Intermediación y desigualdades en el consumo de bienes culturales

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INTERMEDIACIÓN Y DESIGUALDADES EN EL CONSUMO DE BIENES CULTURALES
Intermediación y desigualdades
en el consumo de bienes culturales
Eduardo Andión Gamboa
RESUMEN. Se plantea una propuesta para entender el actual énfasis en el consumidor
de los productos culturales. Se sostiene que este interés pasa por alto el costo que
supone la construcción del nuevo consumidor: “El cliente más caro es el que aun no
se tiene”. La clase de los bienes simbólicos conlleva una manera diferente de consumirlos que implica una disposición o competencia previa que lo posibilite. Se
sugiere que los conceptos de campos de producción cultural, los habitus y el interés
específico campal pueden ser herramientas que permitan una comprensión integral
del fenómeno de la mundialización de la producción simbólica.
LAS CONDICIONES QUE HAN OBLIGADO a preguntarse por el consumo y por la recepción de los bienes culturales o simbólicos, son resultado de una transformación en el
principio de valor e inteligibilidad del campo de la producción y circulación cultural
y artística. Sostengo que el énfasis en la recepción, este desplazamiento de la mirada
hacia el consumidor, espectador o lector, pasa por alto no sólo la tremenda inversión
social en la constitución de las disposiciones culturales de ese “público”, sino también las condiciones tanto de la producción de la obra, como de los cuerpos sociales
intermediarios (educación, medios de comunicación, instancias de circulación, instituciones de difusión y divulgación) que también son partes constitutivas de la
construcción del sentido social atribuido a los bienes culturales (y en particular
a los artísticos). En esta constitución de sentido social, las instituciones intermediarias juegan un papel importante en la construcción del público que podrá llegar a
comprender ese sentido. Si el consumo da qué pensar, sólo lo hace si se comprende
el consumo de bienes culturales como la ilustración más clara de la predominancia
de la lógica del intercambio mercantil, además de ser el síntoma tácito de las jerarquías reconocibles en un espacio social. En el campo cultural el caso del periodismo
cultural es ejemplar, en la medida en que se encuentra en el cruce de dos principios
de transmisión cultural que parecen excluyentes y divergen en sus intereses y finalidades y tiene una posición ambigua entre los instrumentos de intermediación: el
principio de la difusión y el de la divulgación. Intento hacer comprensibles el modo
en como se generan diferenciales de poder y se determinan tanto a las condiciones de
ANUARIO 2000 • UAM-X • MÉXICO • 2001 • PP. 131-141.
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recepción o consumo, como a las de la creación de bienes simbólicos por la configuración de desigualdades en el acceso a los recursos. El objetivo es ofrecer una primera
aproximación que ayude a iluminar el desorden que priva en la idea de mundialización
de la producción cultural en tanto mercancía, comprender a la cultura que Bourdieu
anima a enfrentar con la energía crítica de quienes “(la) conciben como instrumento
de libertad”. Pero sobre todo me interesa exponer los ejes que guían el propósito que
concita la función de los intermediarios de la cultura en lo que han sido los suplementos culturales de los periódicos.
Es un hecho social que la herencia cultural de una sociedad no se transmite de
modo uniforme y automático a todos sus miembros. No obstante se sigue manteniendo la posibilidad de una asignación completa y justa. La asunción de la posibilidad de una adquisición uniforme se deriva de una idea amplia de cultura, cuyo
modelo antropológico se ha inferido de sociedades con menor complejidad en su
división social. Sin embargo, el principio causante de tal desigualdad no se encuentra mecánicamente, como en ocasiones se ha sostenido, en la mera voluntad de las
fracciones dominantes por evitar que se acceda a la herencia cultural. Aunque se
llegan a aceptar como ineludibles las consecuencias desigualadoras de la conformación “funcional” de las sociedades modernas, se han supuesto mecanismos que como
el Estado, el mercado o a través del sistema educativo, de redistribuir hacia todas las
clases sociales el capital cultural necesario y legítimo para revertir tal defecto estructural y solventar igualitariamente la reproducción social.
Por otro lado se ha afirmado también que la posición en la estructura económica
conlleva necesariamente la posesión de la cultura correspondiente a ese lugar social.
En cierto sentido ello permite afirmar que en el fondo hay una cultura de clase
propia y auténtica; pero al establecer como único factor causal a la posición económica, se corre el riesgo de entenderla de manera absoluta y por ende ahistórica.
Frente a ello Bourdieu, al indagar en los mecanismo de transmisión cultural para
generar las estrategias de reproducción social, articulados a las condiciones materiales, sostiene que la especificidad en la transmisión de la cultura “no está ligada a los
bienes sino a los instrumentos de apropiación de esos bienes” (1971).
Por lo tanto no es únicamente desde el análisis de las obras de las que puede
partir la comprensión de la dimensión cultural de una sociedad, sino desde el entendimiento de los procesos de la reproducción social que nos remiten a la temprana
inculcación de una relación con esos bienes, es decir a la modalidad de la relación
con esos productos. Esa relación es una disposición que orienta las estrategias de
consumo y apropiación y por tanto de las reconversiones de los valores de sus recursos. Los intermediarios culturales cumplen aquí una función de inculcación por la
divulgación de los esquemas de apreciación. Bourdieu ha sostenido que:
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La variable educativa, el capital cultural es un principio de diferenciación tan
poderoso como el capital económico… la nueva lógica de la lucha política es
incomprensible sin tener en mente la distribución del capital cultural y su
evolución (...) la enajenación cultural excluye la conciencia de la enajenación.
Porque la dominación fundada en el capital cultural es mucho más estable,
mucho más fuerte que una dominación fundada solamente en el capital económico (1997:173)
Si partimos de que toda sociedad compleja genera desigualdades por la estructura de distribución de las riquezas materiales y simbólicas en el espacio social, si el
proceso desigualador se considera consecuencia inherente a la transformación de las
sociedades en la forma social de su producción generado por la creciente diferenciación de la división social del trabajo, por el engendramiento de universos sociales
especializados en la producción de determinados tipos de bienes, ¿puede entonces
considerarse en qué condiciones el consumo cultural genera diferencias de poder
social? Cuando la cultura “regresa” a ser mera comunicación y pierde su autonomía
¿cómo se puede comprender el proceso social que genera las diferencias culturales
que determinan desigualdades sociales? ¿Son efectivamente el arte y la cultura vías a
la emancipación? ¿Puede suponerse que la intermediación del periodismo cultural
es un mecanismo redistribuidor que solventa la desigualdad cultural?
Dentro de la tradición de los estudios de la producción cultural y la reproducción social el punto de vista de Bourdieu se distingue por establecer los medios para
comprender la diferenciación social de una manera que integra las vertientes de todo
el proceso, articulada con una teoría de la dominación y el poder simbólico. Para
Bourdieu “La dominación simbólica es una forma suave de dominación que se ejerce
con la complicidad arrancada por la fuerza (o inconsciente) de aquellos que la sufren”
(Bourdieu,1997:80). Si bien no es nada nuevo que se distingan las diferencias sociales, éstas no son producto de las diferencias subjetivas, asi sean colectivas (representaciones sociales), ni mero resultado de una ideología dominante o de una estructura
económica que se impone fatalmente. Bourdieu provee los elementos para comprender cómo se establece la jerarquía de valoración de la legitimidad del poder a
través de la inculcación de los esquemas de reconocimiento/desconocimiento inscritos en la dimensión cultural.1
1
Una evaluación lúcida y penetrante de los diversos acercamientos a la recepción, comunicológicos,
semióticos, literarios y sociológicos se encuentra en el texto de Mabel Piccini, “La sociedad de los espectadores. Notas sobre algunas teorías de la recepción”; y una revisión descriptivas en Carmen de la
Peza, “La lectura interminable”; Versión, n. 3, abril de 1993, UAM-X. Un libro enfocado en la recepción
y en los públicos de los medios es En busca del público, D. Dayan (comp.), 1997. En el número 123
de Actes de la Recherche en Sciences Sociales (junio de 1998) se trabaja precisamente la génesis de la
creencia literaria, indagando sobre los medios educativos para inculcar modos de leer.
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Theodor Adorno señalaba en Prismas que durante la era liberal la cultura cae en
la esfera de la circulación de los bienes al eliminar de los circuitos comerciales aquellos que retrasaban la realización de la inversión y se sustituían por el aparato de
difusión de la gran industria, y por lo cual así la comercialización de la cultura
administrada y calculada llega a extremos máximos, pero además también se ve
desprovista de una capacidad trascendente innovadora:
[Así como la cultura] surgió del mercado como algo que se destacaba de lo
inmediato, (así la cultura) se contrae hoy al ámbito en el que empezó, el de la
mera comunicación. Su enajenación de lo humano culmina en la docilidad
absoluta a las exigencias de una humanidad que el vendedor ha convertido en
clientela. En nombre de los consumidores, los que disponen de la cultura
suprimen de ella lo que le permitiría salvarse de una total inmanencia a la
sociedad existente, y no dejan de ella más que lo que cumple en esa sociedad
un objeto inequívoco. Precisamente por eso la cultura del consumo puede
gloriarse de no ser un lujo, sino la simple prolongación de la producción
(Adorno, 1969:209).
La preocupación por la influencia del mercado a gran escala, por el receptor de
la obra artística no es por tanto nueva, de hecho es consecuencia de la emergencia
y construcción histórica de la autonomía del campo artístico y de otros campos de
producción simbólica (ciencia, religión, filosofía, cine). Campo cuya identidad se
erige en contraste con el mercado y contra los otros campos. En cambio se ha
renovado el modo en que se le aborda, y sobretodo se han modificado las maneras
en que los distintos campos disciplinarios de las humanidades y ciencias sociales
han intentado integrar los supuestos básicos de sus disciplinas a la característica
procesual y a la efectuación de sentido que realiza la figura del receptor. La transformación de la noción de “público” por el mercado que lo hace “cliente”, parece
ser parte de la historia social de la comunicación y de la evolución de las sociedades
capitalistas modernas. Evolución entendida inicialmente como parte del crecimiento de un público burgués y luego de una masificación de la oferta de productos simbólicos y por el cual se modifican radicalmente las condiciones de producción, transmisión y recepción. Así lo entiende Habermas cuando afirma:
En la medida en que las obras filosóficas y literarias, las obras artísticas en
general, comenzaron a ser producidas para el mercado y mediadas por él, comenzaron a ser “universalmente” accesibles. Este proceso que lleva a la cultura
a convertirse en una forma mercantil, en su calidad de obra, la hace por vez
primera una cultura capaz de discusión y controversia; y hace posible la formación de un otro destinatario (lector, oyente, espectador) (1981:74-75).
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En los últimos años el interés por evaluar las inversiones económicas que los
empresarios y el gobierno han hecho en el campo de la producción simbólica y la
difusión del arte y la cultura, ha impulsado la irrupción generalizada de la dinámica
comercial en el ámbito de la cultura y el arte, sitios de la negación de los intereses
pecuniarios. Ha exigido por ello mismo la aplicación de procedimientos y técnicas
de indagación comunes en la mercadotecnia: cuestionarios, encuestas, entrevistas a
“grupos de enfoque”, necesarios para garantizar “la venta”. Tal preocupación, comprensible en la lógica económica de una industria, se ha centrado últimamente en el
público que consume “cultura”, en cierta medida buscando satisfacer las expectativas
del “cliente”, ofreciéndole una oferta cultural adecuada.
En México las instituciones culturales han ido adquiriendo una forma de operación semejante a la de la tradición estadounidense de las fundaciones culturales (de
hecho, ha sido la Fundación “Getty Trust”, la principal responsable de esta tendencia orientada al público). Estas son nuevas formas de mecenazgo cuya lógica reside
en la legitimación por redistribución. En su modalidad privada consiste en la donación y financiamiento a instituciones “desinteresadas”, con lo que se pretende asegurar una especie de crédito de buena voluntad. En su modo público se conforma de
políticas “sociales” de redistribución de la riqueza de los bienes simbólicos. Los afanes optimizadores de la inversión de recursos requieren evaluar el impacto de las
magnas promociones de exhibición espectacular de “la cultura”, y de manera paradójica han revelado el efecto de negación del interés económico que ejercen el arte y
la cultura como ideología del espíritu. Si bien se mantiene a estas últimas como el
islote sagrado, opuesto al universo profano de la producción, por otro lado la administración de las empresas culturales (con sus curadores o burocracias culturales)
requiere dar cuenta de las “utilidades” (políticas, simbólicas y hasta ecónomicas:
deben ser “autofinanciables”) que genera la “inversión” en cultura. Es por ello que se
han desarrollado las tentativas por medir los efectos de las grandes presentaciones de
cultura y con ello la mercadotecnia (adaptada al mercado de la cultura y el entretenimiento) se ha ocupado de cuantificar el volumen de asistencia y la respuesta
“doxástica” del público a los eventos culturales (estudios que disimulan con otro
nombre sus análisis de costo/beneficio/utilidad).
La problemática política de esta manera de la reproducción cultural, tiene analogías con los mecanismos de negación, con la disimulación de los efectos legitimadores
determinados por los accesos diferenciales al capital cultural (así por ejemplo asumir
una actitud lúdica frente a la “obra de arte” supone que la gente se sienta con el derecho de gozar malinterpretando las obras, o con el derecho de desacralizar todo el dispositivo museográfico esencialmente consagratorio). Más bien, en los sondeos de la
demanda, los diferenciales de las competencias culturales se desconocen/reconocen,
pues constituyen el presupuesto obliterado de una carencia que se niega, que tapa la
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génesis de la falta. Pero que funda y justifica el principio redentor sobre el que se
pretenden mejorar los métodos de descripción de la aceptabilidad y comprensibilidad legítimas del “discurso artístico”, cualquiera que sean sus contenidos, desde la
perspectiva del receptor/visitante/cliente, ya que este último, como prenoción del
empirismo, se encuentra desgajado, en aras de la cuantificación, de los condicionamientos objetivos que conformaron sus esquemas de percepción y apreciación de lo
valioso, bello, útil o divertido. En último término, al público/cliente se la da lo que
dice querer (o que se le hace decir querer), que no será sino lo que ya se le ha dado y
que conforma el horizonte de sus posibles y no de lo impensable.
Para clarificar la problemática se podría recuperar la distinción que hace Raymond
Moulin entre “democratización cultural” y “democracia cultural”. Para él éstas serían las dos orientaciones que subyacen a la política cultural contemporánea. Las dos
lógicas son las equivalentes a una postura universalista y otra relativista:
la estrategia de democratización cultural reposa sobre una concepción
universalista de la cultura y sobre la representación de un cuerpo social unificado y comporta dos elecciones básicas: conservar y difundir las formas heredadas de la cultura selecta, y por otro sostener la creación actual (...) es una
acción proselitista que implica la conversión del conjunto de una sociedad a la
apreciación de obras consagradas o en vías de hacerlo (...) Sus problemas son
los que plantean los medios de una acción misionera o de una pastoral y la
cuestión sociológica que suscita es aquella de saber si es posible predicar a
otros que no estén ya convertidos (...) Mientras que el principio de la democratización no cuestiona a la cultura selecta, sino a la desigualdad de su distribución, el principio de la democracia cultural ha criticado y rechazado, en nombre de un relativismo igualitarista, los privilegios de la cultura selecta.2
La atención, por tanto cada vez mayor, por la faceta del consumo cultural y de la
recepción, se da no sólo en los estudios de la sociedad contemporánea de comunicación social, sino en los estudios acerca de la creación y recepción de arte y en los
sondeos políticos midiendo la legitimidad. La actual tendencia parece distinguirse
de las formas anteriores de aproximación en que el receptor de la producción artística y de los bienes culturales ya no está modelado en la figura privilegiada del crítico
2
Raymond Moulin, L’artiste, l’institution et le marché, Flammarion 1992. Para una aproximación al
problema en América Latina véase García Canclini, Culturas Híbridas, 1989 y Consumidores y ciudadanos. Un planteamiento afín, aunque centrado exclusivamente en el arte, es el de Natalie Heinich, Le
triple jeu de l’art contemporain, Minuit, 1998. Otros autores también han debatido el fenómeno desde
las dificultades del desfase entre los instrumentos teóricos y los fenómenos concretos de los gustos de
clase, y remito a ese largo debate que es el libro Lo culto y lo popular de Claude Grignon y J. C. Passeron,
Nueva Visión, 1990.
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o del entendido, sino del público en general, es decir una colección de agentes que
no tienen porque estar entrenados o educados para lo que se les ofrece. El consumo
cultural sería entonces distinto de la apreciación artística en cuanto esta última es
“percepción e interpretación de un mensaje identificado en la individualidad insustituible de sus significantes” (J.C. Passeron, 1994:228). Por otro lado, el circuito de
la distribución se desarrolla de tal forma con las nuevas tecnologías que integran la
televisión el teléfono y las computadoras que ya se habla de los “cosmopolitas domésticos” o de una oferta cultural a domicilio. La racionalización industrializadora
de la producción de bienes simbólicos prosigue incidiendo en los acortados circuitos de la producción, circulación y distribución de esta nueva rama económica. Se
llega incluso a considerar que las leyes que regían a la revolución industrial han
cambiado por leyes, aun por domesticar, de la economía del conocimiento (knowledge
based industries) y que ha modificado incluso el tipo de trabajo y la relación que
establece el mercado con esta clase de trabajadores intelectuales.3
Sin embargo, el discurso emancipador del arte y la cultura encuentra en las
“virtudes divulgadoras” del mercado una postura que lo conflictúa al contradecir el
principio de la autonomía que le dió origen. Quizás la tesis más conocida en la
defensa del mercado en la producción cultural, del modo en que la mercantilización
incide en la cultura es la que atribuye un efecto “democratizador” a la oferta de este
tipo de bienes, aun con el costo de una accesibilidad/banalización de la calidad de
los productos simbólicos ofrecidos. No obstante si la competencia en los mecanismos distributivos del mercado parecen consagrar a la empresa más eficaz en su capacidad de hacer llegar el producto al lugar de mayor probabilidad de venta, estos
mismos mecanismos no parecen garantizar su apropiación. Dicho de otra forma
existen muchos factores que inciden en el paso de la información de la existencia de
tal o cual producto a su acceso y finalmente a la acción de consumirlo e integrarlo al
mundo de vida. El mayor problema en el caso de los productos simbólicos es el de la
asignación de los recursos (disposiciones incorporadas del capital cultural) para poder reconocer el bien como deseable4. Lo anterior es particularmente crítico ya que
3
Tal como lo previene Esther Dyson: “Creativity will proliferate, but quality will be scarce and
hard to recognize. The problem for providers of intellectual property in the future is this: although
under law they will be able to control the pricing of their own products, they will operate in an
increasingly competitive marketplace where much of the intellectual property is distributed free and
suppliers explode in number”, “Intelectual value” Hot Wired Web Magazine (1994) (http://
www.hotwired.com).
4
A propósito de ello puede entenderse analógicamente lo que Julio Boltvinik recupera de la
crítica de E.P. Thompson a Adam Smith al sostener que “los precios altos eran un remedio (doloroso)
para la escasez, al hacer que los abastos fluyeran a la región afectada por ésta. Pero lo que atrae la oferta
no son los precios altos sino gente con suficiente dinero (...) El más desafortunado error fluye de la
metáfora de Smith sobre los precios como forma de racionamiento. Al comparar al comerciante que
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LENGUAJE, DISCURSO Y PRÁCTICAS CULTURALES
uno de esos factores es la larga preparación de la demanda... La conformación de
aquellos agentes con los esquemas de apreciación requeridos para poder no sólo
consumir sino apropiarse del bien ofrecido. Es decir que hay un trabajo o inversión
social previos al acto puntual de la compra y consumo del bien cultural. La comprensión de la dinámica del mercado de bienes simbólicos no se agota por tanto en
el intercambio económico.
Tomemos el ejemplo de los textos escritos que requieren la previa adquisición de
las capacidades de lecto-escritura. El aprendizaje, la incorporación y dominio de una
técnica básica de desciframiento, pero además de una “enciclopedia” o competencia
cultural mínima que permita la referencia interpretativa del sentido de lo descifrado.
Dada la existencia objetiva de esta técnica de mediación simbólica, la adquisición de
la escritura y la lectura se da por descontada, pero esta obviedad (el trabajo y
tiempo de incorporación de la competencia y la pertinencia respecto a un universo
cultural de referencia) parece olvidarse frente a productos simbólicos que aparecen
como más perceptualmente “naturales”, más “in-mediatos”, como la palabra hablada,
la imagen, las representaciones teatrales, o incluso la música, su “factura” o construcción pasa inadvertida al espectador. Ciertamente con el advenimiento de los medios
de comunicación vigesémicos (radio, cine, televisión) funcionan más o menos bien
sin esta capacidad adquirida de la lecto-escritura, el soporte de la transmisión
audiovisual aparenta no requerir un sistema simbólico cifrado. Pero el problema del
sentido social incorporado se hace manifiesto en la ausencia de un sistema de referencia interpretativo, la remisión que se realiza a un universo de sentido que se
comprende sin reflexión expresa, lo que en otras palabras se ha llamado competencia
cultural. Para Bourdieu (1988:94) eso explicaría también la función y manifestación de las expresiones allodóxicas o las lecturas erráticas:
Las competencias culturales, por el hecho de ser adquiridas en campos sociales que inseparablamente son mercados en los que reciben sus precios, son
solidarias de esos mercados, y todas las luchas relacionadas con la cultura
tienen como apuesta la creación del mercado más favorable para los productos que llevan en las maneras la marca de la clase particular de condiciones de
adquisición, es decir de un determinado mercado. Por eso, lo que hoy día se
llama contracultura podria ser el producto del esfuerzo de los autodidactas de
nuevo cuño para liberarse de las leyes del mercado escolar (a las que los
autodidactas a la antigua, menos seguros, continúan sometiéndose, aunque
sube sus precios con el capitán de un navío que raciona a su tripulación, hay una sugerencia de
distribución equitativa. Hay un truco ideológico en el argumento, ya que el racionamiento por precios
no asigna los recursos igualmente entre los que se encuentran en necesidad; reserva la oferta para aquellos
que pueden pagar el precio y excluye a los que no pueden hacerlo” (La Jornada, 23/10/97).
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dichas leyes condenen de antemano sus productos), produciendo otra clase de
mercado dotado de sus propias instancias de consagración y capaz de poner
en duda prácticamente, al modo de los mercados mundano e intelectual, la
pretensión de la institución escolar de imponer a un mercado de bienes culturales perfectamente unificado los principios de evaluación de las competencias y de las maneras que se imponen al mercado escolar, o por lo menos a los
sectores mas “escolares” de ese mercado.
Lo anterior nos lleva al problema de la creación o producción de los bienes culturales y la construcción de los esquemas de valoración que los sitúan en un sistema de
jerarquías culturales. Cuando el consumo se realiza por la misma comunidad de
sentido en que se basa la creación del producto simbólico, el acto receptivo —que
depende de los esquemas de reconocimiento incorporados del agente— ocurre con
la facilidad que da la homología con las condiciones de producción de esos esquemas. La recepción sin embargo se constituye en problema cuando se da la diferenciación de las competencias o la distancia social entre producción y recepción (que
también puede ser tempo-espacial). Si la obra es sedimentaria de inventarios culturales, producto de la objetivación llevada a cabo por el artista (productor), la recepción y la interpretación precisan de sistemas de desciframiento isógenos a su contexto de origen. Desde la teoría del artista como instituyente de sentidos inexplorados
y la teoría de la inmaculada concepción, la preocupación por la recepción se proyecta en el tiempo, para la posteridad, para un lector por venir. Pero en la concepción
moderna de los públicos se concibe también la no clausura del sentido de la obra
creada. Es decir el sentido de lo creado no se completa sino hasta su recepción
concreta y singular por un receptor concreto y singular. La intención autoral es
ofrecer un bien simbólico que espera a su público, y ese público completará el
sentido. El autor genera textos-pretextos donde la responsabilidad del sentido se
delega al lector bajo la idea de no imponer un significado único, de no dominar la
libertad del agente receptor. Las cosas para el creador se complican cuando las condiciones de producción exigen la amortización pronta de los costos de producción y
distribución del bien. La lógica económica colisiona con la lógica de la inversión a
fondo perdido de la economía cultural (o pre-capitalista como diría Bourdieu). Y
esto termina por incidir radicalmente en las condiciones del productor simbólico,
máxime en aquellas con las condiciones de fabricación de productos simbólicos que
conllevan una gran inversión económica: las películas, las telenovelas, las series
televisivas. En el consumo de las industrias culturales, las expectativas del público y
sus sanciones mercadotécnicas dirigirán ahora la orientación de la creación, de la
oferta (un público que paradójicamente ya no sabe que esperar, está a la espera de lo
inesperado). Pero en consecuencia la ideología profesional de quienes se llaman creadores, basada aun en una teoría de la belleza como creación incondicionada que
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LENGUAJE, DISCURSO Y PRÁCTICAS CULTURALES
posibilta a cualquier hombre mimetizarse con el acto divino de la creación, se ve por
lo anterior puesta en crisis. Se pasa de la concepción de arte libre que permitiría la
acción del libre albedrío, a un arte “mercenario” donde el valor del trabajo, deteminado
por la sanción anónima del mercado, se cambia por un salario. La globalización de la
cultura elaborada industrialmente sin embargo plantea el problema de si la obra está
cerrada en su significación, o bien si el sentido de la obra se hace equívoco, por los
múltiples contextos o situaciones de recepción, lo que da lugar y permite las lecturas
y apropiaciones bárbaras o aberrantes (efecto de allodoxia). Por otro lado en la
globalización de la cultura el producto simbólico puede ser construido con fragmentos heterogéneos, de esteretipos culturales diversos, arrancados de sus contextos de
referencia interpretativa con las que se arman composiciones, colecciones cercanas a
la idea de “collage”. Y la misma idea de ruptura se integra al proceso mercadotécnico
de la renovación de imagen de marca, como rutinización de la innovación.
Ahora bien esta distinción analítica sigue todavía las fronteras de una división del
trabajo disciplinario. A la sociología le correspondería el estudio del polo receptor,
del público. A los estudios literarios y filológicos, estéticos y semióticos les correspondería el estudio inmanente de la obra en sí. Y los mecanismos creadores del autor
artístico, serían objeto ya bien de la sicología, de la poética o de una teoría del arte.
Curiosamente el estudio de la producción y consumo de las industrias culturales
engendra un objeto híbrido transdisciplinario y sin dueño aparente a no ser que se
considera a la comunicología o mediología con la legitimidad necesaria. Obviamente es un esbozo muy grueso pero que registra lo esencial de las tendencias. Pero me
parece que en la propuesta del enfoque relacional de Pierre Bourdieu se podrían
integrar en una sola perspectiva y que la teoría de los campos y la conformación de
los habitus en la reproducción social de la dominación simbólica permite desplegar
en programas concretos de investigación empírica del fenómeno de la mundializacion
de la producción simbólica.
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