08 Creo en la Resurreccion de la carne

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«Creo en la resurrección de la carne» Significado ritual y significado existencial
Andrés TORNOS*
(en Revista Sal Terrae, junio 1998)
Tratar de lo que significa «la resurrección de la carne», a la que se refieren las palabras
del Credo, me parece que es a la vez muy poco importante y bastante importante.
Sería, a mi parecer, poco importante, porque pienso que hoy la cuestión pura y dura es
creer o no creer en la resurrección, y que todo lo demás son flecos. Pues creer en la
resurrección lleva ya consigo atreverse a llegar más allá del «quizás haya algo después
de la muerte»; atreverse a pensar en una existencia corporal fuera de las coordenadas
espacio-tiempo; atreverse a pensarlo casi con la sola base de la fe; atreverse a
sostenerlo ante nosotros mismos, a sabiendas de que en eso nos quedamos casi solos
con los musulmanes, frente a la práctica totalidad del mundo.
Esto me parece tan «gordo» y tan difícil que, comparado con ello, encuentro casi banal
el entretenerse en distinguir entre «resurrección», «resurrección de la carne»,
«resurrección de los muertos» o «resurrección de los cuerpos», que son las
expresiones más barajadas para expresar el contenido de la fe.
Y, sin embargo, también me parece, vistas las cosas desde otra perspectiva, que tiene
su importancia, seguramente mucha importancia, el que nos aclaremos sobre lo que
significan o significaron las palabras «resurrección de la carne». Y es que al trabajar
para lograrlo nos damos más cuenta de lo que significa ese mensaje «gordo» de la
resurrección.
El valor doctrinal de la expresión «resurrección de la carne» y la duda sobre su
oportunidad actual
El Nuevo Testamento nunca dice exactamente «resurrección de la carne». Dice
«resurrección» (a secas),«"resurrección de los muertos» (por ejemplo, 1 Tes 4, 16; 1 Co
15, 12.35.42) e incluso dice «resurrección con el cuerpo» (cf. 1 Co 15, 35). Y más:
Pablo, según no pocos autores, rechazaría esa expresión, «resurrección de la carne»,
porque para él «carne y sangre no pueden poseer el Reino de Dios» (1 Co 15, 50).
Ya con esto se manifiesta que, al hablar de lo que significa la carne resucitada, se entra
en un terreno muy movedizo de oscilación de significados. Efectivamente, en el uso
paulino la palabra carne no significa simplemente algo físico, sino que añade a ello una
terminante connotación moral y religiosa de sentido negativo (carne sería en lo
humano algo físico, pero visto en cuanto que se opone en nosotros a los designios de
Dios: ver, por ejemplo, Rom 7, 14.18). Entonces es contradictorio que esa carne
alcance el Reino. El hombre y la mujer tienen que despojarse de su ser carnal para
entrar en él.
Pero muy poco después la palabra carne se estaba entendiendo también de otra
manera. Por ejemplo, en Lucas 3, 6 se dice que «toda carne» verá la salvación de Dios;
y en Hch 2, 26 se habla de que la carne (del sepulcro) descansará esperanzada.
Estamos ante un uso muy bíblico, según el cual la palabra carne ─siendo, como en
Pablo, algo físico cargado de connotaciones valorativas─ lo que implica es debilidad,
pero no oposición al designio de Dios (recordar el «toda carne es heno», de Is 40, 6).
Así las cosas, para confesar la fe de la comunidad en el símbolo o «credo» romano del
siglo II, aparecen las palabras «creo en la resurrección de la carne», que se
mantendrán en el que vendría en llamarse «símbolo apostólico». Éste, como sabemos,
pasó en seguida al ritual de las iglesias de occidente, y con él la expresión resurrección
de la carne se convirtió durante 1.600 años, para las iglesias occidentales, en «la
correcta» expresión de la fe. Hasta que en algunos textos litúrgicos posteriores al
Vaticano II se prefiere decir «resurrección de los muertos», como siempre se había
estado diciendo en «el Credo largo», o sea, el Niceno-Constantinopolitano, que se
recitaba en las misas solemnes. Y es que algunos no encuentran adecuada para hoy la
mención de la carne.
En mi opinión, esta puesta en duda es legítima. Al fin y al cabo, «resurrección de la
carne» fue en su día una reformulación de la fe, que no repetía mecánicamente lo que
en un principio se había estado diciendo y lo que todavía, en otros contextos, no
dejaba de decirse. Y como la Iglesia optó en su día por esa reformulación, hoy, bien
consideradas las razones que pudieran pedirlo, podría optar por otra reformulación o
por retornar a las más primitivas.
Esas razones tendrían que empezar por aclarar un hecho: ¿aportó algo a la fe eclesial
de la resurrección el reformularla llamándola resurrección de la carne? Una vez
aclarado este punto, podría ya decidirse si nos conviene renunciar simplemente a esa
aportación, retornando hacia las más primitivas, o avanzar hacia nuevas
formulaciones.
El significado original de la fe en la resurrección
El anuncio de la resurrección de Jesús había tropezado con grandes dificultades desde
el comienzo mismo de la extensión del Evangelio. Pero estas dificultades tuvieron un
carácter distinto según los contextos en que la resurrección se afirmara. En los
contextos judíos, el concepto mismo estaba disponible, y lo que se discutía en primer
término era su aplicación a Jesús. Pero en los contextos helenísticos era el concepto
mismo el que resultaba difícilmente aceptable.
El estilo de las dificultades que surgían en los contextos judíos está reflejado en los
primeros capítulos de los Hechos. Por ejemplo, en el discurso de Pentecostés que se
pone en boca de Pedro (Hch 2, 14 a 36); en los dos que se le atribuyen después de la
curación de un paralítico junto a la Puerta Hermosa del templo de Jerusalén, uno al
pueblo y otro al sanedrín (3, 12-26 y 4, 8-12, respectivamente); y en el que se atribuye
a Pedro y a los demás apóstoles como respuesta al mismo sanedrín, que les prohibía
enseñar en nombre de Jesús (5, 29-33).
A tres cuestiones se refieren estos discursos: a la de la gran injusticia (¿o error?)
cometida con Jesús; a la de la concreta y ya ocurrida resurrección de éste, que hace
patente esa injusticia (o error); y al nuevo orden de cosas sobrevenido con ello,
subversivo de la legitimidad de las condiciones de vida vigentes entre los judíos bajo el
gobierno de sus autoridades. La primera cuestión está del todo personalizada: si hubo
o no hubo error e injusticia en la condena de Jesús. Pero habría sido algo de no
excesiva trascendencia si el modo de reivindicarse la inocencia de Jesús atribuyéndole
resurrección (cuestión 2) no implicara la afirmación de un cambio subversivo y
enormemente trascendente de la situación histórica del pueblo judío, en relación con
sus autoridades y con su lugar entre todos los pueblos (cuestión 3).
Lucas ve esto muy claramente: si Jesús ha resucitado, empieza un tiempo nuevo,
tiempo de conversión y de cumplimiento de las promesas, en el cual la autoridad de
Jesús se sobrepone a toda otra autoridad que no se ejerza en nombre de él (cf. Hch 4,
19-20). Un tiempo en que se renueva el destino de Israel como portador de bendición
para toda la tierra, con tal de que acoja a Jesús (cf. Hch 3, 25-26; 4, 11-12).
No sabemos hasta qué punto los seguidores primeros de Jesús veían todo esto desde
un principio con la claridad con que lo plantean los Hechos. Menos aún sabemos si
también lo vieron y lo valoraron así las autoridades de los judíos. Pero Lucas mismo es
muy constante en su apreciación. Y vuelve sobre ello cuando da su versión de la
estancia de Pablo en Atenas: allí presenta de nuevo a Pablo como quien pone a los
atenienses ante un Dios que introduce un giro nuevo en la historia por el hecho de la
resurrección de Jesús (ver Hch 17, 30-31).
Menos claramente aparece este punto en el texto de la carta primera a los Corintios,
sin duda porque en ella se trataba de responder a una dificultad concreta sobre la
posibilidad de la resurrección, derivada de la dificultad de pensar el cuerpo con que
podría resucitarse (ver 1 Co 15, 35-44). Pero incluso las aclaraciones sobre el cuerpo
que podría resucitar se integran en una enseñanza sobre el sentido histórico del vivir
humano, incluyéndose el destino del cuerpo en esa concepción histórica (ver versos
20-28 y 45-57).
El significado original de la fe en la resurrección no fue, por tanto, el de responder a
demandas y barruntos de supervivencia, tal que surgiera la pregunta ¿qué hacemos
con el cuerpo? Con respecto a Jesús, se trataba de otra cuestión que la de su
supervivencia: se trataba de su inocencia, salvajemente pisoteada, reivindicada
transcendentemente por Dios Padre al resucitarlo (Jn 16, 8-9), y casi más aún del
establecimiento de su señorío sobre el destino del mundo, con el consiguiente vuelco
de la situación histórica de dominio del mal (ibid.). Y con respecto a los creyentes, se
trataba de su inclusión en el nuevo sentido de la historia instaurado por Jesús, hacia
más allá del tiempo cerrado de las cosas.
Incluso la carta primera de san Pablo a los cristianos de Tesalónica, tan centrada en las
tristezas surgidas en la comunidad a propósito de quienes estaban muriendo antes de
la manifestación-realización plena del señorío de Jesús (ver 1 Tes 4, 13-15), no ofrece
el consuelo de la supervivencia sino en estrecha conexión con los planteamientos
sobre la consumación de la historia por Jesús. Supervivencia y resurrección no se
entienden más que como significados pertenecientes a una doctrina sobre el devenir
del mundo y sobre el lugar de los hombres y mujeres creyentes en ese devenir. Al fin y
al cabo, la preocupación de aquellos cristianos se refería al hecho de morir antes de la
venida del Señor, y a Pablo le interesa dejar claro, en su respuesta, lo perteneciente al
morir antes de esa venida (1 Tes 4, 15; 5, 1-9).
Así fue la tradición de la fe, y será en el interior de esta tradición donde surja y
adquiera su significado propio la expresión resurrección de la carne.
Lo que aportó la fórmula resurrección de la carne
Los contextos del siglo II, en los que toma forma esta expresión, son distintos de todos
los anteriormente nombrados. Ya no se trata de polemizar con los judíos, como en los
primeros capítulos de los Hechos, cuando se está estableciendo la tradición de la fe.
Tampoco se trata de la estilización de un anuncio a los gentiles, como en el llamado
«discurso de Pablo en el Areópago». Se parecen más al contexto de las primeras cartas
a los Corintios y a los Tesalonicenses, porque son contextos internos de las
comunidades cristianas en que se reactualiza aquella tradición.
Pero de ellos se diferencian, sobre todo, en dos aspectos: en que las comunidades a las
que afectan tienen mucha más historia detrás, incluida una historia de discrepancias
doctrinales consolidadas (o sea, herejías), y en que las mismas comunidades han
adquirido una identidad social más definida. Ya veremos en qué sentido.
En primer lugar, la historia de las discrepancias doctrinales. G. af Hällström ha
estudiado muy minuciosamente el tema en su obra Carnis Resurrectio: The
Interpretation of a Credal Formula (Helsinki, 1988). Para ello examina tres obras
representativas de los escritos apologéticos del siglo III que han llegado a nosotros (las
de Tertuliano, Atenágoras y el Pseudo-Justino). Y a propósito de cada una de ellas
precisa los contextos conceptuales en que se habla de resurrección, las personas o
ambientes a quienes en esos contextos se tiene en cuenta y los contenidos doctrinales
con que se relaciona la expresión.
Los resultados de su búsqueda constatan que se habla de resurrección de la carne para
aclarar las ideas cristianas sobre la supervivencia postmortal, deslindándolas de otras
formas de entender la supervivencia que estaban usando también el concepto de
resurrección, pero que insertaban la supervivencia en un marco de referencia
antropológico y cosmológico distinto del centrado en lo ocurrido con Jesús.
En cuanto a la cosmología, aquellas formas de hablar de resurrección entendían el
devenir del mundo como un acontecer en que los componentes o factores espirituales
presentes en los humanos evolucionan sobre un fondo material de condición impura,
el cual es ajeno a los bienes del espíritu y se resiste a éste. Jesús no salva por lo
ocurrido en su carne ni trae otra salvación que la del espíritu. No es el centro y la
reinstauración de la historia, sino un eslabón privilegiado en la cadena de redenciones
que en el universo ya estaba en marcha desde siempre por su misma constitución
cosmológica.
En cuanto a la antropología latente en aquellas formas ambiguas de hablar de la
resurrección, no concebía la corporalidad como algo radicalmente humano. Por el
contrario: lo humano sería precisamente superar y dejar atrás la corporalidad. Ni la
vida ni la historia serían acontecer de cuerpos, sino sólo existencia espiritual. En la cruz
de Jesús no tendrían valor los sufrimientos, sino sólo la sabiduría.
Las personas a las que polémicamente tienen en cuenta los escritos revisados por
Hällström, en su intento de deslindar la fe verdadera frente a sus tergiversaciones, son
sobre todo los valentinianos. Y más en general se está aludiendo a ideas de los
ambientes que hoy asociamos con los gnósticos.
Los contenidos doctrinales con que se relaciona la expresión son ante todo, por
supuesto, los referentes a la antropología de la resurrección latente en Pablo. Pero
también, y muy centralmente, la doctrina de la creación, la concepción del devenir del
mundo (y de su escatología) y la del valor de la cruz y pasión de Jesús.
Tenemos, por tanto, que, desde un punto de vista doctrinal, la expresión resurrección
de la carne es sobre todo anti-gnóstica. O con otras palabras: tiene que ver, por así
decirlo, con una teoría del mundo y de su realización temporal, con una manera
específica de entender el cosmos desde sus orígenes hasta su consumación. También
tiene que ver con una manera de entender la cruz y el dolor de Jesús (en la carne) y el
seguimiento de Jesús, también en la cruz y en la carne. Después hemos de
preguntarnos: el empeño en deslindar las creencias cristianas frente a confusiones en
todos estos puntos, ¿conserva algún interés en el mundo de hoy?; ¿y vale para ese
deslinde la expresión resurrección de la carne?
Otra diferencia, según dije más arriba, me parece que distingue a estos contextos del
siglo III en que se viene a hablar de resurrección de la carne, de aquellos otros
contextos en que simplemente se hablaba de resurrección o resurrección de los
muertos. Sería la ocasionada por la evolución de la conciencia de identidad ocurrida en
las comunidades que hacia dicho siglo adoptan la nueva formulación.
C.W. Bynum ha tocado el tema en una gran monografía: The Resurrection of the Body
in Western Christianity, 200-1336 (Nueva York, 1995). El estudio de esta mujer tuvo
que desbordar, según ella misma dice, el clásico marco de la historia de las ideas.
Porque en el cristianismo, como en otras religiones, sería muy fuerte la tendencia a
repetir viejas fórmulas, tendiendo a expresarse muchas veces las nuevas ideas
mediante el uso de palabras consagradas y la referencia a controversias inactuales. Y
así la actual novedad de lo que va descubriéndose y aclarándose en la historia de la
Iglesia se significaría escasamente en las verbalizaciones más centrales, teniendo que
identificarse sobre todo mediante la revisión de los recursos secundarios que
actualizan argumentaciones más bien reiterativas: verbi gratia, los ejemplos que se
ponen, las metáforas que se usan, las aplicaciones prácticas con que se ilustran los
contenidos teóricos, la iconografía que responde a la teología.
Considerada desde esta perspectiva, la época y las comunidades en que se impone la
fórmula resurrección de la carne estarían marcadas muy fuertemente por la referencia
a los mártires y al martirio. La amenaza de muerte representada por la imagen de las
persecuciones, que es amenaza para la existencia misma de las comunidades y para
todo lo que ellas quieren esperar hacia el futuro de sí mismas y del mundo, se
condensa en la amenaza de la carne comida en el circo por las fieras, la carne quemada
en las hogueras, la juventud truncada de la carne de las mártires de pocos años.
Bynum revisa la iconografía de los mártires y las alusiones que se hacen a ellos en la
época, y encuentra que, fuera cual fuera la frecuencia de esta clase de martirios de
jóvenes, o de hoguera, o de condena a las fieras (seguramente una frecuencia no
grande), ellos de todas maneras se convierten en referentes de la fuerza y autenticidad
de la fe, primero para la iglesia romana y para algunas africanas, y luego para todas las
de Occidente. Ellas se consideran iglesias de los mártires. Y más precisamente iglesias
de los mártires de la carne devorada, quemada y truncada. Y no pueden concebir una
consumación de las esperanzas de la fe sin una restauración de esa carne, en cuya
destrucción imaginaban que los perseguidores concentraban su lucha contra la
realización de las esperanzas de la fe y contra el futuro del mundo en ellas entrañado.
Con una añadidura. De entre las prácticas cristianas de aquel tiempo, Bynum se fija
muy particularmente en las relacionadas con los restos mortales y las reliquias de los
mártires. El enorme empeño puesto por las comunidades en conseguir que esos restos
no se deshonraran ─fueran los cuerpos enteros, o las cenizas, o incluso huesos que
pudieran recuperarse─ habría estado estrechamente relacionado con las creencias del
tiempo en la importancia de que todo difunto obtuviera una sepultura digna. Aquí ya
se tocaría con algo culturalmente mucho más amplio que la pertenencia al
cristianismo: el horror de una putrefacción deshonrosa. La restauración de la carne, de
esta carne de cada uno, como enfatizan algunos textos del tiempo, se imagina como la
más radical salvaguarda frente al horror mítico de la putrefacción.
El decir, pues, resurrección de la carne habría tenido en las iglesias de Occidente una
gran densidad de significados, los unos relativos al significado histórico de la existencia
de las comunidades ─como portadoras de un senQdo para el futuro del mundo
amenazado en la carne─, los otros relacionados con el senQdo úlQmo de la fortaleza
cristiana de los mártires, manifestada al poner en juego precisamente su carne, y otros
relacionados con el extraño temor a la putrefacción, en tanto que futuro degradante
de todo hombre o mujer. Un temor en que habría estado empapada la cultura del
tiempo.
Y hoy, ¿qué significaría decir resurrección de la carne?
La fórmula «resurrección de la carne» puede usarse con distintos propósitos y
sentidos. Aquí nos interesarían especialmente dos: uno ritual y otro existencial.
En tanto que ritual, por ejemplo en el Credo de la Misa, la fórmula se pone ante
nosotros como desde fuera. Es cosa que viene de otro tiempo, y no la hemos elegido
nosotros para decir lo que pensamos. Al retomarla, nos unimos en primer término a la
comunidad cristiana histórica, dando por supuesto que compartimos con ésta una fe
básica acerca de la resurrección. Y pocas veces, seguramente, pasamos de ahí.
Esas pocas veces, dando un paso más, hacemos la fórmula más existencialmente
nuestra y nos decimos a nosotros mismos lo que nos significa adherirnos a esa
confesión de fe. Con ello superamos el uso ritual y, de algún modo, metemos en la
fórmula nuestra hermenéutica o comprensión de la resurrección, conforme a nuestras
presentes inquietudes y a los modos de razonar que nos parecen válidos.
Hay, por tanto, bastante diferencia entre el significado existencial y el significado ritual
de la expresión «resurrección de la carne». El primero lo reconstruye
espontáneamente de nuevo, al adherirse al Credo, cada creyente (o cada comunidad
de creyentes), en función de sus actuales inquietudes y situación cultural. En cambio,
la fórmula ritual permanece como anclada de forma inmóvil e inalterada desde sus
orígenes. O como polo de referencia un tanto borroso, en torno al cual se supone que
girarán distintas interpretaciones existenciales, más que como expresión acabada de lo
que puede significar hoy la resurrección.
Pero la investigación erudita, como hemos visto, puede decirnos algo más acerca de lo
que significó decir «resurrección de la carne» cuando con ello se expresaba algo
existencial de la fe. Más vivencialmente, era un levantarse de esa fe, Evangelio en
mano, contra la mera representación de que el futuro de las comunidades pudiera
truncarse rompiendo cuerpos mediante el martirio o haciendo disolverse a las
personas en el anonimato de la podredumbre. Y más sociológicamente, era la
resistencia a despotenciar en las perspectivas gnósticas lo corporal e individual del
camino cristiano, iniciado paradigmáticamente por Jesús ajusticiado.
Discernimiento
La fórmula «creo en la resurrección de la carne» cuajó en Occidente, según lo dicho,
cuando la expresión más antigua («creo en la resurrección de los muertos») se volvió
insuficiente para expresar la pertenencia de quien la usaba a una comunidad tenida
por heredera de la doctrina de los apóstoles. Era fruto de un empeño por mantener
cierta comprensión de la identidad cristiana diferencial.
Quienes han preferido volver hoy a la más antigua formulación opinan que ya no es
necesaria esa operación de discernimiento. Piensan que, al fin y al cabo, no existe el
trasfondo social de confusionismo que crearon los gnósticos, ni quedan rastros de la
connotación que asociaba la explicitación de la carne a la autoidealización de las
comunidades como iglesias de los mártires.
En mi opinión, esto segundo es verdad, aunque tal vez no nos vendría mal reconstruir
una formulación de la resurrección que conectara ésta con las esperanzas de los que
más sufren corporalmente y, en el sufrimiento, mantienen (incluso demuestran) el
sentido más concreto de las esperanzas y la fortaleza cristianas.
Tengo muchas más dudas a propósito de la «no-existencia» de un confusionismo de
esperanzas que pudiera oscurecer la identidad de las comunidades cristianas. Cuando,
hace cinco años, trabajé sobre lo que se entiende hoy en España por «ser creyente»,
encontré que se encuentra muy poco diferencia práctica entre serlo y no serlo. Tan
poca, que en lo cotidiano de la vida, y dejando aparte las teorías, casi da igual serlo o
no serlo. De donde resulta que el considerarse uno creyente viene a tener poca
importancia; viene a verse sobre todo como cuestión de tener ciertas ideas-límite,
imaginaciones...1 Más reserva de consuelos y criterios que camino de vida.
Pienso, pues, si así están las cosas, que en el nivel ritual sería bueno mantener aquellas
expresiones que, siendo un tanto desafiantes, ayudaran de hecho a caracterizar las
esperanzas jesuánicas (y apostólicas) de los cristianos de modo diferencial, frente a
otras esperanzas limitadas a confiar en un vago «quizás» o en especulaciones «new
age».
Frente a las limitadas a confiar en un quizás, porque éstas se refieren a la suerte
postmortal subjetiva de quien quiere sobrevivir. Pero las esperanzas jesuánicas no se
refieren en primer término a sobre-vivir; se refieren a que Dios Padre toma a su cargo
el devenir del mundo instaurando una forma de vida («conforme al reino») que se
materializa socialmente y, por tanto, corporalmente, no fracasando ante la muerte.
Mucho más complicado sería plantear un discernimiento de lo que «demarca» (o
diferencia) las esperanzas jesuánicas de la mentalidad o clima «new age». Ya en primer
término, porque el clima «new age» es muy inconcreto. Pero en representantes
característicos de ese clima suele encontrarse bastante relativización del dolor
corporal, de la individualidad material (como si el individuo fuera casi sólo su
psicología, o su conciencia) y de la singularidad del giro histórico traído por Jesús. Pues
bien: el «camino» cristiano de la esperanza no parece separable de ello.
En todo caso, dos criterios me parece que deberían presidir el discernimiento de las
fórmulas «credales» de la resurrección: tener en cuenta su valor de referencia a
tiempos ideales de fe fuerte y tener en cuenta su valor presente de expresividad
cultural.
Por lo primero, me gusta como expresión credal el «creo en la resurrección de la
carne». Por lo segundo, me siento inseguro en esa valoración.
Últimamente, sería la práctica de las comunidades la que tendría que ayudarnos a
reconocer lo más adecuado; una práctica que se volvería transparente en la
recepción/no-recepción de la catequesis credal correspondiente.
NOTAS
* Jesuita, Profesor emérito de la Universidad Comillas, Colabora en el Instituto Universitario de Estudio
sobre las Migraciones. Madrid.
1. Ver R. APARICIO y A. TORNOS, Quién es creyente en España hoy, PPC, Madrid 1995.
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