas para publicarlos en revistas literarias. A lo largo de los
años ochenta, colaboré en revistas nacionales y publicaciones
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clandestinas con muchos poemas de estilo occidental contemporáneo, la clase de poemas que el Gobierno consideraba
«contaminación espiritual». Indiferente a lo que los demás
pudieran pensar de mis textos, éstos me producían un intenso sentimiento de euforia.
El verano de 1988 fue insoportable. Si uno dejaba la ventana abierta por la mañana, la temperatura interior podía subir hasta los 40º C. En un estado de gran ansiedad, componía
mis poemas de manera compulsiva, sin comer ni dormir mucho. Sin embargo, mi cuerpo se mantenía fuerte y resistente.
Andaba con pantalones cortos todo el día, con frecuencia
en cueros. De vez en cuando, me ponía en cuclillas sobre un
banco de madera como un mono, con una toalla mojada colgando de los hombros. Mi rostro estaba oculto entre el cabello
espeso y despeinado y una barba larga. El sudor me resbalaba
por la frente y las mejillas, dejando huellas sucias como surcos en la tierra. Me encontraba en ese estado de delirio cuando terminé mi largo poema «El maestro artesano», de más de
tres mil estrofas, y seguí componiendo «Bastardo» e «Ídolo»,
cada uno de los cuales constaba de quinientas estrofas. Mientras escribía estos poemas descomunales, también elaboré ensayos poéticos. Las palabras salían de mi interior a borbotones.
Cuando escribía, observaba estrictamente los grandes principios de la abstinencia; mi pluma se movía desbocada por el
papel. Las urgencias sexuales me impulsaban a dejar el trabajo, pero yo resistía. Todos los recovecos de mi vida han estado llenos de poesía. Amontonaba pilas y pilas de manuscritos
ilegibles y desordenados ante mi siempre paciente esposa, que
trabajaba de día como mecanógrafa en el Gobierno Local del
municipio. Por las noches, la instaba, con inconsiderada exigencia, a que copiara y copiara, de forma incansable, todas mis
palabras. A Xia aguantaba en silencio, reteniendo las lágrimas,
superando su sentimiento de soledad, y aplicando su hábil caligrafía a llenar los vacíos creados por mi descuido.
Luego el tiempo refrescó y el cansancio fue en aumento. Empecé a inventarme excusas, algunas descaradamente
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endebles, de «viajes de negocios». Sentía un deseo irresistible de viajar. Estaba influido por los poetas beat americanos
como Jack Kerouac, y fantaseaba con vagabundeos carentes de
todo objetivo. A medianoche las sirenas de los barcos en el río
Yangtsé perforaban la oscuridad, como el mugido sonoro de un
toro hambriento. Hechizado, me quedaba ante la ventana, mirando obsesivamente los barcos que se deslizaban por el agua.
Un día, A Xia resbaló y se fracturó una pierna. La llevé
corriendo al hospital y esperé fuera, lleno de angustia, a que
el médico terminara. Cuando la vi de nuevo, llevaba una gran
escayola. La llevé a casa en el sillín trasero de mi bici, limpié
la casa y le preparé la comida. Mientras ella se quedaba adormilada en la cama, salí sin hacer ruido y corrí hasta el muelle
para comprar un billete de barco; luego, recorrí mi camino de
vuelta a la colina como un atleta olímpico.
A la hora de la cena, le dije a mi esposa que debía salir
en viaje de negocios aquella misma noche. Mentí y le dije
que el viaje estaba previsto desde hacía tiempo.
A Xia me cogió el brazo, y me suplicó que me quedara junto a ella y la cuidara.
—Se me va a hacer tarde —contesté.
Endurecí mi corazón y logré zafarme de ella. La sirena del
barco resonó en la distancia. A Xia estalló en sollozos.
—No me hagas esto, por favor…
Lancé una mirada a mi reloj mientras le secaba las lágrimas con el pañuelo.
Cuando cerré la puerta tras de mí, pude sentir su mirada impotente en mi espalda. Bajé corriendo los peldaños sin
ninguna idea de adónde me dirigía. «Lo decidiré una vez esté
en camino», me dije a mí mismo usando una frase que era habitual entre mis amigos vagabundos. Con frecuencia nos poníamos en camino teniendo sólo una idea difusa de nuestro
destino, esperando descubrir a lo largo del viaje nuevos objetivos sexuales y literarios que estimularan nuestro interés.
Escribir poesía en casa era una forma de acción, pero cuando
la mente se consumía, viajar sin rumbo era el tónico que podía devolver la psique a un estado de apacible introspección.
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Sin embargo, me resultó difícil permanecer en actitud totalmente introspectiva, y rápidamente volví a mis viejos hábitos de flirteo. En marzo de 1989, poco después de que A Xia se
recuperara de su pierna rota, la dejé de nuevo y me matriculé
en un programa de escritura de la Universidad de Wuhán, en la
cercana provincia de Hubei. Tras un mes en el curso, tuve una
escandalosa aventura amorosa con una estudiante que pronto
iba a contraer matrimonio. La aventura me llevó a un hospital
con graves heridas de arma blanca infligidas por su novio. No
mucho después, me expulsaron.
Apenas recuperado de las heridas, me sentí de nuevo con
ganas de moverme y viajé con un amigo a Pekín para asistir a
la ceremonia de entrega de los Premios de Poesía Contemporánea, presidida por Bei Dao, poeta conocido por sus «poemas
brumosos». La ciudad era presa de la excitación por la muerte
de Hu Yaobang, antiguo secretario del Partido Comunista Chino, que había sido purgado por sus ideas liberales. Un diluvio
de flores, ramos y coronas cubría la plaza de Tiananmén. Toda
la ciudad parecía haber salido a las calles para llorar al popular
líder. Mi amigo y yo vagamos por la ciudad, devorando ansiosamente todo lo que veíamos. Podíamos sentir la inminencia
de una revolución. ¿No nos había dicho Mao que «una sola
chispa puede prender fuego a toda una pradera»?
Como la protesta iba cobrando intensidad en la plaza de
Tiananmén, me olvidé de lo que estaba sucediendo en la ceremonia de los premios. Cuando me enteré de que ninguno de
mis trabajos había logrado ningún premio, acusé de manera
ridícula a Bei Dao de manipular la atribución de los premios y
marginar a otros poetas contemporáneos.
Desilusionado porque mi poesía no había logrado vencer
al capital, dejé el centro de la tormenta política y me fui hacia el sur, atravesando medio país. De este modo, me perdí el
acontecimiento más importante acaecido en China en el último medio siglo. Una semana más tarde, volví a Fuling, desengañado y amargado.
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LA CIUDAD AL BORDE DEL RÍO
A primeros de mayo de 1989, los amigos de Chengdú, Pekín,
Cantón y Wuhán me escribieron comentando entusiasmados
el auge que estaba adquiriendo el movimiento de protesta en
sus respectivas ciudades. Sin embargo, yo permanecía al margen de la turbulencia política de fuera y continuaba con mi rigurosa rutina de escribir.
El 16 de mayo, los líderes de los estudiantes de Pekín comenzaron una huelga de hambre en la plaza de Tiananmén
después de que el Gobierno se negara a reconocer la naturaleza patriótica de su movimiento. Sus acciones galvanizaron a
toda la nación. Los estudiantes universitarios de otras ciudades respondieron organizando huelgas de hambre similares.
Un centenar de cantantes organizó en Hong Kong un maratón
musical para recaudar dinero y conseguir reconocimiento para
los manifestantes. Todo tipo de cartas abiertas, panfletos y solicitudes de firmas llenaban mi buzón. Me deshice de ellas con
desdén. Mientras el país estaba inmerso en el frenesí, yo me
enorgullecía de mi propia serenidad.
Mi indiferencia duró poco. Una noche, ya tarde, oí el ruido de fuegos artificiales en el exterior. Abrí la ventana. El himno comunista de la «Internacional» flotaba en el aire, sonando
como el suave coro armonioso de un orfeón infantil. Supuse
que procedía de la Facultad de Pedagogía, al otro lado del río
Wu. A diferencia del himno vigoroso propio de un partido político, el canto era muy claro, y la canción, con un ritmo lento
y suave, reverberaba en el aire como un réquiem, acompañado de lágrimas y oraciones. «Nunca pensé que ese himno de
movilización del proletariado se pudiera convertir en un canto
fúnebre», recuerdo que pensé.
Corrí escaleras arriba hasta lo alto del edificio, y me uní a
un pequeño grupo de colegas de la Casa Municipal de la Cultura que se había reunido en el tejado, estirando el cuello para
mirar hacia el sur. La letra era clara:
Hierve la sangre que llena nuestro pecho.
¡Debemos luchar por la verdad!
Siguió otra tanda de fuegos artificiales. Podía ver la línea de las
antorchas moviéndose serpenteante y cruzando el río Wu hacia el lado de la ciudad en el que nos encontrábamos nosotros.
Antes de que pasara mucho tiempo, los manifestantes
ocupaban la ciudad. Las luces de los edificios se encendían
mientras la gente, en las casas, bajaba a los portales para ver
el alboroto. Mirando desde lo alto de la Casa Municipal de la
Cultura, contemplamos cómo la multitud entraba a raudales
en los barrios esculpidos en la ladera de la montaña. La muchedumbre parecía impulsada por una cinta transportadora:
una mezcla de trigo, maíz y guisantes de tamaño humano avanzando entre colores y cánticos. El espectáculo y los sonidos de
la revolución me sacaron de mi aislamiento. También yo me
convertí en un guisante, rebotando escaleras abajo y rodando
por la calle. Pronto fui barrido por aquella oleada de grano y
arrastrado a la pequeña plaza de la ciudad.
La corriente humana formaba remolinos en diversos lugares. En el centro de cada uno había alguien que hablaba en voz
alta, oradores exaltados cuyo número no dejaba de aumentar.
Traté de luchar por abrirme camino en aquel torbellino, pero
la multitud me lo impedía. Al final, conseguí subir a la parte alta del edificio del Club de los Trabajadores, desde donde tenía la visión de toda la plaza. Secándome el sudor, miré
hacia abajo. Los estudiantes habían llegado finalmente, con
sus grandes pancartas confeccionadas con sábanas blancas.
En cada pancarta, escritos en grandes letras, había eslóganes
como «¡Abajo la corrupción del Gobierno!», «El patriotismo no es un delito» o «¡Apoyo a los estudiantes de Pekín!».
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Sus líderes marchaban delante con cintas rojas y blancas en
la frente, como las usadas por los pescadores de Hokkaido en las
películas japonesas. Los espectadores se apartaban para abrir
camino a los manifestantes. Pronto, los remolinos de la plaza se fundieron en un único torbellino gigantesco y poderoso.
Estudiantes y residentes se mezclaron. No podía creer lo
que estaba presenciando: miles de puños se levantaban en el
aire una y otra vez. Los atronadores eslóganes siguieron reso­
nando durante casi una hora antes de que los estudiantes se
reagruparan y salieran de la plaza en dirección al estadio de
deportes más grande de la ciudad. A medida que se iban añadiendo unidades, la línea formada por los estudiantes aumentó, dejando de ser una pequeña culebra para convertirse en una
enorme serpiente pitón que avanzaba poderosamente.
Cuando el cuerpo de la pitón se hizo más denso, su avance
se volvió más lento. Un organizador estudiantil levantó su megáfono para instar a los no estudiantes a permanecer fuera de
la marcha para mantener las filas revolucionarias libres de elementos extraños. Antes de que terminara la frase, la rugiente
multitud lo apartó a empujones. Los manifestantes avanzaban
gritando y riendo; agarrados unos a otros por los hombros, hacían alguna pausa ocasional y alzaban los brazos o los puños
para puntuar algún eslogan.
La fiesta continuó hasta el amanecer. Cuando la gente se cansaba, simplemente se retiraba a un lado de la calle
y se sentaba en el suelo formando círculos. Vecinos, colegas y
desconocidos, todos mezclados. Los desconocidos se ofrecían
cigarrillos unos a otros.
Traté de mantenerme despierto, pero no lo logré. Agotado, me fui a casa. La luna creciente se volvió roja. Las estrellas
corroían el cielo nocturno como enjambres de moscas verdes.
Un anciano que estaba a mi lado decía que había sido la noche
más memorable de toda la historia de Fuling.
Cuando me desperté al día siguiente, ya era mediodía. A
Xia me informó de que los estudiantes habían tomado el edificio del Gobierno Municipal. Me maravillé:
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—¿Piensas que es un golpe de Estado?
Sin lavarme siquiera la cara, salí corriendo, en chanclas, a la calle. Nada inusual sucedía: los peatones se apresuraban por las aceras bajo los aleros de los tejados de las casas
o las tiendas. Una pareja de perros callejeros avanzaba lenta y
despreocupadamente por la carretera mientras los coches
que bajaban veloces de la loma hacían sonar sus cláxones.
Las huellas de la revolución de la noche anterior eran todavía
perceptibles: trozos de papel, panfletos y trapos arrastrados
suavemente por la brisa.
La puerta de hierro forjado del edificio administrativo, de
casi cinco metros de altura, permanecía cerrada. Había oído
que los estudiantes se estaban preparando para celebrar una
manifestación en el interior del recinto. Una pequeña entrada
lateral estaba guardada por un grupo de estudiantes con cintas en la frente, que sólo dejaban un estrecho espacio entre
ellos para quienes querían pasar. Me dijeron que sólo se permitía entrar a quienes tenían carné de estudiante. Fuera del
recinto gubernamental, el mercado de verduras bullía como
de costumbre. Unos cuantos vendedores campesinos dejaron
sus vehículos y sus bolsas y se agruparon alrededor de la verja.
Un muchacho estaba subido a los hombros de un desconocido
como un mono de circo y trataba de agarrarse a la valla, gritando con entusiasmo. Un estudiante del servicio del orden lo
echó con una escoba. Yo me abrí camino hacia delante y saludé a un guardia.
—Oye, por favor, tengo que ver a mi mujer —mentí—. Trabaja ahí.
Ni siquiera levantó la cabeza para mirarme:
—Tu mujer se ha marchado.
—No, mi mujer todavía está ahí —insistí, tratando de meter la cabeza.
Oí risas por lo bajo de la gente.
—Otro espabilado tratando de entrar —dijo alguien.
—El edificio del Gobierno está vacío —afirmó otro—. Todos
los funcionarios se largaron anoche.
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La noticia no me sorprendió. En Pekín, los principales líderes comunistas, tanto conservadores como reformistas, estaban discutiendo en busca de una solución para poner fin a
la crisis en la capital. Puesto que era difícil discernir qué facción empezaría a toma ventaja, los líderes locales habían decidido esperar pacientemente, colocándose al margen hasta
que hubiera señales políticas claras. El secretario del Partido de la provincia de Sichuan, en el punto álgido de las ma­
nifestaciones estudiantiles en Chengdú, escapó de la ciudad
con un grupo numeroso de colegas. Recientemente, un periódico había publicado una imagen suya, al parecer «llevando a
cabo una investigación social», en la cubierta de un barco en
el río Yangtsé.
En Fuling, con una población de un millón de habitantes,
el alcalde había desaparecido, dejando al mando a un subdirector jubilado. Yo estuve allí cuando, al día siguiente, se
dirigió a los estudiantes delante del edificio administrativo. El
viejo zorro estaba delante de nosotros sacando el cuello como
una tortuga, pero dispuesto a retirarse en cualquier momento
al interior de su caparazón. El sudor le chorreaba por la frente. Una estudiante dirigía a la gente en varias rondas de vigorosos gritos con lemas como «¡Abajo con la corrupción del
Gobierno!» y «¡Aprended de los estudiantes de Pekín!». La
multitud gritaba su aprobación en medio de un intenso fre­
nesí. El suplente jubilado era todo sonrisas y gritaba su mensaje entre los lemas:
—¡Queridos estudiantes, respetados y patrióticos estudiantes, estudiantes animosos, dinámicos y llenos de energía!
Sólo quiero que sepáis que compartimos vuestros objetivos. El
Gobierno os da la bienvenida y os invita a un diálogo sincero.
Como sabéis, la palabra china para «nación» consta de dos caracteres, uno significa «país» y el otro, «familia». Los dos están relacionados entre sí. La estabilidad de un país beneficia
a las familias. Queridos estudiantes, tenéis la misma edad que
mi nieta. Os veo como si fuerais de mi propia familia. Si tenéis
problemas económicos, o con vuestros estudios, yo trataré de
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resolverlos de inmediato. Y todas aquellas cuestiones a las que
yo no pueda proporcionar una respuesta inmediata, las trataré
con la autoridad superior…
En un momento de su charla, el funcionario incluso derramó lágrimas patrióticas y dio unas palmaditas en los hombros
de una líder estudiantil que estaba junto a él. La muchacha, que
llevaba gafas, se separó y le apartó la mano.
—¿Qué es lo que pretendes? —dijo con sequedad.
Antes de que aquel viejo memo pudiera retirar la mano y
recuperar la compostura, otros estudiantes empezaron a acribillarlo a preguntas.
Estudiantes: ¿Piensa que deberíamos luchar contra la corrupción y que los funcionarios corruptos deberían ser castigados?
Funcionario: Sí, absolutamente.
Estudiantes: ¿Piensa que deberíamos derrocar al primer ministro Li Peng?
Funcionario: No… quiero decir, transmitiré vuestras demandas a los principales líderes del Gobierno Provincial.
Estudiantes: ¡Te preguntamos a ti! ¿No piensas que deberíamos derrocar al primer ministro Li Peng?
Funcionario: Sí, por supuesto que sí.
El suplente jubilado asentía con la cabeza, como un gallo picoteando un montón de arroz. Su reacción servil confundió a
los líderes estudiantiles, que no sabían cómo continuar. Alzaron la voz y comenzaron otra ronda de gritos y consignas. El
funcionario jubilado les siguió la corriente, aplaudiendo con
todas sus fuerzas.
—¡Queridos y patrióticos estudiantes! Me siento muy
conmovido por vuestro entusiasmo. Por favor, tened fe en
nuestro partido, el mayor partido político del mundo. No nos
da miedo corregir nuestros errores. Y, os lo ruego, cuidad
vuestra salud, porque necesitamos que trabajéis en la revolu­
ción socialista en el futuro próximo. Sé que muchos de vosotros apenas habéis podido comer o dormir en los últimos dos
días. Silencio, por favor. Los cocineros han preparado comida
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para todos vosotros. Si les enseñáis vuestro carnet de estudiante, podréis conseguir un bollo y un plato de sopa gratis.
Una vez tengáis el estómago lleno, os podéis ir a casa y pensar qué hacer en la próxima fase de nuestra revolución, ¿okay?
Al final de su discurso, el viejo pícaro aplaudió instintivamente su propia brillantez y pareció sorprendido al darse
cuenta de que no había ninguna respuesta por parte del público. Agarró el micrófono y gritó con decisión:
—Por favor, ¡seguidme! —Y, así, se abrió paso a codazos
entre la muchedumbre y se dirigió con paso firme hacia la cafetería.
La comida gratis era algo indiscutiblemente tentador. Los
estudiantes se quedaron parados unos segundos y luego lo siguieron. Viendo que no podían invertir la situación, los abatidos líderes estudiantiles se unieron a ellos. De este modo, los
bollos y la sopa vegetal gratuita desmovilizaron el movimiento
estudiantil que estaba surgiendo en la ciudad de Fuling. Mientras tanto, el viejo pícaro se metió en la cocina, agarró un bollo
y se deslizó por la puerta trasera como una anguila.
Germaine Greer, una escritora feminista australiana, dijo
en una ocasión: «La revolución es una fiesta para los oprimidos». Fuling, al borde de la revolución, no era una excepción.
En las esquinas de cada calle de Pekín aparecieron puestos que
recogían donativos para los hambrientos estudiantes en huelga. No había escasez de donantes generosos. Vi a una anciana
que se ganaba la vida recogiendo basura acercarse tambaleante
a un puesto. Sacó del bolsillo un paquete envuelto en un pañuelo sucio en el que llevaba unos billetes arrugados. Estaba
a punto de introducir los billetes en la caja de la colecta cuando una estudiante la detuvo y se negó a aceptar su dinero. Se
pusieron a discutir, y se reunió en torno a ellas un pequeño
gentío. Humillada, la anciana se sentó en el suelo y exclamó
entre sollozos:
—¿Acaso pensáis que el dinero de una mendiga como yo
está sucio?
Todos los presentes quedaron profundamente conmo­
vidos.
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En las semanas siguientes, la ciudad escasamente animada
del río se agitó. El espíritu de la revolución se había apoderado de ella. Los medios de comunicación regionales aumentaron su actividad, y la emisora de televisión realizó entrevistas
en directo, emitiendo continuamente los rostros exaltados de
los manifestantes y sus discursos improvisados. Esas mismas
imágenes fueron utilizadas más tarde por la policía como prueba contra aquellos a los que el Gobierno etiquetó de «gamberros y delincuentes violentos».
Durante aproximadamente una semana, el aparato del
Partido se paralizó, y los funcionarios se ausentaron temporalmente. Parecía que sin el liderazgo del Partido, la gente
podía ser verdaderamente más dueña de su país que con él. En
la calle, los desconocidos se saludaban entre sí de manera efusiva. Aparecían voluntarios para mantener el orden. Como en
otras grandes ciudades, los carteristas y los ladrones de Fuling
decretaron una moratoria en sus actividades. Irónicamente,
los avisos de la moratoria se colgaron en las paredes junto a los
grandes carteles que exponían la corrupción de los funcionarios importantes del Partido y los fondos secretos que habían
depositado en bancos del extranjero.
Los acontecimientos de Pekín estaban presentes en todas
las conversaciones de la ciudad. En el complejo residencial
de la Casa Municipal de la Cultura, las gentes se visitaban diariamente unas a otras. En lugar de ver la televisión en sus casas, mis colegas preferían hacerlo comunitariamente en la casa
de sus vecinos. En mi apartamento, las visitas se dejaban caer
sin anunciar a todas horas, independientemente de lo que mi
esposa y yo estuviéramos haciendo o de cómo nos sintiéramos.
Cuando alguien llamaba a mi puerta alrededor de medianoche,
me sentía obligado a recibirlo como gesto de solidaridad.
Durante las dos semanas siguientes, vivimos una confusa calma en la acción. Los estudiantes seguían acampando en
la plaza de Tiananmén y allí no se producía ninguna respuesta de las autoridades. La fatiga y el aburrimiento comenzaron
a hacer mella. Perdí la esperanza en los periódicos y apagué
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la televisión. Como un cadáver, dormía día y noche. A Xia
era la única que iba de acá para allá en esta tumba para vivos.
Por la noche, cuando abría las ventanas para respirar un poco
de aire fresco, podía oír, por encima del ruido del mundo, las
conversaciones murmuradas entre las nubes y las montañas.
El mundo entero parecía una tumba enorme para una idea
que había muerto tras un nacimiento prematuro. Yo miraba fija
y catatónicamente en la distancia y fui invadido por un sen­
timiento desconocido de vacío, una superficie serena que disfrazaba el torbellino que había en mi interior. Anteriormente,
siempre había despreciado todo lo que estuviera asociado con
la política —partidos políticos, mítines y campañas— pero, al
mismo tiempo, me asustaba quedarme atrás o ser de alguna
manera olvidado.
El hogar se convirtió en un desolado campo de batalla. Una
noche, a mediados de mayo, A Xia se acostó temprano, pero
yo seguía despierto. Salté de la cama y, descalzo, circulé sin
hacer ruido entre mi estudio y el salón. Encendí la televisión
y permanecí desnudo contemplando las noticias. Había sido
declarada la ley marcial, y las tropas estaban a punto de entrar
en la capital para expulsar a los estudiantes de la plaza de Tiananmén. Los reporteros captaban escenas de soldados y residentes charlando pacíficamente y de forma animada en las
afueras de Pekín. Al mismo tiempo, la plaza de Tiananmén estaba llena de papeles, botellas y envases de comida. Zhao Ziyang, el entonces secretario general del Partido, favorable a las
reformas y partidario de los estudiantes que se manifestaban,
desafió la lluvia y apareció en la plaza de Tiananmén. Atragantado por la emoción, se dirigió a los estudiantes por medio de
un megáfono:
—Todavía sois jóvenes. Tenéis un brillante futuro ante vosotros. Nosotros somos viejos y no importa lo que nos pueda
suceder.
Zhao Ziyang parecía completamente impotente. Nadie sabía que ésa sería su última aparición pública, antes de que fuera puesto bajo arresto domiciliario por los partidarios de la
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línea dura. Cambié a otro canal y vi el mismo rostro entristecido del dirigente reformista. Pulsé de nuevo el botón. Ahora,
el rostro triste e impotente se transformaba en el de una mujer
agitada, una líder estudiantil que levantaba el puño en el aire,
llamando a aquellos corderos inocentes a continuar su guerra
contra los chacales.
«Si fuera primera ministra de China, sería más despiadada que Li Peng —pensé—. ¡Maldita alborotadora!».
Apagué la televisión y pensé para mis adentros: «No me
importa que la revolución triunfe o no; en cualquier caso, yo
no podría obtener de ella ningún beneficio». Rescaté un poema a medio terminar y comencé a escribir. La noche fue larga.
La luna ensangrentada lucía una barba de lobo y yo podía escuchar los ecos de los aullidos del cielo.
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LA FIEBRE REVOLUCIONARIA
El 1 de junio, fui a recoger a mi amigo canadiense Michael Day
al embarcadero. Day y yo nos habíamos conocido varios años
antes por medio de nuestro amigo común Liu Xiaobo. Day trabajaba en el China International Publishing Group y Liu le había dado un ejemplar de mi revista clandestina de poesía. A
Day le gustaron mis poemas y me escribió una carta. Me visitó en Fuling durante el Año Nuevo chino de 1988. Yo tenía un
gran interés por el famoso ensayo del presidente Mao escrito
en 1939 en memoria de Norman Bethune, médico canadiense
y simpatizante comunista que viajó a China y murió mientras
trabajaba de voluntario en un hospital del Ejército sirviendo
al ejército de irregulares de Mao. Desde entonces, los chinos
veíamos a los canadienses como samaritanos altruistas que
parecían disfrutar de otros países más que del suyo. En el caso
de Michael Day, su amor por China era conmovedor. Se había
unido a un grupo de poetas chinos y había marchado con ellos
por la plaza de Tiananmén, gritando lemas en chino con su
voz tronante. Cuando la ley marcial se aplicó de forma rigurosa, Day se subió al tren entre maldiciones camino hacia el sur.
Day, con su camisa sucia y sus zapatos negros cosidos a
mano, parecía un mendigo que vagaba por el mundo. Cuando
lo vi, acababa de llegar de las manifestaciones de Pekín y era
como una pistola cargada. Gruñendo, me dirigió un breve saludo y luego subió los escalones de piedra a toda prisa. Como
él andaba a grandes zancadas, yo, el anfitrión, me arrastraba
detrás. En mi casa, antes de que tuviera ocasión de darme un
respiro, Day me bombardeó con una emotiva puesta al día sobre la situación en Pekín.
—¿Puedes parar un minuto? —dije, secando el sudor de
mi rostro—. Bebe un poco de agua fría primero. Me parece que
deberías darte una ducha. Hueles terriblemente mal.
Day se olió la camisa y luego se agachó para rebuscar en
su bolsa. Pero no buscaba ropa limpia. En lugar de ello, sacó
un pequeño aparato de radio de onda corta. Eligiendo un sitio
cerca de la ventana, sacó la antena y se puso los auriculares en
los oídos, como un operador de telégrafos en una vieja película
china de espías. De vez en cuando, Day se inclinaba sobre mi
escritorio para tomar notas.
—Estoy escuchando la cobertura en directo de la bbc sobre los acontecimientos en la plaza de Tiananmén —dijo Day,
dejando traslucir la alegría en su voz—. Se oye muy bien aquí.
Escuchaba la emisión inglesa atentamente mientras traducía, de vez en cuando. Yo podía sentir la tensión que había
en la habitación, que parecía un almacén de municiones listo
para explotar en cualquier momento. Durante los días siguientes, todas nuestras conversaciones se centraron en Pekín y las
manifestaciones estudiantiles. Yo trataba de cambiar de tema,
preguntándole por su vida en Canadá, la situación de los manuscritos que le había pedido que sacara de China, el progreso
de su tesis de posgrado, y su última novia. Day respondía distraídamente con monosílabos y luego volvía a llevar la conversación a su tema principal.
—Muchos de los intelectuales chinos más conocidos en
el mundo están en Pekín, incluido mi profesor —exclamó—.
Todos quieren asistir a la mayor transformación de la historia humana.
El entusiasmo de Day se hacía contagioso. Mis ojos estaban enrojecidos como los suyos por la falta de sueño. Discu­
tíamos, con gestos enérgicos. Llevamos nuestro debate a la
mesa del comedor, donde estuvimos charlando durante toda
la tarde, entre botellas de cerveza y platos vacíos esparcidos
a nuestro alrededor.
—Los soldados están entrando en la ciudad desde direcciones diferentes. Se les ha ordenado tomar la plaza de Tiananmén a toda costa. El movimiento acabará —dijo Michael
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Day—. Los estudiantes no creen que los soldados vayan a disparar contra ellos. Como mucho, piensan en unas cuantas pelotas de goma. ¡Tenemos que ofrecer nuestro apoyo!
—¡Para ya, Michael! —le grité—. ¡No me ladres como si
fueras un bulldog! No soy el tipo de poeta que tú piensas que
soy. Nunca me han interesado los movimientos de masas ni
esos productos extranjeros de importación como la democracia, la libertad, los derechos humanos y el amor. Si la destrucción es inevitable, que así sea.
—¿Quieres ver correr la sangre por la plaza de Tiananmén?
—Pero ¿qué puedo hacer yo? ¿Qué podemos hacer dos
mierdas como tú y como yo? —grité, con la cara vuelta hacia
arriba, como si estuviera ahogándome en sangre—. En esta
vida, a nadie le importa si vivo o muero, salvo a mi madre y
a… —iba a decir «mi hermana Fei Fei», pero su nombre se
me atravesó en la garganta.
El 3 de junio, a mediodía, espesas nubes colgaban en el
cielo a baja altura, asfixiando la ciudad de Fuling como si fuera el humo de una sartén. Michael Day y yo nos sentamos, sin
camisa, en torno a la mesa del comedor, discutiendo sobre los
últimos acontecimientos de Pekín. A Xia, atrapada en el fuego
cruzado, había llegado a hartarse de nuestra obsesión con el
movimiento estudiantil y temía que pudiéramos meternos en
problemas. Tiró sus palillos, gritó a pleno pulmón y se metió
echando pestes en el dormitorio. Violento e indignado por su
estallido delante de mi amigo, abrí de una patada la puerta del
dormitorio y la abofeteé. A Xia se defendió, gritando y llorando.
La tiré a la cama. Michael Day permanecía junto a la mesa del
comedor, con la mirada perdida. La radio de onda corta continuaba estruendosamente con su emisión en directo.
Afortunadamente, un amigo mío pasó en aquel momento
a visitarnos y ofreció alojamiento temporal a Michel Day en su
casa. Después de que el invitado se marchara, el apartamento quedó en silencio. El tiempo marcaba su tic tac con lentitud. Ningún ruido salía del dormitorio. Preocupado porque le
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hubiera sucedido algo a A Xia, miré por la diminuta ventana de
la puerta. Todo estaba oscuro.
—A Xia —pronuncié su nombre suavemente.
Ella no respondió. Como un leopardo domesticado, pegué
la cabeza a la puerta.
—¡A Xia!
Sabiendo que presionar a A Xia sólo alimentaría su enfado, salí. Sentado en los peldaños de la entrada, examiné mis
manos, diciéndome entre dientes:
—¡Maldita sea! ¿Qué es lo que no funciona en mí? Nunca quise hacerte daño. Mis manos son más rápidas que mi cerebro.
De vuelta a nuestro apartamento, me senté, ahogándome
casi, en la silla de mimbre. Después de lo que pareció un siglo
de ruido y de furia, las cosas se calmaron súbitamente. Tumbado en el sofá, podía notar el sabor de la saliva en mi boca y
oír el latido de mi corazón y el tic tac del reloj en mi muñeca. Cayó la oscuridad. Abrí la ventana. Los ríos Yangtsé y Wu
se unían a las afueras de la ciudad, emitiendo en su confluencia
un poderoso estruendo. Las estrellas aparecieron en el firmamento cuando el crepúsculo oxidado dejaba sus huellas rayadas
en los tejados. Había una pálida luna creciente sus­pendida en
el centro de cielo, y el viento soplaba como un fantasma colgando de una soga, con la lengua fuera y respirando aire fresco. Cogí la pluma y escribí:
Naciste con alma de asesino
pero en el momento de la acción
no sabes qué hacer, no haces nada,
no tienes espada que sacar.
Tu cuerpo es una funda oxidada,
tus manos temblorosas,
tus huesos podridos,
tus ojos miopes, incapaces de apuntar con un fusil.
Eres inútil, completamente inútil, y tratas de parar las balas
con un escudo de papel hecho de justicia, moral,
conciencia y responsabilidades.
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Cuando las masas corrían, asustadas,
te tocaba a ti apretar el paso.
¿De qué sirve apretar el paso?
El sangriento resultado está escrito de antemano.
Al anochecer, salí del estudio. Cuando me remangaba para
preparar la cena, llamaron a la puerta de manera apremiante.
Michael Day entró, parecía abatido. A Xia salió del dormitorio,
me echó a un lado y se puso a cocinar.
Comenzó la última cena. En silencio, los tres inclinamos
la cabeza para comer. Nadie quería ser el primero en tocar el
plato de verduras que había en el centro de la mesa. Una cuchara de porcelana resbaló de las manos de Day y se hizo pedazos en el suelo. Cuando me levanté para coger una nueva,
observé que los ojos infantiles de Day se movían con nerviosismo entre A Xia y yo.
Al acabar de cenar, en vez de pegar la oreja a su aparato
de radio, Day se sentó torpemente en una silla. Como un pez
fuera del agua, intentó varias veces abrir la boca, pero nada
salió de ella.
—Si no tienes otra cosa que hacer, ¿por qué no te vas a la
cama? —dije, fingiendo un bostezo.
Una hora más tarde, tumbado ya en la cama, oí un golpe
suave en la puerta del dormitorio. Luego, otro. La puerta vibró con el golpe.
Me levanté y fui rápidamente al estudio. Day estaba en el
balcón, medio desnudo con su ropa interior a rayas, gesticulando con nerviosismo.
—¡Han abierto fuego! —exclamó.
—¿Dónde? —saqué la cabeza, echando un vistazo a la
ciudad.
—¡Los soldados, malditos cabrones! —masculló, señalando a lo lejos de forma vaga con la mano.
Agucé el oído; el sonido de los petardos procedía de la
parte suroriental de la ciudad, como guisantes saltando en una
sartén caliente. Lancé un suspiro de alivio.
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—Es un funeral.
Day parecía desconcertado.
—En China, cuando el alma de una persona sale de su
cuerpo, sus parientes tiran petardos para informar al rey del
mundo de los muertos de que un nuevo espíritu está en camino —expliqué.
—No es un buen presagio —refunfuñó Day—. Los sol­dados
se están aproximando a Pekín. La bbc ha informado de que
muchos soldados se han negado a cumplir las órdenes. Han
abandonado los tanques y han huido. Hay varios tanques inmovilizados dentro de la Universidad del Pueblo. Se ha informado de disparos esporádicos.
—Que haya unos pocos tanques parados no significa que
las tropas vayan a entrar en Pekín —dije.
—Rezo para que una gran tormenta o un terremoto se abata sobre Pekín. Rezo para que todos los soldados despierten a
la llamada de su conciencia. Sé que no son más que ilusiones
vanas… ¡En fin! —dijo Day—. Sé que tú y muchas otras personas no queréis veros implicados. No importa cuánta sangre se
derrame, a ti no te preocupa lo que le pueda suceder a tu país
y a tus compatriotas.
—¿Crees que amas China más que yo?
—Tal vez —insistió Day—. A diferencia de ti, yo, al menos,
he participado en las manifestaciones de Pekín. Encabecé un
grupo, gritábamos lemas contra la corrupción y distribuimos
panfletos. La gente que estaba en la calle nos aplaudía. Creo
que esta vez no es como antes, la gente es diferente. Esos estudiantes, comerciantes, gentes normales, tan apasionados y
tan entregados…
—Es un espejismo colectivo —repliqué.
—Es una especie de gran creencia religiosa, pero sin dios
y sin dogmas —continuó Day, con los ojos humedecidos—. En
la larga historia de China, esas personas pueden haber sido
insignificantes, y sus papeles fugaces, pero han ayudado a
cambiar la historia. Nadie aspiraba a tomar el poder político,
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ni quería aprovecharse del caos. ¿Tienes tú una pasión tan
pura como ésa?
—No, no la tengo. Sus observaciones comenzaban a en­
furecerme—. Pero no necesito que un canadiense venga a decirme cómo ser un patriota.
Day temblaba y trataba de agarrarse los hombros desnudos con los brazos cruzados. Después de una larga pausa, continuó:
—No amo este país a causa del Gobierno que lo dirige.
Pero quiero a mis amigos. Tal vez, el calor asqueroso de China
me sienta bien.
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