El 17 de noviembre de 1494, Jean

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El 17 de noviembre de 1494, Jean-Giovanni Rollet entró en Florencia. No era la primera vez,
vivía allí desde hacía siete años, pero ese día era diferente.
A su derecha, el rey de Francia; detrás, diez mil hombres. Desde la caída del Imperio romano, la
Toscana no había visto un ejército semejante. Carlos VIII, hijo de Luis XI, comenzaba las
guerras de Italia.
Su padre, que era banquero del rey, lo había presentado a Carlos VIII tres meses antes, en Lyon:
-Sire, mi hijo puede seros de utilidad. Trabaja en Florencia y su madre es una Médicis.
-¡Claro! -aprobó Carlos de inmediato-. Será mi nexo de unión entre Francia e Italia. -Y
dirigiéndose al joven, añadió-: Tengo un gran amigo en Florencia, Pico della Mirandola, quizá lo
conozcáis.
-¿Quién no lo conoce? Pero solo de vista, no he hablado nunca con él.
-Pues ahora tendréis ocasión de hacerlo.
De padre lionés y madre florentina -sobrina nieta de Lorenzo el Magnífico-, de la misma edad
que el rey y familiarizado con las finanzas toscanas, el hijo de su banquero podía serle de
provecho.
Jean-Giovanni era apoderado en el banco de su tío Lorenzo. Lorenzo de Médicis, comúnmente
llamado Lorenzo di Pierfrancesco o Lorenzo el Otro para distinguirlo del Magnífico, del que era
primo. Ambos, tío y sobrino, tenían entonces treinta años.
Menos magnífico, pero mejor banquero, decía Rollet padre siete años antes -el Magnífico aún
vivía- refiriéndose a Lorenzo el Otro, antes de montar a su hijo en un coche para enviarlo más
allá de los Alpes.
«He hecho bien en asociarme con el menos ilustre de los dos. El Magnífico no sabe contar. Esta
decisión te beneficiará», había añadido Pierre Rollet.
Aquellos siete años no habían desmentido esa afirmación.
Quince días antes, Jean-Giovanni había recibido una nota de su padre:
El rey está al llegar. Sal a su encuentro.
Inmediatamente se presentó en Pisa, donde el monarca acababa de desmontar del caballo. Al ver
al joven Rollet, Carlos VIII exclamó, abriendo los brazos:
-¡Mi intérprete!
Y girándose hacia su ejército, declaró gesticulando:
-Él me explicará Italia.
Bajo el cielo nuboso de mediados de noviembre, llegaron ante la puerta de San Frediano, en la
orilla izquierda del Arno. Florencia entera los esperaba detrás de las murallas. Cruzaron la
puerta.
-¡Qué feo es! -exclamaron los florentinos.
El clamor de la multitud los acompañó por la Via Santo Spirito y continuó un largo trecho detrás
de ellos.
-¿Qué dicen? -preguntó el rey desde lo alto del enorme caballo, que reducía todavía más su
figura, ya demasiado pequeña para un gran monarca.
-Os aclaman, sire -respondió Jean-Giovanni, encaramado también en un corcel colosal.
-¿Y aparte de eso? -insistió el rey.
-Dicen que sois apuesto, sire -añadió Jean-Giovanni con diplomacia.
Una breve sonrisa iluminó el rostro del enclenque rey, en cuya voluminosa cabeza destacaba una
nariz protuberante.
-Silenciad a esos mentirosos -ordenó el rey al mariscal de Gié, capitán de su ejército.
El mariscal levantó el puño izquierdo. Sesenta trompetas amenazaron las nubes. Sonó el Vexilla
Regis.
Vexilla Regis prodeunt. Los estandartes del rey avanzaban.
Los metales no mentían: un bosque de banderas tornasoladas siguió inmediatamente a los
músicos. Sedas crujientes con bordados que representan símbolos invencibles. Ángeles, flores de
lis y quimeras se confundían en sus pliegues ondulantes, cuyo esplendor hacía olvidar la fealdad
de su señor.
Carlos VIII, aplastado bajo un sombrero blanco que da sombra a todo su caballo, quizá fuera el
rey más feo del mundo, pero en ese momento y en ese lugar también era el más poderoso.
Su fealdad resultaba sorprendente, su ejército impresionaba. Los f lorentinos jamás habían visto
unos soldados comparables a esos.
En los tres cuadros de Ucello que representan la batalla de San Romano, dos cuerpos de
caballería se enfrentan noblemente. La francesa de carne y hueso no era menos noble que
aquellas, y desfilaba pacíficamente. Sin embargo, era la Muerte en persona la que parecía
avanzar por Florencia con los hombres invisibles de los escuadrones de caballería, encerrados en
sus armaduras cubiertas de tafetán sobre sus gigantes caballos. Muerte tornasolada, Muerte
deslumbrante, Muerte magnífica, Muerte suntuosa., el disfraz no la cambiaba. Ante semejantes
hombres, el clamor se debilitó hasta convertirse en murmullo.
Ese murmullo se apagó por completo ante los suizos, montañeses siniestros pese a sus vestiduras
abigarradas. El hierro reluciente de sus largas picas rozaba a las mujeres acicaladas que llenaban
los balcones, sin que ninguna de ellas se atreviese a girar el rostro, sin que ninguna cerrara
siquiera los ojos. Todas intentaban atrapar su propio reflejo en el acero pulido.
Un silencio sepulcral recibió a la artillería, terror de la Península. Las cureñas tiradas por ocho
caballos saltaron sobre las losas del camino real. La arena que las cubría amortiguó el ruido, pero
el suelo tembló bajo su peso. Y esas eran solo las piezas ligeras. [...]
© 2004, Éric Deschodt / Jean-Claude Lattès
© 2007, Random House Mondadori, S.A. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
© 2007, Teresa Clavel, por la traducción
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