critica de arte sobre un famoso cuadro

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CRITICA DE ARTE SOBRE UN FAMOSO CUADRO
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Don Anselmo Salmón Salado iba algo suelto de vientre: se le había
terminado el lacteol, pero no podía comprarlo pues andaba escaso de recursos.
Inducido por alguna extraña inspiración, se convirtió en inesperado crítico de
arte y escribió una columna para ofrecérsela al servicio editorial de la revista
Hoja Manchada. El hecho de que poseyera el último ejemplar de esa
publicación y lo utilizara al terminarse el papel higiénico contribuyó a ello.
Una hora más tarde, cuando el borrador de la crítica estaba
prácticamente perfilado, aprovechó un intervalo entre apretón y apretón para
salir del cuarto de baño y dirigirse hacia la sede de la editorial. Su intención
era solicitar una entrevista con el director del mismo. Este lo recibió y aceptó la
oferta; algo sorprendente, sobre todo si tenemos en cuenta que tal cargo lo
ocupaba su hermano menor, fustigado siempre de pequeño por él durante los
juegos infantiles. La verdad; eso sí que fue llegar y besar el santo, a pesar de
que Don Anselmo no era muy devoto.
Con un pequeño adelanto de lo que se le iba a pagar por la
colaboración, marchó raudo a comprar los sobres de lacteol y, si bastaba para
ello, papel higiénico; con el tiempo justo para regresar a casa, sentarse de
nuevo en el retrete y evacuar con más calma…
Pero voy a dejarme de divagaciones. Será mejor centrarme ya en la
crítica de arte y revelarles lo que un hombre en apuros es capaz de escribir:
La presente crítica trata sobre un cuadro que he contemplado hoy en
la galería de arte El Marco sin Cuadro, cuando acababa de abrirse a eso
de las ocho y media de la mañana mientras la temperatura en la ciudad era
de quince grados, la humedad relativa del aire del setenta por ciento y
corría una suave brisa… ¡Uf, qué retortijón…!
El nombre de la obra en cuestión es El árbol, del pintor X –signo
provisional a falta de un minuto de partido–. Pasemos ya al análisis
técnico de la misma:
He de citar primero ese lejano fondo del cuadro que, con la fría gama
de azules entremezclados entre sí, dan a entender una cierta ausencia de
caluroso afecto que el pintor seguramente no recibió durante la infancia.
Ya se notaba esa tendencia a utilizar colores fríos en su cuadro El cubito
de hielo.
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Desde luego, tal efecto está en cierta forma contrastado si nos fijamos
en el plano central de la obra que nos ocupa: un solitario árbol. Si bien,
mediante ese elemento con apariencia de castaño y vigilado por el oscuro
fondo, nos descubre la disposición natural del artista a encontrarse alejado
de multitudes; a recluirse en sí mismo.
Sin mover todavía la vista del árbol –que parece un plátano–, es
importante insistir en la contemplación de esos verdes tonos; en la lucha
contra los azules del pasado. Muestra de esperanza para un tiempo que
está por venir y que ahora no existe. Un horizonte que, con los años y la
diosa fortuna, pudiera convertirse en futuro de esmeraldas; y con
posterioridad, en pasado de gratas y ancianas evocaciones.
A la izquierda de dicha encina –aunque quizás se trate de un pino, un
olivo, un ciprés o, incluso, un abeto–, hay una hoja de la especie Foscílae
ovidium mosciti ibum –más conocida como El perro del hortelano de Lope
de Vega–. Debo pararme precisamente en este punto, porque la disparidad
y variedad de especies vegetales que el cuadro provoca en la mente del
espectador refleja la tendencia del artista a manifestar la –con frecuencia
citada– aportación a las corrientes... ¡Achuuuusss!... ¡Que alguien cierre
las ventanas! ... ¡Que no!... Me refería a las corrientes y movimientos
característicos en la escuela Rochet y Fardan. Su característica principal
es la defensa de cierta desigualdad cósmica entre los elementos comunes
del universo al que pertenecemos, presentándolos con expresiones y
apariencias diferentes, según el momento y el estado de ánimo del
observador.
En cuanto al tipo de pincelada utilizada, se aprecia en general una
gran influencia de la escuela vanguardista encabezada por su maestro el
pintor H, creador y paradigma del estilo fort e suav loche, con esos toques
enérgicos, seguidos de otros más suaves y tímidos. Por ello, es posible
contemplar en algunos puntos del lienzo unas roturas de tela, incapaz de
aguantar tales envites. ¡Uf!... ¡Otro retortijón!...
Es interesante contemplar la cadencia visual de tonalidades
cromáticas que introducen a la obra, vista de forma global, en un universo
de enigmática falta de austeridad: los principios evolutivos del hombre
salen a relucir y se acompañan con muestras de insinuado puntillismo,
como huellas que se plasmaran de forma ancestral.
Al margen del frío fondo, del aislado aunque esperanzador árbol, de la
hoja caída o de la cortina puntillista, se sitúa a la derecha del cuadro una
pequeña mancha rosa con la cual el pintor X da a la obra un pequeño
toque de feminidad; como ya hicieran en su momento los pintores S y Z –
para utilizar todas las letras del abecedario se necesitarían demasiados
artistas–. En este caso no obedece al simple interés por llamar la atención
del público, sino de extraer del interior la parte femenina que todo hombre
lleva consigo. Y es que ha llegado el momento de sacar a la luz un
secreto, hasta ahora bien guardado: el autor de este cuadro, el pintor X –
signo definitivo de la quiniela–, no es un hombre. ¡Desde luego que no!
Podrá fingir, haciéndonos creer que nos encontramos ante un buen pintor,
un político de probada honradez o un futbolista de élite pobre…
Revelemos, de una vez por todas, la verdad: nuestro querido pintor es en
realidad una mujer hecha y derecha... ¡Sí, señoras y señores! Han leído
bien: ¡una mujer!; ¡una gran dama!; si se quiere un poco bruta en el
momento de romper la tela, pero dotada de la más pura feminidad. ¿Cómo
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podría, sino, haber pintado esas redondeadas formas que inundan el
cuadro, en las que demuestra al mismo tiempo una constante variación en
su estado de ánimo? –característica muy femenina, por cierto–. Esto se
manifiesta en definitiva al examinar con atención las distintas capas
superpuestas a lo largo y ancho del lienzo –o mejor dicho, las partes que
no aparecen desquebrajadas.
Ahora debo añadir... ¡Ay mis tripas…! Debo añadir que el cuadro no
está finalizado del todo. En diversas partes del mismo se aprecia el blanco
de la tela. Quizás sea ... ¡Uf…! Se trate de... jOuf…! ¡Puffff…!
Con semejante interrupción se publicó la crítica. Y como aún no disponía
de papel higiénico, se vio también obligado a utilizar para fines personales la
hoja en la que se encontraba el verdadero final.
Nota aclaratoria:
Don Anselmo Salmón Salado –que atiende a la voz de María la Dulce–,
además de realizar la crítica, pintó también el cuadro en cuestión; aunque de
eso ya no se acordaba.
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