Por Claudia Hernández

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http://www.semana.com/wf_InfoArticulo.aspx?idArt=105749
Los asesinos prudentes
Arcadia, en contra de la tendencia del periodismo moderno, publica este artículo de nueve páginas
que pasa revista a todos y cada uno de los escritores elegidos por el evento literario Bogotá 39.
Con excepción de los cuatro escritores brasileños –a quienes dedicamos capítulo aparte ya que aún
no han sido traducidos al español–, Margarita Valencia a tenido la audacia de leerlos a todos, y de
presentar aquí su tajante veredicto. ¿Goza de buena salud la nueva literatura?
Margarita Valencia
Hay una pila de libros en el escritorio: es la obra de gran parte de los escritores de
Bogotá39, selección hecha a partir de más de trescientos candidatos. Su reunión en agosto
de 2007 celebra la designación de Bogotá como Capital Mundial del Libro. Celebra
también la buena salud de la literatura latinoamericana: aunque faltaron algunos nombres
entre los elegidos, y también faltaron algunos de los elegidos en la pila, la masa física es
impresionante. Además de alta, la pila es apetitosa: hay varias joyas en ella, y eso ya es
tranquilizante y emocionante. Es una pila sustanciosa: hay muchos escritores en ella, y
aunque algunos aún no han encontrado la veta, están lejos del genio, o nunca serán mejores,
de la mayoría se puede decir sin temor que son creadores. Y eso también es emocionante y
tranquilizante. Algunas cosas los hermanan: son esos puntos en común los que quisiera
resaltar, quizás con el ánimo de justificar una lista que siempre será caprichosa. Veintiocho
escritores en un mes: he corrido la maratón. Emprendí la tarea con hambre pero sin muchas
expectativas. La terminé satisfecha. No de todos tengo algo qué decir y habría que achacar
ese silencio a las inevitables afinidades del lector.
Del boom a McOndo y el crack
¿Cómo no empezar con el boom? En la primerísima página de su inevitable Historia de la
literatura hispanoamericana, de 1954, Enrique Anderson Imbert hizo la cuenta de los
autores hispanoamericanos que habían hecho una “contribución efectiva a la literatura
internacional” y no llegó a veinte: deplorable. Rulfo había publicado Pedro Páramo y
Borges ya era el secreto mejor guardado del continente, pero quizás entre los diez que no
nombra Anderson Imbert estaban ellos, y Silva, y Barba Jacob, por ejemplo. No sabemos y
no importa. El caso es que después fue el boom. García Márquez, Vargas Llosa, Fuentes,
Carpentier (Carpentier es uno de los escritores más interesantes e ignorados de esa
generación). No hay para qué alargar la lista. En menos de veinte años el guarismo de la
contribución efectiva de la literatura hispanoamericana a la literatura internacional cambió
radicalmente; empezamos a existir, y de qué manera.
“La… aproximación a la literatura que esbozó Borges y que hoy representan autores tan
aparentemente disímiles como Cortázar y García Márquez ha hecho tabla rasa de credos, de
valores y de nombres que hasta hace poco parecían falsos, pomposos, arbitrarios, lo que
sea, pero asimismo, desalentadoramente sólidos”. Con estas palabras expidió Hernando
Valencia Goelkel la cédula de ciudadanía de la generación que alcanzó su mayoría de edad
a finales de la década de 1960 –cuando esta que nos ocupa hoy empezaba a nacer– y que
aportó a la literatura del continente “el desenfado, una de las formas más altas de libertad”.
Después vino la academia, la responsabilidad, la madurez, la seriedad, la entronización: el
pasado Congreso de la Lengua en Cartagena celebró desaforadamente los ochenta años de
Gabriel García Márquez y los cuarenta de la aparición de Cien años de soledad, pero
ninguno de los muchísimos discursos mencionó la osadía con la que García Márquez había
tratado el español y su capacidad para hacerlo decir cosas que no había dicho nunca con
unos giros y unos ritmos hasta entonces desconocidos.
Quizá la razón de este silencio hayan sido las agrieras que no tardaron en reemplazar la
maravillosa juerga del boom, y el talante avinagrado que suele acompañarlas. Cuesta
trabajo recordar la fascinación que produjo la lectura de Cien años de soledad la primera
vez (y la segunda, y la tercera…) a la luz de la “frivolización que de sus obras hicieron sus
imitadores”, de la caricaturización que creó esperpentos, “no solo de la literatura sino del
continente latinoamericano”. La cita es de Ignacio Padilla, de “McOndo y el crack: dos
experiencias grupales”, uno de los textos publicados a raíz de la reunión de doce jóvenes
escritores latinoamericanos que promovió en Sevilla Adolfo García Ortega, de Seix-Barral.
En tono de reflexión madura, Padilla revisa sus tropelías pasadas y explica que la “artillería
juvenil de los autores y los textos de McOndo y del crack no iba en modo alguno dirigida a
los representantes del boom…” No sobraba la aclaración, porque a diferencia de ellos –más
cautos y más prudentes en todo–, los militantes del boom prescindieron de sus padres sin
piedad y empezaron el mundo a partir de cero, sin una tradición que los esclavizara.
McOndo, la antología elaborada por Alberto Fuguet y Sergio Gómez, se publicó en
Barcelona en 1996, e incluía cuentos de diecisiete autores hispanoamericanos (el único que
repite en Bogotá39 es Leonardo Valencia) nacidos después de 1959, en particular entre
“1959 (que coincide con la siempre recurrida revolución cubana) y 1962 (que en Chile y en
otros países es el año en que llega la televisión)”. Ese mismo año, en agosto, se leyó en
Ciudad de México el Manifiesto Crack. Sobre ellos se pronuncia con afecto y buen humor
la escritora mexicana Elena Poniatowska: “Los seis miembros del crack: Jorge Volpi, Pedro
Ángel Palou, Vicente Herrasti (quien había vivido en Edimburgo y escribió sobre Escocia),
Ignacio Padilla, Ricardo Chávez Castañeda y Eloy Urroz irrumpen en la escena con
violencia: ‘Vamos a apostar por la novela ambiciosa, la novela total, la que busca crear un
mundo autónomo en el lector, la que rescriba la realidad, una novela que verdaderamente
diga algo’ […] La verdad, los escritores del crack le tiraron siempre a la sofisticación, a
escribir sobre temas internacionales, que interesaran en Alemania, Francia, Italia e
Inglaterra. Habían leído a Broch y a Musil, traducidos por sus abuelitos literarios: Pitol y
García Ponce. (Eran un poco esnobs, la verdad). Imposible permanecer tras la cortinita de
nopal que tanto enfureció a José Luis Cuevas. Una vez profesionalizada la carrera de
escritor por Carlos Fuentes, ellos se lanzan a las grandes avenidas. Nada de Allá en el
rancho grande, nada de color local.”
La generación de Bogotá 39
Sé bien –porque asistí a la presentación de la idea por parte de los organizadores del
Festival Hay de Literatura y a su posterior adopción por parte de la Secretaría de Cultura–
que fue el azar el que quiso que el tope superior de edad de los elegidos para el grupo fuese
de 39 –no de 40, la propuesta inicial–, o sea los nacidos en 1968 (seis nacieron ese año; dos
el año siguiente; dos, en 1981; y el resto, en la década de 1970). No deja de ser
significativo, sin embargo. La generación del 68 “dejó humor, melancolía y desastre”, dice
Enrique Vila-Matas, y la fecha aun representa con gracia a una generación más o menos
comprometida con Marx y/o Timothy Leary, el amor libre (¿?) y los bluyines de marca. Es
preferible mayo del 68 al narcotráfico y Fidel Castro, su verdadero legado.
También en el 68 se cumplen los quince años que prescribe Ortega y Gasset para que una
generación separe a los escritores de Bogotá 39 de Roberto Bolaño (1953 - 2003), su héroe
indiscutido. La numerología nos favorece. Porfiemos. Hay cuarenta y un países en América
Latina y el Caribe, en los cuales se escribe en cinco lenguas oficiales: español, holandés,
portugués, inglés y francés. Entre los escritores hay representantes de diecisiete países que
escriben en inglés, español y portugués (si bien los dos que escriben en inglés no
representan países en donde se hable el inglés oficialmente). Siete son mujeres, dato que
hay que mencionar porque las cinco escritoras leídas forman un conjunto con más oficio,
que aborda los temas con más conocimiento y profundidad, se arriesga más, suena menos
pedante, se divierte más escribiendo y es más divertido de leer: el libro de cuentos de
Claudia Hernández no se parece a ninguno de los otros, y tampoco la novela policíaca de
Gabriela Alemán. Pero estas dos últimas y Pilar Quintana padecen editores locales que no
quieren o no pueden promoverlas con más entusiasmo. Tres han ganado premios. Dos son
cubanas.
Sin embargo, la voz más contundente es, a mi juicio, la del chileno Alejandro Zambra,
autor de Bonsái y de La vida privada de los árboles.
Muchos (pero no todos) publicados por editoriales españolas: Alfaguara, Seix-Barral y
Mondadori, y las independientes Anagrama, Funambulista y Lengua de Trapo, y viven en
Europa o Estados Unidos. No obstante, solo se consiguieron libros de seis de ellos en una
primera ronda de librerías. (No estaba, por ejemplo, En busca de Klingsor, una novela
excepcional que mereció el premio Biblioteca Breve en 1999, cuando Jorge Volpi apenas
tenía treinta y un años.) Bogotá 39 tendría que ser un campanazo para lectores y editoriales,
que provoque una mejora sustancial en la distribución de jóvenes autores.
El miedo y la vida tal como es
La preocupación política que permeaba (y también moldeaba y deformaba) la literatura
latinoamericana desde sus orígenes empezó a desdibujarse en la narrativa de finales del
siglo xx, reflejo del desencanto y una cierta indiferencia o cinismo que reemplazaron el
activismo de los sesenta y los setenta.
“En gran medida –escribió Bolaño–, todo lo que he escrito es una carta de amor o de
despedida a mi propia generación, los que nacimos en la década del cincuenta y los que
escogimos en un momento dado el ejercicio de la milicia, en este caso sería más correcto
decir la militancia, y entregamos lo poco que teníamos, lo mucho que teníamos, que era
nuestra juventud, a una causa que creímos la más generosa de las causas del mundo y que
en cierta forma lo era, pero que en la realidad no lo era”.
Los jóvenes protagonistas de las novelas de los sesenta y los setenta, como los de ahora, se
reunían en bares y fumaban y bebían y, si tenían suerte, se iban a la cama; los protagonistas
jóvenes de las novelas del siglo xxi además fuman marihuana o se chutan o inhalan cocaína
con más desvergüenza que los de los setenta. Pero mientras que aquellos vivían protegidos
por la certeza expresa o implícita de que a la vuelta de la esquina los esperaba el futuro que
ellos mismos estaban creando, a los de ahora nada los protege, nadie los espera. La
marihuana, la cocaína y el basuco (en ese orden) compartieron el camino con la revolución
durante unos años, pero inevitablemente el sueño de la revolución se esfumó entre el dinero
fácil de la cocaína o los vapores de la resaca (dos caras de la misma moneda) y resultó ser
igualmente efímero. La patria, por supuesto, desapareció y fue reemplazada por el barrio. Y
el escenario nacional cedió su lugar a la relación minuciosa y obsesiva de la vida cotidiana,
una vida llena de frustraciones, de la pesadez de la vida urbana, de la lentitud del no futuro.
Los artistas del medio siglo se sentían héroes cuando creaban (o cuando hablaban de crear
mientras fumaban baretos); los artistas de comienzos del siglo xxi son desempleados que se
preocupan por el arriendo el mes entrante, cuando no tienen que cuidar de una generación
de padres que nunca maduró –a pesar de lo cual sigue espetándoles su falta de compromiso,
sin admitir que se quedaron enganchados en una izquierda tan beligerante como ingenua, y
en la fantasía del sexo fácil.
De allí la justeza de la apreciación de Bolaño cuando escribe: “¿De dónde viene la nueva
literatura latinoamericana? La respuesta es sencillísima. Viene del miedo. Viene del
horrible (y en cierta forma bastante comprensible) miedo de trabajar en una oficina o
vendiendo baratijas en el paseo Ahumada. Viene del deseo de respetabilidad, que sólo
encubre al miedo”.
El miedo es el protagonista principal de Parece que va a llover, de Ricardo Silva
(Colombia, 1975). “Este es el miedo. Lo ocultamos durante años como si se tratara de un
monstruo en las alcantarillas, […]pero ha vuelto así sin más, como si se tratara del
escenario de nuestras vidas… ”. Juana Villegas, la protagonista, tiene miedo de su fracaso
profesional, tiene miedo de su próximo matrimonio, tiene miedo de haber perdido para
siempre al amor de su vida, tiene miedo de abortar.
El miedo es también el protagonista de la novela de Wendy Guerra (Cuba, 1970), Todos se
van, narración en forma de diario que empieza en 1978, cuando la escribiente tiene nueve
años, y termina en 1990: “A veces me gustaría ampliar las páginas del diario a gran escala y
exponer las hojas en esta galería […]. Mi madre se moriría de miedo”. A diferencia de
Antonio Ungar (Colombia, 1977) en su breve novela de infancia Las orejas del lobo,
Guerra logra crear la ficción de una voz infantil que crece contra el telón de fondo de una
Cuba cada vez más malograda; de la estirpe de Las cenizas de Ángela, Todos se van no
tiene, sin embargo, una gota del sentimentalismo y el melodrama de aquella, de modo que
resulta genuinamente pavorosa en su desolación: “Estoy en La Habana, lo intento, trato de
avanzar cada día un poco más. […] De este lado sigo escribiendo mi diario, invernando en
mis ideas, sin poder desplazarme, para siempre condenada a la inmovilidad”.
Si en La Habana es la condena, en México es el anhelo, pero el motor allá y aquí es el
miedo: “Estoy devastado”, confiesa el narrador de Hombre al agua, de Fabrizio Mejía
Madrid (México, 1968) –una novelita muy desigual, a ratos brillantísima–. “Tengo la
sensación de que estoy viviendo mis últimos días en esta ciudad”; una ciudad donde “nunca
hemos tenido espacio”, donde “nunca hay vacíos”, donde el yo se disuelve entre la
multitud, y sin embargo Urbina conspira para que alguien –un desconocido, un amigo, da lo
mismo– se vaya y le deje su lugar: “El hecho es que si tan solo uno de esos se fuera de la
ciudad yo podría quedarme con su empleo. Suena simple. Pero no lo es, porque para que el
sujeto en cuestión se vaya de aquí, debe sentir un profundo miedo”.
El asfalto y el humor
Los personajes literarios de Bogotá39 tienen miedo de conseguir un empleo o de no
conseguirlo. Tienen miedo porque saben que la vida es difícil y no tienen sueños
grandilocuentes donde refugiarse. Saben, asimismo, que toda situación es susceptible de
empeorar y tienden, los más sabios, a la inmovilidad, con la esperanza de pasar
desapercibidos. Hay más Bartlebys por centímetro cuadrado en la literatura latinoamericana
actual de los que hubiera podido soñar Melville; o Vila-Matas, que es el otro héroe literario
de esta generación. Pero en su versión contemporánea y urbana brota por todas partes el
humor, un ingrediente escasísimo entre los escritores de generaciones anteriores. Sin
embargo es un humor que a veces tiende a estancarse en el chiste, y por ende en la
caricatura y en el lugar común.
Los colombianos, en particular, exhiben la odiosa tendencia al chiste y el estereotipo como
una barrera contra la realidad (lodosa y difícil). Parece que va a llover, de Silva, sería una
novela perfecta de no ser por la tendencia del escritor al humor insustancial e irritante de
niño bien de colegio privado. Leer Recursos humanos, de Antonio García (Colombia, 1972)
es como leer a un Kafka que se nos hubiera quedado en el bolsillo del pantalón y hubiera
padecido lavadora, secadora y plancha. El chiste parecería eximir al autor de la ironía, de la
tarea pesada de pensar a los personajes más allá del nombre y de la ropa, y de unas
actitudes sacadas de las comedias de televisión de los setenta. García escribió esta novela
gracias al Programa Rolex de Maestros y Discípulos, bajo la tutela de Mario Vargas Llosa:
un premio que puede llegar a ser una manzana envenenada, a juzgar por la unanimidad
alrededor de la calidad de la primera novela de García (Su casa es mi casa).
La novela de Pilar Quintana (Colombia, 1972), con el muy comercial y engañoso título de
Coleccionistas de polvos raros, es espléndida hasta que la autora decide volver la suya una
novela de Laura Restrepo meets Jorge Franco, con niños bien, narcos, señoras y otros
exponentes predecibles de una colección de estereotipos pretendidamente graciosos o
significativos: “El Mono Estrada menor se monta en su Ford Explorer rojo Marlboro y el
Mono Estrada mayor en su Nissan Pathfinder azul medianoche”, etcétera.
Otro aire, más liviano y al mismo tiempo más mordaz, se respira en Cien botellas en una
pared (Ena Lucía Portela, La Habana, 1972, Premio Jaén de Novela 2002), una novela que
se burla del horror habanero para poder mostrarlo sin repelencias, y crea una Lazarilla
moderna y entrañable que pasa hambre, es golpeada y maltratada por amigos y enemigos, y
aprende que los sobrevivientes siempre serán hermanos, cualquiera que sea su condición.
De qué hablamos cuando hablamos de amor (y de thrillers)
La vida cotidiana, ese viscoso fluir de las horas sin sentido en la ciudad, es el terreno
común de la literatura de Bogotá39. Y fluye bastante bien, siempre y cuando no hablemos
de amor (o de sexo, o de las dos), terreno en el cual muchos se empantanan. El que más,
Gonzalo Garcés, en su novela Los impacientes (Argentina, 1974, Premio Biblioteca Breve
2000). Si Ricardo Osorio, de Recursos humanos, es una caricatura de los mandos medios en
el mundo industrial, los personajes de Los impacientes, Mila, Boris y Keller, son la
caricatura de la juventud latinoamericana. Boris es músico (el artista comprometido con su
arte y el amigo bondadoso), Keller es filósofo (muy petulante) y ella… ella escribe
ocasionalmente en un periódico, pero lo que importa es su pasado tormentoso, sus
profundos conflictos (“…con esa media sonrisa que podía significar conmoción,
meditación profunda o la más desolada indiferencia”) y su bonitura, ¡faltaba más! Los tres
van y vienen por un escenario urbano neutro y sin personalidad, y se ocupan sin mucho
entusiasmo de formar un triángulo amoroso cuyo fundamento afectivo y sexual parece
tomado de una película de soft porno. Garcés juega a las muñecas con los personajes de su
novela, absolutamente investido de la seriedad de su papel de adulto.
En el otro extremo, Bonsái y La vida privada de los árboles, de Alejandro Zambra (Chile,
1975), exhiben una inteligencia afectiva excepcional (en esta y en las generaciones
anteriores), apareada con un gran refinamiento literario. Zambra cuenta historias complejas
y seductoras sin muchos aspavientos, y es contenido y preciso; registra minuciosamente,
como en un documental a la manera de la National Geographic, la vida emocional de sus
personajes –hombres y mujeres jóvenes normales, sin mayores distintivos– y el proceso de
escribir sobre ellos. El resultado son dos novelas cortas, muy sobrias, muy bellas, con una
belleza reposada que se deja examinar una y otra vez.
El centro definitivamente ha sido colonizado por las mujeres, mucho más perspicaces y
finas a la hora de sondear en el peligroso terreno de las relaciones afectivas y del sexo: Ena
Lucía Portela pasa por toda la gama de las relaciones sexuales con genuino desenfado y
mucha gracia, e impone su ritmo en una sociedad en la que “mucha gente desprecia a los
maricones”. Wendy Guerra describe con suma inteligencia las redes que tejen los adultos
en la vida de su diarista, y sabe contar lo que ve sin melindres y sin opacidades. Pilar
Quintana, en su retrato de La Flaca, protagonista de Coleccionistas de polvos raros,
prescinde de todo lo que hizo la fama de Rosario Tijeras: el melodrama histérico, el
malditismo, el vudú del sicariato. Tiene implantes de silicona, pero no son el centro de su
ser. Tiene un apartamento que paga el novio narco, a quien sedujo para huir de su destino.
Y no tiene nada más: “La Flaca se mantiene sola todo el día. Se aburre. Sale a la calle. El
sol le pega en los ojos y los tipos le echan piropos. Sonríe y cuando se da cuenta ya está
hablando con uno. Lo invita a su apartamento, no con la intención de tener sexo, sino para
pasar un rato en compañía de alguien que no se llame John Wilmar. Pero tarde o temprano,
de un modo u otro, el tipo se lo termina pidiendo y La Flaca, dándoselo”.
María Gabriela Alemán (Ecuador, 1968) también se siente muy a sus anchas en el
escabroso mundo del sadomasoquismo, alrededor del cual arma una novela policíaca sólida
y creíble. Y a pesar de que se pierde un poco en la historia secundaria (un padre alcohólico
con un oscuro pasado nazi), describe con tino el medio universitario en el que se desarrolla
la trama, tan sórdido como el ambiente de perversiones sexuales debidamente aderezado
con el discurso académico acerca del deseo.
Body Time es la más conservadora (en lo formal) de las policíacas, sobre todo si se la
compara con Uñas asesinas, novela corta de Rodrigo Blanco Calderón (Venezuela, 1981),
una especie de Ventana indiscreta muy contemporánea, con mucha marihuana, y con un
humor que no desmerece a Hitchcock de ninguna manera.
Y ya que el amor quedó atrás y aparecieron los thrillers, habría que hablar de Abril rojo, de
Santiago Roncagliolo (Perú, 1975, Premio Alfaguara 2006), una novela interesante que se
arriesga en lo formal (y trastabillea) y que además sondea en la historia de su país con
ánimo de denuncia, en lo cual resulta una voz aislada en su generación (a excepción de
Wendy Guerra).
El grito de independencia
Abril rojo es, sin embargo, una novela de largo aliento, sustanciosa y bien estructurada,
impulsada por el ánimo de contar una historia que debe ser contada: la de los muertos
anónimos de América Latina. Roncagliolo hace honor al propósito expreso del grupo del
crack de crear novelas ambiciosas, que reescriban la realidad y que digan algo. Eso lo
clasifica, junto con Juan Gabriel Vásquez, entre los seguidores de Jorge Volpi (México,
1968); su novela, En busca de Klingsor –que hurga en el tema de las investigaciones
atómicas durante la Segunda Guerra Mundial–, marcó un hito generacional y dio el grito de
independencia de su generación contra los esperpentos narrativos que los precedieron.
Además Klingsor es una novela al modo clásico, casi un ejercicio intelectual, mesurado y
profesional, que busca obligar a sus compañeros de generación a retomar el camino que
perdieron sus antecesores. Otro tanto se puede decir de Los informantes, de Juan Gabriel
Vásquez, que explora el tema de los inmigrantes alemanes en Colombia durante la Segunda
Guerra Mundial.
El territorio mínimo del cuento
Pero en ningún terreno como en el del cuento es más evidente cuán desencaminados iban
los padres. “El escritor puede –y debe– apropiárselo todo”, recomendó Valencia Goelkel;
“pero requiere un territorio mínimo anterior en torno al cual pueda producir su anexión”.
Hay grandes cuentistas en América Latina: Quiroga, Felisberto Hernández, Ribeyro y
Onetti, para mencionar a los más obvios; Cortázar, tan desasido de los cánones, tan
innovador e irreverente; y Borges, por supuesto, el gran Borges, a quien no se podía leer en
los setenta porque la izquierda –con tanta ignorancia como tontería– lo puso a encabezar su
lista negra. Los escritores jóvenes leen a Borges y también leen a Cortázar, pero a veces
parece que los leen sin apropiarse de su sentido del humor. Quizás por eso cuando los
imitan acaban sonando como un Borges circunspecto, que se toma más en serio su bagaje
cultural que a sus lectores, o como un Cortázar más empeñado en ser original que en
divertirse.
Hay grandes cuentistas latinoamericanos, pero no hay una escuela que sirva de territorio
mínimo. De allí que tantos de los autores contemporáneos parezcan concebir el cuento
como un ejercicio aburrido entre novelas; o peor aun –y siguiendo el mal ejemplo del buen
Bolaño en Putas asesinas– como una buena manera de servir a la mesa los sobrados de la
última novela; de allí también que tantos de estos malos cuentos sigan sonando
patéticamente iguales a los malos cuentos de los setenta, apresurados, tramposos, sin
iceberg que los mantenga a flote. Los cuentos de John Jairo Junieles (El temblor del
kamikaze) evocan también los cuentos de los setenta, usualmente atravesados de una
nostalgia floja, pero no caen en la bobería y se salvan por un toque de poesía aquí y allá que
obliga al lector a olvidar ciertas asperezas, ciertos baches, y a dejarse llevar por las
historias.
Pero es también aquí, en la región del malhadado cuento, donde los escritores se arriesgan
más y de donde salen más fortalecidos. Los cuentos de Rolando Menéndez (Cuba, 1970),
De modo que esto es la muerte, carecen a veces de la insistencia en la perfección que exige
el género, pero anuncian a un escritor seguro de sí mismo, que no teme equivocarse. Los
cuentos de la primera parte, “Hambre”, son efectistas, pero Menéndez a ratos logra
deshacerse de la maldición de las tres últimas líneas en unos párrafos bien logrados, como
este que aparece en el primer cuento sobre un cuatrero improvisado: “Según tengo
entendido, se empieza por los perniles para asegurar la mejor parte. Luego se despanza, y
ahí es donde dicen que el animal se estremece porque están sacando lo suyo. Dicen que los
pulmones siguen respirando fuera de la vaca. Pero hay que despanzar (…)” (p. 12).
Después va perdiendo el camino y empieza a deshilacharse en textos largos y tediosos que
no van en realidad a ninguna parte.
No es el caso con De fronteras, de Claudia Hernández (El Salvador, 1975), innegable
discípula de Cortázar: “Es incómodo que a uno le haga falta un brazo cuando tiene un
rinoceronte…” empieza este volumen de dieciséis cuentos muy breves, que también acaba
con un muy cortazariano “Manual del hijo muerto”: “Muéstrelo a familiares y amigos.
Reparta fotografías de cuando vivía. Llore cada vez que alguien mencione su nombre”.
Pero en las cien páginas que van de un párrafo al otro, Cortázar solo aparece en el tono
juguetón y la falta absoluta de ampulosidad, que marcan un contraste brutal con los temas
que ocupan a Hernández: la muerte, la terrible soledad e inclemencia de la vida urbana, la
indiferencia, y de nuevo la muerte. La sociedad que retrata sin aspavientos y sin editoriales
es una sociedad corrompida hasta la médula, que se ha acostumbrado al mal olor:
“No sospechamos la noche anterior que el fino goteo que fue engrosándose se tratara de
copos de caca que terminarían por alfombrar las calles, cubrir las ramas de los árboles,
ocultar el pasto de los arriates… Tampoco sabíamos a quién llamar para que removiera esa
sustancia que no dejaba salir nuestros automóviles y nos retrasaba para llegar al trabajo”.
(“Lluvia de trópico”, p. 69)
También Pedro Mairal (Argentina, 1970) retrata despiadadamente una sociedad en
decadencia en el cuento “Hoy temprano”, la descripción más precisa posible de la historia
latinoamericana de los últimos veinte años –“los años pasan hacia atrás cada vez más
rápido”– escrita con la economía de recursos de una tira cómica.
Los cuentistas más sobresalientes del grupo son los dos que escriben en inglés: Junot Díaz
(República Dominicana) y Daniel Alarcón (Perú, 1976). “Tenía que pasar tarde o
temprano”, escribe Alberto Fuguet, y Bolaño lo respalda cuando dice que “la patria de un
escritor no es su lengua o no es solo su lengua sino la gente que quiere”. Tanto en Alarcón
como en Díaz se ve la robusta tradición anglosajona del cuento, y el dominio de un oficio
concebido como oficio, no como talento ni como inspiración, aunque a ambos les sobra de
estos dos. También se ve por dónde van sus afectos: “República y Grau”, de Alarcón,
cuenta la historia de un niño que empieza su vida profesional sirviendo de lazarillo de un
ciego en una esquina limeña: “Se levantaron temprano en una mañana fría de cielos bajos y
plomizos, y se dirigieron al centro (…) El ciego usaba un bastón de punta roja y conocía
bien la ruta, pero apenas llegaron dobló el bastón y lo dejó en el separador. Sus pasos se
volvieron inseguros, y Maico entendió que la pretensión había empezado”.
Díaz, por su parte, se ha ido adueñando de un territorio que va de República Dominicana a
Nueva Jersey, una servidumbre por donde transitan de aquí para allá y de allá para acá los
hábitos, los giros lingüísticos y las lealtades y adscripciones que tanto escandalizan a los
puristas de ambos lados. Nada de eso preocupa a Junot Díaz, que se concentra en escribir
los mejores cuentos de su generación. Acaba de aparecer su esperada novela, que promete
estar a la altura de sus mejores cuentos.
El oficio del escritor
No estaría completo este fresco de Bogotá39 si dejara pasar el tema de la escritura, que
salta en cada página: Eduardo Halfon (Guatemala, 1971) le dedica todo un libro, El ángel
literario, un bonito texto que se enreda en formalidades –que ya resolvió, entre otros,
Sebald– como las fronteras entre la ficción y el ensayo. De nuevo, fueron Bolaño y VilaMatas quienes desbrozaron ese camino para los más jóvenes: “Yo vi La noche”, dice VilaMatas, “y empecé a adorar la imagen pública de esos seres a los que llamaban escritores.
Me gustaron, en un primer momento, Boris Vian, Albert Camus, Scott Fitzgerald y André
Malraux. Los cuatro por su fotogenia, no por lo que hubieran escrito”. Zambra le sigue el
juego cuando Julián, el personaje de La vida privada de los árboles, confiesa que quiere ser
escritor, “pero ser escritor no es exactamente ser alguien”.
Y sin embargo hay escritores en Todos se van, en Una larga fila de hombres, en El temblor
del kamikaze, en El ángel literario, en Cien botellas en una pared, en Bonsái… La lista es
demasiado larga. El punto es que a estos escritores de Bogotá39 les preocupa el oficio.
Sus antecesores del boom se estaban inventando el mundo y asumieron la responsabilidad
de narrar a América Latina, de crear a América Latina en el mundo a partir de su narración.
Fracasaron, por supuesto. Estos escritores jóvenes, prudentes asesinos de sus padres, no
quieren inventarse nada; solo quieren ser buenos escritores. Entienden que lo suyo es la
ficción, no cambiar el mundo: “La novela en sí, a su juicio, era un género para tontos y
mostrencos, verracos, mongoloides… que se mecían en el columpio de la idiotez con la
necia esperanza de ser engañados”, escribe Portela.
Bolaño explicó en Caracas, en su discurso de aceptación del Rómulo Gallegos, que una
escritura de calidad es “saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío”. Pero esa
es una instrucción que vale para vivir, que es lo que les preocupa a los escritores de esta
última generación. Por eso no son grandilocuentes (al menos no lo son deliberadamente).
Por eso prefieren un tono menor, sin frases para la posteridad. Y esa es su marca y su
gracia. El escritor inglés Jim Crace empezó una conferencia hace un par de años con la
siguiente declaración: “Soy un escritor heterosexual blanco de los suburbios; una especie en
vía de extinción”. Bromeaba, por supuesto. Crace sabe que la presencia de la literatura
inglesa en el mundo quizás depende de pieles más oscuras, de prácticas sexuales menos
ortodoxas, de vidas más escandalosas. Pero también sabe que la savia de la literatura
inglesa son los escritores como él.
Me da gusto constatar que, por primera vez en la historia de la literatura latinoamericana,
tenemos una armada de “escritores heterosexuales blancos de los suburbios”. Si perseveran,
ninguno de ellos tendrá que volver a su patria chica en un tren amarillo cargado de lagartos
y ministros, ni tendrá que padecer penosos homenajes nacionales con ex presidentes y
reinas de belleza. Si perseveran, tendremos literatura latinoamericana para rato.
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REPORTAJE: VERBO SUR
Nómadas literarios
WINSTON MANRIQUE SABOGAL 08/09/2007
Un bosque de paraguas multicolores brotó en el parque ante la llovizna que se tornó aguacero en un
parpadeo y en diluvio tres segundos después. Pero allí siguió el público escuchando a los escritores
que trataban de enmudecer la fría lluvia matinal.
Es la última imagen de Bogotá 39. La del domingo 26 de agosto cuando, después de cuatro días,
concluyó el encuentro de 39 de los narradores más destacados de América Latina menores de 39
años. Una iniciativa del Hay Festival y la ciudad colombiana, dentro de las celebraciones de
Bogotá, capital mundial del libro, declarada por la Unesco.
Una muestra de ese fervor por la literatura se vivió bajo esa lluvia tropical-andina, a 2.600 metros
de altura, con autores y lectores de todas las edades. Es curioso, dice el colombiano Juan Gabriel
Vásquez, "que en los años sesenta haya sido un catalán, Carlos Barral, el que propiciara el
descubrimiento de una generación de escritores latinoamericanos, y hoy, en el siglo XXI, sea un
pueblo de Gales el que haga que nos conozcamos".
Buenos oficios europeos que mostraron en 60 actos el latir de la actual creación latinoamericana.
Aunque, según el guatemalteco Eduardo Halfon, que recoge el sentir de los autores convocados, no
se sabe si se puede hablar de tal literatura. "Es difícil crear grupos. Todos somos muy distintos.
Autores que escriben en español o en inglés, otros viven en España o Francia, y así. Es difícil saber
hacia dónde vamos, pero no vamos juntos, y nos unen dos cosas: nuestras raíces latinoamericanas y
el gusto por la creación y la belleza literarias".
Con esas bases se proclamaron
habitantes del territorio de la imaginación. Y de esa única geografía surge esta polifonía de voces de
vocación global, herederas del legado literario universal, donde han incorporado el boom de los
años sesenta.
Atrás y adelante miran estos 39 escritores hijos del mestizaje cultural. Y del desencanto. Con padres
de diferentes lugares del mundo, con amores e hijos de distintas nacionalidades y de peregrinación
planetaria, que escriben en varios idiomas y son traducidos a múltiples lenguas. Que conocen bien
la realidad de sus países pero no se sienten obligados a escribir de ella. También lo hacen del amor,
la inmigración, la política, las dudas, la identidad, la soledad, el desconcierto, el deseo, la muerte, la
multiculturalidad o las violencias visibles o morrongas. Escritores que se acercan a la vida desde los
detalles y la cotidianidad, desde esos fragmentos furtivos de buenas intenciones que impulsan el
destino del mundo. Así es que lo que de verdad une a estos 39 narradores es que van por libre.
Como aves de una misma especie pero cada uno representante de una subespecie. Y es ahora
cuando sus voces, ya amainada la lluvia bogotana, se escuchan más claras para armar el puzle de las
letras actuales de su continente.
Iván Thays: "Pasa por un buen momento teniendo en cuenta la nómina de autores, cuya diversidad
es notoria. Aunque no sabemos si las obras los respaldan. Pero en principio el vigor es notable".
Claudia Amengual: "Vive un proceso de cambio, para empezar por lo político al venir de
dictaduras. Somos descreídos políticamente y con más fe en los referentes culturales".
Carlos Wynter Melo: "Es una literatura muy urbana y ligada a los grandes acontecimientos que
envuelven el mundo, consecuencias del 11-S. Refleja el cambio de época".
Gonzalo Garcés: "Hay mucho talento en esta franja de edad. Pero tendemos a una cierta
complacencia comparados con la generación de los sesenta. La mayoría vive con la ilusión de que
van por delante. Y para distinguirnos y sobresalir tenemos que esforzarnos más".
Santiago Roncagliolo: "Está mudando. Se escribe en varios idiomas y desde muchos lugares del
mundo. Eso hace que bebamos de diversas fuentes y lenguas que enriquecen el resultado".
Ronaldo Menéndez: "Siempre ha tenido una manifestación unitaria y hoy se refleja en propuestas
diversas, peculiares".
Jorge Volpi: "La literatura latinoamericana es como el dinosaurio de Monterroso. A pesar de las
dictaduras y del centro de la edición en España, y la falta de contacto entre países, la literatura sigue
ahí. Hecha contra todas estas condiciones adversas".
Alejandro Zambra: "Hay espacio para proyectos propios. Más que una tendencia hay muchos
autores que quiero leer. Hay diversidad de voces, estéticas e intereses por hablar de lo que ocurre en
cada país".
Leonardo Valencia: "En la Universidad Nacional de Colombia me preguntaron ¿Qué está pasando
en la literatura de América Latina? Y yo dije: está pasando Roberto Bolaño. Los demás escritores
observan en silencio, fingen que no está pasando, lo plagian o lo discuten".
"Es una literatura libre de pretensiones, más allá de una obra válida para todo escritor, y que es la de
narrar del mejor modo posible. Por lo que veo, todos intentamos usar un lenguaje llano, directo y
libre de imposturas, y por contar historias de la vida cotidiana", dice Pilar Quintana.
Andrés Neuman: "Después de convivir casi una semana con 39 compañeros, he concluido que en
general somos jóvenes que desconfían de serlo, lo cual es un alivio. Que nos sentimos nómadas, lo
que quizá nos vuelve latinoamericanos en el mejor sentido. Que, afortunadamente, la poesía está
mucho más presente en nuestras lecturas de lo que se podía suponer".
Un fresco que Ana Gabriela Alemán completa al referirse a un libro que los agrupa a todos: "Desde
hace dos días soy una niña en una tienda de caramelos. Donde el jefe de adquisiciones tiene gustos
exquisitos. Como usan esa palabra los brasileños: raros, extraños. Y, al ratito, imprescindibles.
Caramelos de jengibre con centro de amapola, como los cuentos de Guadalupe Nettel; ácidos y
picosos, con nuez de ají, que hacen que una quiera gritar antes de ser asaltada por el placer, como
escriben Fabrizio Mejía y Álvaro Enrique. Caramelos con sabor a ciencia-ficción que pegan como
un puño en el centro del estómago, como lo hace lo mejor de ese género, con las historias de Pedro
Mairal o lo más hiperrealista de lo fantástico con los cuentos de Claudia Hernández y Antonio
Ungar. ¿Que adónde va la literatura latinoamericana? No tengo idea, pero en esa compañía y la de
todos los que aparecen en ese magnífico libro 39 Antología de cuento latinoamericano (Ediciones
B) yo me dejo llevar a donde bien quiera ir".Escritores sobre quienes el futuro tiene previsto
presentarlos como del grupo Bogotá 39. Por lo pronto, Segovia (España) será el escenario que
empezará a confirmar esto cuando del 26 al 30 de septiembre el Hay Festival tome sus calles, y diez
de estos latinoamericanos den conferencias junto a escritores de todas partes del mundo que, como
ellos, intentan perpetuar el arte del fervor por la escritura y la lectura.
39 renovadores en Bogotá 39
Daniel Alarcón (Perú, 1977), es autor de Radio ciudad perdida (Alfaguara). - EAna Gabriela
Alemán (ecuatoriana nacida en Río de Janeiro, 1968), Body time (Planeta).- Claudia Amengual
(Uruguay, 1969), Desde las cenizas (Alfaguara). - (( (EYolanda Arroyo Pizarro (Puerto Rico, 1970),
Los documentados. - EÁlvaro Bisama (Chile, 1975), Caja negra (Bruguera).- Rodrigo Blanco
(Venezuela, 1981), Los invencibles.- Pablo Casacuberta (Uruguay, 1969), Aquí y ahora.- João
Paulo Cuenca (Brasil, 1978), Corpo presente.- Junot Díaz (República Dominicana, 1969), The Brief
and Wondrous Life of Oscar Wao.- Álvaro Enrique (México, 1969), El cementerio de sillas
(Lengua de Trapo). - Antonio García (Colombia, 1972), Recursos humanos (Planeta). - Wendy
Guerra (Cuba, 1971), Todos se van (Bruguera).- Eduardo Halfon (Guatemala, 1971), El ángel
literario (Anagrama).- Rodrigo Hasbún (Cuba, 1981), Cinco (Gente Común).- Claudia Hernández
(El Salvador, 1975), La canción del mar.- John Jairo Junieles (Colombia, 1970), Con la luz que me
queda basta (Panamericana).- Adriana Lisboa (Brasil, 1970), Sinfonia em branco.- Pedro Mairal
(Argentina, 1970), Una noche con Sabrina Love (Anagrama).- Fabrizio Mejía Madrid (México,
1968), Hombre al agua.- Ronaldo Menéndez (Cuba, 1970), Las bestias (Lengua de Trapo). Santiago Nazarián (Brasil, 1977), Olivo.- Andrés Neuman (Argentina, 1977), Alumbramiento
(Páginas de Espuma).- Guadalupe Nettel (México, 1973), El huésped (Anagrama).- José Pérez
Reyes (Paraguay, 1972), Clonsonante (Arandurá).- Ena Lucía Portela (Cuba, 1972), Cien botellas
en una pared (Debate).- Pilar Quintana (Colombia, 1972), Coleccionistas de polvos raros (Norma). Santiago Roncagliolo (Perú, 1975), Abril rojo (Alfaguara).- Ricardo Silva (Colombia, 1975), El
hombre de los mil nombres (Seix Barral).- Verónica Stigger (Brasil, 1973), Gran cabaret
demenzial.- Karla Suárez (Cuba, 1969), Silencios (Lengua de Trapo).- Iván Thays (Perú, 1976), La
disciplina de la vanidad.- Antonio Ungar (Colombia, 1977), Las orejas del lobo (Ediciones B).Leonardo Valencia (Ecuador, 1969), El libro flotante de Caytran Dölphin (Funambulista).- Juan
Gabriel Vásquez (Colombia, 1973), Historia secreta de Costaguana (Alfaguara).- Jorge Volpi
(México, 1968), No será la Tierra (Seix Barral).- Carlos Wynter (Panamá, 1971), El escapista y
otras reapariciones (Panamericana)- Alejandro Zambra (Chile, 1975), La vida privada de los árboles
(Anagrama).- Slavko Zupcic (Venezuela, 1970), Tres novelas (El Otro el Mismo).
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EL AGORA
Las plumas jóvenes más consolidadas de El Salvador
Al hablar de jóvenes escritores en El Salvador hay dos nombres de consenso: Claudia
Hernández, en cuento, y Jorge Galán en poesía. El reconocimiento editorial, los premios
obtenidos, y la coincidencia de literatos salvadoreños de amplia trayectoria les ubica como
abanderados entre los escritores salvadoreños menores de 35 años que, cada vez más lejos del
referente de la guerra, profundizan a través de diversas búsquedas personales en contenidos
de gran heterogeneidad.
Ruth Gregori
[email protected]
Publicada el 18 de diciembre - El Faro
Diferentes certámenes literarios a nivel nacional han puesto de manifiesto que hay numerosas
personas cultivando la literatura, gran parte de ellas muy jóvenes.
Los Juegos Florales que convoca anualmente el Consejo Nacional para la Cultura y el Arte
(Concultura) en las ramas de cuento, novela, poesía y dramaturgia han sido ganados en varias
ocasiones por escritores que no superan los 35 años –una edad en la que, coinciden escritores más
longevos, un escritor apenas está encontrando su propia voz.
La segunda edición del Certamen “Letras Nuevas” de La Prensa Gráfica –el único dirigido
específicamente a nuevos escritores- recibió 389 trabajos de jóvenes entre 17 y 25 años de edad.
262 eran de poesía y 127 de cuento.
El Premio Nacional de Novela convocado por Alfaguara en 2004 recibió 62 novelas y aunque es
difícil determinar las edades de todos los participantes -sólo se abren las plicas de identificación de
los finalistas- tres de los cinco que se disputaron el primer premio eran jóvenes.
Para el narrador salvadoreño vivo de mayor reconocimiento internacional, Manlio Argueta, estas
cifras presentan un panorama optimista por el incremento en la cantidad de salvadoreños que están
dispuestos a invertir horas de su tiempo en crear un poema, un cuento o una novela. “En la última
década tuvimos cinco novelistas, y no más de 15 novelas”, explica Argueta.
Sin embargo, en opinión del escritor y Premio Nacional de Cultura 1995, Francisco Andrés
Escobar, en muchos de estos casos “el trabajo literario está más motivado por el entusiasmo y la
buena voluntad que por la vocación técnicamente cultivada”. Escobar señala que ha podido
evidenciarlo en las jornadas de conferencias sobre literatura que imparte en diferentes
departamentos del país.
Las abultadas cifras de entusiastas de la literatura cambian drásticamente cuando se habla de
publicaciones con filtro editorial que garanticen calidad. La única editorial de trayectoria que cuenta
con un consejo editorial integrado por personas de méritos reconocidos en el campo es la editorial
estatal, la Dirección de Publicaciones e Impresos (DPI).
En lo que va del siglo XXI, la DPI ha concretado dos apuestas editoriales para impulsar a jóvenes
poetas: la antología “Alba de otro milenio”, compilada por el escritor Ricardo Lindo y publicada en
el año 2000, y la colección “Nueva Palabra” que en 2004 publicó simultáneamente, en seis
volúmenes, la obra de Jorge Galán, Krisma Mancía, Osvaldo Hernández, Susana Reyes, Manuel
Barrera y Nora Méndez. En el campo de la narrativa hay una sola puesta: Claudia Hernández, con
su libro de cuentos “Medio día de frontera”, publicado en 2002. Nadie en dramaturgia.
Tres de ellos han obtenido importantes reconocimientos a nivel nacional e internacional.
Entre los narradores, Claudia Hernández ha conseguido dos premios otorgados por países europeos:
el Premio Juan Rulfo de Francia (1995) y el Anne Seghers (Alemania, 2004). Carlos Soriano,
narrador de 36 años que aún no ha sido publicado por la editorial estatal, se agenció el Premio
Centroamericano de Novela Rogelio Sinán 2005 con su novela “Listones de colores”.
En el género lírico, Krisma Mancía –la más joven de “Nueva Palabra”- obtuvo el Primer Premio de
Poesía Joven convocado por la editorial La Garúa, de Barcelona, España, a inicios de 2006.
Jorge Galán es un caso particular, pues ha ganado premios en diferentes géneros. Es “Gran Maestre
de Poesía Nacional de El Salvador” (1999), título otorgado por Concultura al haber ganado los
Juegos Florales en tres ocasiones; y Premio Hispanoamericano de Poesía de los Juegos Florales de
Quezaltenango (Guatemala, 2004). En narrativa, ganó el Premio Nacional de Novela Corta de los
Juegos Florales de El Salvador en dos ocasiones (2004 y 2006), y su relato “Una primavera muy
larga” publicado en edición bilingüe (francés/español) como parte del primer premio que obtuvo en
el certamen de cuento “Charles Perrault” convocado por la Alianza Francesa en nuestro país el año
pasado. Galán incursionó en teatro con el guión original de la obra “Nosotr@s l@s de siempre”, que
estrenó el elenco de la UCA en noviembre pasado.
El Faro consultó a cinco escritores de reconocida trayectoria literaria para intentar identificar, entre
la cantidad de jóvenes que cultivan las letras, aquellos escritores menores de 35 años que se perfilan
como los más sólidos.
La consulta reveló varios nombres, pero las opiniones sólo convergieron en dos: Claudia
Hernández, en cuento, y Jorge Galán en poesía. Esta coincidencia queda reforzada al considera
criterios de publicación con filtro editorial y reconocimiento en certámenes nacionales y/o
internacionales. Ambos tienen libros publicados, al menos uno con la editorial estatal, y cuentan
con premios, al menos uno de nivel
internacional.
Los abanderados
Lea cuento del libro "Olvida Uno"
de Claudia Hernández
Lea selección de poemas
“Fuera de serie” es la frase con la que el narrador
de Jorge Galán
salvadoreño vivo de mayor reconocimiento
internacional, Manlio Argueta, califica la obra de Claudia Hernández y a Jorge Galán.
“Jorge es un poeta fuera de serie, de gran trascendencia, y ya ganó el premio de novela de San
Salvador”, dice con entusiasmo Argueta respecto a Galán. Para referirse a Claudia Hernández
recuerda la anécdota de cuando le pidieron un relato para la Antología Centroamericana de Cuento
que publicó Alfaguara en 2004. “Sugerí que contactaran a Claudia, y después José Mejía (el
compilador) me contestó que me había quedado corto al elogiar su potencial imaginativo”,
recuerda.
Hernández, de 31 años, y Galán, de 33, son dos escritores a quienes se les reconoce ya un nivel
técnico de gran solidez y una voz propia, dos requisitos indispensables en el desarrollo de un
escritor de nivel profesional. Ambos tienen ya más de una década escribiendo.
El poeta Francisco Andrés Escobar, Premio Nacional de Cultura 1995, señala que ambos han
superado ya la etapa de “entusiasmo” que domina inicialmente a los jóvenes. “Ellos van leyendo a
los grandes maestros, trabajando la técnica, y luego produciendo su obra. Encuentro ahí una clara
actitud de asumir de modo libre y responsable la vocación literaria”, señala.
La depuración técnica, añade Escobar, es la que da cauce a la inspiración y permite expresar el
mundo interior. Para él, la rigurosidad y respeto con el que ambos escritores se han empeñado en
ello es un signo de que los premios que han obtenido no son su búsqueda principal, sino una
consecuencia de la forma en que han asumido el trabajo literario.
Pero hay otro factor, más esencial, que el poeta destaca respecto a la obra de Claudia Hernández y
Galán: “Es el espíritu de la época el que se les va transustanciando en sus personajes a Claudia, y en
sus temas a Jorge”.
Las fronteras del cuento
Claudia Hernández se ubicó en el panorama literario internacional bastante pronto. Tenía veinte
años cuando ganó uno de los premios del certamen Juan Rulfo (Francia). Sus búsquedas, dice, se
enfocan en “las posibilidades en los cuentos”.
Hasta la fecha, ha publicado tres libros de cuentos, que constituyen una serie entre sí. Su primer
libro publicado, el segundo de la serie, fue “Otras ciudades”, publicado por Alkimia libros en 1999.
El primer tomo de la serie fue su segundo libro publicado, “Medio día de frontera”, publicado por la
Dirección de Publicaciones e Impresos (DPI) en 2002. El tercer libro de la serie, “Olvida Uno”, fue
publicado el año pasado por Índole editores. Su obra es objeto de estudio en foros internacionales.
“Para mí es difícil hablar de Claudia como una voz en desarrollo. Creo que ella es una cuentista
sensacional, de nivel internacional. Lo que otros empezamos a intuir o a hacer por ahí de los 40
años ella lo ha hecho a los 30”, opina el novelista Rafael Menjívar Ochoa, quien considera que solo
su primer libro la ubica como una de los tres grandes cuentistas que ha tenido nuestro país: “Su
primer libro, ‘Medio día de frontera’, que escribió cuando tenía 21 o 23 años, con ese libro se
coloca ya como uno de los 3 grandes cuentistas que ha tenido este país: Salarrué, Álvaro Menéndez
Leal y ella”.
Para Menjívar, con el último libro que publicó Hernández -“Olvida Uno” (Índole Editores, 2005), la
joven escritora entra a ligas mayores: “Creo que con ese libro se ubica ya en las ligas de la gente
que está haciendo propuestas con respecto al cuento en sí mismo”.
En la obra de Claudia Hernández aparecen una gama de elementos que Francisco Andrés Escobar
describe como “el collage espiritual de la época”: “A Claudia yo no la veo como una sencilla
contadora de cuentos. No, es una mujer que en su narrativa realmente va haciendo, por este
momento al menos, el collage espiritual mejor logrado, y este collage espiritual tiene que ver con
esto que le digo: la incorporación del espíritu de la época, que es un espíritu de mucho dolor, de
mucha ira, de mucha rabia, de mucha esperanza, de mucho amor, de mucha desolación, de mucho
ir, de mucho venir, de mucho no saber qué hacer”.
Convergen en ella personajes y ambientes que reflejan las “secuelas psicológicas de la guerra,
fantasmas”, como indica Miguel Huezo Mixco, particularmente en su primer libro; y de forma más
permanente elementos del surrealismo. “Hay un mundo surrealista en la obra de Claudia
Hernández”, señala Ricardo Lindo.
El último libro publicado de Claudia Hernández aborda el principal fenómeno que ha afectado
nuestro país en los años recientes, y signo de los tiempos de globalización: la migración.
“Olvida Uno trata de los inmigrantes en Nueva York, ves a ese ente colectivo y ves a cada uno de
los personajes, es muy difícil hacer eso, estar manejando al mismo tiempo 30 personajes, que
hablan como uno solo, y sin embargo poder distinguir a cada uno nada más por el modo de hablar.
Requiere de bastante maestría y bastante trabajo”, explica Rafael Menjívar Ochoa.
Para Francisco Andrés Escobar Claudia Hernández es la escritora que ha logrado sacar la literatura
de la frontera salvadoreña sin perder lo local: “En los personajes de Claudia está lógicamente toda
la fragmentación espiritual que deja, por una parte, la guerra y por otra parte la entrada a un mundo
globalizado, a un mundo en proceso de modernización, en proceso de hipermodernización en
algunas zonas”.
Alba postergada
George Alexander Portillo, Jorge Galán, es un caso prácticamente excepcional. Si bien se
autodefine como un “escritor de poemas”, tiene la particularidad de haber incursionado y ganado
premios en diferentes géneros: poesía, novela y, recientemente en dramaturgia. Sus colegas de más
edad le registran sus principales méritos en la poesía, aunque este reconocimiento haya llevado
años, en algunos casos.
El poeta Ricardo Lindo tuvo a su cargo la antología “Alba de otro milenio” de la DPI en el 2000, en
la que no estaba incluido Jorge Galán, quien para esa fecha ya había ganado tres juegos florales
(1996, 1998 y 1999) pero aún no recibía el título de “Gran Maestre de Poesía”.
“No lo puse, uno, porque lo sentí muy cerca de Paco Escobar, otro porque sentí que iba a ser como
anticiparse a su momento, cuando tenía que madurar para encontrar una voz más personal, y creo
que hay algo de eso en el libro de publicaciones”, explica Lindo.
Seis años más tarde, hay pocas dudas sobre la evolución en la obra de Galán. Lindo mismo
reconoce en ella “la fuerza de la interioridad humana, la hondura del sentimiento que está
contando”. Pero para ello, agrega, no se vale de efectismos en el lenguaje: “No se está preocupando
por ser novedoso, por sorprendernos con fórmulas estrambóticas y novedosas, y un nuevo lenguaje,
(sino) que está sirviéndose de un lenguaje tradicional para decir su verdad interna”.
“Jorge Galán me parece muy consistente, muy buen poeta”, dice Miguel Huezo Mixco, el primer
salvadoreño en ganar el Premio Centroamericano de Literatura Rogelio Sinán, en la rama de poesía.
“Es una mezcla de temas más o menos tradicionales, los temas siempre son (un) poco tradicionales,
pero es una persona que parece siempre estar dispuesta a darnos sorpresas en la forma como
resuelve las cosas en términos de lenguaje. Te sorprende cómo resuelve una idea poética. Logra
como ciertas irrupciones que son sorprendentes”.
Frente al panorama de jóvenes poetas, o voces en desarrollo, Menjívar Ochoa expresa que “el
escritor técnicamente más sólido es Jorge Galán, sin duda. Maneja con mucho rigor la preceptiva
poética, y además la maneja de una manera muy creativa. Su manejo de imágenes es muy bueno,
muy coherente y toda esa riqueza técnica que tiene le permite transmitir una gran emocionalidad,
que en definitiva es lo que uno busca en la poesía”.
Al igual que en la obra de Claudia Hernández, Francisco Andrés Escobar lee en la obra de Jorge
Galán signos del espíritu de la época: “Está también el espíritu de mundo fragmentado, el hombre y
la mujer dolidos y dolientes, y haciendo doler”.
Escobar resume en una frase el enorme respeto que tiene por la obra de ambos escritores: “Es lo que
uno quisiera haber hecho, fíjese lo que le digo, es lo que uno quisiera haber hecho, y es lo que uno
quisiera que la gente joven empezara a hacer”.
http://www.clic.org.sv/print.php?idnota=193
Claudia Hernández: Toda la crueldad y toda la ternura
Por Rafael Menjívar Ochoa
Desde sus inicios, en las páginas dominicales de El diario de hoy, Claudia Hernández llamó la atención por la fuerza de sus textos y
se perfiló como una de las voces más originales e intensas de la narrativa en El Salvador.
Nacida en San Salvador en 1975, a los veintitrés años se convirtió en el primer escritor o escritora de El Salvador –y Centroamérica–
en ganar el premio de Radio Francia Internacional, en la categoría de cuento. (El también salvadoreño Alfonso Quijada Urías se
convertiría en el segundo, en la rama de poesía, en 2003.)
En 2002, la Dirección de Publicaciones e Impresos de CONCULTURA publicó su libro Mediodía de frontera, una rigurosa
selección de los trabajos escritos por Hernández hasta sus veinticuatro años de edad. Aunque son obras de juventud, los textos
sorprenden por su madurez, su rigor, el manejo de las herramientas técnicas y, sobre todo, por su gran poder y efectividad. Quizá el
único antecedente en las letras salvadoreñas sea el de Álvaro Menen Desleal, el gran maestro del cuento. Su rigor la ha hecho
aparecer como figura central en antologías publicadas en Alemania, Francia y España.
Los cuentos de Mediodía de frontera impactan por la desconcertante mezcla de la más profunda ternura y la más profunda de las
crueldades, como se indica en el texto de la contratapa. Hernández explora un lado interesante del amor: el que llega
incondicionalmente hasta los deseos más extremos del ser amado, el de la inocencia capaz de mutilar –el cuerpo, el alma, lo mismo
da– con la sonrisa más conmovedora.
Talvez, como se ha señalado, éste sea el primer gran libro surgido de las plumas que se criaron en medio de la guerra salvadoreña,
que movieron su infancia en medio de la incertidumbre constante, en medio de la posibilidad –o la certeza– de “lo peor”, siempre
mutable, siempre superando su propio paroxismo. Los cadáveres aparecen en los cuentos de Hernández como surgidos de ninguna
parte, y siempre hay belleza en sus facciones y en su color; los suicidas ofrecen partes de su cuerpo en alimento, como ofrenda
amorosa; los seres queridos, desenterrados de sus fosas, conviven con quienes aún siguen queriéndolos, se sientan a la mesa,
provocan felicidad, no terror ni añoranza.
A medida que transcurren el libro y sus relatos se va dibujando un mundo de seres con el alma buena, pero enferma de realidad, de
reglas que cambian sin previo aviso, de seres abrumados por la alegría que surge en medio del horror. El final del libro llega con el
fragmento de un manual acerca de cómo tratar a un hijo cuando aparece en forma de trozos, y cómo comportarse con propiedad en
su velorio. En ese momento el lector puede sonreír o lanzar el libro con un escalofrío, pero no quedar indiferente.
A pesar de que incluye sus primeros trabajos, Mediodía de frontera es el segundo libro publicado por Hernández. El primero, Otras
ciudades (Alkimia, San Salvador, 2001), contiene algunos de los textos de una segunda etapa de su producción, más depurados,
mucho más reflexivos y bastante más profundos. Hay una evolución evidente, que ha continuado con algunos relatos posteriores, y
es de esperarse que en los próximos años consolide el lugar que ha ganado como una de las productoras literarias más importantes
de Centroamérica.
Hernández, Claudia: Mediodía de frontera.
Dirección de Publicaciones e Impresos,
Colección Ficciones No. 15, San Salvador, El Salvador, 2002.
De venta en librerías y en La Casa del Escritor.
http://www.centroamerica21.com/edit/25-9/cultura1.html
EDIC. 9 - LUN 11 JUN - DOM 17 JUN
San Salvador, 11 junio (2007)
Claudia Hernández
o la renovación del cuento
Todo ocurre al ritmo a veces vertiginoso, a veces largo y tenso, de las grandes ciudades, y todo
está contado por decenas de voces con decenas de matices e historias. Lo que no se dice es tan
importante como lo que se grita ––si alguien es capaz de gritar en ese libro–, y bajo la
aparente monotonía y casi resignación de los relatos bullen más cosas de las que hay entre el
cielo y la tierra: las que hay en el interior de cada corazón humano.
Lunes 11 de junio de 2007
Rafael Menjívar Ochoa
[email protected]
Aunque la obra de la cuentista salvadoreña Claudia Hernández aún está en elaboración, sujeta al
tiempo que le falta dentro de la creación (tiene 32 años de edad), desde que comenzó a publicar
relatos sueltos en el Suplemento 3000 y la revista Hablemos, a finales de los noventa, ha sido claro
que se está ante un fenómeno de replanteamiento no sólo de aspectos del cuento, sino del género
mismo.
Cuando se habla de su obra –y en la mayoría de ocasiones de buena voluntad– se la liga a Julio
Cortázar de manera mecánica. Quienes lo hacen se basan en factores externos: la recurrencia de “lo
fantástico”, la agilidad de los relatos, un sentido del humor fino, a veces negro, siempre efectivo, y
la creación de atmósferas poderosas.
Su primer libro, Mediodía de frontera (DPI, San Salvador, 2002, republicado en Piedra Santa,
Guatemala, 2007, como De fronteras) recoge, entre otros, los trabajos aparecidos en suplementos, y
reúne una muestra de su obra escrita entre sus 21 y 25 años de edad. En él se muestra ya algo más
que la intención de contar historias o jugar con las formas y estructuras conocidas. Más bien arma
un universo en el cual caben personajes extraños, de una ternura que vista desde fuera podría
parecer cruel, y juega con situaciones inéditas o enfoques bastante particulares para tratar temas
cotidianos.
Las “fronteras” del libro son múltiples: las que están dentro de cada personaje, las de la habitación o
la casa que habitan y los habita, las que hay de una persona a otra. Hay quienes han querido
encontrar en los relatos de este libro una visión metafórica de El Salvador de la última etapa de la
guerra y de posguerra, y no se trata de una hipótesis desacertada; la aparente locura de sus
situaciones y personajes, contrastada con la realidad salvadoreña, a veces parecería más un retrato
en sepia que una invención.
Quizá los textos más importantes de este libro sean “Melissa: Juegos 1 al 5”, y “Hechos de un buen
ciudadano”, antologados ambos en diversas ocasiones e idiomas, así como “Demonio de segunda
mano”, con el cual ganó el premio “Juan Rulfo” de Radio Francia Internacional.
Claudia Hernández reconoce a Hans Christian Andersen como la primera y más poderosa
influencia. Es más fácil encontrar similitudes entre sus primeros cuentos con “La sirenita” (la
versión no expurgada) o “La reina de las nieves” que con los textos casi teóricos de Cortázar.
Su segundo libro, Otras ciudades (publicado antes que Mediodía de frontera, Alkimia, San
Salvador, 2001), es más bien una obra de transición, de búsqueda de posibilidades y estructuras.
Tiene cuentos bastante notables, como “El color del otoño” (un día del año, todas las mujeres
llamadas Margarita intentan suicidarse), junto con algunos textos complejos y experimentales y
otros que casi son estampas. Aunque todos los cuentos son de buena calidad, el libro es
heterogéneo, y más bien constituye una “colección” de textos
dispares.
Un paréntesis (in)pertinente
La literatura es un animal de costumbres. Tiende a seguir
caminos seguros, probados –a veces desgastados– por decenas y
centenares de escritores que encuentran medios de expresión
válidos, efectivos y duraderos en los hallazgos de algún antiguo y
solitario hilvanador de historias o metáforas.
Siempre hay innovadores en el escenario, gente que encuentra
otros modos de expresión, que explora técnicas originales,
ciertos giros en las temáticas o el manejo de personajes, pero rara
vez aparece alguien que ponga en cuestión un género completo,
que cree una tendencia, ante cuya obra uno no sepa qué pensar.
La literatura es tan reacia al cambio que el creador del cuento
moderno, Edgar Allan Poe, se encuentra a siglo y medio de distancia, un tiempo muy largo o muy
corto, según el ángulo que se escoja. Se menciona también a Maupassant, nacido cuando Poe ya
había muerto, como creador del cuento moderno, pero se sujetaba a estructuras mucho más
sencillas, superadas por el norteamericano, en las que a veces el simple planteamiento del tema es el
cuento.
Poe dio complejidad y profundidad al género, esa perfecta forma “esférica” que Cortázar –su nieto
literario y traductor– propugnaba como ideal. Con Poe ya no se trataba simplemente de contar
historias, al estilo del Decamerón, de Giovanni Bocaccio, o Los cuentos de Canterbury, de Geoffrey
Chaucer, donde lo maravilloso estaba en las historias, sino de la creación de realidades alternas
completas, vistas desde los ojos de personajes que no pretendían ser copia fiel de los humanos
“reales”, sino entes literarios, sumergidos en universos literarios, con vidas creíbles, pero por
completo literarias.
De Poe a Horacio Quiroga –otro de los parámetros del género– se recorrió mucho trecho y
experimentación, con pocos cambios notables. Joyce, Lawrence, Anaïs Nin (la de Delta de Venus),
Hemingway, jugaron, en tiempos de Quiroga, con estructuras alternas a las trazadas por Poe, más
ligadas a la novela, con aportes fundamentales, pero sin definir nuevos lineamientos.
Si Poe creó el cuento como lo concebimos ahora, Quiroga “fijó” su forma. En general los cuentos
de Poe exploran en las interioridades de personajes atribulados, siempre excepcionales. Quiroga,
por su parte, pone a gente ordinaria a lidiar con entornos o situaciones extraordinarias. Si se quiere,
“objetiviza” el cuento: lo saca de la psique de los personajes y lo coloca en un mundo externo a
éstos, siempre bajo el entendido de que lo que hay es la creación de universos radicalmente
diferentes al nuestro, aunque se parezcan tanto.
Y luego aparece Julio Cortázar, la cúspide del cuento dentro de esa vertiente. (Hay que advertir que
la “línea Maupassant” sigue vigente, aún se recurre a los modos de Chaucer y Bocaccio y la
experimentación no se ha detenido en las fronteras del cuento; García Márquez, Borges y Rulfo son
ejemplos citables.)
Por facilidad descriptiva, se ubica a Poe, Quiroga y Cortázar dentro de la “literatura fantástica”, y
ya sabrán los académicos a lo que se refieren.
Visto desde un ángulo más cercano a la creación, lo que hacen es ficción de muy alta calidad, en la
que “lo fantástico” es cotidiano, y sus reglas están bien claras. Y si bien la ficción es, por definición,
la negación de la “realidad real”, es también, por contraste, su afirmación: en esos mundos paralelos
y coherentes podemos ver, magnificadas, las cosas de nuestro entorno y conocerlas mejor.
Esto no definiría la validez de una obra literaria, pero es uno de los aspectos que hacen que ciertos
autores y obras sean atractivos más allá de la gana de pasar un buen rato de ocio frente a un libro.
Olvida Uno
El tercer libro publicado por Claudia Hernández es Olvida Uno (Índole Editores, El Salvador, 2005;
segunda edición corregida en 2006). Es en él donde se aprecian con claridad los replanteamientos
de la autora con respecto al género, de los que había fuertes vislumbres en los anteriores.
Si ha de describirse en pocas palabras, Olvida uno es un libro de historias entrecruzadas de
inmigrantes que viven en Brooklyn, provenientes de todo el mundo, gente sin nombre que puede
encontrarse trabajando en cualquier cafetería, limpiando un departamento ajeno, sobreviviendo en
una construcción...
Unos esperan volver a su país, otros saben que no volverán, unos más esperan un golpe de suerte.
Amor, interés, locura, prejuicios, solidaridad, pequeñas traiciones, todo lo que hace a los seres
humanos, y en especial a ésos, a los otros, están perfilados en sus diez relatos.
La estructura de la mayoría está trastocada, sin caer en la fórmula del “cuento novelado” o la
“micronovela”, y ésa es una de las principales innovaciones. Los cuentos comienzan de manera más
o menos convencional, pero no siguen el esquema de planteamiento, desarrollo y desenlace, sino
“otro”.
El final de la historia puede venir a la mitad del relato, y luego se arma uno nuevo que quizá no
concluya; o lo que parece una “estampa” es en realidad un cuento de gran complejidad. No es que
sea difícil leerlos; es que en ocasiones no hay muchos parámetros para terminar de comprender
cómo están armados, ante lo cual queda el rechazo –y perderse de algo novedoso– o la aceptación,
sin puntos intermedios.
Otra característica son los personajes, todos anónimos, pero cada uno con voz y características
propias. El mejor ejemplo es el relato “La han despedido de nuevo”, el más largo de la serie y eje
del libro, que habla de una mujer que cambia de trabajo a cada momento para que no descubran que
sufre de alucinaciones y, quizá, de esquizofrenia.
Decenas de personajes pasan por sus páginas, todos con las mismas obsesiones: tener un trabajo
mejor, una pareja estable o al menos adinerada, una green card, etcétera. Sin que la autora dé
muchas referencias, en ese interminable monólogo de un ser colectivo, cada vez que un personaje
habla el lector es capaz de verlo, escucharlo y saber de su vida tanto como se sabe de un viejo
desconocido (como diría la propia Hernández en alguna página).
Todo ocurre al ritmo a veces vertiginoso, a veces largo y tenso, de las grandes ciudades, y todo está
contado por decenas de voces con decenas de matices e historias. Lo que no se dice es tan
importante como lo que se grita ––si alguien es capaz de gritar en ese libro–, y bajo la aparente
monotonía y casi resignación de los relatos bullen más cosas de las que hay entre el cielo y la tierra:
las que hay en el interior de cada corazón humano.
Además de los relatos, el libro tiene un “bonus” especial: su unidad. Al terminar de leerlo, y sin que
la autora haya abandonado jamás el género, uno tiene la impresión de haber leído algo mucho más
grande, algo similar a una novela inmensa e imposible, con todo y que el libro es pequeño y puede
despacharse con comodidad en un par de horas.
Claudia Hernández ha anunciado que tiene por lo menos tres libros terminados o en proceso de
elaboración. Si continúa con la evolución que ha mostrado hasta el momento –y no hay motivo para
dudarlo–, es probable que en unos años tengamos nuevas reformulaciones de un género que, desde
Cortázar, ha mostrado pocas cosas nuevas e interesantes; hay varios reconocimientos
internacionales que apuestan a eso.
http://www.clic.org.sv/print.php?idnota=286
Mediodía de frontera: cuentos desde la visión femenina
Por Manuel Vicente Henríquez
El cuento es un género literario de difícil dominio por diversas razones: el poco espacio con que se cuenta para
resolver una situación, la reducida cantidad de personajes, la imposibilidad de contar más de una historia…
Como vemos, casi todas las razones vienen de que el cuento es un género compacto, en el cual no nos
podemos andar con explicaciones. No podemos divagar ni dar demostraciones de ningún tipo. En el cuento se
muestra no se demuestra.
Así, el cuento moderno nació de la pluma del maestro Edgar Allan Poe: fue él quien nos enseñó de la tensión,
la acción y la economía de recursos. Luego conocimos a cuentistas de la talla de Antón Chéjov y Guy de
Maupassant. Sin embargo muchas de las grandes páginas de la cuentística mundial han sido escritas en nuestro
continente: Horacio Quiroga, Roberto Arlt, Ernest Hemingway, Jorge Luis Borges, Truman Capote, Nélida
Piñón, Raymond Carver, la lista es interminable.
El Salvador también ha sido “productor” de cuentistas: desde Arturo Ambroji, pasando por el magistral
Salarrué, Alvaro Ménen Desleal hasta José María Méndez, el país ha dado buenos narradores. Sin embargo,
parece ser que el género cuentístico ha sido dominio exclusivo de los hombres. No muchas mujeres se
conocen como cuentistas salvadoreñas. No es el caso de Claudia Hernández, una de las pocas mujeres que
cultiva con constancia el género y que ha mostrado tener un talento de importancia. Su libro Mediodía de
frontera lo demuestra. En 18 inquietantes relatos, la cuentista nos presenta un mundo en el que el sin sentido,
la muerte y los mundos alucinantes son la “carne” de cada una de estas narraciones breves.
Un buitre que se comporta como hombre, un tipo que intenta convertirse en el buey que mató por accidente,
una niña que juega a ser cosas muertas, una suicida que le regala su lengua a un perro sediento de sangre
femenina. Los temas pudieron haber sido tomados de un libro de horrores; pero lo importante en este libro es
la forma en que han sido tratados: El lenguaje es sencillo, no rebuscado, este le viene por su educación
periodística. La utilización de imágenes literarias permite al lector imaginarse los personajes de estas historias
de manera lúcida. La claustrofobia, la locura, la crueldad se presentan de manera constante en todas las
páginas de este libro y nos muestran a una autora que domina el género del cuento fantástico que no por eso
deja de ser realista.
Con Mediodía de Frontera, Claudia Hernández se coloca como una de las cuentistas más importantes que ha
dado este país. El premio Anna Seghers lo reconfirma.
http://www.elperiodico.com.gt/es/20070427/14/39034/
Temas de interés: Cultura
Literatura de dos mujeres
En el marco del CILCA fueron presentados los libros de las autoras Claudia Hernández y
Dorelia Barahona.
Por: Mónica Luengas R.
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La semana pasada, fueron presentados en Guatemala los libros de la salvadoreña Claudia
Hernández y de la costarricense Dorelia Barahona, en el marco del Congreso Internacional de
Literatura Centroamericana (CILCA). Tres libros que abarcan temáticas distintas y que difieren
mucho entre sí.
Claudia Hernández presentó el libro De fronteras, una colección de cuentos cortos en los que la
muerte, lo grotesco, el sarcasmo y la realidad urbana están presentes. Por dos cuentos incluidos en
esta obra, Hernández ha sido galardonada con el Premio Juan Rulfo, otorgado por Radio Francia
Internacional, y el Premio Anna Seghers, otorgado a narradores jóvenes.
Cuénteme acerca de la mezcla entre lo surrealista y la realidad urbana que está presente en todos los
cuentos.
– Lo que pasa es que vivimos en un mundo donde las fronteras no existen, pero sucede que no
abrimos los ojos. Todo esto está sucediendo a nuestro alrededor. Hay que detenerse y cuando te
detienes, lo notas.
¿Por qué incluir elementos tan fuertes como la muerte y lo grotesco?
– Por decirlo de alguna manera, estos son cuentos producto de la experiencia durante mi infancia. El
Salvador estaba en guerra, y aunque nosotros vivíamos en una zona donde no había mayor peligro,
siempre llega hasta ti y se va convirtiendo en parte de tu naturalidad. Es por eso que a la gente que
ha vivido en situaciones más tranquilas quizá le parezca surrealista, pero en mi caso era el día a día.
¿Sus relatos son muy breves, por qué no hacerlo en un género de más largo aliento?
– Yo me dedico solamente al cuento. Yo entiendo que cada género es una forma distinta de
comprender el mundo, y la forma en la que yo lo he comprendido es el cuento.
¿Cómo han sido recibidos sus cuentos en otras partes del mundo?
– Es curioso, porque parece que la distancia permite comprender un poco más la idea. Estos cuentos
eran los que salían el domingo en el periódico de mi país y durante esa época no llamaron tanto la
atención porque la gente estaba rodeada de mucha muerte y sangre. Sin embargo, la gente que lo ha
leído fuera lo menos que ven es la sangre, ven los sentimientos que están tan presentes. Esa es la
reacción más interesante, mientras más lejos están han sido menos distraídos por los efectos.
¿De dónde sale la inspiración para crear personajes tan fuera de lo común?
– No hay distancia entre mi entorno e imaginación, pero de pronto a mí me causa mucha gracia que
los hechos que piensan que son producto de la imaginación, son reales. Algunos de los personajes
vivían en mi barrio, por ejemplo.
ENTRE DESEOS Y DECISIONES
Por otro lado, Dorelia Barahona presentó dos libros: Los deseos del mundo, de Alfaguara, un libro
sobre un grupo de escritores y su modo de crear, y De qué manera te olvido, de editorial
Piedrasanta, que cuenta la historia de cuatro mujeres que pasan por una etapa crucial en la vida, este
libro la hizo acreedora del Premio Juan Rulfo que otorga el Instituto Nacional de Bellas Artes de
México.
Cuénteme un poco acerca de los libros que presenta.
– Tienen 18 años de diferencia, Los deseos del mundo es el libro más difícil que escribí hasta ahora,
porque hay un juego intertextual complicado donde tuve que ver que todo encajara muy bien.
Además hay hombres y mujeres y yo tenía que tener muchas voces dentro. De qué manera te olvido
es más cercano, en el sentido de que son tres mujeres.
En “Los deseos del mundo”, usted habla de sus colegas escritores, ¿algún personaje tiene que ver
con usted?
– Todos los personajes, hombres y mujeres, tienen que ver conmigo incluso una chanchita salvaje,
que aparece por ahí. Creo que hay un tema, y es el rol de una escritora y de un escritor, en el sentido
de cómo escriben y cuánto les cuesta, hay diferencias.
En su país usted también es conocida por su carrera en la plástica, ¿cómo fusiona las dos
disciplinas?
– Todos mis libros son plásticos. Aunque yo estudié Filosofía, pinté durante muchos años. Ahora no
lo hago, pero toda la teoría del color y de la imagen la tengo incluida en mis libros. Trato de pintar
con la mente. Otra de las facetas visuales que tengo, se da desde que trabajé como guionista de
televisión y me sirvió muchísimo porque aprecié de nuevo el valor de las palabras.
¿Cuáles son sus expectativas con estos dos libros que lanzó en Guatemala?
– De qué manera te olvido lo escribí pensando en la cantidad de mujeres de 20 años que no tenían
ningún texto de apoyo para aprender a vivir, a crecer, a ser mujer y creo que sigue siendo un libro
muy válido para eso. En cuanto a Los deseos del mundo es muy interesante, porque yo quisiera
saber qué piensan los artistas de lo que yo pongo ahí que es el proceso creativo, es como verse la
habitación desordenada.
Hábleme un poco sobre sus planes futuros.
– Voy a publicar con Norma una novela que se titula La ruta de las esferas. Es la primera vez que
asumo algo histórico, de 1856 a 1910. Para hacerla hice una investigación extensa y me caminé
Costa Rica, ya que el personaje es un caminante, de 56 años. Es algo nuevo para mí, pura
elaboración ficticia.
http://archive.laprensa.com.sv/20021108/cultura/cul8.asp
CULTURA
Reseña
El talento también se llama Claudia
Geovani Galeas/Colaborador
[email protected]
El primer y único libro publicado hasta ahora por Claudia
Hernández muy bien puede redimir a la literatura
salvadoreña del último medio siglo. “Mediodía de frontera”
es un libro de cuentos que se elevan a la dignidad poética:
culminación de todo ejercicio artístico.
Claudia Hernández ha comprendido que la literatura ni puede
ni debe explicar el mundo, pues le basta con expresarlo. Lo
otro es la misión de las ciencias y de la filosofía.
Pero expresar el mundo pasa por expresarse uno mismo en
entera libertad imaginativa, más allá de las servidumbres a la
realidad fáctica y a las supersticiones ideológicas.
Abundan los cuentos y las novelas que dicen lo mismo que
ya nos ha dicho la sociología y aún el periódico. Lo que
escasea es la literatura que nos enfrenta con lo que no
sabemos pero que, en el fondo, intuímos. La que nos hace
entrever como en un destello la zona oscura y acaso esencial
de nosotros mismos.
“MEDIODÍA DE FRONTERA”
Una cosa es pergeñar mil páginas para decir que hay injusticia social (brillantísima y casi
única conclusión de las generaciones comprometidas), y otra cosa es afirmar, como
Lautreamont, que “un adolescente es bello como el temblor de las manos de un alcohólico”.
Esa línea aún oscura sigue golpeando nuestra sensibilidad, enfrentándonos al vértigo y
desafiando la inteligencia, soportando en su laconismo soberbio todo el peso de la estética
moderna.
Asi, desconcertantes, poderosas, son las imágenes que horrorizan y fascinan en “Mediodía
de frontera”.
Historias insólitas, oníricas o alucinatorias, atroces en todo caso, pero narradas con un
lenguaje sencillo y directo; sin énfasis ni atenuantes, sin efusiones sentimentales ni
previsibles silencios de efecto dramático.
Se trata de un procedimiento clásico, rarísimo en una autora tan joven ya que, por lo
general, suele ser un atributo más relacionado a la madurez y la maestría que al puro
talento. Ya Homero prescribía que las grandes batallas debían ser cantadas tranquilamente
y con un tono neutro.
No es otro el secreto del impacto que producen las mejores páginas de Gogol, Chejov,
Kafka y Borges, capaces de contar lo más extraordinario con el tono con que se lee el
informe del meteorológico.
Imagino que Claudia Hernández rehusó oportunamente la lectura de tanto comandantillo
literario, y volvió su atención a esos maestros postergados por el delirio político.
Libertad imaginativa y mesura verbal son entre nosotros asunto de dos o tres privilegiados:
Ricardo Lindo y Alvaro Menéndez Leal, entre los más notables.
No conozco a Claudia Hernández. Ignoro los avatares de su vida, pero detrás de su obra la
imagino tímida, perpleja ante la deslumbrante y temible diversidad del mundo, exploradora
tenaz de su propia habitación y de sí misma. Quizá un poco asustada ante la magnitud de su
talento.
Las estatuas vivas de nuestro sórdido panteón literario tendrán que quitarse el sombrero
frente a esta chica, y no precisamente por cortesía.
http://acces.blogia.com/2007/062002-cuentos-de-claudia-hernandez.php
Associació Cultural Catalunya - El Salvador
cuentos de claudia hernández
por Jasmine Campos
Nueve cuentos, breves pero exactos –sin frases de más ni detalles de menos-, narraciones
con la dosis justa de palabras adecuadas para cautivar, inquietar y sorprender. Así es La
Canción del Mar, de Claudia Hernández, que publicó como un regalo de fin de semana en
la Revista Dominical de La Prensa Gráfica del pasado 10 de junio.
Historias en las que los protagonistas son seres con voces de lengua no audible, iridiscentes,
similar a la del viento, silenciosas, susurrantes, reveladoras o que cantan “la canción de uno
que se fue y no volvió jamás”.
Las primeras narraciones de Hernández corresponden no a su primer libro –Otras Ciudades
(Alkimia, 2001)- sino a las publicaciones Mediodía de Frontera (DPI, 2002) y De fronteras
(Piedra Santa, 2007), con cuentos en los que conviven la muerte, la locura y el dolor en un
plano surrealista, a veces con humor, a veces con indiferencia.
Con Otras Ciudades y Olvida Uno (Índole, 2006), la autora nos va llevando por distintos
lugares, situaciones, personajes y, sobre todo, nuevas maneras de contar. Sin duda, mucha
agua ha corrido desde entonces. Ahora voces, sombras y seres fantásticos aparecen en estos
cuentos en donde la luz adquiere significados diversos y en donde “un tiempo es todos los
tiempos y un segundo es solo otro rostro para mirar la eternidad”.
Los niños aparecen nuevamente como los seres privilegiados que logran conectarse con
otros mundos, otros seres, otras realidades, pero el lenguaje cambia y ahora ya no se trata
sólo de imágenes que impactan, provocan e inquietan, sino de narraciones que “nos toman
de la mano” para sumergirnos –o hacernos emerger- en un mundo de palabras que forman
“un claro que no está hecho para ser andado con los pies”.
Disfruté mucho de estas narraciones y de reencontrarme con una autora –sin apellidos de
joven, mujer o salvadoreña- que se reinventa con cada publicación, y si están buscando una
buena lectura, encontrarán en Claudia Hernández (Premios Juan Rulfo y Anna Seghers) a
una excelente opción, fresca, innovadora y creativa.
http://metzicampos.blogspot.com/2005/11/un-libro-poco-comentado-pero-buensimo.html
Periodismo Cultural
Una página de Jasmine Campos dedicada a la actividad cultural en El Salvador.
lunes, noviembre 28, 2005
Un libro poco comentado, pero buenísimo.
La salvadoreña Claudia Hernández no debe su formación literaria a academias en el extranjero, ni
su pluma ha sido abonada por el exilio, calamidades, la militancia política o guerras vividas en
carne propia. Ella es más bien una escritora que construye sus historias desde el rincón de la
disciplina, de la constancia, de la dedicación. Un trabajo que rinde ahora nuevo fruto con “Olvida
Uno”, selección de cuentos en los que muestra una nueva herramienta de creación: lo fantástico,
elemento que aparece en ésta publicación con más fuerza que antes.
Ya en “Mediodía de Frontera” la autora nos teje lo irreal a través de la ironía y el absurdo; lo
grotesco es retratado con humor (como el hombre que atrapaba cucarachas con la boca) o con
aparente y hasta surreal normalidad como el instructivo para el hijo muerto, que también nos
evidencia esa manía de la escritora por disolver en sus historias las fronteras entre el humor y la
tragedia. Pero sigamos las huellas de sus recurrencias.
Buey, león, buitre, rinoceronte, perro y cucarachas son algunos de los personajes de “Mediodía de
Frontera” y que en “Olvida Uno” dan paso a un lobo de piedra; las niñas de cuentos anteriores
(como aquella que mira al ángel o la que juega a inventar formas de morir) están presentes ahora en
el cuento “la mía era una puerta fácil de abrir”, en donde obliga al personaje masculino a mudarse
de apartamento. También continuamos encontrando en sus escritos a seres, algunos celestiales y
otros de la imaginación o la locura, que irrumpen en los hogares de los personajes. Pero el uso que
ahora hace de lo fantástico es mucho mayor: primero encontramos a una mujer que guarda un
“infinito” en el cuarto de baño y luego tenemos todo un desfile de seres y situaciones. Claudia ahora
nos cuenta de un hombre sin cuerpo, animales con presencia de olor a miel, una mariposa de luz, un
perro de cristal, torogoz de agua, gatos de sombras, voces que se pegan a la ropa, de un hombre que
sueña en kurdo y de una mujer que entiende el georgiano.
Sus personajes siempre son variados, pero ahora son también multiculturales. Aún no conozco el
porqué del título “Olvida Uno”, pero si pudiera subtitularlo le agregaría “Cuentos multiétnicos
fantásticos”, para tratar de abarcar en unas pocas palabras esta nueva publicación.
Son cuentos que bien se pueden leer aqui o alla, por vos, por usted o por mi. Muy poco se conocen
y es una verdadera lástima, porque revelan esa cosntante renovación que caracteriza a los autores
que logran la permanencia.
Conocer a Claudia Hernández a través de Mediodía fue un placer, pero redescubrir a la narradora
joven mas laureada del país, a través de Olvida Uno ya es un deber.
Publicado por Jasmine Campos en 9:15 AM
http://www.caratula.net/Archivo/N16-0207/secciones/critica/critica-ramos.html#up
Claudia dice que no se olvida de las estrellas
Por Helena Ramos
El universo narrativo de Claudia Hernández tiene la límpida
sencillez de los cuentos infantiles y la atmósfera turbadora e
irónica propia del surrealismo tardío, librado ya del “puro
automatismo físico” del cual hablaba André Breton. Según el
descollante –aunque todavía desconocido en América Latina–
filólogo ruso Vadim Rúdnev, en la actualidad el surrealismo se
ocupa fundamentalmente del “problema de la relación entre la ilusión y la realidad y de la
búsqueda de fronteras entre ambas”. Este mismo autor añade que la “sofisticada técnica de
compatibilizar lo incompatible”, y la presencia de la ironía y del humor le permitieron a
esta tendencia estética “incorporarse orgánicamente a la poética del posmodernismo”.
Hernández crea en cada uno de sus cuentos mundos inquietantes regidos por reglas
complejas, enrevesadas y con frecuencia funestas, acatadas resignadamente. Todo es
posible: un cierto día las mujeres cuyo nombre es Margarita “ se dejan cautivar por el color
del otoño y se van a perseguirlo” suicidándose. En la casa de un buen ciudadano aparece un
cadáver lacerado de una mujer desconocida, lo cual resulta más inoportuno que
sorprendente. Sobre toda una ciudad llueve caca de perro. Un hombre con su familia –
esposa y dos hijos– se instalan a vivir en el alcantarillado. Otro hombre se va convirtiendo,
por su propia voluntad y con formidable sacrificio, en un buey. Una joven se encuentra en
las calles de Nueva York con un lobo de piedra que la invita a jugar. Llega un ángel que
gusta de galletas, emparedados y cervecitas. Las “voces del tiempo” queden pegadas al
abrigo y cuentan chistes obscenos…
Resulta significativo que los eventos amables sorprendan a los protagonistas más que los
nefastos. Al ángel, que, al fin y al cabo, no ha hecho nada malo, se lo lleva la policía, pero
el tener cadáveres ajenos en su domicilio se considera normal, y la posibilidad de que un
hijo que salió de la casa entero regrese “en forma de trozos” es sólo una contingencia a la
cual se le debe hacer frente siguiendo un manual de instrucciones.
La presencia tan cotidiana de la muerte, que atraviesa toda la narrativa de Hernández,
obedece más a las experiencias históricas de El Salvador – compartidas por otros países
centroamericanos – que a una visión particular de la autora. A veces solo lleva al extremo
del absurdo acontecimientos dolorosamente reales. Doña Aurora Argüello, que en paz
descanse, me contó en una entrevista que ella había traído de la montaña la osamenta de su
hijo, Óscar Danilo Rosales, caído en la guerrilla, y luego armó el esqueleto cuidadosamente
para poderlo enterrar de una manera adecuada. No importa si “Manual del hijo muerto” (
Mediodía de frontera ) está basado en un caso semejante o se debe a la inventiva. De todos
modos, la realidad y la ficción se trenzan, se confunden.
Además, Hernández no circunscribe esas espantosas situaciones – más espantosas
precisamente porque son cotidianas y aceptadas como tales– al pasado; la violencia no ha
desaparecido, sólo ha cambiado de antifaz, y no importa en qué año, 1983, 1993 ó 2003, se
ubique la trama de “Hoy (por la mañana)” ( Otras ciudades ): “ El muchacho está tendido
con la rapiña humana rodeándolo. Los dueños de la casa de esquina han salido para limpiar
la mancha de sangre de su muro rosa antes de que se seque y sea difícil de arrancar, pero es
ya tarde para todos: tarde para los dueños de la casa de muro rosa, que ya no podrán
quitarla; tarde para el muchacho, que ya no podrá recuperar lo perdido; tarde para el barrio,
que siendo tan nuevo cuenta ya con su primera culpa”.
Sin embargo, las narraciones de esta escritora no dejan – aquí cito Subversión de la
memoria/Tendencias en la narrativa centroamericana de posguerra de Erick Aguirre– “en
el paladar un amargo sabor a derrota y en el corazón un frío glacial”. El sobregusto es más
complejo e incluye en su gama un humor ácido pero no corrosivo –algo como ácido cítrico,
que es un conservante y antioxidante natural– y hasta una pizquita de dulzura. Muchos
otros escritores y escritoras centroamericanos parecen vivir la “hora del desprecio” –así se
titula una acerba novela del polaco Andrzej Sapkowski que no debería ser calificada de
light por pertenecer formalmente al subgénero de fantasy – y aunque tenga razón Franz
Kafka y “el gesto de amargura” sea, “con frecuencia, sólo el petrificado azoramiento de un
niño”, el amargor que rezuman aquellas páginas resulta mortífero. No sucede lo mismo con
Hernández, que no ha renunciado a los imperativos éticos ni se solaza con juegos
relativistas, aunque su narrativa no es para nada consoladora.
Las consideraciones anteriores son aplicables a los tres libros de esta
cuentista, pero el más reciente, Olvida Uno , tiene características
particulares. Sus tramas se desarrollan en los Estados Unidos, adonde
los protagonistas, mujeres y hombres, se trasladaron no tanto en busca
de “mejores horizontes” –que no se ven por ningún lado y ni siquiera
parecen seducirlos en demasía– sino de mejores salarios y de un poco
de sosiego. Morando en una ciudad cosmopolita donde cualquier
encuentro es “material para el olvido” y el miedo a la muerte violenta
es sustituido por el a la migra, la responsabilidad y a la invasión de
espacios, están revelando el potencial creativo de su alteridad, sea para
plantar universos en la bañera o hacer que alguien pudiera soñar en kurdo a sus anchas.
La angustia está diluida pero tiene un nombre cabal: nostalgia, “pena de verse ausente de la
patria o de los deudos o amigos”. Y no se cura son ir de compras o asistir a fiestas sino con
la presencia y la figura .
La simbología de Hernández no tiene rigidez de las alegorías, y sería aventurado atribuirle
un significado único, por ejemplo, al lobo de piedra del tamaño de un automóvil que habla
español, pero es obvio que aquellos “animales que libran a las mujeres de la noche perpetua
de la ciudad y las llevan de regreso a casa” son la antítesis o, al menos, antídoto para un
mundo plástico, supermodelado y vacío denunciado por Carlos Martínez Rivas.
En cuanto al aspecto formal, la mayoría de los escritos de Claudia Hernández son lineales y
no polifónicos, pero esta sobriedad no se fundamenta en el facilismo sino en un cálculo
exacto que le permite a la autora consumar el encantamiento con la habilidad de una madre,
abuela o nana cuentacuentos más avezada. Además, sabe manejar otros registros. En “La
han despedido de nuevo” ( Olvida Uno ) experimenta acertadamente con una modalidad
más compleja de tiempos y voces múltiples, con el fin de transferirnos ambientes cada vez
más vertiginosos.
Aunque la lógica con la que opera Hernández no es la aristotélica, aprehensible y binaria
sino plural, consonante al posmodernismo, la escritora no iguala la historia al texto ni
renuncia –sea con desconsuelo o con euforia– a los principios del humanismo. Sería
erróneo identificar a la autora con una de sus protagonistas, pero creo que la frase de “Jon
prefiere que no nos veamos por un tiempo” ( Olvida Uno ), “su prioridad ahora es plantar
un nuevo universo en la bañera”, sintetiza toda una estrategia de resistencia.
Corto Biográfico:
Claudia Hernández nació el 22 de julio de 1975 en San Salvador. Estudió Comunicación y
Derecho. En 1998 ganó el premio de Radio Francia Internacional, en la categoría de cuento,
siendo la primera salvadoreña –y centroamericana– en obtener este galardón. En 2004
recibió el Premio Anna Seghers de Alemania, “por describir –según el jurado– en sus
relatos con imágenes originales y surrealistamente convincentes una realidad que no
coincide con la versión oficial de la historia” de su país.
Su obra ha sido antologada en España, Italia, Francia, Estados Unidos y Alemania. Ha
publicado tres colecciones de cuentos: Otras ciudades (San Salvador: Alkimia, 2001),
Mediodía de frontera (San Salvador: Dirección de Publicaciones e Impresos, 2002) y
Olvida Uno (San Salvador: Índole Editores, 2006).
http://www.piedepagina.com/numero12/html/claudia_hernandez.html
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No. 12 l Agosto
2007
Eco de una ciudad ajena
A propósito de Olvida Uno
Por Claudia Hernández
Claudia Hernández
wikipedia
Libros:
Otras ciudades. Alkimia, 2001
Mediodía de frontera. Dirección de
Publicaciones e Impresos, San Salvador, 2002
Olvida Uno. Índole Editores, 2005
De fronteras. Editorial Piedra Santa, 2007
Textos en internet:
Jon prefiere ... (los noveles)
Poco después de que llegué a Nueva
York, una persona que llevaba
muchos años viviendo ahí y se
consideraba exitosa quiso hacerme el
favor de ahorrarme tiempo cuando
comenté que no tenía definida la
duración de mi estancia: me advirtió
que no iba a triunfar en esa ciudad.
Me dijo que a ella llegaban a diario
miles de gentes con maletas repletas
de sueños que terminaban por irse
con las manos vacías, como, tras
verme, estaba seguro de que
sucedería conmigo. También, que era
mejor que no desperdiciara mi
esfuerzo y me regresara tan pronto
como fuera posible a mi país y tratara
de recuperar lo que sea que hubiera
dejado por irme allá.
Como estaba tan emocionado
repitiendo como filosofía propia lo
que dicen acerca de la ciudad hasta
las canciones que todo mundo
conoce, preferí no interrumpirlo para
explicarle que no debía preocuparse
por mí porque ni había llegado con
intenciones de quedarme (nunca paso
demasiado tiempo en una ciudad que
no es la mía) ni había llevado sueño
alguno conmigo que pudiera perder.
Supuse que tampoco le importaría
demasiado saber que había llegado
con la modesta intención de calmar
mis nervios, de modo que, en cuanto
terminó, le agradecí y avancé en la
dirección opuesta a la que me indicó.
Preferí confiar en lo que, un par de
años atrás, un fotógrafo de esa ciudad
me había dicho en un país en el que
ambos estábamos de visita: que
Nueva York era el tipo de lugar que
le gustaría a alguien como yo y que,
aunque en ese momento me reía y
aseguraba no tener ni planes ni
interés por conocerla, él sabía que
terminaría por llegar y descubrir de
qué me hablaba.
Como había llegado en muy malas
condiciones, tardé unos días en
animarme. Pero, en cuanto comencé
a caminarla, me pareció que se
acoplaba a mis ansiedades porque
hacía que los días duraran en ocupada
soledad lo que yo necesitaba que
duraran y que las noches colocaran
siempre a mi lado a alguien dispuesto
a contarme una gran historia, que
bien podía ser la peor de sus verdades
o la mejor de sus mentiras. Poco a
poco, fui entendiendo que, si uno se
quedaba el tiempo suficiente para
comunicarse con ella en el idioma
suyo de gestos y silencios, la ciudad
se manifestaba y hasta le entregaba a
cada uno lo que necesitaba porque,
en el tiempo que estuve, la vi obrar la
maravilla de proveer a algunos de las
monedas que necesitaban para
sentirse triunfadores o de la distancia
necesaria para dejar de ser lo que
habían sido con la misma
generosidad con la que me prodigaba
a mí lo necesario para sanar el
quebrantado espíritu con el que había
llegado.
Cuando llegó el momento de
convertirme en una de tantas que
desparecen de su faz, lamenté que mi
pésima memoria –que olvida con
facilidad los rostros y los nombres
hasta de amigos y familiares, pero
recuerda con claridad las sensaciones
y todo lo que no sucedió– fuera a
borrar el detalle de su rostro
extendido sobre las azoteas como
borró los rostros de todas las otras
ciudades en las que alguna vez estuve
y los de las personas que transitan a
diario las estaciones de trenes más
grandes donde me detenía a ver pasar
gente en las horas de mayor tráfico
cuando necesitaba sentirme
acompañada. No imaginé entonces
que, tiempo después del regreso a
casa, me encontraría pensando en
cosas en las que no reparé mientras
estuve en ella y entendiendo que
todas las voces que había oído noche
tras noche habían estado contándome
por separado una misma historia que
comencé a escribir –con las
limitaciones que el cuerpo enfermo
aún me imponía– para mí misma en
el íntimo lenguaje en que ella me la
había susurrado y resonaba en mí
como el eco de esa ciudad ajena.
Trabajar ese libro aceleró mi
recuperación y me enseñó algo
acerca de mí misma y de la literatura
–a la que había abandonado– que, de
otra manera, quizá no habría visto.
También me dejó ver que la Nueva
York que no había estado en mis
planes no sólo me había dado el
placer sencillo de caminar sin tener
que estar pendiente de que algo
terrible fuera a suceder en la
siguiente acera, como en mi ciudad,
sino que –aun en la distancia– seguía
dándome mucho más de lo que yo
habría podido atreverme a pedirle.
Con frecuencia pienso que debería
llamar al fotógrafo al número que me
dejó anotado para comentarle lo que
descubrí de ella y para agradecérselo.
Si no lo he hecho aún es porque no
consigo recordar su nombre.
(Olvida uno, Índole editores, 2005)
http://www.elpais.com/articulo/semana/sombra/lenguas/elpepuculbab/20080920elpbabese_
10/Tes?print=1
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CRÓNICA: CRÓNICAS DE AMÉRICA LATINA
La sombra de las lenguas
Claudia Hernández 20/09/2008
Maximiliana Pérez lleva casi setenta años sin hablar el potón, su lengua materna. Al cumplir apenas
los siete, sus padres la entregaron a una familia ladina que, a diferencia de ellos, sí podía
alimentarla. No hablaba una sola palabra en español. La entonces pequeña debió aprender el idioma
a la vez que aprendía los oficios de la casa, maneras de ayudar a cuidar a niños aún menores que
ella y nuevas formas de comportarse.
Unos años más tarde, la familia que la recibió se mudó a la capital y se la llevó consigo. Cuando
Maximiliana tuvo edad y valor para visitar sola su antiguo cantón en el nororiente del país, de su
lengua ya sólo le quedaba el recuerdo de la sensación al hablarla y unas pocas palabras infantiles.
Cuando en el país se llevó a cabo el primer estudio sobre su idioma, ya no había hablantes. Los
últimos habían sido registrados a finales de los años setenta.
Con el kakawira o cacaopera -otro idioma de la región- sucedió algo similar: una lengua que había
estado allí desde hacía siglos desapareció en menos tiempo de lo que un ser humano tarda en nacer
y morir. Con esa lengua se perdieron también las historias de esa región y su manera de entender la
vida. Los pocos nombres de lugares que han quedado como testimonio de que alguna vez existió
son pronunciados vez tras vez en las aulas junto a algunos lamentos por no haber sido rescatada o,
en su defecto, estudiada y registrada cuando aún se estaba a tiempo.
Hasta el nawat o náhuat -la tercera de las lenguas diferentes del español habladas en el territorio en
el siglo XX- es presentado como si perteneciera al pasado, aunque existe todavía gente que lo habla
con fluidez en el occidente del país, además de una serie de esfuerzos orientados a su preservación.
Uno de ellos es llevado a cabo por un estudiante de medicina, un electricista de una planta de
alimentos y un ingeniero mecánico de la capital que se unieron con un lingüista inglés, una
voluntaria española y un lingüista estadounidense -que colaboran desde el extranjero- para trabajar
con dos indígenas de un pueblo nahuablante -una fabricante artesanal de comales y una fabricante
de queso-, una profesora jubilada del interior del país, un ex sacerdote y retirado profesor de
primaria de un pueblo cercano, un profesor de primaria activo y un descendiente de indígenas de un
pueblo más grande. Conscientes del peligro severo en que se encuentra la lengua según la escala de
la Unesco, formaron la organización IRIN: Iniciativa para la Recuperación del Idioma Náhuat.
En un principio, IRIN apoyó el programa de una universidad salesiana capacitando profesores de
náhuat para escuelas en tres localidades de tradición indígena donde habían disminuido los espacios
y hablantes. Ahora, independiente de ella y sin necesidad de personería jurídica, ha funcionado con
un presupuesto diario de dos dólares con setenta y cinco centavos. Con ellos, ha registrado
conversaciones con nahuahablantes en audio, vídeo y texto a fin de generar material suficiente para
el estudio de las variantes regionales de la lengua en cuestión, sus historias y referencias culturales.
También se ha ocupado de identificar en todo el país a los hablantes aislados -en su mayoría, muy
pobres- y reunirse de manera frecuente con ellos a fin de que puedan practicar la lengua y compartir
elementos que permitan colocar en su sitio lo que el tiempo y la adversidad han convertido en vacío.
Además, ha producido siete libros (cinco para aprender la lengua, una biografía y una traducción
del Génesis) y ha comenzado a impartir un curso de náhuat para niños en la escuela del tercer
municipio más pobre del país y un curso de náhuat avanzado en San Salvador.
Los miembros de IRIN saben que no pueden darse el lujo de esperar demasiado para hacer su
trabajo. La lengua por la que luchan no les da tregua: hace ochenta años, era hablada por un grupo
considerable; hace 30, ya era difícil encontrarla; hace tan sólo diez, la mitad de los referentes estaba
aún con vida. Aprovechan por eso cada momento libre y cada oportunidad para conseguir
información.
Unen sus fuerzas en contra del tiempo, la pobreza y la marginalidad, que son los tres compañeros
que los idiomas indígenas han tenido en el país. "No es coincidencia que los hablantes de estos
idiomas se encuentren ubicados en las franjas más pobres y desatendidas", explica uno de los
miembros. Los pueblos donde se habla el náhuat en el occidente son, junto con las zonas del oriente
donde se hablaba potón y cacaopera, los municipios más pobres. "Todos tienen también en común
el difícil acceso", agrega este treintañero que cree que, en buena medida, esa dificultad contribuyó aunque de manera involuntaria- a la conservación. "Por eso, cuando se abre una calle nueva hacia
estas zonas, suele preocuparme más de lo que me alegra. Me recuerda que tengo menos tiempo
todavía", dice mientras comenta su experiencia con pueblos cuya cantidad de hablantes ha
disminuido en los últimos cinco años.
Todos en IRIN están convencidos de que, para salvar la tercera lengua, que forma parte del
patrimonio de la humanidad, la población debe asumir su responsabilidad en este momento. No
debe conformarse con saber que su sombra está presente en los nombres de objetos, animales,
plantas, lugares y platillos. Debe transformar el aprecio que dicen tenerle en acciones, en respeto, en
tolerancia y en aceptación. Así, es posible que esta tercera lengua pueda vivir no sólo en los
recuerdos.
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