1 EL MIEDO Y LA VIOLENCIA Eduardo González Calleja Universidad Carlos III de Madrid El miedo —una de las emociones fundamentales del individuo, con la ira, el amor, el desagrado, la alegría o la pena— es una actitud colectiva y transhistórica. Las sociedades humanas han compartido este sentimiento y han modulado sus orígenes, su expresión y su alcance a lo largo del tiempo. El miedo y la angustia son una constante cultural que hunde sus raíces en el pasado, constituye tradiciones y cimenta comportamientos y mitos que pueden heredarse de generación en generación. Aunque su tratamiento diferenciado como problema hunde profundamente sus raíces en la filosofía, la psicología social, el psicoanálisis y la etología, fueron la École des Annales y su epígono la Nouvelle Histoire las que reivindicaron el miedo como un elemento mayor de cultura, y por tanto sometido a relativización en el espacio y en el tiempo. Con todo, su presencia en los conflictos humanos resulta contingente. Como señaló Lucien Febvre en una nota crítica sobre la noción de seguridad —tan próxima, como veremos más adelante, a la de miedo—, “no se trata […] de reconstruir la historia a partir de la sola necesidad de seguridad, como [Guglielmo] Ferrero intentó hacer a partir del sentimiento del miedo (en el fondo, los dos sentimientos, uno de orden positivo y otro de orden negativo, acaban por encontrarse) […] Se trata esencialmente de colocar en su lugar, digamos restituir su parte legítima a un complejo de sentimientos que, habida cuenta de las latitudes y las épocas, ha jugado en la historia de las sociedades humanas próximas y familiares un papel capital”1. La ansiedad, la angustia, el espanto, el pánico, el stress o la inquietud representan grados de miedo, que también varía en carácter según las épocas. El miedo a la muerte o a la enfermedad ha cambiado mucho a lo largo de la historia, y también el relacionado con la guerra, la herejía, el crimen o el riesgo. Estas pocas páginas no buscan, naturalmente, plantear una teoría general del miedo en el campo político. A través de una aproximación ecléctica trataremos de presentar esta variable de psicología colectiva en su contexto cultural y analizar su presencia como factor de movilización (y desmovilización) social y política en relación dialéctica con el fenómeno de la violencia. Miedo y violencia aparecen íntimamente unidos en nuestra experiencia. Ambos conceptos nos introducen en el corazón de las preocupaciones humanas, ya que se mezclan en la vida cotidiana del individuo y de la sociedad, y determinan la historia de ambos. Definir el miedo y la violencia implica recordar por un lado su carácter universal, y por otro poner de relieve todos los elementos que responden a las normas de cada época; es decir, cómo las relaciones entre la violencia y el miedo se determinan en los planos individual, colectivo e institucional en el transcurso del tiempo. Son, además, conceptos que encierran una extremada elasticidad y plasticidad semántica, y que a menudo han sido considerados por separado. Nuestra propuesta es tratar de clarificar de manera progresiva un concepto (el miedo) para intentar la dilucidación del otro: la violencia vinculada al miedo. Pero desde el primer momento hay que tener en cuenta su relación contingente: es inevitable que el proceso de la violencia tenga su origen o persiga desencadenar una sensación de intimidación en la que los comportamientos se ven alterados por el uso o amenaza del uso de la fuerza. Sin embargo, los miedos Lucien Febvre, “Pour l’histoire d’un sentiment: le besoin de sécurité”, Annales ESC, 11, 2 (abril-junio 1956), pp. 244-247 (comentario a Jean Halperin, “La notion de sécurité dans l’histoire économique et sociale”, Revue d’Histoire Économique et Sociale, 30, [1952], pp 7-25). 1 2 colectivos no tienen por qué derivar en violencia, ya que existen otras vías posibles de canalización del temor: la evasión, el desistimiento, la desviación de la amenaza (mediante su ritualización o la designación de un simbólico chivo expiatorio) y la búsqueda de un consenso que conjure la previsión de futuras violencias, como sucedió en la transición española, donde el acuerdo democrático se fundamentó en el sustrato de recuerdo temeroso de la Guerra Civil. Se plantea entonces una cuestión vital: si, en buena medida, el uso de la violencia implica no asumir de forma prudente los costes o riesgos de una confrontación, ¿es el miedo una respuesta “racional” a la violencia colectiva? Se podría responder que, en ocasiones, la violencia desencadena procesos de angustia colectiva o terror incontrolado que frustran, retardan o desvían los objetivos que persigue este tipo de coacciones, pero la proliferación de movimientos terroristas y regímenes totalitarios en la época contemporánea abonan la suposición de que la difusión del miedo a través de la violencia puede ser una estrategia “racional” y “funcional”, en tanto que permite generar espacios de poder político fundamentados en el temor y/o la apatía de la población. En este sentido, aunque analizaremos con prioridad las repercusiones que el miedo tiene en el desencadenamiento de conflictos susceptibles de ser resueltos mediante el uso de la fuerza, no dejaremos de prestar atención al proceso inverso: los efectos intimidatorios que causa una violencia intensa sobre el cuerpo social, a través de las estrategias terroristas implementadas por los estados y por las organizaciones revolucionarias. El miedo: raíces psicológicas de una emoción El hombre es, por excelencia, “el ser que tiene miedo”2. Esta emoción puede ser aprehendida como una simple manifestación neurovegetativa o como un estado afectivo-intelectual de intensidad variable y sometido a los cambios del entorno. En ciertas situaciones, el hombre está confrontado a estímulos, objetos o representaciones que percibe como amenazas a su seguridad. Es este reconocimiento íntimo de una amenaza latente o efectiva lo que determina el sentimiento de miedo personal, que es la organización de nuestro ser en previsión del peligro3. La necesidad de seguridad resulta un hecho normal, y está inscrita en un nivel precultural y ante-social (instintivo), pero adopta una carga cultural importante en sus manifestaciones, ya que el miedo está en la base de la afectividad y de la moral humanas. El miedo puede ser definido como una emoción-choque, frecuentemente precedida de sorpresa, provocada por la toma de conciencia de un peligro presente o latente, real o imaginario, que según se cree, amenaza nuestra propia conservación4. El sentimiento de miedo está íntimamente relacionado con la certeza de la propia destrucción. Los animales no anticipan su muerte (sólo sienten un miedo inmediato a ser devorados), mientras que el hombre comprende a edad muy temprana que va a morir y, por lo tanto, es “el único en el mundo que conoce el miedo en un grado tan terrible y duradero”5. Los miedos humanos se pueden dividir en naturales, si están relacionados con el desarrollo de su universo perceptivo (estímulos del entorno, miedo al otro, a la oscuridad, a los fenómenos naturales o celestes, a la muerte), y sobrenaturales (al retorno de los muertos, al castigo divino o al Apocalipsis, todo ello vinculado culturalmente con los mesianismos y milenarismos), aunque también existen miedos mórbidos (fobias, miedos sin objeto y neurosis traumáticas) y miedos hiperbólicos, Marc Oraison, “Peur et religion”, Problèmes (abril-mayo 1961), p. 36. Hugues Lagrange, La civilité à l’épreuve. Crime et sentiment d’insécurité, París, PUF, 1995, p. 186. 4 Jean Delumeau, La peur en Occident (XIVe-XVIIIe siècles). Une cité assiégée, París, Fayard, 1978, p. 13 5 Guy Delpierre, La peur et l’être, Toulouse, Privat, 1974, p.17. 2 3 3 como el pánico y el espanto, acompañado frecuentemente de parálisis y anestesia6. El miedo individual o colectivo puede ser normal o patológico (fobias, neurosis, psicosis), instrumental (por ejemplo, como instrumento de acción política a través del terror), sagrado o profano. El miedo es un reflejo de autoconservación, pero si sobrepasa una dosis soportable deviene patología y genera un bloqueo en la acción de defensa. La distancia entre lo “normal” y lo enfermizo en cuestión de miedos no es muy grande, y por eso resulta difícil hacer distinciones, sobre todo cuando se trata de miedos sagrados bien establecidos culturalmente y considerados “naturales”, como por ejemplo el miedo al infierno, al pecado, al diablo y a sus agentes predilectos las mujeres, que se ha mantenido presente durante siglos. A veces, la ansiedad, la angustia y el miedo conducen a estados de enajenación y locura. Cuando el temor a un peligro concreto de la realidad se hace excesivo, desemboca en una fobia. Si la imaginación se fija en objetos horribles, extraños a la realidad, se puede generar una psicosis. La neurosis traumática suele producirse cuando, tras un accidente, el miedo se fija de forma crónica en un riesgo potencial donde la vida del individuo está amenazada. Según Freud, el miedo por todo, sin objeto y sin razón general, deriva en una neurosis de angustia. Se tiene miedo fundado de una cosa y, por tanto, sus manifestaciones están vinculadas a un objeto y motivadas por la razón. Pero la angustia o ciertas formas de terror son emociones indefinibles que pueden persistir durante años y marcan al hombre en lo más profundo de su ser, como un sentimiento de inquietud que nace de la perspectiva y la espera de un peligro desconocido que amenaza con la destrucción de uno mismo7. Como dijo Freud, “la angustia se refiere al estado y prescinde del objeto mientras el miedo reclama la atención sobre el objeto”8. La ansiedad tuvo su terreno fértil de estudio en las experiencias de combate de las grandes guerras del siglo XX, que generaron cuadros traumáticos y neuróticos bien caracterizados. Se tiene miedo de un objeto determinado al que uno se podría enfrentar, mientras que la angustia no tiene ese referente y es un sentimiento global e indeterminado de inseguridad, o “complejo de Damocles” según la terminología acuñada por el polemólogo francés Gaston Bouthoul9. Mientras que el miedo se vincula a una amenaza inmediata, objetiva y específica, la angustia es un pánico irracional que procede del interior, y podría ser interpretada como una disposición latente al miedo hasta el descubrimiento de una causa eficiente. Pero el miedo puede trocarse en angustia (por ejemplo, el miedo a un incidente o un ataque nuclear) cuando aumenta la incertidumbre sobre la entidad e identidad de la amenaza y sobre las probabilidades de ser víctima de la misma, es decir, se percibe un aumento del riesgo o se evalúa como real una amenaza ficticia. Según la etología, el miedo no es un fallo de la evolución, sino un modo de salvaguardia de la propia integridad, un estado de alerta funcional en el curso del cual se elabora una respuesta frente a lo que se percibe como un peligro o una amenaza. Esta señal de advertencia atrae nuestra atención sobre un peligro con el objeto de afrontarlo mejor, pero para ello hace falta regularla, calibrarla y dominarla10. Para evitar el sufrimiento que provoca la dualidad miedo/angustia y preservar el equilibrio psicológico, el individuo busca medios de tranquilizarse, y éstos pueden diseñarse a la medida de su 6 Pierre Mannoni, De la peur au terrorisme, Vigneux, Éds. Matrice, 2004, pp. 68-81. Pascal Delwit y José Gotovitch (eds.), La peur du rouge, Bruselas, Université de Bruxelles, 1996, p. VII. 8 Sigmund Freud, A General Introduction to Psychoanalysis, Nueva York, Garden City Books, 1952, p. 103, cit. por Johanna Bourke, Paura. Una storia culturale, Bari, Laterza, 2007, p. 191. 9 Gaston Bouthoul, Traité de polémologie. Sociologie des guerres, París, Payot, 1970, pp. 428-431. 10 Christophe André, Psychologie de la peur. Craintes, angoisses et phobies, París, Odile Jacob, 2004, p. 12. 7 4 ansiedad o ser desmesurados y violentos. La respuesta frente a una amenaza puede variar entre dos polaridades extremas y opuestas: para eliminar el miedo, el individuo puede pasar al ataque como cualquier animal o bien replegarse o esconderse para evaluar de nuevo el peligro. Cuando se tiene la impresión de que se puede eliminar la amenaza mediante la acción, a través de la destrucción real o imaginaria del objeto o del estímulo que provoca el miedo, el individuo amenazado pasa al ataque. Esta actitud de autodefensa puede desembocar en conductas explícitamente violentas cuya brutalidad depende, entre otras variables, del nivel de temor que se esté sufriendo. En ese sentido, el miedo y su posible correlato agresivo están filogenéticamente programados en la conducta del hombre como parte de su capacidad para la supervivencia en un medio hostil. De modo que se puede afirmar que el miedo es “soluble” en la acción, sea ésta una movilización violenta o una manifestación de contornos pacíficos, y por ello desaparece en el momento de hacer frente a la causa del mismo11. Como emoción primaria, el miedo es una fuente universal de poder y de movilización social, como se puede constatar en el desarrollo de los más importantes movimientos de protesta, en las crispaciones contrarrevolucionarias y en las revoluciones. En definitiva, la violencia y el miedo son más significativos cuando se vinculan a determinados tipos de acción colectiva, pero en ocasiones, la experiencia conjunta del miedo, la crueldad, el pánico y la violencia puede desembocar en formas de confrontación “patológicas”, “anómicas” o “primitivas”. A la inversa, cuando el individuo no cree en la posibilidad de resistir a la amenaza, opta por la huida, y cuando el miedo se hace insuperable, puede generar bloqueo (terror) o descontrol (pánico como miedo extremo que disocia la aprensión de las causas que la provocan). En todo este proceso, la perturbación de la actividad normal del individuo se acompaña de una disminución importante de sus facultades intelectuales y su percepción de lo real. Como advertía Delpierre, “desde el instinto al espíritu, de los reflejos a la acción, todo se degrada por influencia del miedo”12, ya que el hombre asustado no es receptivo a los análisis discursivos ni a los argumentos de la lógica. El miedo como inductor del bloqueo de la capacidad razonadora del individuo Caricatura de Andrés Rábago, “El Roto”, en El País, 3 de junio de 2003 11 12 Ibid., p. 224. Delpierre, La peur et l’être, p. 55. 5 Los miedos colectivos y sus previsibles resultados muestran una naturaleza análoga a los miedos individuales, y pueden inducir a la violencia a través de la designación de un chivo expiatorio. Es preciso tratar de comprender mejor los mecanismos mentales que hacen nacer los grandes temores masivos. En principio, se podría señalar que los miedos multitudinarios se difunden a través del cuerpo social según tres tipos de dinámica: los rumores alarmistas que vehiculan todo motivo de temor favorecido por la inseguridad, la incertidumbre, la fluidez de los cambios, la percepción hostil del adversario político a través de estereotipos, clichés y prejuicios, y la pervivencia de determinados mitos convencionales en la conciencia colectiva (caso del bulo de los caramelos envenenados por damas de caridad que corrió por Madrid el 3 y 4 de mayo de 1936, y que generó ataques a establecimientos religiosos en Cuatro Caminos y Tetuán-Chamartín); los contagios mentales que se producen en comunidades cerradas o lugares de proximidad psicosociológica como las aldeas, los conventos, los cuarteles, las escuelas o las fábricas, donde la imitación y la histeria tienen una función especial (como ejemplo, el juicio y ahorcamiento por brujería de 19 personas en Salem, Massachusetts, en 169293), y las psicosis colectivas, o encuentro entre un hecho real o posible deformado o exagerado en cuanto a sus eventuales consecuencias, y la “espera” que caracteriza a la psicología de todo grupo acosado por una amenaza sobrenatural o sobrehumana (pánicos del tipo del suscitado en los estados de Nueva York y Nueva Jersey por la adaptación radiofónica de la novela de H.G. Wells La Guerra de los Mundos por Orson Welles el 30 de octubre de 1938, o la psicosis anticomunista de ambas posguerras mundiales), a la cual se añadiría la imitación y la capacidad de sugestión suscitada por la acción de los medios de comunicación y de propaganda de masas. Por ejemplo, en la Alemania de Weimar el miedo se alimentó de rumores (traición al Ejército, puñalada por la espalda de los “criminales de noviembre”, complot bolchevique) que, propalados con intensidad por los portavoces del ultranacionalismo, exacerbaron las tensiones y empujaron hacia la violencia13. Los modos de propagación de estos mitos y rumores fueron análogos a los de la Grande Peur de 1789, pero en esa ocasión la oleada de violencia no se dirigió contra el “complot aristocrático”, sino contra una presunta amenaza revolucionaria. Un esbozo histórico de antropología cultural del miedo Según Palou, “siendo la Historia el hecho del hombre, el miedo se encuentra mezclado sin cesar en la evolución de los tiempos”14. Los miedos colectivos has existido en todas las civilizaciones, y Mannoni los divide en miedos sagrados (manifestación de una Providencia que escapa al entendimiento de los hombres) y profanos (causalidades nefastas previsibles, frente a las que hay que tomar precauciones), de modo que la historia de los miedos colectivos oscila entre una historia de los peligros y una historia de los temores metafísicos y terrestres15. Los conceptos de miedo y violencia varían en función del contexto sociohistórico y, al mismo tiempo, estos fenómenos modelan nuestras propias esperanzas, deseos, ideas, creencias y razones. Por ejemplo, una blasfemia puede no causar impresión en una cárcel, pero puede generar pánico en un convento. Las muertes pueden ser susceptibles de castigo en el contexto de la justicia penal ordinaria, o merecedoras de una distinción en el transcurso de un conflicto bélico. 13 Enzo Traverso, À feu et à sang. De la guerre civile européenne, 1914-1945, París, Stock, 2007, p. 227. Jean Palou, La peur dans l’Histoire, París, Les Éditions Ouvrières, 1958, p. 59. 15 Lagrange, La civilité à l’épreuve, p. 31. 14 6 El hombre era un ser angustiado por la búsqueda de la seguridad y por adquirir una competitividad que amenaza la seguridad de los otros. Para defenderse o tranquilizarse, trataba de comprender y explicarse una realidad que percibe como amenazadora. Según Fernando Rosas, el miedo aparece vinculado a la subversión del orden pretendidamente establecido en los aspectos básicos de la experiencia16. La seguridad frente a la imprevisibilidad de la naturaleza la adquirió mediante una objetivación del mundo y de las relaciones que el hombre mantiene con él. La razón resultó un método eficaz para tranquilizarse, al ir disolviendo incertidumbre de lo misterioso (es decir, poniendo orden en el caos) a través del empleo de herramientas intelectuales como el discurso, la argumentación, la idea, la captación de la esencia de las cosas y la teoría. Durante la época moderna, la razón hizo resurgir el tema de la violencia, pero la “invención” de la razón en la Grecia clásica como medio para aprehender y conocer lo real ya había desencadenado con anterioridad la ofensiva contra ese miedo ancestral que los antiguos veían como un castigo divino procedente de Deimos (Δείμος o Pallor, temor) y Phobos (Φóβoς o Pavor, miedo), las dos lunas de Marte/Ares, dios de la guerra. De los miedos básicos que reposan en los niveles instintivos de la naturaleza humana, se pasó a otros miedos de construcción más sofisticada, en función del desarrollo material, social y mental de las sociedades17. Los historiadores afirman que el miedo como actitud personal o colectiva ante un peligro o amenaza es un fenómeno omnipresente al menos desde el Renacimiento. En la Época Antigua, la Edad Media y la primera Modernidad, marcadas por la precariedad de la existencia, se tenía miedo a la noche (el momento y ámbito de suspensión de la vida y las reglas sociales), a las epidemias o a otros temores procedentes del entorno físico en el período de los límites de la domesticación de las fuerzas de la naturaleza. Durante la Reforma ese miedo pasó del objeto al sujeto, al “otro” visto como enemigo, al pasarse de la moral externa basada en la obediencia a la ley a una moral interior (“etizicación”), que hizo aumentar la angustia, y que a partir del siglo XVIII implicó una mezcla de miedo personal y de preocupación creciente por el crimen y el orden. En esta transición de los miedos sagrados los profanos, que abarca los siglos XVI al XVII, el deseo de protección contra la adversidad y la obsesión por erigir una instancia justa para zanjar los diferendos más allá de los intereses particulares penetró en el pensamiento político de Maquiavelo, Bodino y sobre todo de Hobbes, que en su Leviatán ubicó la protección colectiva en el centro de su análisis. Durante el proceso civilizador de Occidente, cuyo origen se percibe en la sociedad cortesana, la violencia quedó oculta e institucionalizada, mediante la estricta coacción de los impulsos agresivos propios y ajenos, en la cual los pleitos de palabra ocuparon el lugar de los duelos por las armas18. Cuando tras un período de dura competencia entre los diversos señoríos territoriales feudales se fue estableciendo el monopolio estatal de la fuerza, se crearon espacios sociales pacificados que normalmente se veían libres del 16 De este modo, enumera los temores a las fuerzas de la naturaleza (desastres naturales y accidentes), a la salud y la seguridad personal (enfermedad, discapacidad, hambre, muerte), al desorden sociopolítico (amenazas de la población contra la autoridad como motines, revueltas y revoluciones, abusos del Estado como requisiciones, impuestos, levas y, en general, represión.), al otro (racismo, xenofobia y delincuencia), al desorden espiritual (brujería, herejía y acciones de minorías religiosas) e ideológico (ideas que alteran los planes de la razón, la política y la sociedad), a la subversión de la realidad (monstruos, fantasmas) y en las últimas décadas, a un modo de subversión globalizada de carácter nuclear, ecológica o terrorista (Fernando Rosas Moscoso, “El miedo en la historia Lineamientos generales para su estudio”, en Claudia Rosas Lauro [ed.], El miedo en el Perú: siglos XVI al XXI, Lima, PUCP, 2005, pp. 30-31). 17 Ibid., 24. 18 Norbert Elias, La sociedad cortesana, México, FCE, 1982, pp. 317-319. 7 imperio del temor generado por los actos de violencia incontrolada. Si en el pasado los ritos religiosos buscaban tranquilizar a los hombres, el deseo de seguridad se “laicizó” durante la Ilustración, y las seguridades espirituales fueron sustituidas por seguridades materiales de preservación de personas y bienes contra el fuego, el robo o la violencia. Es en ese momento cuando surgió la violencia como tema social, y con él otras cuestiones que trataban de establecer su racionalización, como la proporcionalidad entre crimen y castigo y su carácter preventivo (Beccaria). Aunque en la Edad Media el miedo social (año mil, peste, revueltas, guerras...) había provocado conmociones colectivas, fue en los albores de la contemporaneidad cuando el miedo y la violencia adquirieron una neta caracterización política, especialmente en la dinámica de confrontación entre la revolución y la contrarrevolución. La Grande Peur de 26 de julio a 6 de agosto de 1789, que se manifestó en una sucesión de levantamientos en armas y de saqueos de castillos motivada por una falsa alerta, fue el resultado de una suma de factores históricos y sociales (falta de educación, fragilidad económica, sucesión de desgracias naturales, escasez de información) que persuadió a los campesinos de la verosimilitud de la amenaza: el bulo de un “complot aristocrático” de emigrados contra el pueblo con la ayuda de bandidos y potencias extranjeras. Fue la primera vez que el miedo colectivo tuvo una inequívoca lectura moderna como amenaza a la seguridad nacional respondida por la intensificación de la acción política colectiva. El pánico produjo una vigorosa movilización revolucionaria, fortaleció la unidad nacional y aceleró el cambio social, ya que la reacción en los campos se dirigió contra la aristocracia, arruinando el régimen señorial19. De modo que a los miedos medievales al milenio, la peste o el diablo estudiados por Delumeau sucedieron a partir de la Gran Revolución una multitud de nuevos miedos colectivos de carácter netamente social y político: a los errantes, a los bandidos, a los contrarrevolucionarios, a los movimientos concertados de tipo popular (coaliciones) y sus correlatos violentos bajo la forma de complots, motines, revueltas campesinas, insurrecciones, revoluciones, etc. Desde 1789 hasta mediados del siglo XIX la preocupación por la seguridad se confundió con un temor a la “rebelión de los pobres”, vinculada a una obsesión por el crimen orientada por el nacimiento de la “cuestión social”20, cuya plasmación en iniciativas de reforma permitió la reducción de estos temores durante el Segundo Imperio o la Inglaterra victoriana. La percepción del sujeto social del miedo cambió también radicalmente: durante largo tiempo, el miedo estuvo vinculado a la cobardía, la villanía y a un “bajo origen”, según el canon heroico impuesto por Virgilio. Los hombres humildes eran por definición, temerosos y medrosos. La literatura caballeresca de los siglos XIV al XVI contribuyó a reforzar esta oposición entre el caballero sin miedo y el campesino asustado y vil. Con la aparición del espíritu burgués en la sociedad occidental a partir de los siglos XIV-XVI, los valores nobiliarios del coraje y el honor dejaron paso a otros rasgos de comportamiento más prosaicos como el egoísmo, la hipocresía o la “prudente” cobardía que adorna a los arquetipos literarios de Falstaff o los pícaros. Pero con la gran conmoción revolucionaria francesa, el pueblo adquirió la fuerza y la voluntad que le faltaban, conquistando el derecho a ejercer su valor sin trabas, y el miedo acabó por diferenciarse de la cobardía y la temeridad21. Más tarde, con el nacimiento de la psicología, el miedo se transformó en un comportamiento natural, susceptible de ser estudiado científicamente en sus manifestaciones normales y patológicas. 19 George Lefebvre, La grande peur de 1789, París, Armand Colin, 1932, p. 247. Lagrange, La civilité à l’épreuve, p. 99. 21 Delumeau, La peur en Occident, p. 5. 20 8 La nacionalización de los miedos colectivos Mapa de difusión de la Grande Peur de 1789 A partir del siglo XIX, los miedos políticos y sociales concernieron sobre todo a las diversas manifestaciones de radicalismo22, dirigiéndose concretamente contra quienes erosionaban las bases constitutivas de la sociedad burguesa, como los partageux de inicios del siglo XIX, los anarquistas de fines de la centuria o los bolcheviques representados bajo el estereotipo del mujik hirsuto23. El miedo a la subversión era algo inherente a las relaciones económicas capitalistas durante toda esta época: en esa exaltación del poder del enemigo que es la base del miedo y de sus respuestas anejas, los obreros sustituyeron a las multitudes anónimas del Antiguo Régimen como “clases peligrosas” y su cohorte de desplazados: mendigos, vagabundos, gitanos o buhoneros. Con el cambio de siglo se percibió una degradación del orden y la seguridad públicos, a la vez que se contempló el desarrollo de los diferentes cuerpos de policía, una internalización de la seguridad y la violencia (con la tendencia a la reclusión de los crímenes y su castigo a la esfera privada) y una percepción del crimen como enfermedad del cuerpo social en la psicología multitudinaria de Gabriel Tarde, el análisis durkheimiano del suicidio como “enfermedad” urbana o la búsqueda de “patologías” físicas y mentales en los sujetos a comportamientos delictivos por parte de la escuela lombrosiana. En esos años también apreció un miedo a la degeneración o a la pérdida de identidad propio del Zeitgeist finisecular, y se fue difuminando la imagen de la clase obrera como “clase sospechosa”, cuando el movimiento socialista se fue integrando progresivamente en los diferentes sistemas políticos nacionales, con su momento culminante en la Union sacrée de 1914, y el miedo se desplazó hacia las vanguardias revolucionarias, especialmente cuando, a partir de 1917, el bolchevique apareció como encarnación renovada del “miedo al rojo” en esa “mentalidad de asedio” 22 23 Delwit y Gotovitch, La peur du rouge, p. VIII. Dominique Lejeune, La peur du “ rouge” en France. Des partageux aux gauchistes, París, Belin, 2003. 9 que invadió los sectores conservadores con el redescubrimiento del obrerismo revolucionario como enemigo irreductible24. La experiencia de la guerra de 1914-18 generó una nueva cultura tanatocrática que rompió con la tendencia a la privatización de la muerte en las sociedades modernas a través de su “medicalización” en el espacio familiar y su relegación a los cementerios25. La Gran Guerra rompió con esa tendencia al duelo individual y a la intolerancia moderna hacia la muerte, e inició la banalización y la apropiación pública del acontecimiento luctuoso a través de conmemoraciones ritualizadas que cohesionaban la comunidad nacional o política26. Junto con la racionalidad moderna de las tecnologías destructoras y de las armas en masa aparecieron las emociones escondidas de un mundo social desfigurado por la violencia. El miedo y las respuestas defensivas ante sus causas fueron un ingrediente destacado de la movilización social y política el período. A partir de los años veinte y treinta, cuando el miedo a la muerte violenta invadió el imaginario de las sociedades europeas sometidas al trauma de la guerra pasada y por venir, la URSS y el comunismo encarnaron el mal en el mundo liberal y católico, mientras que el fascismo desempeñó análogo papel para el movimiento obrero y democrático, sobre todo tras los triunfos del Frente Popular en España y Francia. Los miedos actuales: angustia, inseguridad y riesgo Fonvieille-Alquier presenta la crisis de ansiedad que sufrió el Secretario de Estado de Defensa James Forrestal el 10 de abril de 1949, en plena crisis de Berlín (que fue interpretada por los rusos como un caso típico de paranoia anticomunista), como un símbolo del miedo institucionalizado basado en las estrategias de acción preventiva y equilibrio del terror que prevalecieron durante la Guerra Fría27. Si tras 1918 el conflicto militar convencional se convirtió en la más grande amenaza para la humanidad, después de 1945 surgió el terror atómico como realidad apocalíptica que, partiendo del “traumatismo fundador” de Hiroshima, se convirtió en uno de los grandes “miedos cíclicos” de Occidente en la actualidad: miedo a “la bomba” en los cincuenta, al desorden y la proliferación nuclear en los sesenta-setenta (con hitos como las crisis de los misiles en Cuba de 22 a 29 de octubre de 1962 y de los euromisiles desplegados en 1979-81 tras el debate sobre la bomba de neutrones y la degradación de relaciones EsteOeste con la invasión rusa de Afganistán en 1979 y el bloqueo de las negociaciones SALT II), a los accidentes nucleares en los ochenta (Chernobyl, 26 de abril de 1986) y al terrorismo nuclear desde fines de siglo. El miedo a la energía nuclear, cifrado en la omnipotencia y duración del átomo como enemigo minúsculo e indescifrable, está articulado en torno a tres cuestiones clave: la seguridad de los reactores, el control de los transportes y el depósito de los residuos radioactivos28. La vaguedad de las nociones actuales de violencia y de miedo resultan socialmente funcionales desde el momento en que ayudan a forjar el individualismo que caracteriza Para el caso español, Fernando del Rey Reguillo, “El empresario, el sindicalista y el miedo”, en Rafael Cruz y Manuel Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Madrid, Alianza, 1997, pp. 235-272. 25 Philippe Ariès, L’Homme devant la mort, 2. La mort ensauvagée, París, Seuil, 1977. 26 Traverso, À feu et à sang, pp. 219-220 y, sobre todo, George L. Mosse, Le guerre mondiali. Dalla tragedia al mito dei caduti, Bari, Laterza, 2002, pp. 37-55 y 79-118. 27 François Fonvieille-Alquier, La grande peur de l’après-guerre, 1944-1953, París, Robert Laffont, 1973, p. 43. 28 Sobre la educación de varias generaciones en el miedo a la bomba nuclear, véanse Bourke, Paura, pp. 257-289 y Marie Hélène Labbé, La grande peur du nucléaire, París, Presses de Sciences Po, 2000. 24 10 nuestra época. En contraste con la reclusión en los valores interpersonales en las relaciones sociales ordinarias, el aumento de la agresividad y los crímenes de apropiación en los últimos cuarenta años resulta un hecho constatable. Tras el descenso de la criminalidad en Europa y Estados Unidos entre 1850 y 1950, a partir de 1960 se ha producido un retorno de la violencia en las relaciones civiles y la aparición de la incivilidad en gran escala. Este resurgimiento de la violencia cotidiana viene asociado al desarrollo de un sentimiento de inseguridad que, en ocasiones, está conduciendo a la involución social. Esta sensación de inseguridad se fue perfilando en el siglo XVIII como mezcla de los tradicionales miedos personales y la preocupación por la violencia y el crimen propia de la mentalidad burguesa. Lagrange distingue el miedo como actitud individual ante el peligro dictado por la experiencia y la preocupación, inquietud o inseguridad, que es la postura colectiva ante las amenazas que afectan al conjunto de la comunidad29, y que hasta épocas recientes había estado relegada por los progresos de la democracia y la civilidad. Como fenómeno psicosociológico, la inseguridad comenzó a ser objeto de análisis social y político en los años 1970, cuando tras el primer “choque” petrolero y en el momento de la emigración masiva a las ciudades, este sentimiento cobró mayor importancia social, lo que se tradujo en la incorporación masiva de los asuntos criminales en el debate público30 y en la aparición de un nuevo elenco de “clases peligrosas”: emigrantes, jóvenes, marginados, etc. La inseguridad consiste en “un proceso de lectura del mundo circundante” y se capta como un síndrome de emociones (odio, miedo, celos) cristalizado sobre el crimen y sus actores reales, potenciales o ficticios31. Este sentimiento de inseguridad se amplía con la proliferación de actos incívicos (vandalismo, ruidos, mala educación, falta de respeto a los códigos legales y de conducta cívica, etc.) que generan sentimientos de rechazo y de temor como reflejo de una pretendida degradación de lo social o como expresión de una desestructuración manifiesta de las referencias políticas y sociales32. La forja individual de este sentimiento de inseguridad depende del sistema de relaciones interpersonales: cuanto más reducido sea éste, mayor sensación de inseguridad existe. El miedo a la victimización aumenta donde hay más crímenes, y paradójicamente suelen ser las personas más aisladas y menos expuestas las que están más preocupadas. También hay una correlación entre las preocupaciones por la inseguridad y la identidad colectiva marcadas por la pertenencia a una nación (xenofobia), un sexo (sexismo) o una raza (racismo), muy por encima de quienes tienen una identidad vinculada a convicciones morales y políticas33. La reacción contra la inseguridad adopta formas autodefensivas y proteccionistas reforzadas por la exclusión del “otro”: el extranjero y el extraño que amenaza no sólo los intereses, sino la identidad del “yo”. Como se puede constatar en los cambios de actitud ante la delincuencia reflejados en las encuestas demoscópicas, cuando los media cubren un gran atentado o un asesinato, los medios de comunicación contribuyen a la construcción de miedos al hacer accesibles al público las realidades criminales. La inseguridad frente a la amenaza Lagrange, La civilité à l’épreuve, p. 32 nota 1. Ibid., p. 152. 31 Sébastien Roché, Le sentiment d’insécurité, París, PUF, 1993, p. 20. Del mismo autor, Insécurité et libertés, París, Seuil, 1994. Sobre la inseguridad civil, véase también Yves-Alain Michaud, Changements dans la violence. Essai sur la bienveillance universelle et la peur, París, Odile Jacob, 2002, pp. 71-86. 32 Werner Ackermann, Renaud Dulong y Henri-Pierre Jeudy, Positions pour une sociologie de l’insécurité, cit. por Roché, Le sentiment d’insécurité, p. 115. 33 Jean-Luc Mathieu, L’insécurité, París, PUF, 1995, p. 16. Sobre la percepción diferencial del miedo en el espacio público según el sexo, véase Marylène Lieber, “Les peurs dans l’espace public: l’apport d’une reflexión sur el genre et les violences, en Emmanuel Gleyze (dir.), Peurs et risques contemporains. Une approche pluridisciplinaire, París, L’Harmattan, 2006, pp. 23-53. 29 30 11 del crimen se produce porque éste concierne a la vez al individuo, al ámbito institucional y al político. El crimen como categoría jurídica y norma penal fue establecido para generar tranquilidad. Asegurar que un individuo es un criminal no es solamente afirmar que ha cometido un acto ilegal y punible, sino que se le atribuye un rasgo personal que parece tranquilizarnos en dos planos: en relación a los otros porque se le puede excluir de la sociedad interponiendo medios de defensa que se estiman legítimos y necesarios. En relación a uno mismo, autocomplaciéndose de estar incluido en el mundo “normal” y “legítimo”. En la última centuria, el miedo a la criminalidad ha sido usado para legitimar una cada vez más estrecha vigilancia sobre los grupos subordinados, hasta establecer una auténtica “sociedad vigilante” basada en el reforzamiento constante de las medidas preventivas34. Así se perfila la existencia de la actual “comunidad del miedo” de la que habla Bauman subrayando su carácter segregacionista o la “comunidad de peligro” a la que alude Beck fundada en la condivisión de la ansiedad35. Esta sensación de inseguridad afecta sobre todo a la población de mayor edad y teóricamente menos expuesta este tipo de amenazas, y acostumbra a ser instrumentalizada políticamente por los movimientos y organizaciones de la extrema derecha36. La “hipersecurización” que está presente en la sociedad actual permite descubrir el miedo, que en otras épocas pasaba desapercibido, y que ahora está vinculado al riesgo como medida de la incertidumbre inherente a la condición humana, que implica un cálculo de las posibles alternativas planteadas en una conducta individual o colectiva (por ejemplo, de una empresa) sometida a un peligro por inatención, negligencia, desconocimiento del medio o torpeza de los otros37. La cultura posmoderna, una vez que ha constatado que el progreso no ha aportado la paz, ha generado nuevos miedos: a la guerra nuclear o bacteriológica, la tecnología, la crisis económica, el paro, la contaminación, la explosión demográfica, la degradación genética, el avance de los integrismos, la emigración incontrolada, la erosión de los valores y las tradiciones, etc. En las sociedades occidentales hay una omnipresencia del miedo a la muerte y al riesgo del coste humano de la violencia que en la vida política se traduce en la fobia oficial a las previsibles pérdidas que puede conllevar un enfrentamiento con resultado letal. Un buen ejemplo de esta actitud contrastada hacia la muerte lo tenemos en la retirada norteamericana de Mogadiscio en 1993 tras unos combates callejeros que costaron la vida a 18 marines, frente a la escasa reacción política que suscitó el gigantesco holocausto colectivo de Verdún, que en 1916 costó a ambos bandos un cuarto de millón de muertos y alrededor de medio millón de heridos. Los políticos, los soldados y las opiniones públicas de épocas pasadas eran, sin duda, menos vulnerables a la conmoción psicológica causada por la muerte, mientras que en la hora presente el miedo ante la presencia de un enemigo real o imaginario se ha convertido en la tónica dominante38. Esta es la gran ventaja que tiene el terrorismo autoinmolatorio sobre las hipersensibilizadas sociedades occidentales, sometidas a un estado de vigilia permanente que algunos gobiernos transforman en psicosis colectiva de seguridad. En este caso, el temor al “nuevo” terrorismo, con su actual componente sagrado (la “amenaza verde” islámica que sustituye en nuestra época a la periclitada “amenaza roja” 34 Bourke, Paura, p. 340. Zygmunt Bauman, La solitudine del cittadino globale, Milán, Feltrinelli, 2000, p. 23 y Ulrich Beck, La società del rischio, Roma, Carocci, 2000, p. 62. 36 Un estudio reciente que aborda el problema de la manipulación e instrumentalización de los miedos coetáneos a la emigración, el multiculturalismo o la globalización por parte de la actual derecha populista radical europea: Miguel Ángel Simón (ed.), La extrema derecha en Europa desde 1945 a nuestros días, Madrid, Tecnos, 2007. 37 David Le Breton, La sociologie du risque, París, PUF, 1995, p. 23. 38 Delumeau, La peur en Occident, p. 8. 35 12 de la Guerra Fría), se asemeja a los miedos del año mil, y provoca una actitud de estupor que ya denunció Benjamin Barber tras los atentados de 2001: “el terrorismo puede incitar a un país a asustarse hasta el punto de hacerle caer en una especie de parálisis. Desarma a los poderosos suscitando una ansiedad que le priva de sus medios. Transforma a los ciudadanos en espectadores nerviosos. Nada induce más al miedo que la inacción”39. Aunque la mayor parte de los intelectuales y hombres políticos declaran rechazar los miedos coetáneos en nombre de la libertad, la razón, etc., no acaban de comprender que el miedo también nos enseña el precio a pagar por la preservación de los valores de convivencia: el miedo a la guerra civil nos enseña a respetar la autoridad y la ley, el miedo al totalitarismo nos enseña a apreciar la democracia, y el miedo al fundamentalismo religioso reivindica la tolerancia y el pluralismo40. El miedo y la violencia como mitos fundacionales de la sociedad moderna: la teoría política de tradición hobbesiana La violencia aparece como una fuerza en la historia, al igual que el miedo. Las grandes instituciones que nos gobiernan son, casi todas, el fruto de ambas. El miedo aparece vinculado a la política desde su misma configuración como saber social específico y diferenciado. El papel de la violencia y el miedo en los regímenes y los cambios políticos ya fue destacado por Aristóteles, y Maquiavelo situó a los dos comportamientos en el centro de la acción de gobierno. El autor de El Príncipe consideraba el miedo como la principal estratagema política de los dirigentes que tratan de establecer un nuevo régimen de gobierno. La violencia con finalidad intimidatoria surge en la ciencia política como un factor eminentemente pragmático, ya que su éxito se mide por criterios de eficacia política que lleva aneja la marca de la virtù, y no por cualidades de orden ideológico o moral41. De forma que, desde el pensamiento político clásico, miedo y violencia aparecen como ingredientes fundamentales de los juegos de poder. Hobbes es, sin duda, el teórico de referencia de la política basada en el miedo que trata de prevenir la violencia inherente a las relaciones humanas. Para este autor, el miedo a la muerte en el “estado de naturaleza” es la experiencia existencial primordial que sólo puede remediar la aparición de una ley absoluta. Hobbes atribuye al miedo a una muerte terrible —fear of agonizing death— una misión civilizadora esencial que se sitúa en el origen de la razón de Estado, que cumple el Derecho por medio de la intimidación. El “estado de naturaleza” identificable con la violencia no se traduce necesariamente en actos concretos de agresión: constituye sobre todo una situación latente de miedo donde cada individuo calcula los riesgos que el otro representa para su supervivencia. El sujeto hobbesiano no es naturalmente agresivo, sino que es un individuo que anticipa, se representa o se imagina las amenazas contra su vida, y actúa antes de que el otro ataque. Foucault ya señaló que la guerra hobbesiana consiste más bien en una confrontación de representaciones que en conflictos reales. El Estado hobessiano no está fundado, pues, sobre la guerra abierta, sino sobre el cálculo securitario por el cual cada cual se representa y evalúa los medios de conjurar el riesgo42. Benjamin Barber, L’empire de la peur: terrorisme, guerre, démocratie, París, Fayard, 2003, p. 27. Corey Robin, La peur. Histoire d’une idée politique, París, Armand Colin, 2006, p. 15. 41 Arno Mayer, Les furies, 1789-1917. Violence, vengeance, terreur aux temps de la révolution française et de la révolution russe, París, Fayard, 2002, p. 92. 42 Michel Foucault, “Il faut défendre la société”, París, Seuil-Gallimard, 1997, pp. 239-244. Sobre Hobbes, la política y el miedo, véanse Remo Bodei, Géométrie des passions. Peur, espoir, bonheur : de 39 40 13 Las teorías inspiradas en el Leviatán consideran la violencia como algo inherente a la acción política, puesto que la paz social está garantizada a través del monopolio del uso de la fuerza por parte del Estado. Con la custodia que éste asume de los bienes y personas, los particulares renuncian a la violencia y ceden gran parte de sus derechos de autodefensa a este nuevo ente colectivo que impone el orden mediante la coerción. Para Hobbes, la verdadera libertad coincide con el miedo y la necesidad, ya que, según el Leviatán, “temor y libertad son compatibles”. El Estado como garantía de protección contra el miedo y la muerte Portada de Leviathan por Abraham Brosse (1651) El pensamiento sobre la violencia conoció su plena expansión en la era de las revoluciones políticas, sociales y económicas de fines del siglo XVIII y de todo el siglo XIX. La naturaleza de las cosas se llenó de violencia y ésta se dejó ver y entender como una manifestación de la estructura misma del ser. Montesquieu introdujo el término “terror” en el lenguaje político asignándole un significado preciso, como sinónimo del miedo, que es la característica determinante del principio rector de los regímenes despóticos que no emplean la violencia de forma limitada y ejemplar contra el enemigo interior. Montesquieu coincidía con Hobbes en destacar el miedo como elemento fundacional del orden político, pero describía el terror del déspota como una pasión la philosophie à l’usage politique, París, PUF, 1997, pp. 31-42; Julien Freund, “La peur et la crainte”, en L’essence du politique, París, Sirey, 1981, pp. 524-537; Virgilio Mura, “Il potere della paura, la paura del potere. Le tesi di Hobbes e Ferrero”, en Dino Pasini (dir.), La paura e la città. Simposio internazionale di filosofia della politica, Roma, Editrice Astra, 1984, vol. II, pp. 103-134 y Robin, La peur, pp. 45-67. 14 devoradora que reducía al hombre a la aprehensión bruta de su destrucción física43. Esta idea del terror como principal recurso del despotismo se expandió entre los filósofos ilustrados, y marcó la pauta de su empleo político en la época contemporánea. Los filósofos de la primera posguerra mundial se inspiraron en la experiencia de un conflicto dominado por el miedo a la muerte violenta para reflexionar sobre la angustia del hombre ante la muerte inevitable. Su expresión más profunda se encuentra en el “Sein zum Tode” de Ser y Tiempo (1929) de Martin Heidegger: la angustia ante muerte no es la reacción ocasional ante un deceso, sino que es una condición existencial permanente que aplasta y domina al hombre como “ser-para-la muerte”. El legado de Hobbes es perfectamente identificable en la obra de pensadores como Norbert Elias, quien señala que la evolución hacia la “civilidad” se halla relacionada con la formación del Estado, cuyo objetivo final era monopolizar el uso de la fuerza sobre un determinado territorio. Pero el Estado es un instrumento pacificador muy peligroso, ya que por un lado mantiene e impone la paz interior, pero esa pacificación no afecta a las relaciones entre los estados, que en su afán por ampliar y reforzar su poder pueden aprovechar ese monopolio adquirido de los instrumentos de violencia para hacer la guerra a otros estados y a otras poblaciones. Desde siempre, las sociedades humanas presentan las dos caras de Jano: pacificación en el interior, amenaza hacia el exterior”44. La amenaza del estado de guerra sería, en definitiva, la situación omnipresente en el proceso de civilización. Guglielmo Ferrero consideró que toda civilización era el producto de una lucha contra el temor. La falta de medida que caracteriza al hombre y a la sociedad proyecta sobre la condición humana la sombra del miedo, considerada como incomprensible y amenazadora: miedo hacia los otros considerados como enemigos, y miedo al futuro, temido por su potencial incertidumbre en inseguridad. De este miedo universal nace la sociedad, que es la construcción racional de un orden artificial capaz de producir paz y seguridad. La civilización es un esfuerzo para superar ese miedo primordial. Este afán de superación del temor se explicita a través del poder, pero éste queda viciado por una paradoja: para lograr su objetivo debe dotarse de medios coactivos, recurriendo a un instrumento —el miedo— cuya desaparición es el objetivo último de la política. Sólo la legitimidad puede liberar al poder del miedo: donde el poder es legítimo, la soberanía asume la característica de un “contrato implícito” entre los súbditos y la autoridad que permite el empleo menos intenso de los medios coactivos. Pero esta legitimidad puede entrar en crisis, y la conflictividad entre diversos intereses agudizarse hasta poner en discusión el orden político establecido. En tales circunstancias se crea una situación de ilegitimidad en la que reaparece el miedo como recurso de control del poder político, por ejemplo, durante la Revolución francesa y el fascismo. Para que no se consume esta crisis de legitimidad hay que apoyar la implantación de una democracia pluralista capaz de tutelar los derechos de las minorías45. Hannah Arendt fue uno de los primeros pensadores políticos que examinó la naturaleza de la violencia y la actuación del terror en las sociedades totalitarias, sometidas a “un sistema de espionaje ubicuo, donde todo el mundo puede ser un agente de policía y donde cada individuo se siente sometido constantemente a vigilancia” 46. Si 43 Robin, La peur, pp. 68-92. Norbert Elias, La sollicitude des mourants, París, Christian Bourgois, 1987, p. 14. 45 Guglielmo Ferrero, Potere, Milán, Edizioni di Comunità, 1947. Sobre las tesis defendidas por este autor, véase Mauricio Griffo, “Antifascismo, potere e paura in Guglielmo Ferrero. Una lettura storica della teoria della legitimità”, en Lorilla Cedroni (ed.), Guglielmo Ferrero. Itinerari del pensiero, Nápoles, ESI, 1994, pp. 459-475. 46 Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 1987, vol. III, p. 643. 44 15 la legalidad es la esencia del gobierno no tiránico, el terror es la esencia de la dominación totalitaria47. Arendt distinguió dos variedades de terror: uno esencialmente instrumental ejercido contra los enemigos reales o potenciales durante la primera fase de un régimen revolucionario (caso del “terror de la virtud” de Robespierre) y otro concebido como un fin en si mismo, propio de los regímenes totalitarios48. El resultado final del totalitarismo enraizado en la masa es el terror total, dirigido a destruir la libertad del individuo y a liberar la evolución de la naturaleza y de la historia de los obstáculos del “yo”. La combinación de terror, violencia y propaganda es descriptiva de la atmósfera psíquica del totalitarismo Manifestaciones paroxísticas del miedo y la violencia en los conflictos de poder: las aplicaciones políticas del terror La violencia y el miedo están presentes tanto en la vida de las sociedades como en la de los individuos, y modelan la historia y la vida cotidiana. Ambas cobran sentido en la sociedad que trata de vencerlas y que, por sus estructuras, medios y saberes técnicos, puede hacer aparecer nuevos peligros y nuevos riesgos. La violencia y el miedo impregnan la vida, el trabajo, el lenguaje o el consumo, lo que obliga a una organización, una producción y una filiación de ambos comportamientos. Como hemos visto en el apartado anterior, el miedo y la violencia penetran hasta el meollo del poder y las instituciones. Si, según Weber, el recurso a la violencia constituye el medio normal de poder, la época contemporánea no se distingue de las precedentes sino en la medida en que este medio normal es monopolizado por un Estado de derecho, pero el poder siempre está fundamentado en el reflejo arcaico del miedo49. El miedo puede servir para revelar las lagunas del poder político o religioso o sus excesos. El nivel de miedo puede ser un serio índice de salud institucional. El miedo es una coartada fundamental que permite superar los reparos morales que plantea el uso de la violencia. A veces el miedo compartido es susceptible de favorecer la solidaridad de los individuos que actúan por una misma causa, y ese es el fundamento psicológico de la conmemoración de las guerras o de las revoluciones. Sin embargo, si el miedo es muy intenso, como en el caso del terrorismo, la inhibición generalizada que provoca bloquea la “función asociativa” y genera disgregación social. La violencia está vinculada al miedo en tanto que implica el uso deliberado de la fuerza con el propósito de dañar físicamente y psicológicamente al adversario o a sus pertenencias, de modo que una reacción previsible ante la violencia es la alteración del comportamiento de una persona en el sentido de la intimidación. Si la violencia reactiva viene con frecuencia inducida por el miedo, la proactiva tiene la virtualidad de generarlo. El miedo surge de la politeya como palestra de confrontación visible en el seno de una sociedad, y se alimenta de las desigualdades de poder existentes en su seno. En general, las estrategias de intimidación en la vida pública suelen obedecer a dos esquemas alternativos: en el primero, los dirigentes políticos definen lo que es o debe ser el objeto de terror para la opinión, y lo nutren con la exhibición de una amenaza real o ficticia (identificación de la causa de un peligro, inquietud o amenaza, sobre todo externo a la comunidad) que tiene la virtualidad de aglutinar a la sociedad en su contra. Ahí figura de forma destacada la forja de la imagen estereotipada del enemigo político, 47 Ibid., p. 688. Hannah Arendt, On Revolution, Nueva York, Viking, 1965, p. 95. Sobre su concepción del terror político, véase también Robin, La peur, pp. 118-158 49 Christiane Vollaire, “Modulations politiques et manipulations sécuritaires de la peur”, Lignes, 15 (octubre 2004), pp. 46-47. 48 16 cuya demonización como ente peligroso se acompaña siempre de la exaltación de la propia cohesión que es la base de la ulterior movilización50. En la segunda hipótesis, el miedo puede nacer de las jerarquías sociales, políticas y económicas que dividen una nación, y se dirige, no a fomentar la unidad, sino a atizar la división interna para hacer que un grupo mantenga o acreciente su poder sobre otros51. Es la estrategia que actúa como desencadenante de las revoluciones, los golpes de Estado o las guerras civiles. El poder político tiene en la fuerza su última instancia de apelación, que aplica bajo la forma de coerción o represión, que consiste en una amplia gama de actuaciones dirigidas a aumentar los riesgos y los costes de la movilización52. Los efectos de la represión son muy variados, ya que puede promover (radicalizar) o impedir (disuadir) la movilización. Que se produzca una cosa u otra depende de la intensidad y de los efectos directos e indirectos de la misma coacción53. Durante o después de un período de cruenta represión, la violencia suele adoptar una forma latente (miedo, autocensura) o mostrarse a través de sutiles mecanismos de presión psicológica que resultan un eficaz complemento a la desmovilización política y a un eventual recrudecimiento de la coerción física. La violencia represiva puede apuntalar la cohesión interna de un grupo, pero en sus relaciones con su entorno sociopolítico es, en la mayor parte de los casos, un factor altamente desestructurante y disociador. La violencia represiva surge en su forma más pura cuando el poder corre serio peligro o se desmorona, y opta por el terror, que puede ser definido como un uso constante de la violencia como modo de gobierno, cuando el binomio poder/autoridad se destruye, pero el primero trata de mantenerse a toda costa. El terror es la manifestación paroxística de un conflicto planteado en torno a la legitimidad del poder político. En las sociedades contemporáneas se ha manifestado de forma dual como un modo de conservar el poder o de subvertirlo. Según señala Sebastian Haffner en sus memorias de juventud, “la historia europea conoce dos formas de terror: una es la borrachera sangrienta y desenfrenada de una masa revolucionaria desencadenada y ofuscada por su victoria; la otra es la crueldad fría, deliberada, de un aparato estatal triunfante que trata de intimidar y manifestar su poder. Estas dos formas quedan repartidas entre la revolución y la represión. La primera es revolucionaria: se excusa por la emoción y la rabia del momento, por el arrebato. La segunda es represiva; se excusa en las represalias frente a las atrocidades de la revolución”54. El temor es la base conceptual del terrorismo, que se puede definir como un método para inducir el miedo a través de acciones violentas repetidas 55. Entendido como sucesión premeditada de actos violentos e intimidatorios ejercidos sobre población no combatiente y diseñados para influir psicológicamente sobre un número de personas muy superior al que suman sus víctimas directas y para alcanzar así algún 50 Sobre la caracterización del enemigo interno, véase especialmente Angelo Ventrone, Il nemico interno. Immagini e simboli della lotta politica nell’Italia del ‘900, Roma, Donzelli editore, 2005. Para el caso español, Francisco Sevillano Calero, Rojos. La representación del enemigo en la Guerra Civil, Madrid, Alianza, 2007. 51 Robin, La peur, pp. 29-33. 52 Alex P. Schmid, “Repression, State Terrorism, and Genocide: Conceptual Clarifications”, en P. Timothy Bushnell, Vladimir Shlapentokh, Christopher K. Vanderpool y Jeyaratnam Sundram (eds.), State Organized Terror. The Case of Violent Internal Repression, Boulder, Westview Press, 1991, p. 25 53 Kart Dieter Opp y Wolfgang Roehl, “Repression, Micromobilization, and Political Protest”, en Doug McAdam y David A. Snow (eds.), Social Movements: Readings on Their Emergence, Mobilization, and Dynamics, Los Angeles, Ruxbury Publishing Co., 1997, p. 191. 54 Sebastian Haffner, Histoire d’un Allemand. Souvenirs, 1914-1933. Nouvelle édition augmentée, Arles, Actes Sud, 2003, pp. 187-188. 55 Jan Oskar Engene, Terrorism in Western Europe. Explaining Trends since 1950, CheltenhamNorthampton, Edward Elgar, 2004, p. 8. 17 objetivo, casi siempre de tipo político56, el terrorismo provoca determinadas reacciones psicológicas sobre una población sometida a su amenaza, sea ésta supuesta o real. El terror es una forma extrema de ansiedad, a menudo acompañada de agresión, negación, reducción del afecto, y seguida de imágenes temibles y de repetidos recuerdos traumáticos57. En los años setenta, el psiquiatra vienés Friedrich Hacker diferenció el terror (definido como “el empleo por los poderosos de la intimidación como instrumento de dominio”) del terrorismo, caracterizado como “la imitación y aplicación de los métodos del terror por los (al menos, en principio) débiles, los despreciados, los desesperados, que ven en el terrorismo el único medio de conseguir que se les tome en serio y se les escuche”. Hacker destacó una faceta esencial del acto terrorista, sea cual fuere su origen: que su efecto psicológico resulta tanto o más importante que las reales consecuencias físicas del acto violento. Además de un medio de control social, el terror es también un mecanismo de comunicación que coarta y condiciona el comportamiento del receptor, que numéricamente es mucho más amplio que las víctimas directas de la agresión: “El terror y el terrorismo señalan y pregonan que, en cualquier tiempo y lugar, todos podemos estar amenazados, sin que importe el rango, los méritos o la inocencia de cada cual: es algo que puede afectar a cualquiera. La arbitrariedad con la que se elige a las víctimas esta calculada, la imprevisibilidad de los actos es previsible, el aparente capricho suele estar perfectamente controlado, y lo que a primera vista puede parecer falta de objetivo es la verdadera finalidad de los actos terroristas que tienden a esparcir el miedo y la inseguridad y a mantener una constante incertidumbre. El terror y el terrorismo no son lo mismo, pero tienen entre sí cierta afinidad: ambos dependen de la propaganda, ambos emplean la violencia de un modo brutal, simplista y directo y, sobre todo, ambos hacen alarde de su indiferencia por la vida humana. El terror es un sistema de dominio por el miedo, aplicado por los poderosos; el terrorismo es la intimidación, esporádica u organizada, que esgrimen los débiles, los ambiciosos o los descontentos contra los poderosos El terror y el terrorismo se imitan y condicionan mutuamente, entremezclándose: ambos tienen en común la utilización, de forma exclusiva o preferente, de los métodos que crean incertidumbre, miedo e intimidación”58. Thornton advierte que los terrorismos gubernamental e insurgente se pueden definir conjuntamente59. Si concebimos el terrorismo como una estrategia que emplea el terror con un objeto político relacionado con la conservación o la conquista del poder, podríamos establecer algunos paralelismos interesantes, más aún ante el hecho de que, en ocasiones, el terrorismo subversivo ha justificado y retroalimentado su actuación sobre la excusa de un previo “terror de Estado”. Y viceversa: los especialistas oficiales en la coerción a veces despliegan el terror bajo determinadas circunstancias, usualmente con efectos más devastadores que el terror desplegado previamente por grupos no 56 Luis de la Corte Ibáñez, La lógica del terrorismo, Madrid, Alianza, 2006, p. 43. Declaraciones del psiquiatra Frank Ochberg, cit. por Alex P. Schmid, Albert J. Jongman, Michael Stohl, Jan Brand, Peter A. Flemming, Angela Van Der Poel y Rob Thijsse, Political Terrorism. A New Guide to Actors, Authors, Concepts, Data Bases, Theories and Literature, Amsterdam, North-Holland Publishing Co., 1988, p. 19. 58 Friedrich Hacker, Terror: Mito, Realidad, Análisis, Barcelona, Plaza & Janés, 1975, p. 19. 59 Thomas Perry Thornton, “Terror as a Weapon of Political Agitation”, en Harry Eckstein (ed.), Internal War: Problems and Approaches, Londres, Collier-MacMillan y Nueva York, The Free Press, 1964, pp. 72-73. 57 18 especializados de tipo contestatario60. Mientras el terrorismo subversivo instrumentaliza la violencia sobre personas o cosas para provocar estados de terror colectivo como medio de lucha contra el poder establecido, el terrorismo institucionalizado, asumido por las estructuras oficiales o estatales, obra de un modo más inmediato: su violencia se proyecta directamente contra el enemigo para tratar de destruirlo, y por lo tanto se rige por una estrategia de la muerte o el aniquilamiento de la que emana una atmósfera de terror. En términos del número de víctimas, el terrorismo de Estado ha sido mucho más mortífero y destructivo que el empleado por grupos no estatales o antiestatales 61. De modo que, contemplado históricamente, el terrorismo no ha sido el arma del débil, sino el instrumento empleado rutinariamente por el fuerte (el Estado), y usualmente el último recurso del débil62. Además, tras Auschwitz, Hiroshima o el Gulag, el terror de Estado se ha convertido en un instrumento aún más controvertido, por lo que su estudio resulta difícilmente soslayable. Fue en las décadas postreras del siglo XIX cuando el término “terrorismo” amplió su campo semántico para definir estrategias de tipo subversivo que emplean de forma intencionada la violencia —o amenazan con su uso— contra un “objetivo instrumental”, en orden a comunicar a un “objetivo primario” una amenaza de futura violencia. Su designio es emplear el miedo intenso o la ansiedad para coartar la conducta del objetivo primario o modificar sus actitudes en conexión con un determinado objetivo político63. El uso deliberado de la violencia o la amenaza de la misma evoca un estado de miedo o terror en una víctima o audiencia particular, y el terror evocado es el vehículo por el que se mantiene o debilita la lealtad o la conformidad64. Los terroristas combinan el terror psicológico (por ejemplo, a través del chantaje y la difamación) con la coacción física y las amenazas de violencia. La expresión violenta paroxística del terrorismo subversivo es el atentado: agresión limitada en el tiempo y en el espacio que se dirige contra un objetivo (ya sea una personalidad representativa del sistema o una masa anónima) cuidadosamente seleccionado en orden a una estrategia desestabilizadora encaminada a inducir un estado psíquico de terror entre un segmento más o menos amplio de la población. Como los rituales religiosos o los montajes teatrales, los atentados terroristas son dramatizaciones diseñadas para ejercer un impacto intimidatorio sobre un público muy extenso. La vieja máxima de Sun Tzu a propósito del empleo del miedo en los conflictos armados (“Matar a uno, aterrorizar a diez mil”) se podría reformular en esta era de la información global como “matar a uno, ser visto por diez mil”. No cabe duda de que el terror es, en gran parte, un hecho expresivo, donde el observador puede constatar que el acto violento implica un significado más amplio que sus partes integrantes. Precisamente la relativa eficacia del terrorismo deriva de esa naturaleza alegórica: mostrando la debilidad de la estructura social, los insurgentes demuestran, no sólo su propia fuerza y la debilidad de los gobernantes, sino también la impotencia de la sociedad para apoyar a sus miembros amenazados en circunstancias tan críticas. El valor simbólico de la víctima deriva como Charles Tilly, “Terror as Strategy and Relational Process”, International Journal of Comparative Sociology, 46, 1-2 (2005), p. 22. 61 Igor Primoratz (ed.), Terrorism. The Philosophical Issues, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2004, p. XX. 62 Uwe Steinhoff, “How Can Terrorism Be Justified?”, en Primoratz (ed.), Terrorism, p. 108. 63 Jordan J. Paust, “A Survey of Possible Legal Responses to International Terrorism: Prevention, Punishment, and Cooperative Action”, Georgia Journal of International and Comparative Law, 5 (1975), pp. 434-435, cit. por Chalmers Johnson, Revolutionary Change, 2ª ed, Stanford, Stanford University Press, 1982, p. 153. 64 Ronald D. Crelinsten, “Terrorism as political communication: the relationship between the controller ant the controlled”, en Paul Wilkinson y Alasdair M. Stewart (eds.), Contemporary Research on Terrorism, Aberdeen, Aberdeen U.P., 1987, pp. 6-7. 60 19 corolario de la estrategia utilizada por los terroristas para obtener sus objetivos de transformación política. El impacto psicológico del terrorismo se multiplica por la fascinación que ejerce sobre los medios de difusión. De hecho, uno de los objetivos fundamentales de un grupo terrorista es conseguir un nivel de publicidad que no lograría por otros medios de lucha más convencionales. La experiencia demuestra que terrorismo y propaganda caminan de la mano, hasta poderse hablar de la existencia de un “terror de consumo” o una “violencia-espectáculo”, patrocinada de forma más o menos involuntaria por los medios de comunicación. Propaganda y organización, y también organización de la propaganda, son requisitos indispensables para dar eficacia al terror”65. El tránsito desde terrorismo clásico de finalidad política, donde la dosificación de la agresión y el miedo resultaba esencial en la negociación con los poderes públicos, hasta el actual terrorismo fundamentalista que rechaza la negociación y busca provocar la mayor destrucción posible con fines proselitistas, responde a una “totalización” del fenómeno terrorista entendido como una mundialización del gobierno ejercido a través del miedo66. A diferencia de los grupos activistas “clásicos” que seleccionaban a las víctimas de su violencia evitando en lo posible daños colaterales, el terrorismo “posmoderno” de carácter milenarista, nihilista o apocalíptico sólo tiene como objetivo generar el caos por el número elevado de víctimas que genera y por el carácter espectacular de las acciones que orquesta. Las organizaciones terroristas de nuevo cuño se mueven por el principio de “destrucción total” o de la “máxima destrucción”, y violan toda restricción moral o legal de armas, tácticas u objetivos. El resultado es una proclividad genocida que se fundamenta en el empleo de arsenales hasta ahora reservados a la esfera estatal, como las armas químicas y biológicas, y, en un futuro aún indeterminado, dispositivos atómicos y radiactivos. Con ello confluirían en la dirección del “megaterrorismo” o el “hiperterrorismo” dos factores que figuran en el nacimiento y la culminación histórica de este peculiar binomio que forman la violencia y el miedo: el viejo mito de la agresión justificada por Dios y la moderna angustia profana hacia el holocausto nuclear. Pasado y presente de un temor apocalíptico que, si se franquea como barrera moral, llevará a la aceptación sin ambages de la destrucción de masas como medio aceptable de violencia política. 65 66 Hacker, Terror, p. 170. Alain Brossat, “Le salaire de la peur”, Lignes, 15 (octubre 2004), p. 35.