Política y teoría política - Facultad de Ciencias Sociales

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Crítica Contemporánea. Revista de Teoría Politica, No 1 Nov. 2011 - ISSN 1688-7840
Fernando Vallespín
Política y teoría política
Fernando Vallespín
1 Demasiada teoría y poca política
En un número que trata de dar cuenta de las diferencias existentes entre las distintas
sub-disciplinas de la Ciencia Política, y de indagar, en particular, en la definición
o definiciones que hoy podemos hacer de la Teoría Política (TP)1 , me ha parecido
particularmente relevante aproximarnos a la relación entre la TP y su objeto de
conocimiento, la política. Lo hago con la intención de denunciar una cierta deriva
de nuestra disciplina a apartarse del mismo, de la política, para casi limitarse a la
práctica de ejercicios metateóricos, al estudio de otras teorías. Tal parecería que la
investigación que emprendemos no se hace sobre nuestro objeto de estudio, sino sólo
sobre “observaciones” que otros han venido haciendo, incluso con siglos de distancia,
de los fenómenos propiamente políticos. La teoría política ha devenido así en una mera
“observación de observaciones”. Eso, unido a la casi inescapable especialización, ha
provocado que hoy se echen en falta teorías que tengan la capacidad de ofrecer un
diagnóstico sobre lo que pasa en la política actual. Como está ocurriendo en casi todas
las disciplinas de cualquier naturaleza, esta especialización nos permite saber cada vez
más, pero sobre campos más y más parcelados y estrechos, que amenazan con hacer
caer a innumerables estudios en la irrelevancia. Al final acabamos añorando teorías
más generalistas o análisis conceptuales más pegados a la realidad.
Un efecto de esta actitud metateórica de la TP contemporánea es que quienes nos
dedicamos a ella solemos estar ausentes de los debates públicos sobre problemas de
la democracia u otros que afectan a la política de hoy. Nuestra presencia en ellos no
suele ser requerida cuando se inquiere, por ejemplo, sobre cuestiones tales como cuáles
son las opciones para conseguir una mejor integración de los inmigrantes, problemas
de justicia distributiva o las deficiencias de nuestro sistema de representación política.
Lo que debería ser nuestro lugar es ocupado ahora de forma creciente por periodistas
u “opinadores” de distinta ralea. Esto ocurre también, desde luego, con los científicos
de la política, que sólo son solicitados cuando es necesaria alguna aclaración sobre
1 Voy a dar por supuesto que TP es prácticamente lo mismo que eso que se llama Filosofía Política. Por mi
experiencia, la diferencia responde más a criterios de distinción académica que a diferencias metodológicas o
del objeto. Quienes se hayan ubicados en Facultades de Filosofía, de Derecho o Humanidades en general,
tienden a preferir el término de Filosofía Política, mientras que quienes lo estamos en Departamentos o
Facultades de Ciencia Política preferimos calificarnos de “teóricos políticos”. Dryzek, Honig y Phillips (2006),
los editores del Oxford Handbook of Political Theory (véase la introducción “What is Political Theory”), sí
afirman, sin embargo, que habría una cierta diferencia entre ambas, siendo la FP más propensa a los
enfoques históricos y a la abstracción filosófica y el universalismo. Por razones obvias, voy a dejar fuera de
mis consideraciones a quienes se dedican a la Historia de la teoría política. Es obvio que muchos de nosotros
nos hemos acercado también a la historia del pensamiento político como parte de nuestra actividad en tanto
que teóricos políticos, pero este aspecto de nuestra labor no entra en las consideraciones que aquí pretendo
discutir.
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cuestiones específicas, generalmente de tipo técnico.
En nuestro caso esta situación es, sin embargo, bastante más grave, ya que, a
decir de Judith Shklar, la función de la teoría política “consiste en hacer que nuestras
conversaciones y convicciones sobre la sociedad que habitamos sean más completas y
coherentes, así como en revisar críticamente los juicios que normalmente hacemos y lo
que de forma habitual vemos como posible” (Shklar 1990, 226). Quienes practican la
TP, siempre según esta autora, estarían obligados a “articular las creencias profundas
de sus conciudadanos”, y el objetivo de esta disciplina no consistiría, pues, en “decirles
lo que deben hacer o lo que deben pensar, sino en ayudarles a acceder a una noción
más clara sobre lo que ya saben y lo que dirían si consiguieran encontrar las palabras
adecuadas” (Shklar 1998, 376). Algo similar nos lo encontramos en John Rawls, cuando
entre las cuatro tareas que debe satisfacer la TP menciona explícitamente su capacidad
para ayudar a que los ciudadanos puedan orientarse en su propio mundo social y
político (Rawls, 2001:1). La TP aparece así como una especie de comadrona socrática,
que no dicta lo que haya que hacer, sino cómo abordar los problemas, ubicándolos en
un contexto histórico y mental específico, y contribuyendo a su dilucidación pública.
Es obvio que ésta no es la única función a la que debe aspirar la TP2 , ni que haya
algo “despreciable” en la multiplicidad de otras formas en la que la practicamos, y
que yo mismo sigo practicando. De lo que se trata es de llamar la atención sobre su
ausencia de relevancia pública en nuestros días y de cómo ello obedece al olvido en
que ha caído esta dimensión de nuestra disciplina que acabo de mencionar. Ya no es
una forma de conocimiento pensada para ayudar a los ciudadanos a reflexionar sobre su
mundo político, sobre todo en las dimensiones que poseen algún componente normativo,
sino un empeño crecientemente destinado al consumo exclusivo de los insiders que
habitan los Departamentos universitarios y se dedican a nuestra misma especialidad.
La pregunta relativa a cuánto de lo que hacemos trasciende a la discusión pública es un
ejercicio que algún momento deberíamos plantearnos como necesario. A mi juicio, sólo
la teoría política feminista consigue saltar a la atención pública y a conectar eficazmente
con problemas socio-políticos “reales”. Quizá también algunos estudios de teoría de la
democracia, pero siempre que se vinculen con fenómenos concretos presentes en el
debate del momento. El resto parece destinada –aunque insisto, no hay nada “malo”
en ello- a alimentar exclusivamente nuestra voracidad por saber más sobre nuestros
clásicos o a acelerar las inercias de la hiper-especialización.
2 La necesidad de una nueva conciencia sobre el rol de la TP
Me van a permitir que siga en esta línea, pero dando ahora un pequeño rodeo. Con
motivo de la preparación de este trabajo, volví a leer el artículo de Isaiah Berlin titulado
¿Existe todavía la teoría política? (1962), que tiene ya la friolera de casi 50 años. Allí,
a pesar de cuestionarse la existencia de la TP porque “no ha aparecido ninguna obra
convincente de filosofía política en el s. XX”, hace brotar, sin embargo, una magnífica
2 En un reciente Handbook of Political Theory, editado por G. F. Gaus y Ch. Kukatas (2004), M. Strand señala
que la TP exhibe hoy “6 tendencias: (1) La construcción meticulosa de argumentos; (2) La prescripción normativa
de estándares de conducta pública; (3) La producción imaginativa de ideas (insights); (4) La exploración
genealógica del origen y el cambio; (5) El despiece deconstructivo de paradigmas; (6) el análisis morfológico
de conceptos y grupos conceptuales”. (Strand 2004, 3). Es obvio que esta ordenación es discutible, pero refleja
bien la autoconciencia de la TP como disciplina
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defensa de este enfoque, que sigue sirviendo de manera extraordinariamente eficaz para
centrar sus tareas y posibilidades. Y lo hace en clara oposición a la disputa central
de aquél momento, el choque entre ciencia social positivista y enfoque normativo. No
niega a la primera un evidente carácter emancipador respecto de mitos, supersticiones
u opiniones deformadas, que tradicionalmente se habían interiorizado como válidas; a
estos efectos, la perspectiva cientifista poseería una función liberadora indudable. Berlin
sí ataca, no obstante, a la hipostatización de su método a todos los campos de la realidad
social, y que aquellas cuestiones que no fuera posible formular en sus términos sean
desechadas como irracionales o sinsentido. Para Berlin, esta forma de proceder supone
la aceptación implícita de su dogmatismo: lo que antes fue “una gran idea liberadora”
se convierte ahora en una “camisa de fuerza sofocante”, incapaz de explicarnos todo un
conjunto de cuestiones que él considera “filosóficas”. En el caso particular de la filosofía
política abarcaría a temas tales como el problema de la obediencia, que sería central:
Cuando preguntamos por qué se debe obedecer, estamos pidiendo la
explicación de lo que sería normativo en nociones tales como la libertad, la
soberanía, la autoridad, y la justificación de su validez mediante argumentos
políticos (. . . ) Lo que hace que tales preguntas sean a primera vista filosóficas
es que no existe un amplio acuerdo sobre el significado de los conceptos a los
que estamos haciendo referencia. Existen marcadas diferencias sobre lo que
constituye la razón válida para la acción en estos campos; o acerca de cómo
hayan de establecerse o aun hacerse plausibles proposiciones que vengan al
caso acerca de quién o de qué constituye autoridad reconocida para decidir
estas cuestiones; y, por consiguiente, no hay consenso sobre la frontera entre
crítica pública válida y la subversión, o entre la libertad y la opresión, u otras
por el estilo (Berlin 1962, 7).
Como puede deducirse de tan amplia cita, lo que este autor nos presenta como filosófico
y, por tanto, inaccesible a la reflexión de la teoría empírica, es, ante todo, el “problema
normativo” y, en particular, el problema de la racionalidad de fines. En este sentido
recupera la clásica pregunta kantiana de “¿en qué clase de mundo es posible, en
principio, la filosofía política, la clase de discusión y de argumentos que le son propios?
Y coincide en la respuesta: “sólo en un mundo en el que chocan los fines” (Berlin 1962,
6). En sociedades dominadas por un único fin no cabría tal tipo de reflexión, ni siquiera
la política misma; allí la discusión se reduciría a un mero problema de “medios”, de
“administración”. Y como Berlin mismo se encarga de observar, las discusiones sobre
medios son técnicas, tienen carácter científico y empírico, y pueden desarrollarse por
experiencias y observaciones. Ahí no entran consideraciones ni disputas sobre fines
y valores políticos. Las diferencias que suscitan tienen que ver con los caminos más
directos para llegar a la meta. Pero esto no es lo que ocurre en la realidad, y ahí es
donde entra forzosamente la filosofía política. Su naturaleza y necesidad saltan a la
vista.
La crítica de Berlin se dirige, en el fondo, al mismo concepto de empirie, de qué
sea lo empírico en el mundo de las relaciones humanas. Lo que son las personas, no
lo que deban ser, aparece condicionado por los modelos interpretativos que empapan
el pensamiento y la acción del hombre. Por tanto, si queremos saber lo que son, es
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preciso que “comprendamos” los modelos que gobiernan su pensamiento y acción; “las
creencias de las personas en la esfera de la conducta son parte de la concepción que
se forman de sí mismas y de los demás como seres humanos” (Berlin 1962, 13). Al
aplicar supuestos empíricos “objetivos” distorsionaríamos un fenómeno profundamente
subjetivo y “cargado” de valoraciones, que obligamos a entrar por la camisa de fuerza
del “comportamiento objetivo” extraído de encuestas y cuestionarios. “Se funda en un
ingenuo error acerca de lo que deba ser la objetividad y neutralidad en los estudios
sociales” (Berlin 1962, 17). La única alternativa sería aplicar un método adecuado al
objeto. Una cosa sería entonces el estudio de la naturaleza física, y otra bien distinta los
datos de la historia o la vida social y moral, donde las palabras están ineludiblemente
“cargadas” de contenidos éticos, estéticos o políticos, “empapadas en evaluaciones”.
Si esto es así, ¿podemos desechar el único enfoque que, con todas sus insuficiencias,
es capaz de acercarnos al objeto y expresar enunciados de forma relevante? Ésta es la
pregunta que nos arrojaba Berlín y que fue respondida con contundencia años después
de la aparición de su artículo. El giro copernicano a este respecto fue la conocida
obra de John Rawls (1971) o las discusiones, más o menos por la misma época, de
la crisis de legitimidad suscitada por la ligación entre capitalismo y democracia que
encontramos en la obra de Habermas y otros. Visto con perspectiva, se produjo, en
efecto, una aproximación teórico-política a los principales problemas que poseían una
dimensión pública que permitieron hablar de un verdadero “renacer” o “rehabilitación”
de las cuestiones de filosofía práctica. Favoreció tanto su traslado al espacio público,
como al asentamiento académico de la especialidad. Las causas que Berlín señalaba
como responsables de su “muerte”, entre otras, su empeño en convertirse meramente
en una disciplina que sistematizaba la gran tradición de la TP de otras épocas, comenzó
a no tener vigencia. Ahora empezábamos a mirar a nuestro objeto a los ojos, a ofrecer
respuestas a las necesidades objetivas de un razonamiento público sobre materias
centrales que acuciaban a los sistemas democráticos.
Tanto Rawls como Habermas, por seguir con estos dos autores, participaron de una
misma tarea, la búsqueda de las condiciones de posibilidad de un acuerdo racional
sobre los fundamentos de la asociación política. Fueron al núcleo del problema que
aquejaba a las democracias en ese momento histórico. Y en esto siguieron la tradición
de la TP, que subsumía el problema del orden social y de los principios que deben
regular la vida política dentro de los requerimientos de la racionalidad moderna,
que sólo predica como racionales aquellos principios que puedan ser aceptados
por todos los ciudadanos a los que han de vincular. Este punto de acuerdo dejó,
sin embargo, abiertas un buen número de disensiones en lo relativo al concepto
de razón que deba informar dichos principios, pero no abandonó la confianza en
sustentar una concepción pública de la justicia válida para las sociedades avanzadas
contemporáneas. Es decir, para sociedades sujetas al fact of pluralism, que no pueden
apoyarse ya sobre una única concepción del bien, o sobre la eticidad propia de
una forma de vida cultural específica. Estas restricciones del objeto inciden después
también de modo decisivo en la naturaleza de los discursos racionales disponibles.
Las demandas que se dirigen a la razón se restringen a lo que se considera que
son los requerimientos mínimos del “pensamiento posmetafísico” (Habermas) o de la
“razón política”, expurgada de “consideraciones metafísicas” (Rawls). En ambos casos,
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la capacidad de pronunciamiento de la filosofía sobre estas cuestiones de racionalidad
moral se ve limitada por el carácter finito y falibilista de la razón, ciertamente reducida
en sus pretensiones de poner orden o buscar sintonizar la pluralidad de sus voces, por
parafrasear una expresión habermasiana.
Con ello lograron dar alas a un debate que pudo recuperar no sólo la reflexión
filosófica sobre cuestiones normativas de la política para el tiempo presente; también
puso a prueba las posibilidades efectivas de realizar este empeño con éxito dado el
carácter falibilista de la razón al que antes aludíamos. Con la distancia que nos da el
tiempo ya transcurrido, lo que se aprecia es, en efecto, que supo ubicarse en “un punto
intermedio entre los universalismos distanciados de la filosofía normativa y el mundo
empírico de la política” (Dryzek, Honig y Phillips 2006, 5). Esto, que se supone que es
el espacio en el que se encuentra la TP, está ya lejos de ser así. Con las excepciones de
rigor, la industria organizada en torno a la teoría rawlsiana, pronto convirtió a estas y
otras obras “contemporáneas” en objeto de un sistemático despiece; se cerró sobre sí
misma y eludió su enriquecimiento mediante un mayor diálogo con otras disciplinas,
olvidando por el camino su ineludible tarea dirigida a una mejor comprensión de lo
político y de las nuevas transformaciones que están sucediéndose ante nuestros ojos. Si
la recuperación del enfoque normativo y del maridaje entre reflexión filosófica y política
lograron que nuestra especialidad encontrara el espacio que Berlin reclamaba para ella
frente al “cientifismo” de la política empírica, su solipsismo posterior, su clausura sobre
sí misma, ha tenido el efecto de volver a suscitar el problema de su irrelevancia frente
a los nuevos desafíos. En otras palabras, hemos perdido de vista las preguntas de base
suscitadas por el objeto en un momento dado, esas que hicieron surgir las cuestiones
epistemológicas y conceptuales, para centrarnos en estas últimas a espaldas de los
cambios que se iban produciendo en aquél, en el campo empírico de lo político-social.
3 Nuevos desafíos y déficit de comprensión
El mundo ha entrado ya en una nueva fase de re-organización drástica de lo social y
político. Curiosamente, hoy asistimos también estupefactos a la incompetencia de las
ideas; nadie busca seriamente un paradigma alternativo o la adaptación del antiguo a
las nuevas circunstancias. Todo ello bajo el trasfondo de una crisis económica cuyos
efectos son aún difíciles de calibrar, pero que, y éste es un hecho incontrovertible,
acabará comportando consecuencias sociales y políticas específicas, y creará las
condiciones para la gestación de nuevas formas de poder y de reorganización del Estado.
No es fácil saber, desde luego, cuáles sean las señas de identidad de los tiempos
venideros. Lo que sí parece cierto es que estamos ante una fase de reconstrucción del
modelo que nace con la implosión de la Tercera Revolución Industrial y las tecnologías
de la información y la consecuente globalización e internacionalización de la economía y
de los diferentes ámbitos de la acción social. Las señales de quiebra del modelo del nuevo
capitalismo financiero, que sustituyó al anterior “capitalismo productivo”, así como las
limitaciones a la acción política en el Estado-nación, hacen imperativa una importante
renovación de los presupuestos sobre los que se ha venido edificando el brusco salto
hacia un nuevo orden social. Algo ha contribuido a este respecto la teoría social; pero
la teoría política, con algunas muy dignas excepciones, se está manteniendo al margen.
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Y esta auto-marginación es tanto más grave porque aquello que hoy se echa en falta
es, precisamente, el gozar de instrumentos que nos permitan organizar el conocimiento
acumulado para conseguir una mejor comprensión del presente a partir de los fines
que deseamos realizar. Necesitamos respuestas teóricas normativas que nos permitan
encauzar los datos sobre la realidad dentro de nuestros principios y el cuerpo de valores
democráticos.
Esta situación no es, sin embargo, nueva. Hace ya varias décadas, Giovanni
Sartori, en un artículo que llevaba el sugerente título de “Undercomprehension” (1989),
contemplaba la situación del espíritu de la época sujeto a un creciente desfase entre la
“buena sociedad” a la que aspiramos y los medios de que disponemos para alcanzarla.
Y cuando hablaba aquí de medios se refería a nuestra capacidad cognitiva, a la
disponibilidad efectiva de knowing how, conocimiento práctico y aplicado, para poder
llevar a cabo “programas de actuación” dirigidos a mejorar la vida social. Aludía así al
“control cognitivo de las sociedades y las organizaciones políticas en las que vivimos:
el control cognitivo que nos permite dirigir su curso” (Sartori 1989, 391). Es el tipo
de saber del que se había valido la modernidad desde sus comienzos para conseguir
afianzar eso que solemos calificar como “ingeniería de la historia”; esto es, la idea de que
el futuro puede ser planificado y conformado a un diseño intencionado. Cuando Sartori
alzaba sus quejas por aquellas fechas ya lejanas sobre la situación de “incompetencia
cognitiva”, lo hacía para llamar la atención sobre el creciente desfase entre nuestro
control cognitivo de la naturaleza y el todavía escaso conocimiento de los “asuntos
humanos”. Estaríamos ante una situación caracterizada por nuestra incapacidad para
lidiar cognitivamente con la complejidad generada por la expansión del marco de la
política. “Nos hemos embarcado en la maxi-política con micro-piernas”. Y recurre a
la conocida imputación de que las ciencias sociales son “semi-ciencias” –“medio teoría
y medio nada: la ciencia aplicada está simplemente ausente” (Sartori 1989, 394). H.
Morgenthau supo expresar también gráficamente este estado de cosas hace ya también
algunos años:
Parece como si la ciencia no tuviera respuestas a la pregunta concreta
que suscita nuestro período histórico. La indiscriminada acumulación de
conocimientos no nos ayuda a orientarnos en el mundo de una forma
significativa, y esta misma incapacidad para hacer distinciones con sentido
convierte a la ciencia en siervo más que en señor del objeto, al hombre en la
víctima más que en beneficiario del saber (Morgenthau 1984, 154).
Es obvio que, por volver al lamento de Sartori respecto al déficit de comprensión, este
autor se refiere sobre todo al conocimiento instrumental que la ciencia social nos puede
aportar para organizar el orden político. Pero todos sabemos que la ciencia política no
es solamente una técnica, una ciencia aplicada, encargada de generar el conocimiento
necesario para el funcionamiento del sistema político, sino que debe hacer frente al
problema de asignar, distribuir y aplicar el resto de los recursos cognitivos –y no sólo
cognitivos- de la sociedad. La racionalidad de la política trasciende la mera aplicación del
conocimiento medios-fines para convertirse, efectivamente, en titular de la dilucidación
y gestión de esos mismos fines. Y es ahí donde la TP encuentra su función más
característica.
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Lo curioso del caso es que cuando se elevaba esa queja que hemos puesto en boca
de Sartori, lo que preocupaba era la expansión de la política y el temor de que su nuevo
papel se nos fuera de las manos. Cuando lo hacemos hoy, por el contrario, lo que nos
deja perplejos es lo contrario, el repliegue de lo político ante las fuerzas sistémicas de
la economía o, en general, la imposibilidad de una regulación política de este mundo
crecientemente complejo. Y lo que está en juego en este giro es, ni más ni menos, la
propia identidad de la democracia, la futura organización de las instancias de decisión
política, la transformación de las fuentes del conflicto político, el cambio de valores o el
desvanecimiento de las ideologías tradicionales. No es poca cosa.
Contrariamente a lo que Sartori creía que era la solución, el remedio no creo
que resida en ahuyentar los fantasmas del presente presentándolos como problemas
de management, reconduciendo la vida social a una organización más manejable
y, por tanto, más susceptible de ser abarcada por la mirada del científico social.
La historia de las ciencias sociales muestra bien a las claras cómo el científico
social está siempre presto a erigirse en “legislador”, en vez de reivindicar el papel
de “intérprete”, más modesto, pero también más acorde con sus posibilidades. Es
evidente que la organización social, y la política, siempre han necesitado “técnicos”.
Tradicionalmente fueron juristas, y hoy también economistas y científicos en general.
Pero la dependencia también funciona en la otra dirección. Se requieren con urgencia,
y por su misma escasez, intérpretes, personas capaces de “comprender”, de extraer el
sentido de la realidad social y, por consiguiente, capaces de orientar la praxis. Falta
una mayor sensibilidad hermenéutica que nos faculte después para pronunciarnos
normativamente; ¡más TP!
Antes aludíamos, sin embargo, al hecho de que el desarrollo de la TP se vio afectado
por eso que llamábamos el “falibilismo de la razón”, la conciencia de inseguridad ante las
mismas posibilidades del discurso racional sobre lo que sea mejor o más conveniente;
o, si se quiere, la dificultad de pronunciarnos racionalmente sobre el mundo de lo
normativo a pesar de nuestra creciente acumulación de conocimientos. El punto central
de la revitalización de la razón práctica que se produjo en los años setentas se concentró,
precisamente, en el problema de saber si la razón es práctica, si las normas son
susceptibles de una fundamentación racional. Ya vimos que, en la línea del trabajo de
Berlin que antes citábamos, se cuestionaron las cerradas posiciones positivistas entre
teoría y práctica, entre discurso prescriptivo y discurso descriptivo, o entre hecho y
valor, para a partir de ahí intentar reivindicar un concepto de teoría que nos sirviera de
orientación en el ejercicio de la razón práctica.
Pero este optimismo inicial fue rápidamente engullido por la conocida disputa en
torno a si se había agotado ya el paradigma moderno, y con él la pérdida de un concepto
enfático de razón capaz de reivindicar la fundamentación última de la razón práctica. Se
trató, como es conocido, de un proceso más amplio de toma de conciencia de la debilidad
de la razón y, por tanto, de los límites de la filosofía. El “giro hermenéutico”, el “giro
lingüístico” o el “giro estético o esteticista” (el pensamiento “poético”) son bien expresivos
de ese desplazamiento de la filosofía hacia reductos más seguros. Y la seguridad se
midió aquí por el distanciamiento de la filosofía respecto de una teoría de la verdad, por
la asunción de un falibilismo radicalizado y, en casi todos los casos, por una petición de
ayuda y colaboración a las otras ciencias sociales y humanas. Como bien observaba T.
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McCarthy3 , existía la conciencia de que la filosofía se hallaba en un momento decisivo,
en su turning point, y que todo el pensamiento se articulaba “más allá” o “después” de
la filosofía en su sentido tradicional.
Esta disputa, que no deja de ser fascinante, tuvo su inmediata repercusión sobre la
TP, la sedujo, y probablemente fuera una de las causas de su ya aludida pérdida de
conexión con la realidad política, o, mejor, de su más distante e insegura observación
de la misma. Se preocupó más de sus instrumentos de observación que de aquello
que se supone que tenía que observar. Y esto nos colocó en una situación de cierta
parálisis a la hora de pronunciarnos sobre el objeto, aunque también permitió una
saludable actitud consistente en concebir la reflexión racional fuera de “construcciones
universales” y asumiendo sus contingencias; algo así como el paso de la reflexión
racional al discurso reflexivo, que implica elaborar argumentos que no pretenden ser
demostraciones definitivas, diálogos políticos situados que ofrecen un tipo de análisis y
de razonamiento que se mantiene en esa condición abierta.
4 Las dos grandes tareas pendientes: la reflexión sobre el desvanecimiento de la
acción política y la teoría como praxis
Sea como fuere, si hoy queremos rescatar a la TP de su letargo solipsista, no hay más
remedio que ponernos manos a la obra en la investigación de dos grandes ámbitos en
los que -siempre a mi juicio, claro está-, se echa en falta más reflexión por parte de
nuestra disciplina. El primero tiene que ver con la creciente restricción actual de la
acción política, lo que en otro lugar he llamado la “conversión de la acción política en
gestión sistémica” (Vallespín 2011), y el segundo, con tomarnos de nuevo en serio el
ejercicio de la teoría como praxis, ambos claramente relacionados. Veámoslos de forma
sucinta.
Como es sabido, una de las grandes disputas epistemológicas habidas en las ciencias
sociales era la relativa al problema de la acción social. Puede plantearse a partir
del conocido dictum marxista de que los hombres hacen la historia, pero no bajo
condiciones que puedan elegir. O, si se quiere, la contradicción existente en afirmar
que los hombres “hacen” la historia y sostener a la vez que la historia “hace” a los
hombres. Sólo suscitar este tema nos convoca ya a todos los padres fundadores de
la teoría social y sus epígonos. No se trata ahora, desde luego, de ver los distintos
modelos, sino de enunciar lo que se esconde en la raíz del problema. La importancia
de esta cuestión reside en que detrás de él se encuentra la misma condición de
posibilidad de las ciencias sociales, el presupuesto que las confiere de identidad como
tales “ciencias”. ¿Qué es la pretensión de objetividad que las informa sino un intento
por sujetar el aparentemente azaroso comportamiento humano a unas pautas que lo
disciplinen dentro de un orden conceptual y lo sujeten a la racionalidad? Por utilizar la
gráfica expresión de T. Parsons, la objetividad busca siempre ese “marco de referencia
de la acción” sin el cual ésta deviene ininteligible, “inexplicable”. Recurrimos así a
“estructuras”, “sistemas”; en suma, a categorías operacionales a las que se dota de
una prioridad lógica sobre los elementos que las gobiernan. Detrás se encuentran,
3 Véase la introducción de esta autor a Baynes, Bohman y McCarthy, eds., After Philosophy. End or
Transformation? Cambridge, Mass: MIT Press.
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como no podía ser de otra manera, los problemas de la relación individuo-sociedad,
objetivismo-subjetivismo y determinismo-voluntarismo, que sigue sin encontrar una
solución concluyente.
Como señala Mouzelis, esta distinción que venimos introduciendo contribuye a
delimitar claramente una de las divisiones fundamentales de la teoría social:
entre aquellos que sitúan a los actores individuales y/o colectivos en el
centro de su análisis, y aquellos que relegan a los actores a la periferia y
contemplan la sociedad esencialmente en términos funcionalistas; es decir,
como un sistema de “procesos” o partes “despersonalizadas” que contribuyen,
positiva o negativamente, a sus requisitos funcionales básicos (Mouzelis 1974,
395).
Dentro de este último grupo se situaría claramente la teoría sistémica, como ya antes
hicieran el funcionalismo, el estructuralismo y algunas variedades del marxismo, pero
también autores como Foucault, al menos el Foucault posterior a El orden del discurso 4 .
Y en el otro polo, está la variante del discurso más preocupada por la acción; el
interaccionismo simbólico de G. H. Mead y, en general, todos aquellos autores que se
centran más en las acciones y expresiones con sentido de los agentes sociales, en su
dimensión activa y creativa. El enfrentamiento Habermas/Luhmann quizá constituye
el mejor ejemplo de estas líneas divisorias, aunque desde hace ya tiempo se percibe
un intento por combinar ambas perspectivas y no renunciar a las ventajas explicativas
de cada una de estas “inclinaciones” metodológicas. Esto comenzó a ocurrir no sólo
en el Habermas posterior a La teoría de la acción comunicativa 5 , sino en autores tan
estimulantes como Anthony Giddens6 o Norbert Elias7 , en cuyas teorías se observa una
justa ponderación de la interrelación de acción y sistema.
Para Giddens, por tomar uno de ellos, acción y estructura estarían indesligablemente
unidas en la vida social. Frente a la concepción de “estructura” como “algo semejante
a las vigas de un edificio o el esqueleto de un cuerpo”, Giddens propone su
conceptualización como las reglas y recursos que son utilizados en la interacción
social (Giddens 1984, 16). Los participantes en ella se sujetan a ellas de un modo
similar a como el hablante se somete a las reglas gramaticales cuando hace uso del
lenguaje. Como en éstas, la estructura es a la vez “capacitadora” (enabling) y “limitadora”
(constraining): nos faculta para actuar a la vez que nos va limitando el curso de posibles
acciones. Y esto supone, por tanto, que posee una naturaleza “dual”: es constitutiva de
la acción cotidiana y, al mismo tiempo, reproducida por esa misma acción. Explicar
o conocer esta realidad exigirá, así, no sólo el intento de delimitar la naturaleza y
funciones que esta estructura juega en el mantenimiento de la cohesión y el orden
social, sino también, y de modo decisivo, la forma en que es percibida y comprendida a
su vez por parte de quienes se valen y se someten a ella en la interacción social.
Más fuerza parece tener el planteamiento habermasiano. Por simplificar, para
Habermas toda sociedad acoge en sí dos formas de integración distintas, la integración
4 M.
Foucault, L’Ordre du discour, Paris, Gallimard, 1970.
Habermas, Theorie des kommunikativen Handelns, Franfort: Suhrkamp, 1981.
6 Anthony Giddens, The Constitution of Society, Cambridge: Polity Press, 1984
7 Norbert Elias, What is Sociology?, Londres: Hutchinson, 1978.
5 Jürgen
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sistémica y la integración social 8 . La primera hace referencia a la efectividad de las
relaciones, regularidades y leyes funcionales que aseguran la reproducción social; alude,
pues, a “leyes” que, en principio, al menos, se presentan como independientes de
la voluntad de los que en ellas participan -las leyes del mercado, por ejemplo-. La
integración social, por su parte, presupone un comportamiento mediado subjetivamente
y se mantiene a través del seguimiento de reglas normativas –derecho, moral, etc.-;
es decir, aquello que se considera “verdadero”, “justo”, “bueno”; es el marco en el que
predomina la racionalidad práctica, el “interés cognitivo-moral práctico”, la racionalidad
comunicativa. Ambos modos de socialización están lo suficientemente imbricados como
para generar “contradicciones” o “crisis” si no son armonizados adecuadamente.
Como es bien conocido, a partir de los años ochenta es cuando Habermas da un
cierto cambio de rumbo y empieza a poner en cuestión la autonomía de cada una de
estas esferas, y matiza su quizá excesivo optimismo en el potencial emancipatorio de
la lógica que habría de gobernar el mundo de la vida. El aumento de la complejidad
sistémica habría conducido a una creciente racionalización de los espacios gobernados
por esta esfera. Las acciones sociales podrían ser coordinadas, no ya sólo mediante la
costosa vía de la comunicación lingüística y comunicativa, sino también a través de
otros medios. Ocurre entonces que, ya sea reemplazando o reduciendo la comunicación
lingüística –proceso que se ve favorecido por una acción comunicativa que se va viendo
libre de tradiciones culturales-, estos medios sirven para aliviar la reproducción social
de las crecientes necesidades de coordinación y consiguen motivar la acción sin tener
que sacrificar ninguna exigencia de interpretación. Los medios a que hace referencia
son, obviamente, el dinero como medio universal de intercambio, y la organización
pública del poder, el sistema político-administrativo. Su lógica, abstracta y funcional,
habría conseguido imponer una diferenciación en los subsistemas económico y político,
que amenazaba con acabar colonizando aquellos otros ámbitos que se apoyan en la
comunicación lingüística. Y no sólo eso, el mundo de la vida ya no influenciaría estas
áreas sistémicas de la vida social, puesto que, en tanto que esferas de la acción libres
de normas, son ajenas a la praxis de la comprensión comunicativa9 .
Éste es el punto al que quería llegar en esta larga introducción metodológica,
porque, siempre a mi juicio, hoy nos encontraríamos en uno de esos momentos en
los que la acción política se muestra ya subordinada a una continua presión sistémica.
Parece haberse hecho realidad la teoría de la colonización del mundo de la vida por
el sistema. La consecuencia evidente es que se ha estrechado la autonomía de la
política hasta convertirla en poco más que un mero simulacro, algo que casa mal
con los dogmas de la libre comunicación ciudadana en un supuesto espacio público
y con la aparente capacidad de la política para trasladar a acciones efectivas las
preferencias de los ciudadanos. La impotencia de la política ante los imperativos del
sistema económico, el espectáculo de ver a los titulares del poder democrático como
sus meros “administradores” o gestores, nos obliga a repensar a fondo los presupuestos
8 Como es sabido, esta distinción fue elaborada inicialmente por D. Lockwood en su influente trabajo,
“Social Integration and System Integration”, en G.H. Zollschau y H.W. Hirsch (eds), Explanations in Social
Change, Boston: Houghton Mifflin, 1964.
9 No deja de ser curioso que el propio Habermas sostenga ahora una visión más optimista al respecto. Al
menos desde Faktizität und Geltung, Frankfort: Suhrkamp, 1992. Desconozco cuál sea su posición al respecto
después del sorprendente impacto de la crisis económica sobre la autonomía de la política democrática.
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sobre los que veníamos asentando la mayoría de nuestras categorías normativas sobre
la política. Hemos tenido que sujetarnos a las disciplinas impuestas por la crisis para
tomar conciencia de una situación que ya venía manifestándose con anterioridad, pero
que no teníamos la capacidad de ver con nuestras distracciones metateóricas. Lo que
hoy ocurre es seguramente el mayor desafío a los presupuestos de la democracia desde
la Segunda Guerra Mundial, y esto nos obliga a afilar nuestros cuchillos conceptuales
y a buscar el apoyo de otras ciencias sociales, quizá más alertadas ante esta situación
que los practicantes de la TP. De ahí la necesidad de asumir una nueva conciencia en
relación a nuestro objeto y a las descripciones que desde aquéllas se nos hacen de la
realidad empírica actual. Pero -subráyese la adversativa-, desde el campo que siempre
nos ha sido más propicio, la capacidad interpretativa y la evaluación normativa.
Hoy, y con esto pasamos a la segunda tarea pendiente, carecemos de teorías políticas
con capacidad para reflejar el mundo actual y que luego puedan revertir reflexivamente
sobre nuestra propia autocomprensión de la realidad. Estamos, pues, lejos de cumplir
con los requerimientos de lo que en la teoría sociológica se ha venido conceptualizando
como la “doble hermenéutica”10 . Por tal se entiende, recordemos, el hecho de que los
científicos sociales debemos ofrecer interpretaciones con sentido de lo que “ya tiene
sentido”; pero estas interpretaciones a su vez revierten sobre la comprensión que los
actores sociales tienen de su propia realidad social y política. Las ciencias sociales tienen
–deberían tener, más bien- un carácter reflexivo sobre su objeto, deberían permitir a los
actores sociales cobrar una mayor conciencia del mundo en el que viven, así como las
oportunidades que se abren a su acción. En esto es obvio que hemos fracasado.
Quizá, porque hemos abandonado ya la conciencia de que es posible una mayor
interrelación entre teoría y práctica políticas. En buena línea con la Teoría Crítica,
la ciencia social no debe trasladar las decisiones valorativas o de fines a una esfera
distinta escindida de ella, sino que debe comprender también el entramado de efectos
sociales que produce su ejercicio. Es decir, debe incorporarse como parte de las disputas
sociales. Éste es el sentido en el que es crítica, su meta es el análisis social crítico.
Como diría Adorno, debe “diluir la rigidez del objeto hoy y aquí existente en un campo de
tensión entre lo real y lo posible: cada uno de ellos remite al otro” (Adorno 1986, 512).
O, por decirlo con Habermas, de lo que se trata es de hacer ciencia social “diseñada
explícitamente con intención política, pero a la vez científicamente falsable” (Habermas
1971, 244). Su interés central reside en intentar justificar estrategias de acción social
a partir del análisis de estructuras históricas objetivas para que así puedan hacer su
entrada también en la consciencia de los sujetos actuantes. No parece que algo así se
dé en la práctica de la TP contemporánea.
Mi objetivo con estas reflexiones no es, como creo haber dicho, “despreciar” o
minusvalorar el ejercicio profesional de la TP. Busca más bien convertirse en un
recordatorio sobre lo que debería ser nuestra función principal en unos momentos
poco propicios para la acción política y en los que hemos de revisar todos nuestros
instrumentos conceptuales. Es una llamada de atención sobre la necesidad de cambiar
las inercias de la profesión y reenfocarla hacia su objeto de estudio en las condiciones
específicas en las que se encuentra en el presente. Quizá deberíamos empezar por
10 Una
de las mejores explicaciones de la doble hermenéutica se contiene en A. Giddens, op. cit., pp. 284 y
ss.
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preguntarnos ¿qué es la política hoy? o ¿cómo debe ser pensada? Puede que éstas sean
las “preguntas de investigación” que habremos de abordar con urgencia. Nos lo exige
la lealtad con nuestras propias convicciones y el deber que como profesionales tenemos
ante nuestros conciudadanos.
Bibliografía
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