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EL FACTOR HADES – ROBERT LUDLUM
EDITORIAL ATLÁNTIDA, S.A.
Título original: The Hades Factor
Traducción de Nora Watson
Impreso en Argentina, Abril 2001
AGRADECIMIENTOS
Desde células a virus, antígenos a anticuerpos, el doctor Stuart C.
Feinstein ha contribuido con enorme generosidad a la creación de
El factor Hades. El doctor Feinstein es profesor y jefe del
Departamento de Biología Molecular, Celular y Evolutiva de la
Universidad de California, en Santa Bárbara. Además es uno de los
directores del Instituto de Investigaciones Neurológicas.
PRÓLOGO
Viernes 10 de octubre, 19:14 horas. Boston, Massachusetts
Mario Dublín avanzó a los tropiezos por esa calle bulliciosa del
centro, un billete de un dólar sujeto a su mano temblorosa. Con la
resolución de un hombre que sabe con exactitud adonde se dirige,
el vago se iba balanceando a caminar y golpeando la cabeza con la
mano que no aferraba el dólar. Entró en una farmacia de precios
bajos que tenía carteles de oferta pegados en las dos vidrieras del
frente.
Temblando, blandió el billete de un dólar hacia el empleado, por
encima de mostrador.
–Advil. La aspirina me destroza el estómago. Necesito Advil.
El empleado curvó el labio hacia ese hombre sin afeitar vestido con
lo que quedaba de un uniforme militar. Pero, bueno, negocios son
negocios. El empleado se acercó al estante de los analgésicos y
extendió la caja más pequeña de Advil.
–Será mejor que me dé otros tres dólares además de ése.
Dublín dejó caer ese único billete sobre el mostrador y trató de
apoderarse de la caja.
El empleado la tiró hacia atrás.
–Ya me oyó, amigo. Tres dólares más. Si no hay plata no hay
remedio.
–Sólo tengo un dólar... y se me parte la cabeza.
Con sorprendente velocidad, Dublín pegó un salto encima del
mostrador y se apoderó de la pequeña caja.
El empleado trató de sacársela, pero Dublín la apretó con fuerza.
Lucharon y en el proceso tiraron al suelo un frasco con caramelos
y un exhibidor de vitaminas.
–¡Suéltalo, Eddie! –gritó el farmacéutico desde el fondo. Tomó el
teléfono. –¡Deja que se lo lleve!
Mientras el farmacéutico marcaba un número, el empleado soltó el
medicamento.
Desesperado, Dublín rompió la caja de cartón, abrió el cierre de
seguridad del frasco y se volcó las tabletas en la mano. Algunas
salieron volando por el piso. Se las metió en la boca, se atoró al
tratar de tragarlas todas juntas y de desplomó al piso, débil por
tanto dolor. Se llevó las manos a las sienes y gimió.
Un momento después estacionó frente a la farmacia un patrullero
policial. El farmacéutico les hizo señas a los policías para que
entraran, señaló a Mario Dublín, que estaba acurrucado en el piso,
y gritó:
–¡Saquen de aquí a ese vago de porquería! Miren lo que le hizo a
mi negocio. ¡Pienso presentar cargos de asalto y robo!
Los policías enarbolaron sus bastones. Observaron los daños
menores producidos en la farmacia y las píldoras que había en el
piso, pero también olieron a alcohol.
El más joven levantó a Dublín del piso.
–Muy bien, Mario, daremos una vuelta en auto.
El segundo policía tomó a Dublín del otro brazo. Llevaron al
borracho hacia el patrullero. Cuando el otro agente abrió la puerta,
el más joven le bajó un poco la cabeza a Dublín y lo guió hacia el
interior del vehículo.
Dublín gritó, comenzó a golpear con violencia y trató de apartar la
mano que le sostenía la cabeza que lo tenía loco de dolor.
–¡Sujétalo, Manny! –gritó el policía más joven.
Manny trató de hacerlo, pero el borracho consiguió liberarse. El
agente más joven le hizo un tacle. El de más edad lo golpeó con el
bastón y lo derribó. Dublín gritó. Su cuerpo se estremeció y rodó
por la vereda.
Los dos policías palidecieron y se miraron el uno al otro.
Manny protestó:
–Yo no lo golpeé así de fuerte.
El más joven se agachó para levantar a Dublín.
–Por Dios. ¡Está que arde!
–¡Súbelo al auto!
Levantaron al jadeante Dublín y lo dejaron caer en el asiento de
atrás del vehículo. Manny condujo a toda velocidad, con la sirena
ululando, por las calles de la ciudad. Tan pronto frenó con un
chirrido junto a la sala de emergencias, Manny abrió la portezuela
y entró en el hospital pidiendo ayuda a gritos.
El otro agente pegó la vuelta para abrir la portezuela de Dublín.
Cuando los médicos y las enfermeras llegaron con una camilla, el
policía más joven parecía paralizado, la vista fija en la parte de
atrás del auto, donde Mario Dublín yacía, inconsciente, en medio
de un charco de sangre que cubría el asiento y se había derramado
al piso.
El médico respiró hondo. Después, subió al auto, le tomó el pulso
al hombre, apoyó la oreja en su pecho, retrocedió y sacudió la
cabeza.
–Está muerto.
–¡Imposible! –se elevó la voz del policía de más edad–. ¡Apenas si
tocamos al hijo de puta! No nos van a cargar con esto.
Como la policía se encontraba involucrada, apenas cuatro horas
más tarde el forense se preparó para practicarle la autopsia al
extinto Mario Dublín, dirección desconocida, en la morgue del
subsuelo del hospital.
Las puertas dobles de la sala de autopsias se abrieron de golpe.
–¡Walter! ¡No lo abras!
El doctor Walter Pecjic levantó la vista.
–¿Qué sucede, Andy?
–Tal vez nada ...
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