La hora del castigo

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La hora del castigo
Extractos de la obra de San Alfonso de Ligorio
Mis hermanos, si no nos enmendamos, el castigo vendrá; si no ponemos fin a
nuestros crímenes, Dios lo hará. Él trata con misericordia los que Lo temen; pero no
puede accionar así con los obstinados.
Una persona que se ve castigada se lamenta, y dice: ¿por qué Dios me privó mi
salud? ¿Por qué me llevó este hijo, o este padre? “¡Ah, pecador! Qué dijiste,” exclama
Jeremías, “vuestros pecados han retraído de vosotros el bienestar” (Jer. 5:25). No fue el
deseo de Dios privarte de alguna bendición, de algún gano, de tu hijo, de tu padre; sería
el deseo de Dios hacerte feliz en todas las cosas, pero tus pecados lo impidieron.
En el libro de Job leemos las siguientes palabras. “¿Acaso sería difícil a Dios el
consolarte? Pero lo estorban tus perversas palabras”. (Job 15:11). El Señor le gustaría
consolarte, pero tus blasfemias, tus murmuraciones, tus palabras obscenas, dichas para
escándalo de tantos, lo impidieron. No es Dios, sino la maldición del pecado, que nos
hace miserables e infelices. “El pecado hace desdichados los pueblos” (Prov. 14:34)
Nos equivocamos, dice Salviano, al quejarnos de Dios cuando Él nos trata con
severidad. ¡Oh! ¡Cuán más severamente Lo tratamos, pagando con ingratitudes los
favores que Él nos concedió!
El Señor es paciente, pero cuando llega la hora del castigo, Él condenará
justamente al infierno los desgraciados que persisten en el pecado y viven descansados,
como si no hubiese un infierno para ellos.
Qué no pecamos más, mis hermanos; nos convertimos, si queremos escapar al
azote que se cierne sobre nosotros. Si no nos desistimos del pecado, Dios se verá
obligado a castigarnos: “Los que obran mal, serán exterminados”. (Salm. 36:9) Los
obstinados no sólo serán privados definitivamente del Paraíso, sino exterminados de la
tierra, para que su ejemplo no lleve otros al infierno.
Pensamos también que estos castigos temporales no son nada, comparados con
los castigos eternos, para los cuales no hay cualquier esperanza de alivio. ¡Escucha, o
pecador! Mi hermano, ¡escucha! “La hacha está ya puesta a la raíz de los árboles” (Lc.
3:9). El autor de La obra imperfecta, en su comentario a este pasaje, dice: “Se dijo que
la hacha se usa, no contra las ramas, sino contra la raíz, para que sea exterminada
irreparablemente”.
Dice aun que, cuando se cortan las ramas, el árbol sigue viviendo; pero cuando
el árbol es cortado por la raíz, entonces muere y es echado al fuego.
El Señor tiene el azote en la mano, y todavía sigues en desfavor ante Él. La
hacha se usa contra la raíz. Treme, para que Dios no te haga morir en tus pecados,
porque si mueras así, serás lanzado al fuego del infierno, donde tu ruina será sin
esperanza por toda la eternidad.
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San Juan Crisóstomo dice que algunos pretenden no ver; ven los castigos y
pretenden no verlos. Otros aún, dice San Ambrosio, no tienen miedo del castigo hasta
que esté listo a cair sobre ellos.
Con todos ellos esto sucederá, tal como sucedió a la humanidad en el tiempo del
Diluvio. El patriarca Noé lo previó y les anunció los castigos que Dios había preparado
para sus pecados; pero los pecadores no creyeron en él, no cambiaron sus vidas, sino
continuaron pecando hasta que vino el castigo sobre ellos, hasta que perecieron en el
Diluvio. “Y no pensaron jamás en el diluvio hasta que le vieron comenzado y los
arrebató a todos” (Mateo 24:39)
¿Hermano, quien sabe si esto no será el último aviso que Dios te da? “No me
anegue esta tempestad, ni me trague el abismo del mar, ni el pozo cierre sobre mí su
boca”. (Salm. 68:16). Es esto el efecto del pecado, cerrar gradualmente sobre el pecador
la boca del abismo, o sea, el estado de perdición en que cayó.
Mientras el abismo no esté completamente cerrado, aún hay alguna esperanza de
escaparle; pero a partir del tiempo en que se cierra, ¿qué esperanza podrá quedar para ti?
Al cerrarse el abismo, quiere decir, cuando el pecador está privado de todo y cualquier
vestigio de gracia, y nada lo detiene, entonces se cumple lo que el Sabio dice: “De nada
hace ya caso el impío cuando ha caído en el abismo de los pecados; pero se cubre de
ignominia y de oprobio” (Prov. 18:3).
Desprecia las leyes de Dios, las reprensiones, los sermones, las
excomulgaciones, las amenazas; hasta el propio infierno desprecia, a tal modo que hubo
quien dijese: ‘van multitudes al infierno, y yo en el medio de ellos’. ¿Un hombre que
habla así podrá salvarse? Puede salvarse, pero es moralmente imposible que lo sea.
Hermano, ¿qué dices? Tal vez haya llegado al desprecio de los castigos de Dios.
¿Qué dices? ¿Y si llegaste a tal, que es lo que haces? ¿Caerás en el desespero? No;
sabes lo que tienes que hacer. Recorre a la Madre de Dios.
Aun si esté desesperado, y abandonado por Dios, Blósio dice que María es la
esperanza de los desesperados, y el socorro de los abandonados. San Bernardino dice
el mismo, al exclamar: “El hombre desesperado que espera en tú, deja de estar en
desespero”.
Pero si Dios quiere que yo me pierda, ¿qué esperanza puede haber para mí?
Pero, dice Dios, “No, mi hijo, no quiero verte perdido: no quiero la muerte del impío”
(Ezeq. 33:11). Entonces ¿qué deseáis, Señor? Deseo que él se convierta y recupere la
vida de Mi gracia: “que el impío se convierta de su mal proceder y viva”. ¡Date prisa,
entonces, hermano, lánzate a los pies de Jesucristo; levanta los ojos a Él! Ve como Él
tiene los brazos abiertos para abrazarte.
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El Diluvio universal
Noé avisó el pueblo sobre los castigos que Dios había preparado para ellos, pero no
quisieron creer. Ni siquiera cuando vieron, con sus propios ojos, que se estaba construyendo la
Arca quisieron cambiar de vida; y continuaron a pecar hasta que el castigo se precipitó sobre ellos.
Igualmente, Nuestra Señora de Fátima nos avisó de que debemos dejar de pecar. Nuestro
tiempo vio el Milagro del Sol, pero son muchos los que no creen, y no cumplen Sus pedidos. Y ahora
el castigo de que Ella nos avisó está casi alcanzándonos. Debemos escuchar y obedecer a Nuestra
Señora de Fátima antes que ocurra la “aniquilación de las naciones” que Ella profetizó.
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Señor, muchas veces perdonaste este pueblo; que amenazaste con la destrucción
por terremotos, por las pestes en tierras vecinas, por las enfermedades y muerte de sus
propios miembros; pero después les tuviste piedad: “Propicio fuiste, oh Señor, al
pueblo, fuiste propicio a tu pueblo: ¿por ventura has sido tú glorificado”? (Is. 26:15)
Tu nos ha perdonado, actuaste para nosotros con misericordia; pero ¿qué recibiste en
cambio?
¿Tu pueblo abandonó sus pecados? ¿Ellos reformaron sus vidas? No, fueron de
mal en peor, pasado el miedo de aquel momento, empezaron una vez más a ofenderte y
a provocar tu cólera. Pero, mis amigos, ¿tal vez pensáis que Dios siempre esperará,
siempre perdonará, y nunca castigará? No; Dios es misericordioso por algún tiempo,
pero después castiga.
Debemos persuadirnos de que Dios no puede dejar de detestar el pecado; Él es la
Santidad misma, y por lo tanto sólo puede detestar aquel monstruo, Su enemigo, cuya
malicia es absolutamente opuesta a la perfección de Dios. Y si Dios detesta el pecado,
tiene necesariamente que detestar el pecador, que es aliado al pecado. “A Dios le son
igualmente aborrecibles el impío y su impiedad”. (Sab. 14:9) ¡Oh Dios, con que
expresión de disgusto y con qué razón no te quejaste de quien Te desprecia y se coloca
al lado de Tu enemigo”!
“Oíd, ¡oh cielos!, y tú, ¡oh tierra! presta toda atención, pues el Señor es quien
habla. He criado hijos, y los he engrandecido, y ellos me han menospreciado”. (Is. 1:2)
Oíd, oh cielos, dice Él; y escucha, oh Tierra; da testimonio de la gratitud con que los
hombres Me tratan. Yo cuidé de ellos y los exalté como Mis hijos, y ellos me pagaron
con desprecio y ultraje “El buey reconoce a su dueño, y el asno el pesebre de su amo;
pero Israel no me reconoce, y mi pueblo no entiende mi voz…le han vuelto las
espaldas” (Is. 1:3, 4).
Los animales del campo, el buey y el asno, continúa el Señor, conocen a su
dueño y les son gratos, pero Mis hijos no me conocieron, y Me volvieron las espaldas.
Pero ¿cómo se explica esto?
“Hasta los animales se recuerdan de los favores”, dice Seneca. Los irracionales
mismos son gratos a sus benefactores: vea aquel perro, como sirve y obedece y es fiel a
su dueño, que le da de comer: hasta los animales salvajes, el tigre y el león, son gratos a
quien los alimenta. Y Dios, mis hermanos, Que hasta ahora nos dio todo, Que nos dio
de comer y de vestir, y más todavía, que nos dio nuestra existencia hasta a la hora en
que Lo ofendemos, ¿cómo Lo tratamos?
¿Cómo proponemos actuar en el futuro? ¿No pensamos en vivir como hemos
vivido? ¿No pensamos tal vez que para nosotros no hay castigo, no hay infierno? Pero
oiga y sepa que como el Señor no puede dejar de detestar el pecado, porque Él es Santo,
de la misma manera no puede deja de castigar el pecador obstinado, porque Él es justo.
Cuando Él castiga, no es para Su placer, sino porque somos nosotros que Lo
obligamos a tal. El Sabio dice que Dios no crió el infierno con el deseo de condenar los
hombres, y no se alegra con su perdición, porque no quiere que Sus criaturas pierdan:
“Porque no es Dios quien hizo la muerte, ni se complace en la perdición de los
vivientes. Criólo todo a fin de que subsistiera” (Sab. 1:13,14).
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¿Y qué es lo que debemos hacer? Preguntarás: ¿desesperemos? No, Dios no
quiere que desesperemos. “Lleguémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia,”
eso es lo que debemos hacer como nos exhorta San Pablo, “a fin de alcanzar
misericordia, y hallar la gracia para ser socorridos a tiempo oportuno” (Heb. 4:16).
Vamos entonces al Trono de la gracia, para recibir el perdón de nuestros pecados
y la remisión del castigo que se cierne sobre nosotros. El Apóstol, al hablar de la ayuda
a su tiempo, quiere referirse a la ayuda que Dios está dispuesto a concedernos hoy pero
que puede negar mañana. Vamos, por lo tanto, sin demora al Trono de la gracia.
¿Pero qué es el Trono de la gracia? Jesucristo, mis hermanos, es el Trono de la
gracia. “Y él mismo es la víctima de propiciación por nuestros pecados” (I Juan 2:2). Es
Jesús Quien, por el mérito de Su sangre, puede obtenernos el perdón, pero debemos
pedirlo inmediatamente. El Redentor, durante Su ministerio en Judea, curó los enfermos
y concedió otros favores dondequiera que estuviese; quien Le encontrase y pidiese un
favor, lo obtenía; pero quien fuese negligente y dejase que Él pasase sin Le hacer el
pedido, quedaría como estaba.
“El cual ha ido haciendo beneficios por todas partes” (Hech. 10:38). Fue eso
que llevó San Agustín a decir: “Temo que Jesús pase sin verlo”; queriendo decir con
esto que, cuando el Señor nos ofrece Su gracia, debemos corresponderle
inmediatamente y hacer lo posible para obtenerla; de otra manera, Él seguirá Su
camino y nos dejará sin ella.
“Hoy mismo, si oyereis su voz, guardaos de endurecer vuestros corazones”
(Salm. 94:8). Dios te llama hoy, date a ti mismo a Dios hoy; si esperas hasta mañana,
pensando darte entonces a Dios, tal vez Él ya tenga dejado de llamar, y quedarás
desertado.
María, Reina y Madre de Misericordia, también es un Trono de gracia, como
dice San Antonino. Así, si ves que Dios está enojado contigo, sigue la exhortación de
San Buenaventura y recorre a la esperanza de los pecadores. “Vas y recorre a la
esperanza de los pecadores”: María es la esperanza de los pecadores; María, Que es
llamada “Madre de la santa esperanza” (Ecl. 24:24).
Sin embargo debemos tener presente que la santa esperanza es la esperanza del
pecador que se arrepiente del mal que hizo y se compromete a cambiar la vida; porque
si alguien persiste en el mal camino, con la esperanza de que María le rescatará y
salvará, esa esperanza es falsa, esa esperanza es mal y temeraria.
Vamos a arrepentirnos, por lo tanto, de nuestros pecados, decidimos
enmendarnos, y entonces recorramos a María con la confianza de que Ella nos ayudará
y nos rescatará.
Nota del Editor: Hagamos ahora un buen Acto de Contrición. En estos tiempos de
crisis, recemos con fervor (y frecuentemente) el Rosario, porque, como nos fue dicho en
el Mensaje de Fátima el 13 de Julio, “Sólo Nuestra Señora del Rosario nos puede
ayudar”.
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