comprensión cristiana del mundo de hoy

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JOHANNES B. METZ
COMPRENSIÓN CRISTIANA DEL MUNDO DE
HOY
La actual secularización del mundo tiene un profundo sentido desde el punto de vista
cristiano: el inundo ha sido asumido por Dios, y cuando Dios acoge una cosa no la
destruye sino que la afianza. Un estilo de pensamiento más dialéctico abre un amplio
campo de inteligencia para la cosmovisión cristiana.
Weliverständnis im Glauben. Christliche Orientierung in der Weltlichkeit der Welt
heute, Geist und Leben, 35 (1962). 165-184.
El mundo de hoy se está mundanizando; y parece que su proceso de secularización no
ha concluido todavía. Ante esta mundanización del mundo, la fe cristiana siente a veces
la tentación de correrlas cortinas y volverse a las realidades familiares de su piedad y su
teología, como si aún no hubiese vivido su Pentecostés y; con él, la necesidad de
comprender y responder a cada época de la historia.
Este tipo de fe desconoce la perplejidad (perplejidad que es divina: pues Dios se vale
con frecuencia de ella para comunicar caminos nuevos). Es una fe rica en palabras,
capaz de hablar sobre Dios y el mundo con un extraño tono de superioridad en el que
falta el calor de lo real. Este tipo de fe puede convertirse de improviso en mitología.
Pero, por otro lado, si la fe afronta la situación que se le impone ho y, se siente falta de
ideas y de palabras: los horizontes más conocidos se difuminan, y los terrenos más
familiares se resquebrajan. Hay que buscar una posibilidad histórica -apenas esbozada
todavía- de existencia creyente.
Algunas tentativas
Hoy existen varios intentos de responder a la actual situación del mundo a la luz de la
Revelación y su teología. Se ha intentado una teología de las realidades terrestres, y se
busca dar al cristianismo una apertura al mundo que le haga capaz de enraizarlo de
nuevo en el misterio de Cristo. A tales intentos les falta a veces perspectiva histórica, y
presuponen fácilmente que la mundanidad del mundo es algo que contradice en su
origen a la cosmovisión cristiana y que, por consiguiente, es algo que debe ser superado.
Este presupuesto tan obvio es el que creemos digno de consideración. Pues, a una
teología que piensa históricamente, le cuesta creer que el actual proceso de
secularización sea en su médula acristiano, y que la historia interna del mundo se
desarrolle al margen de la Historia de Salvación: esto encierra un extrinsecismo de lo
salvífico y un positivismo teológico que olvida que el espíritu del cristianismo
permanece inserto en la carne de la irreversible historia mundana. Esta especie de
monofisismo2 en la Historia de Salvación impide a la teología el buscar y atestiguar la
coincidencia -oculta y crucificada- de las dos historias: la del mundo y la de la
salvación.
Pero para atestiguar tal coincidencia hemos de responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo
se halla esta secularización del mundo, todavía bajo la ley de Cristo, y cómo sigue
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siendo íntimamente todavía un adviento, un llegar hasta nosotros de aquello que ocurrió
en Cristo?; ¿cómo es hoy Jesucristo todavía el Señor que domina la historia, y no sólo
su garantía trascendente?; ¿cómo es posible que una teología de la historia del presente
no sea sólo un místico enmascaramiento del carácter ateo de nuestra situación actual?
Hemos de responder dos cosas. En primer lugar: la comprensión cristiana de la historia
está situada bajo el signo de la cruz, es decir, bajo el signo de la protesta interna del
mundo contra Dios. En la secularización del mundo percibimos un testimonio de que la
cruz es una modalidad permanente del destino cristiano de la historia. Y así, hoy
vivimos la experiencia agudizada y planetaria de aquella contradicción a Dios y a Cristo
que yace en el origen de la historia cristiana.
En segundo lugar, y junto a este elemento negativo hay otro elemento positivo en el que
vamos a fijarnos principalmente. La mundanidad del mundo de hoy es el símbolo
perenne de la protesta del mundo al ser asumido por Dios, pero es también la aparición
histórica de la asunción del mundo. Creemos poder formular este segundo aspecto con
la tesis siguiente: La mundanidad del mundo, como resultado del reciente proceso de
secularización, y tal como se nos presenta hoy en forma agudizada, está elaborada en
sus fundamentos (aunque no en todas sus acuñaciones históricas), no contra sino por
medio del cristianismo: es originariamente un acontecimiento cristiano, y da testimonio
del poder intrahistórico de la Hora de Cristo en nuestra actual situación.
Principio fundamental
Surge en seguida una objeción: la tarea del cristianismo ¿no debe concebirse como la
progresiva inclusión del mundo en la obra salvadora de Cristo? El mundo no es más que
el material para una liturgia cósmica, y, por eso, el cristianismo es esencialmente una
lucha contra la secularización del mundo.
La mejor respuesta a esta dificultad consiste en una comprensión profunda de nuestra
tesis anterior. Si nos preguntamos qué significado tiene la obra de Cristo para nuestra
comprensión del mundo, creo que podemos responder con la frase siguiente: Dios, en su
Hijo Jesucristo, ha asumido al mundo en una definitividad completa. "Cristo no es a la
vez, sí y no; con Él ha llegado ya el Amén" (2 Cor 1, 19 SS.)3
Examinemos la tesis enunciada. Descubrimos en ella dos elementos: Dios actúa
históricamente en el mundo. Y actúa aceptando irremisiblemente al mundo.
Dios actúa en la historia
Esto quiere decir en primer lugar que Dios deja de ser la objetivación de una metafísica
atemporal, deja de ser el siempre igual, incoloro y sin rostro, deja de ser el brillo
numinoso en el horizonte de nuestro ser, el Dios encubierto en la lejanía de su
trascendencia. Y pasa á ser una respuesta, pasa a ser Emmanuel, Dios con nosotros, el
Dios de una hora histórica. La trascendencia se convierte en acontecimiento.
Y, sin embargo, Dios no se convierte en un simple hecho, interior a la historia. Sino que
reina, no sólo en la historia (al entrar en ella junto a otros acontecimientos y al fundar un
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reino junio a otros reinos), sino a través de ella y fundándola precisamente como
historia. No sólo la reclama para sí, sino que ella le pertenece ya fontalmente, en cuanto
historia, porque Él la ha fundado como historia 4 .
De aquí se puede deducir que el mundo no es simplemente un universo de cosas, sino el
mundo del hombre. En efecto: la acción de Dios atañe siempre al hombre y, mediante
él, al mundo como horizonte del existir humano. El sentido de la palabra mundo no es
meramente cosmocéntrico, sino antropocéntrico5 , y sólo así puede aparecer el mundo
como histórico. El mundo no es el marco fijo de acontecimientos siempre repetidos,
indiferentes y mortales: sino que el estarse-haciendo pertenece a la esencia del mundo
(estarse-haciendo que viene condicionado por diferentes actos libres: el de Adán, el de
los ángeles, el de Cristo ... ). Esto quiere decir que el mundo tiene un carácter
escatológico: tiene todavía que llegar a ser aquello que ya es debido a la acción de
Cristo: la nueva era, el nuevo cielo y la nueva tierra (Ap 21,1).
Dios ha aceptado definitivamente al mundo
Pasamos ahora al segundo elemento de nuestra tesis: Dios ha aceptado definitivamente
al mundo.
Para comprender esta aceptación hay que guardarse de malentendidos monofisitas, que
han sido tan frecuentes. En Jesucristo, el hombre y su mundo fueron asumidos por la
Palabra eterna en forma irrevocable y definitiva. Y lo que se dice de la naturaleza
humana de Cristo vale fundamentalmente del hombre y su mundo.
Ahora bien, la humanidad de Cristo al ser asumida, no queda degradada, no pasa a ser la
pura gesticulación intramundana de Dios, sino que recibe su máxima afirmación como
humanidad. Jesucristo era hombre más auténtica y más totalmente que nosotros.
Dios no violenta aquello que asume; al divinizarlo no lo absorbe panteísticamente. No
suprime al otro en sus diferencias, sino que lo asume como distinto de Sí. Lo quiere
aceptar precisamente en aquello que es diverso de Sí, en su no-divinidad, en su
humanidad y mundanidad. Porque quería hacer esto creó un mundo. Y ahora, al
aceptarlo, le hace el don de su mundana peculiaridad, de la consistencia en su nodivinidad. La verdad de Dios hace libres (Jn 8 32): asumiendo libera. La Majestad de
Dios consiste en esto: es el verdadero protector, el que deja ser. No entra en
competencia con el mundo, sino que lo garantiza. Como la perla que brilla cuando el
Sol se inclina sobre ella.
Las analogías del amor y la amistad nos permiten comprender esto un poco. Cuando
más profundamente es aceptada una persona, más consistencia recobra. Así, un mundo
aceptado por Dios, se convierte en auténtico mundo según todas sus posibilidades, no
aunque, sino precisamente porque ha sido llamado por Dios a su vida intratrinitaria. Y a
la inversa: esta autoafirmación es la forma más profunda de su pertenencia a Dios. (Una
pálida analogía: cuando el esclavo ha sido liberado por su señor, es cuando en -cierto
modo- no puramente moral, sino ontológico = más le pertenece, más hechura suya es).
Ipsa asumptione creatur (al ser á sumida es creada) dice muy profundamente san
Agustín a propósito de la humanidad de Cristo.
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Y esto significa también que en la misma asunción es donde más claramente se
manifiesta Dios como el Creador. Que al asumir no pierde su deferencia6 y su distancia
respecto de la creatura, sino que la hace más visible. Al bajar al mundo es cuando Dios
hace visible su indecible superioridad y su radical trascendencia. Condescendencia y
trascendencia van juntas. A través de la obra salvífica de Dios, no se difuminan la
creación y la finitud, sino que se iluminan y se agudizan. Al aceptar al mundo no se
convierte éste en una pieza de Dios, ni Dios en un sector de la totalidad del mundo, sino
que el mundo aparece como más mundano y Dios como más divino. En resumen: con
Jesucristo entra en el mundo la afirmación infinita del mundo finito por medio de Dios.
En esta afirmación infinita gana lo finito una presencia y un poder que él no puede darse
a sí mismo (puesto que él sólo puede afirmarse finitamente). La comprensión cristiana
del mundo no radica, pues, en un simple optimismo encarnacionista que diviniza
inmediatamente al mundo por obra de la Encarnación.
Para evitar malentendidos hemos de hacer una última observación. La aceptación del
mundo que hemos descrito en abstracto, ha de ser concebida en estrecha unidad con la
obra concreta de Cristo. La pasión y la muerte son momentos internos de la encarnación
y de la aceptación del mundo, que no queda consumada con un puro nacimiento. El
descenso a la carne de pecado es una asunc ión dolorosa, y la aceptación del mundo para
liberarle se verifica en el antagonismo y el escondimiento.
La mundanización como representación del misterio de Cristo
La encarnación de Dios no transforma a la carne en Dios, sino que la afirma totalmente
como carne, a la vez que afirma plenamente a Dios en su trascendente superioridad.
Esta verdad es el horizonte de una comprensión del mundo genuinamente cristiana. Ella
supone que la historia está bajo la Ley de Cristo y que todo futuro del mundo nace de la
Hora de Cristo. Lo que sucede es que este nacimiento del mundo en Cristo no es
perceptible desde dentro de la historia. Por eso el futuro del mundo nos parece incierto y
oculto. Sin embargo, hay que decir que toda comprensión del mundo, toda visión del
mundo se alimenta y vive -aunque no lo sepa- del horizonte que se le abrió al mundo en
Cristo, del espíritu de Cristo que no descubre ya nada nuevo, sino que penetra y objetiva
cada vez más el significado de Cristo.
Un dato histórico nos ayudará a comprender todo el sentido que recibió el mundo en
Cristo. El cristianismo aparece cuando imperaba la mentalidad griega: para ésta el
mundo era ya algo numinoso, era el oscuro comienzo de Dios mismo, el crepúsculo de
la divinidad. Esta mentalidad no deja ser mundano al mundo, porque no deja a Dios ser
totalmente divino. El griego desconoce la trascendencia del Creador. Su Dios es un
principio o razón reguladora inmanente al cosmos, lo divino era un elemento de su
panorama mundano. De aquí se sigue una mística de la naturaleza que no es cristiana.
Como dice san Pablo: sólo los paganos reconocen los muchos dioses y señores del
mundo; nosotros no tenemos más que un Dios del que todo procede y al que todos
caminamos (1 Cor 8,5-6). El cristianismo supuso una desdivinización y en este sentido,
una profanización del mundo. Y los paganos habían comprendido muy bien lo que
significaba el cristianismo cuando llamaron a los cristianos los más peligrosos ateos, los
que predican un mundo desdivinizado, a-teizado.
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La mentalidad griega ha perdurado más o menos larvada a lo largo de la historia, por
ejemplo, en el divinismo de la Edad Media, a cuya luz es comprensible que la actual
secularización del mundo nos alarme desde el punto de vista religioso.
Sin embargo, es preciso comprender que esta secularización - y aun el ateísmo cósmico
derivado de ella- no se sitúan en su rasgo fundamental (y sólo en éste!) contra la
cosmovisión cristiana, sino contra el divinismo cósmico inmediato. El mundo no hace
más que asentarse en aquello que le dio con plenitud la Encarnación: en su mundanidad.
La realización histórica de este proceso no está libre de errores, y las protestas de la
Iglesia contra la secularización del mundo actual se han de comprender a la luz de estos
errores y peligros concretos. Pero nosotros tratamos ahora del esquema general, y a la
luz de nuestra tesis, este esquema aparece como la liberación e implantación del mundo
en su mundanidad, debidas a su asunción por Dios. Aunque de ninguna manera se
puede decir que toda la actual secularización sea una expresión adecuada de este hecho.
A la luz de este principio han de interpretarse algunos hechos históricos.
1. La separación entre imperio y sacerdocio al fin de la Edad Media, y la autoafirmación
del estado frente a la Iglesia, deben valorarse positivamente. El estado aparece no como
institución sagrada, sino como hechura mundana de Dios. Se despoja de su numinosidad
y sacralidad inmediatas y es liberado y convertido en auténtico colaborador de la
Iglesia.
2. La autoafirmación de la ciencia frente al único saber teológicocientífico de la Edad
Media, no es contraria al cristianismo, sino posibilitada por el espíritu de Aquel cuya
verdad hace libres. Ya santo Tomás aduce extrañamente como principio de autoridad al
Filósofo (Aristóteles). Este proceso autoafirmador de la razón filosófica -que en muchos
momentos es interpretado erróneamente como una racionalista emancipación del
hombre- acaba encontrando su consagración magisterial en el Concilio Vaticano I.
No queremos decir que el cristianismo descuide la filosofía para encarnarse en un
fideísmo, sino que la absorbe radicalmente. Y, como hemos explicado, no puede hacer
esto más que liberándola en su peculiaridad. Y así, la ruptura de los últimos siglos entre
ciencia y teología (en su fundamento, aunque no en todas sus realizaciones concretas).
no es más que el diálogo de ambas en libre correspondencia, condicionado y
posibilitado por la obra de Cristo.
3. Lo mismo hay que decir de la actual objetivación de la naturaleza, la supresión de su
magia y de sus tabús, que la convierte en objeto y campo de la experimentación
humana. Es, de nuevo, la liberación de la naturaleza realizada en el misterio cristiano. El
que la naturaleza aparezca no como dios, sino como creatura de Dios, y por tanto, con
leyes propias abiertas a la investigación humana, no daña la Majestad del Creador. La
naturaleza pasa a ser un material en manos del hombre, y la creación aparece totalmente
mediatizada por éste: lo primero que encontramos no son las huellas de Dios, sino las
huellas del hombre. Y esto representa la máxima perfección y liberación del hombre
posibilitada por su asunción en Cristo. No negamos ahora los enormes peligros de este
acontecimiento de la técnica, que puede terminar volviéndose contra el hombre mismo.
Sólo afirmamos que tal objetivación del mundo está posibilitada por el hecho cristiano.
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Lo que importa retener de estas observaciones necesariamente breves es, en primer
lugar, que el cristianismo significa esencialmente una cierta mundanización del mundo
y con ello, una desmitización de la antigua forma de ver el mundo. Y, en segundo lugar,
que el actual proceso de mundanización tiene un impulso cristiano, y no es sólo señal de
la impotencia o de la indiferencia del cristianismo frente a las realidades mundanas.
En el fondo el mundo se mundaniza no por la fuerza de los enemigos de la fe, sino por
el poder acogedor y liberador de la fe cristiana. No es una desgracia para la fe la
mundanización del mundo, sino la postura que toman los cristianos ante ella. La
cristiandad recibió el nacimiento de la actual reafirmación del mundo con una mirada
demasiado hostil, demasiado cerrada. Y así contribuyó a que se falsificara en una
voluntad de autonomía. Debemos confesar que el despertar del mundo chocó muchas
veces con la cosmovisión histórica concreta de los cristianos, y por eso adquirió rasgos
anticristianos y secularizados. Esto contribuye a que la actual secularización del mundo
resulte ambigua y difícil de comprender. Pero sigue siendo verdad que es cristiana en
sus raíces.
Además hay que tener muy presente, como hemos dicho, que la asunción del mundo por
Dios no es perceptible desde dentro del mundo; porque está escondida en la cruz del
Hijo. Por eso, la objetivación histórica de la asunción del mundo por Dios en el
moderno proceso de mundanización, nos resulta incomprensible a nosotros que vivimos
dentro del mundo y dentro de la historia. La mundanidad se nos aparece siempre como
oposición y protesta; y cuanto más se agudice la mundanización más sufriremos por
ella, sumergidos como estamos en la noche de la cruz. No pretendemos identificar sin
más, la actual secularización del mundo con aquella mundanización que posibilitó
Cristo (una afirmación así supondría que nosotros solos podemos abarcar
adecuadamente toda la marcha de la Historia de Salvación). Pero afirmamos que es un
paso adelante, frente a la divinización medieval del mundo.
Existencia cristiana en este mundo
La liberación del mundo por Cristo no significa su caída de las manos de Dios, sino su
más completa pertenencia a Él. El mediador de esta liberación es el hombre. Por eso su
responsabilidad cristiana sobre el mundo se ha hecho hoy más clara. Su misión ha de ser
consumar el descenso de Dios al mundo y la liberadora aceptación del mundo en
Jesucristo. Esto supone no suprimir las diferencias sino realizarlas en la fe: conservar al
mundo en su mundanidad.
El creyente se encuentra hoy inevitablemente en una realización del mundo en la que no
todo está puesto por su fe o referido a ésta; y, con ello, recibe la impresión de que su
existencia tiene un doble piso, vive de una doble verdad. Pues ambos polos, fe y mundo,
no se hallan en una relación determinable a partir de la fe, y la entrega al mundo no se
traduce en una entrega a Dios, sino que se queda en pura entrega al mundo.
Esta dualidad no puede ser descuidada tranquilamente, sin peligro de que, a la larga, la
potencia del mundo termine por absorber a la fe. Tampoco puede resolverse haciendo
que el mundo entre, inmediata y expresamente, dentro de la fe, como objeto del acto de
fe. Sino que la dualidad debe afirmarse aceptando un extremo (el mundo) desde el otro
(la fe) y, así, liberándole y dejándole ser mundo.
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Un ingeniero creyente debería procurar que su misma profesión, como modo de
relacionarse con el mundo, fuese asumida y causada por su fe, y que la insuperable
dualidad que reina en su existencia fuese radicalmente puesta por su misma fe. La
mundanidad de su existencia (como ingeniero) deberá aparecer protegida por la libertad
y discreción de su fe, pues "todo os pertenece a vosotros - mundo, vida, muerte, presente
o futuro todo os pertenece a vosotros- y vosotros a Cristo y Cristo a Dios" (1 Cor 3, 2223).
Pero si no queremos mutilar peligrosamente el fenómeno de la mundanización hemos
de tener en cuenta lo siguiente: a nosotros no nos es dado acoger al mundo de tal
manera que su mundanidad aparezca como pura expresión de la aceptación del mundo
por nuestra fe. Pues no es nuestra fe, sino la obra de Dios en el Hijo, quien libera y
mundaniza al mundo. Nuestra fe no hace más que completar (nachvollziehen) esa
realización (Vollziehen) de Dios. De aquí se sigue que la mundanidad del mundo no
puede aparecer nunca como puro efecto de nuestra fe y, por eso, la comprensión
cristiana del mundo permanece siempre incompleta y no totalizada.
Ahora bien, en la medida en que la mundanidad del mundo aparece como no totalmente
dominable y penetrable por la fe, es verdaderamente pagana y profana (o dicho más
teológicamente: nuestra relación al mundo permanece concupiscente en la medida en
que le es imposible recoger totalmente la mundanidad como expresión de su aceptación
liberadora por medio de la fe). El mundo está totalmente acogido, pero no en nosotros y
en nuestra fe, sino en Dios. El misterio de su amor es el lugar de la verdadera
convergencia entre fe y mundo. Él ha puesto, en la, Encarnación, la diferencia entre
ambos. Y esta diferencia sólo desaparece en el originario Dios-todo-en-todos (1 Cor
15,28) que los unifica a ambos en una intangible independencia. Esta unidad es
inálcanzable para nosotros, los que estamos en el seno del mundo y de la historia. Para
nosotros es sólo un suceso escatológico; y existimos remitidos a él en la esperanza.
Ahora la mundanidad del mundo nos resulta ambigua y polivalente. Nuestra relación a
él no consiste en un optimismo incondicionado, no puede formularse en categorías
demasiado simples. Nuestra tarea de completar en la fe la aceptación del mundo
permanece dolorosamente velada porque la mundanidad del mundo no nos es
comprensible del todo. Siempre habremos de aceptar la extrañeza de su aparente
paganismo como la cruz de nuestra fe. En esta cruz estamos crucificados al mundo, y el
mundo está crucificado a nosotros (Gál 6, 14), no a pesar, sino precisamente porque
hemos acogido al mundo en la fe, y al aceptarlo, su mundanidad penetra en la
realización de nuestra fe como algo extraño y doloroso.
Sólo nuestra fe puede mantener descubierta la mundanidad del mundo, y soportarla
inalterada, sin secularizarla en una de las mil formas de culto a lo profano. Y esta
protección de la mundanidad del mundo es un acto religioso con una religiosidad que
podríamos llamar trascendental; pues la tarea cristiana no consiste en sumergir lo
profano en lo sacro sacralizándolo de una manera inmediata, sino en liberarlo de lo
sacro, y, de esta manera -en un sentido mediato- adjudicárselo a lo sacro.
Sucede así que sólo el cristiano experimenta la auténtica desdivinización del mundo (la
que el mundo recibió en la obra de Cristo), y todas las demás formas de secularización
caen en alguna de las divinizaciones ingenuas de la fe del progreso o del paraíso
intramundano ...; o bien van a parar a un trágico nihilismo o escepticismo. Por eso han
nacido en nuestro mundo mundanizado de hoy nuevas formas de mitología; y ellas son
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la desgracia mayor de nuestros tiempos y el verdadero peligro de nuestra situación
creyente.
Frente a ellas el cristiano aparece como el auténtico hombre de mundo, el único que
puede dejar ser al mundo, en la consumación creyente de aquella profunda liberación de
la que vive toda la mundanidad del mundo, a saber: la liberadora aceptación del mundo
por Dios, en Cristo. Este dejar ser no es una pura pasividad o indiferencia frente al
mundo, sino la realización del mundo por la fuerza de aquella liberación de él que nos
trajo Cristo, y a la que nos llama constantemente. "Esta es la victoria que vence al
mundo: nuestra fe. El que vence al mundo es el que cree que Jesucristo es Hijo de Dios"
(1 Jn 5, 4-6). Vencer al mundo es estar liberado de él. Y sólo el que está liberado de él
puede verdaderamente acogerlo para conservarlo y hacer visible su mundanidad como
expresión de la caridad acogedora de Dios. La ascética cristiana está puesta al servicio
de esta acogida, de este sí; y no al servicio de un no que, en definitiva, siempre es
mucho más fácil que el sí.
Hay muchos malentendidos. en la expresión cristianizar al mundo. Después de todo lo
dicho, esta expresión no significa convertir al mundo en otra cosa, disolverlo en algo
extramundano, o sacarlo de su mundanidad para traerlo a casa. Las expresiones arte
cristiano, filosofía cristiana, estado cristiano, no aluden a un apéndice sublimatorio o
deformador de esas realidades, sino a su colocación en su auténtico y propio ser. El
adjetivo cristiano no es un ingrediente extraño, sino una reduplicación de la realidad
mundana, a la que garantiza en su dimensión más profunda y original, gracias a la
iniciativa salvadora de Dios. Cristianizar al mundo significa mundanizarlo, mantenerlo
en la insospechada altura y profundidad de su ser de mundo, que la gracia posibilitó y
sepultó el pecado. El pecado aliena, no respeta, no deja ser, no libera sino esclaviza. La
gracia es libertad, es paso de la alienación a la mismidad. La gracia perfecciona la
naturaleza; y esto vale también para la llamada consagración del mundo (consecratio
mundi). La gracia da al mundo un propio ser insospechado. Y la Iglesia, como signo
históricamente visible de esta gracia, no es la contradictora, sino la garantía del mundo.
El mundo es el fin del camino de Dios y en servicio de él existe la Iglesia, que sólo
puede ser comprendida en el marco de la voluntad universal de Dios.
La voluntad de Dios apunta al hombre y su mundo; y sólo porque la acogida amorosa
del mundo por Dios fue protestada y rechazada por aquél, nació la Iglesia como señal y
garantía de la victoria definitiva de Dios frente al mundo contradictor que se negaba y
se condenaba a sí mismo. Sin duda que esta autorrealización del mundo, y su
mundanidad protegida por Dios, no podemos representárnoslas nosotros desde nuestra
situación intrahistórica. Es una acción escatológica en la que se va realizando en el
mundo la total Recapitulación que ya aconteció en Cristo. Pero no será una divinización
del mundo, sino su más alta independencia por medio del amor desinteresado y
liberador de Dios que lo será todo en todas las cosas (1 Cor 15, 28). Qué significan esta
independiente mismidad y esta mundanidad del mundo, es una pregunta que solo podrá
ser contestada por la totalidad de la historia, aún incompleta, del mundo.
La mundanidad del mundo está bajo la ley de la Hora de Cristo y de su gracia. El futuro
imprevisible, oscuro y acongojador, se deriva, en definitiva, del poder histórico del Hijo
del Hombre, demasiado discreto y poco aparente, pero resplandeciente en una
desconocida invencibilidad.
JOHANNES B. METZ
Bibliografía:
G. Thils. Teología de las realidades terrestres.
Auer. Weltoffener Christ. Grundsatzliches und Geschichtliches zur LaienfrömmigKeit,
Düsseldorf, 1962.
U. Von Balthasar. El problema de Dios en el hombre actual. Schleifung der Bastionen,
Einsiedeln 1952.
Rahner. Unterwegs zum eneuen Menschen», en Wort und Warheit, 16 (1961), 807-819.
Traducido en «Orbis Catholicus», abril 1962. Sendung und Gnade (Innsbruck, 1959).
Metz. Christliche Anthropoze ntrik, München, 1962. Die Stunde Christi, en Wort und
Warheit, 12 (1957), 5-18. Armut im Geiste, en Geist und Leben, 34 (1961) 419-35.
Notas:
1
Nos comunica el Dr. Metz que últimamente ha refundido y ampliado este articulo que
aparecerá como libro en la serie Questiones disputatae (Herder, Friburgo).
2
El monofisismo en sentido estricto niega la permanencia de la naturaleza humana en
Cristo. En Jesús no habría más que una naturaleza divina en la cual se reabsorbe la
naturaleza humada como una gota en el mar. (N. del T.)
3
Notemos, de paso, que la Iglesia fundada por Él es la señal operante y perceptible --el
Sacramento-- de la aceptación --escatológicamente definitiva-- del mundo por Dios. Y
en la medida en que existe la escisión mundo-Iglesia, se manifiesta la negativa del
mundo a ser asumido por el Logos. Sin esta negativa del mundo, no tendría que haber
Iglesia: el mismo mundo desempeñaría la misión de Ésta de testimoniar la cercanía de
Dios. La Iglesia no es más .que la plasmación de esta fundación escatológica de la
historia.
5
El sentido que tiene en determinadas frases: el mundo de Fulano, el mundo del artista o
del político ..., y que significa una relació n o una forma de ver el mundo. (N. del T.)
6
Recuérdese la doctrina de Calcedonia sobre la encarnación: «sin cambio, sin
confundirse, sin separarse ni dividirse» (D 148) (N. del T.)
7
Al revisar la condensación nos hizo notar el autor que en su nuevo libro *todo esto ha
sido desarrollado y formulado de forma mucho más precisa» (N. de la R.)
4
La Iglesia no es más que la plasmación de esta fundación escatológica de la historia
Tradujo y condens ó: JOSÉ I. GONZÁLEZ FAÚS
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