LA INICIACIÓN CRISTIANA EN EL NUEVO TESTAMENTO Y

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LA INICIACIÓN CRISTIANA EN EL NUEVO TESTAMENTO
Y EXCURSUS HISTÓRICO SOBRE SU DESARROLLO
Esta conferencia, dentro del Congreso de Liturgia organizado por
la Universidad Pontificia Bolivariana, tiene dos partes bien disímiles. En
primer lugar se trata de un acercamiento a la Sagrada Escritura para
comprender el proceso de iniciación cristiana a partir de los testimonios
del Nuevo Testamento y en segundo lugar presentar un pequeño
excursus sobre su desarrollo histórico.
De la primera parte trataré de dar algunos puntos de reflexión. De
la segunda he pedido al señor presbítero Jaime Cristóbal Abril González,
Director del Departamento de Liturgia de la Conferencia Episcopal
Colombia, nos presente elementos esenciales para su comprensión.
1. LA INICIACIÓN CRISTIANA EN EL NUEVO TESTAMENTO
Rubén Salazar Gómez
Arzobispo de Bogotá
Presiente de la Conferencia Episcopal de Colombia
La “iniciación” en general y la iniciación religiosa
Antes de adentrarnos en los textos bíblicos, juzgamos conveniente
hacer algunas precisiones previas en torno al tema de la iniciación
cristiana.
El término “iniciación” etimológicamente procede del latín in-ire,
que significa: ir hacia dentro, entrar dentro de, introducirse.
Se
relaciona semánticamente con los términos initium: entrar en algo
nuevo, comienzo o principio de algo, e introductio: llevar a dentro,
introducir o comenzar a entrar. Así, designa sobre todo las mediaciones
o ritos por los que “se entra” en un grupo determinado, asociación,
religión, etc., subrayando la idea de “introducir a alguno en alguna
cosa”.
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Entendida así, la iniciación es una categoría antropológica
fundamental, ya que expresa un fenómeno humano general. Todos
tenemos que “ser iniciados” en nuestra vida, tanto que podemos hablar
de una “iniciación natural o cultural”, que de alguna forma en lenguaje
moderno equivaldría a adaptación, aprendizaje y “socialización”. Este
proceso se realiza en los diversos aspectos de la vida personal y social:
familiar, sexual, intelectual, laboral, cultural, religioso, político, etc. y
permite que el “singular” se conforme a las reglas, impostaciones y
opiniones propias del ambiente en el que vive. Aunque es universal, por
su misma naturaleza asume diversas modalidades y tipologías según los
pueblos, épocas y culturas.
Aquí se inserta la “iniciación religiosa o sobrenatural”, que expresa
la convicción de la dependencia del ser humano en relación con la
divinidad, que se expresa en una serie de ritos (celebraciones cultuales,
música o danza, banquetes, sacrificios, etc.), que incluye también la
instrucción sobre el cuerpo mítico-doctrinal (muchas veces secreto para
los no iniciados) y una previa purificación.
En el contexto de la “iniciación religiosa” revisten especial
importancia las llamadas “religiones mistéricas”, venidas de oriente y
que tuvieron gran influencia en el mundo grecorromano, con gran
variedad de ritos por medio de los cuales los iniciados eran introducidos
a la participación de la vida del dios al que se consagraban con la ayuda
de un mistagogo.
Podemos afirmar, por lo tanto, que el concepto y la realidad de
aquello que hoy llamamos “iniciación cristiana” hunden necesariamente
sus raíces en la misma antropología y en la estructura social del
hombre. No es una expresión procedente del lenguaje bíblico, sino del
lenguaje religioso, especialmente aclimatado en las antiguas religiones
llamadas “mistéricas”. Además, la expresión misma: “iniciación
cristiana” es nueva respecto a la tradición lingüística más afirmada en la
historia del cristianismo, sobretodo en Occidente, aunque expresa un
contenido que ha hecho parte esencial de toda la Tradición de la Iglesia.
En consecuencia, cuando el cristianismo adopta el lenguaje de la
iniciación, no habla la lengua propia, sino aquella de la sociedad en la
cual se encuentra. De todos modos, la expresión como tal es conocida
por la tradición patrística y ha sido sustancialmente recuperada en el
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actual lenguaje cristiano, en particular en el sacramental, para indicar el
proceso complejo, no solo ritual, por medio del cual una persona se
vuelve cristiana.
Si es éste el panorama, hablar de la iniciación cristiana en el
Nuevo Testamento puede parecer un intento de extrapolar dos
realidades. ¿No estamos introduciendo un concepto nuestro, avalado por
muchos años de historia de las religiones y de la Iglesia, en los escritos
del Nuevo Testamento? ¿No estamos exigiendo a los escritos del Nuevo
Testamento darnos datos precisos sobre algo que hoy tenemos muy en
el centro de nuestras preocupaciones pastorales?
Sin embargo, creo que es legítimo hablar de iniciación cristiana en
el Nuevo Testamento en el sentido de que desde el primer momento del
ministerio del Señor Jesús, como nos lo transmiten los escritos del
Nuevo Testamento, aparece la realidad de los que siguen al Señor
porque escuchan su palabra, se hacen sus discípulos dejándolo todo
para compartir la vida del Maestro, y pronto, después de la muerte de
Jesús, se entregan ellos también a la muerte en testimonio de su fe en
el Señor y de su amor a Él y a su Iglesia.
La iniciación en el Nuevo Testamento
El material que nos ofrece el Nuevo Testamento es rico y variado.
En él no se encuentra una descripción completa y detallada del proceso
de iniciación cristiana ni una teología elaborada del mismo. Los
testimonios bíblicos son ocasionales: en los Hechos de los Apóstoles se
encuentran textos que hablan de la agregación de nuevos miembros o
que describen el rápido crecimiento de la Iglesia y otros lugares en un
contexto parenético, sobre todo en las cartas paulinas, recuerdan las
exigencias morales derivadas de la iniciación. Aquí no podremos entrar a
una consideración completa de todos los textos relacionados con la
iniciación cristiana y, de manera particular, con el bautismo. Me
contento con presentar lo que, a mi parecer, constituye el núcleo de la
doctrina neotestamentaria.
La exégesis ha sido muy cauta en lo referente a la existencia de
tratados bautismales en el NT (1 Pe, Ef, Hb ), pero sí nota la presencia
de elementos dispersos, breves fórmulas, fragmentos de himnos que
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podrían tener alguna relación con el bautismo, y que permiten
reconstruir con cierta aproximación la secuencia de los ritos, pero
admitiendo la posibilidad de tradiciones bautismales distintas, según las
iglesias.
Me parece, sin embargo, que los textos se pueden organizar
alrededor de tres grandes temas, íntimamente unidos entre sí:
¿Cómo se hace un cristiano?
¿Qué implica ser cristiano?
¿Cuál es el camino que debe recorrer el cristiano?
1.1. ¿CÓMO SE HACE UN CRISTIANO?
Una pregunta similar hicieron los oyentes de Pedro en la mañana
de Pentecostés, al finalizar el discurso kerigmático. Escribe Lucas:
“Estas palabras les traspasaron el corazón, y dijeron a Pedro y a
los demás apóstoles: «Hermanos, ¿qué tenemos que hacer?» Pedro les
respondió: «Arrepiéntanse y que cada uno se haga bautizar en el
nombre de Jesucristo, para que Dios le perdone los pecados. Así
recibirán el don del Espíritu Santo.» (Hch 2, 37-38).
En la respuesta de Pedro podemos reconocer un ‘itinerario’ que
incluye estos momentos:
a) El anuncio del kerigma cristiano
b) La acogida favorable por la fe que nace de la escucha de la
Palabra y la conversión del oyente
c) Unas acciones simbólicas (en este caso: el bautismo)
Este “itinerario” aparece también con claridad en el texto de la
Carta a los Efesios en el que, sin mencionar los sacramentos, el Apóstol
muestra el proceso que Dios, en su infinito amor, ha llevado a cabo para
nuestra salvación: “En Cristo también ustedes, los que recibieron la
palabra de la verdad, la buena noticia que los salva, al creer en Cristo
han sido sellados con el Espíritu Santo prometido, garantía de nuestra
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herencia para la redención del pueblo de Dios, y ser así un himno de
alabanza a su gloria” (Ef 1, 13s).
Tratemos de caracterizar brevemente cada uno de esos pasos.
El anuncio de Jesucristo
Todo el Nuevo Testamento puede ser caracterizado como el
anuncio de Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador de todos los seres
humanos. Se puede hablar, sin embargo, de un anuncio inicial o
kerigma, centrado en la historia de la salvación interpretada a la luz de
los acontecimientos centrales de Cristo.
En el libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos varios
discursos en los cuales se encuentran elementos fundamentales de ese
anuncio: Hch 2,14-36; 4, 8-12; 5, 29-32; 8, 35; 10, 34-43; 16, 32. El
Reino de Dios se hace realidad, es promesa cumplida en la persona de
Jesús, muerto y resucitado. Es el reino de la gracia, del perdón, del don
del Espíritu. A acogerlo en el corazón están llamados todos, primero los
judíos y también -entendido esto con claridad creciente en los primeros
años de la vida de la Iglesia- todos los paganos.
El anuncio del misterio de Jesucristo adquiere en Pablo una
especial fuerza. Pablo es por excelencia el hombre del Evangelio, la
buena nueva de Jesús, el Hijo de Dios (Rm 1, 3ss), constituido Señor
por su resurrección de entre los muertos (Flp 2, 6-11), que vendrá
glorioso al final de los tiempos a llevar a plenitud su obra de salvación
(1Cor 15, 22-28). El Evangelio es la “fuerza de Dios para la salvación de
todo el que cree: el judío primeramente y después del griego. En él se
revela la justicia de Dios.” (Rm 1, 16).
En los Evangelios sinópticos, Marcos, Mateo y Lucas desarrollan el
contenido fundamental del Evangelio presentándonos –basándose en las
grandes tradiciones de las comunidades cristianas primitivas- los
núcleos fundamentales de las obras y palabras poderosas de Jesús de
Nazaret, cuya vida y ministerio estuvieron dirigidas hacia el
cumplimiento de la voluntad del Padre en la muerte y la resurrección
(Mc 8, 31; 9, 30-32; 10, 32-34).
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En los escritos joáneos se despliega toda la riqueza del misterio de
Aquel que es “la Palabra… por quien fueron creadas todas las cosas…
que se hizo carne… y por quien nos han llegado la gracia y la verdad…”
(Jn 1, 1-18).
El mensaje del Evangelio que en un primer lugar fue expresado
para los judíos en las categorías de “promesa y cumplimiento”, a la luz
del Antiguo Testamento, adquirió luego expresiones novedosas en el
contacto con los paganos. Las cartas a los Colosenses y a los Efesios son
una clara expresión de cómo el único Evangelio de Jesucristo se viste de
ropaje nuevo para poder llegar a cada uno de los destinatarios.
De este anuncio del Evangelio como parte de la iniciación
cristiana, hay indicios en 1Cor 15, 1ss donde Pablo recuerda a los
Corintios la catequesis que ellos han recibido antes del bautismo. En el
texto de la Carta a los Hebreos, Hb 6, 1-2, se nos indica una instrucción
sobre los elementos básicos de la doctrina cristiana. Muchos padres de
la Iglesia interpretan la orden del Señor Resucitado como un eco de esa
catequesis de la Iglesia primitiva. Recogiendo la tradición primera, la
Didajé nos explicita el contenido de esa instrucción en la doctrina de las
dos vías. Este texto nos permite comprender cómo desde los primeros
tiempos de la Iglesia, se consideraba fundamental una aceptación previa
del mensaje del Evangelio.
La fe y la conversión
Las palabras de Pablo que hemos presentado arriba: “El Evangelio
es la fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: el judío
primeramente y después del griego. En él se revela la justicia de Dios de
fe en fe” (Rm 1, 16) nos plantean la profunda realidad de la fe como
aceptación de la salvación ofrecida en Cristo. El Evangelio no se hace
Evangelio -es decir: Buena Nueva, salvación- sino en la medida en que
es acogido por la fe. Exige una opción: “Quiso Dios salvar a los
creyentes mediante la locura de la predicación” “La predicación de la
cruz es una locura para los que se pierden; pero para los que se salvan
–para nosotros- es fuerza de Dios” (cf. 1Cor 1). La fe es una obediencia
(Rm 1, 5) por la cual la persona acepta el mensaje de la salvación y se
adhiere profundamente a Cristo para seguirlo a lo largo de su vida. Por
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la fe, el hombre responde a la gracia de Dios que lo llama y que se le ha
manifestado por la predicación apostólica (Rm 10, 14s). Pero es claro
que la profesión de fe culmina en el bautismo, como lo insinúa
claramente el texto de Gálatas 3, 25ss.
Esta acogida de la Palabra como paso fundamental en el camino
hacia el bautismo, como encuentro con el Señor proclamado, es
atestiguada claramente en muchos textos de los Hechos de los
Apóstoles. De ella se habla explícitamente en Hch 2, 41 (“Los que
acogieron la Palabra fueron bautizados.”); 8, 14 (“Al enterarse los
apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la
palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan.”). Esa aceptación de la
palabra es en la fe: Hch 4, 4 (“Muchos de los que habían oído el discurso
creyeron.”); Hch 8, 12 (“Cuando creyeron a Felipe que anunciaba la
Buena Nueva del Reino de Dios y el nombre de Jesucristo, empezaron a
bautizarse hombres y mujeres.”); Hch 11, 17 (“Si Dios les ha concedido
el mismo don que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo,
¿quién era yo para poner obstáculos a Dios?”) Y muchos textos más en
los que aparece la fe como la aceptación de la predicación y paso
inmediato para el bautismo.
Esta fe, por su parte, implica la conversión. La metánoia, es decir,
el cambio profundo de mentalidad que permite una renovación total de
la existencia. La conversión es adquirir la “nous” de Cristo (cf. 1Cor 2,
16), “mente” que no se reduce a la aceptación de una doctrina sino a un
cambio radical de paradigma, de referente, que le permite al creyente
entrar en la dimensión de una vida nueva. Esta invitación había estado
ligada desde el principio con la predicación del Señor Jesucristo: si el
tiempo se ha cumplido, si en Cristo el Reino de Dios está llegando,
entonces es necesaria la conversión que expresa la fe en el Evangelio
que empieza a ser predicado (cf. Mc 1, 15).
Todo el Nuevo Testamento es testigo fiel de esta llamada
permanente a la conversión que nace de la fe, es decir, en la aceptación
de Jesucristo, como el Señor, como el único Salvador, como Aquel que
nos lleva al Padre (cf. Evangelio de Juan). Esa aceptación se expresa en
una auténtica conversión que implica el arrepentimiento de los pecados
y una verdadera ruptura con el pasado. Este rasgo aparece
especialmente claro en el texto de los Hechos que nos ha guiado
especialmente en esta presentación: “¿Qué hemos de hacer, hermanos?
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Pedro les contestó: Conviértanse y que cada uno de ustedes se haga
bautizar en el nombre de Jesucristo para el perdón de los pecados.”
(Hch 2, 17s).
Unas acciones simbólicas (en este caso la inmersión: el bautismo)
No es posible descubrir en los textos del Nuevo Testamento un
ritual del bautismo propiamente dicho. Sin embargo, con certeza el acto
bautismal tenía una cierta estructura ritual.
. La confesión de fe:
El texto de la Carta a los Romanos (Rm 10, 9s) “Si proclamas con
tu boca que Jesús es el Señor y crees con tu corazón que Dios lo ha
resucitado de entre los muertos, te salvarás. En efecto, cuando se cree
con el corazón actúa la fuerza salvadora de Dios y cuando se proclama
con la boca se obtiene la salvación”, nos hace pensar razonablemente
en la presencia de una proclamación en voz alta de la fe que se profesa
en lo íntimo del corazón como parte del rito del bautismo.
Esa profesión solemne de la fe parece estar subyacente en el texto
de la Carta a los Hebreos (Hb 3, 1): “Por eso, hermanos, miembros del
pueblo de Dios y partícipes de una vocación celestial, no pierdan de
vista a Jesús, apóstol y sumo sacerdote de la fe que profesamos.” De
esa profesión de fe se habla también en Hb 4, 14. En el texto de Hb 10,
19-23 aparece la unión entre “lavado el cuerpo con agua pura” y
“mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos”. Podemos,
así, tener una cierta certeza de que la profesión de fe formaba parte del
rito del bautismo ya que probablemente se le pedía al candidato
expresar su voluntad mediante una alabanza o una profesión de fe en la
doctrina recibida.
Tendríamos un ejemplo de esta profesión de fe en el contexto del
bautismo, si el versículo 37 del capítulo 8 del libro de los Hechos de los
Apóstoles fuera auténtico (de hecho falta en los mejores manuscritos):
“Felipe le (al ministro de la reina de Etiopía) dijo: Si crees con todo tu
corazón, se puede (bautizarte). Él respondió: Creo que Jesucristo es el
Hijo de Dios.”
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. La inmersión:
El término “bautizar” y el simbolismo del capítulo 6 de la Carta a
los Romanos sugieren que el candidato era sumergido en el agua. El
pasivo verbal que se utiliza “ser bautizado” indica que se necesitaba un
ministro que derramara agua sobre la cabeza del que estaba entre el
agua, mientras pronunciaba las palabras rituales.
Parece probable que las palabras pronunciadas solemnemente
sobre el que va a ser bautizado eran inicialmente la invocación del
nombre de Jesús. Por esto se habla del “bautismo en el nombre de
Jesús” (Hch 8, 16). Pronto esta fórmula simple fue sustituida por la
invocación de la Trinidad: “Bautícenlos en el nombre del Padre, y del
Hijo y del Espíritu Santo” es la orden del Señor resucitado a los
discípulos en el Evangelio de Mateo (Mt 28, 19).
Con esta fórmula se expresaba que el bautizado se convertía en
propiedad de Jesús, el Hijo de Dios, el consumador de la salvación. El
bautizado es entregado al Señor, se convierte en su propiedad. Con la
invocación del nombre del Señor se realiza un cambio de señor en el
bautizado. Para éste, a partir del momento del bautismo, ya no hay otro
Señor que Jesús, puesto que la salvación está sólo en este nombre.
. La imposición de las manos:
La imposición de las manos aparece, además, como parte de lo
que el autor de la Carta a los Hebreos llama “la doctrina elemental sobre
Cristo”: Nos dice: “No vamos a insistir de nuevo en las verdades
fundamentales, a saber: la conversión de los pecados y la fe en Dios, la
instrucción bautismal, la imposición de las manos, la resurrección de los
muertos y el juicio eterno.” (Hb 6, 1-3).
En los textos de Hch 8, 17-20 y 19, 6, la imposición de manos
completaba el bautismo y tenía relación con los apóstoles, quienes antes
de imponer las manos oraban. El primer texto, sin embargo, es
considerado como indicio clave del sacramento de la confirmación
porque separa “el bautismo en el nombre de Jesús, el Señor” (Hch 8,
16) de la imposición de las manos y la recepción del Espíritu Santo (v.
17). En el segundo texto el bautismo y la imposición de las manos se
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contraponen al “bautismo de Juan”. Si originalmente el bautismo incluyó
o no la imposición de las manos es todavía hoy objeto de discusión
entre los especialistas.
Podemos concluir, después de este breve recorrido, que un
hombre llega a ser cristiano por la escucha de la Palabra que lo mueve a
la conversión y ésta lo lleva a recibir de la comunidad el bautismo y el
don del Espíritu Santo para llevar una vida según el Evangelio de Jesús.
La finalidad de la “iniciación cristiana” es conducir a una persona a vivir
según el Espíritu de Cristo. En palabras de Pablo: “Si alguno no tiene el
Espíritu de Cristo, es que todavía no es cristiano.” (Rm 8, 9).
1.2. ¿QUÉ IMPLICA SER CRISTIANO?
Nuestras reflexiones anteriores se han fijado en el “itinerario” para
llegar a ser cristiano. Pero éste, como todo itinerario, tiene un punto de
llegada que, a su vez, puede convertirse en un nuevo punto de partida.
En el caso del cristiano, el punto de llegada es la conformación con
Cristo, la “cristificación” que el Espíritu Santo realiza en lo íntimo del
bautizado.
Partamos del texto de la Carta a los Romanos en el capítulo sexto.
“¿Ignoran acaso que todos nosotros, a quienes el bautismo ha vinculado
a Cristo, hemos sido vinculados a su muerte? En efecto, por el bautismo
hemos sido vinculados a su muerte, para que así como Cristo fue
resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así también
nosotros llevemos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en
Cristo a través de una muerte semejante a la suya, también
compartiremos su resurrección. Sepan que nuestra antigua condición
pecadora quedó clavada en la cruz con Cristo, para que, una vez
destruido este cuerpo marcado por el pecado, no sirvamos ya más al
pecado; porque cuando uno muere, queda libre del pecado. Por tanto, si
hemos muerto con Cristo, confiemos en que también viviremos con él.”
(Rm 6, 2-9). En este pasaje, se ve claramente la vinculación del
bautizado con Cristo muerto en la cruz y resucitado de entre los
muertos. Se usa la preposición griega “syn” para indicar esta condición
nueva del bautizado, hecho por el bautismo un cristiano, es decir, otro
Cristo. Se trata de la vinculación del bautizado con todo el misterio de
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Cristo. Pablo hace énfasis en la muerte de Cristo para fundamentar la
ética cristiana que no es la simple obediencia a una ley sino la expresión
de una vida recibida por la acción del Espíritu que pone al cristiano en
movimiento hacia la perfección final por la fuerza de la resurrección del
Señor.
Aquí nos acercamos al misterio mismo de la iniciación. Se trata del
ingreso a una vida nueva, a una vida que no es fruto de la acción
humana sino que el bautizado recibe de Dios por medio de su Espíritu en
la unión vital con Cristo. Los verbos en pasivo indican esta realidad de
gracia, de acción de Dios, en el bautizado. Además, por la palabra
“semejanza” se expresa la realidad sacramental, es decir, el bautismo
nos pone en contacto real con el acontecimiento salvífico de Cristo y nos
hace participar realmente de su misterio pascual.
Esta misma realidad, fruto del bautismo, la encontramos
enunciada claramente en la Carta a los Colosenses. Pablo exhorta a los
fieles a permanecer fieles a Cristo por la regeneración que han
experimentado en el bautismo. Éste es la verdadera circuncisión judía
que purifica y nos hace participar de la resurrección de Cristo: “Así pues,
ya que han aceptado a Cristo Jesús, el Señor, vivan como cristianos,
enraizados y edificados sobre él, firmes en la fe, como se les ha
enseñado… Porque es en Cristo hecho hombre en quien habita la
plenitud de la divinidad, y en él, que es la cabeza de todo, ustedes han
obtenido la plenitud. Por su unión con él están también circuncidados,
no físicamente por mano de hombre, sino con la circuncisión de Cristo
que los libera de su condición pecadora. Han sido sepultados con Cristo
en el bautismo, y también con él han resucitado, pues han creído en el
poder de Dios que lo ha resucitado de entre los muertos. Ustedes
estaban muertos a causa de sus delitos y de su condición pecadora;
pero Dios los ha hecho revivir junto con Cristo perdonándoles todos sus
pecados” (Col 2,6.9-13).
Por esta razón, Pablo podrá exclamar en la Carta a los Gálatas:
“Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien
vive en mí. Ahora, en mi vida terrena, vivo por la fe en el Hijo de Dios
que me amó y se entregó por mí.” (Gl 2, 19b-20). Se trata de la vida
misma de Cristo, que es la vida misma de Dios (cf. Jn 6, 57: “Como el
Padre que me envió posee la vida, y yo vivo por él, así también, el que
me coma vivirá por mí.”), que implica una ruptura definitiva con el
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pecado, como lo expresa el mismo Pablo en la Primera Carta a los
Corintios: “Ustedes han sido purificados, consagrados, y salvados en
nombre de Jesucristo, el Señor, y en el Espíritu de nuestro Dios” ( 1Cor
6, 11).
Porque es una vida nueva, el autor de la Primera Carta de Pedro,
habla en dos oportunidades del bautismo como un “nuevo nacimiento”:
“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que por su gran
misericordia, a través de la resurrección de Jesucristo de entre los
muertos, nos ha hecho renacer para una esperanza viva, para una
herencia incorruptible, incontaminada e imperecedera. Una herencia
reservada en los cielos para ustedes, a quien el poder de Dios custodia
mediante la fe para una salvación que se manifestará en el momento
final.” (1Pd 1, 3-5). Y, en los versículos 23 del mismo capítulo, “Puesto
que obedientes a la verdad han renunciado a cuanto impide un sincero
amor fraterno, ámense de corazón e intensamente unos a otros, pues
han vuelto a nacer, no de una semilla mortal, sino de una inmortal: a
través de la palabra viva y eterna de Dios.” La necesidad de este nuevo
nacimiento aparece en el hermosísimo diálogo de Jesús con Nicodemo
(Jn 3, 5), en una velada alusión al bautismo (tal vez explicitada
posteriormente con la inserción de la palabra “agua”).
En el Evangelio de Juan, los “signos” del Señor Jesucristo se hacen
figuras de la vida nueva que Él nos trae por medio del bautismo: al
curar al paralítico en la piscina de Betesda (Jn 5, 1-19), el bautismo se
intuye como liberación de la parálisis del pecado; al curar al ciego de
nacimiento (Jn 9, 1-38), el bautismo se concibe como una iluminación
con la luz de Cristo, Luz del mundo. El bautismo es el agua viva (Jn 4,
7-15) del diálogo con la Samaritana, da los ríos de agua viva que
“brotan de lo más profundo de aquel que crea en mí” (Jn 7, 37s). Y es el
agua que da la vida al brotar del corazón traspasado del Crucificado (Jn
19, 33-35).
Todos estos textos nos revelan la vida nueva a la que nos
introduce el bautismo. Es la vida en Cristo. Es la vida en el Espíritu de
Dios. Y, por esto, inserta en la comunidad de los creyentes que es “el
cuerpo de Cristo”. Esta realidad comunitaria de la vida nueva en Cristo
se insinúa ya claramente en el texto de la Primera Carta a los Corintios
cuando, apelando a la tipología bíblica y a la exégesis midrásica, Pablo
habla del bautismo y de la Eucaristía. “No quiero que ignoren,
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hermanos, que todos nuestros antepasados estuvieron bajo la nueve,
todos atravesaron el mar, y al caminar bajo la nueve y al atravesar el
mar, todos fueron bautizados como seguidores de Moisés. Todos
comieron el mismo alimento espiritual y todos bebieron la misma bebida
espiritual; bebían, en efecto, de la roca espiritual que los acompañaba,
roca que representaba a Cristo. Sin embargo, la mayor parte de ellos no
agradó a Dios y por eso fueron aniquilados en el desierto. Todas estas
cosas sucedieron para que nos sirvieran de ejemplo y para que no
ambicionemos lo malo, como lo ambicionaron ellos… Estas cosas les
sucedieron a manera de ejemplo y se han escrito para que sirvieran de
lección a los que hemos llegado al final de los tiempos.” (1Cor 10, 16.11). Al referirse al paso del Mar Rojo como tipo del bautismo, y al
maná y al agua de la roca como tipo de la eucaristía, el Apóstol subraya
el carácter colectivo de la iniciación cristiana a partir de la experiencia
del Pueblo de Israel.
Este carácter colectivo adquiere su clara expresión en los textos
en que Pablo recomienda a los cristianos trabajar en unidad y a luchar
por la unidad de la comunidad. El capítulo 12 de la Primera Carta a los
Corintios resalta la dimensión cristológica y eclesial, al mismo tiempo,
del bautismo: “Todos nosotros, judíos o no judíos, esclavos o libres,
hemos recibido un mismo Espíritu en el bautismo, a fin de formar un
solo cuerpo; y también todos participamos del mismo Espíritu.” (1Cor
12, 12-13). Para Pablo ser incorporados al cuerpo de Cristo equivale a
ser agregados a la Iglesia: “En efecto, todos ustedes son hijos de Dios
en Cristo Jesús mediante la fe, pues todos los que han sido consagrados
a Cristo por el bautismo, de Cristo han sido revestidos. Ya no hay
distinción entre judío o no judío, entre esclavo o libre, entre varón o
mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús.” (Gl 3, 27-29).
Esta configuración con Cristo y la unión de todos en un mismo
cuerpo, el Cuerpo Resucitado de Cristo, es obra del Espíritu. Esto
aparece explícitamente en la Segunda Carta a los Corintios, cuando
Pablo al evocar los comienzos de la comunidad, habla de los
sacramentos de iniciación con una serie de imágenes referentes al
Espíritu, que la tradición eclesial ha aplicado especialmente al
sacramento de la confirmación: “Es Dios quien a nosotros y a ustedes
nos fortalece en Cristo, el que nos ha ungido, nos ha marcado con su
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sello y nos ha dado su Espíritu como garantía de salvación.” (2Cor 1,
22).
Un texto que nos muestra la profundidad de esta dimensión
comunitaria –eclesiológica- de la vida en Cristo nos lo ofrece la Carta a
los Efesios. El Apóstol invita a los cristianos a vivir según la vocación a la
que han sido llamados y pone como base para las virtudes comunitarias
la realidad de que “Uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu como
también es una la esperanza que encierra la vocación a la que han sido
llamados; un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; un Dios que es
Padre de todos, que está sobre todos, actúa en todos y habita en
todos.” Este pasaje parece, además, tener la forma de una confesión de
fe bautismal ya que conecta explícitamente fe y bautismo.
1.3. ¿CUÁL ES EL CAMINO QUE DEBE RECORRER EL CRISTIANO?
El bautismo, como sacramento por excelencia de la iniciación
cristiana, es un punto de llegada cuyo itinerario hemos presentado a
grandes rasgos. Nos introduce en una vida nueva, fruto de un nuevo
nacimiento por el “agua y el Espíritu” (Jn 3, 5). Pero como toda vida es
una vida que debe ser mantenida, cultivada. En la terminología del
Nuevo Testamento la vida se convierte en un camino, el camino que
Jesús ha abierto con su muerte y resurrección y que todos los
bautizados tenemos que recorrer hasta llegar al Padre donde el Señor,
por su ascensión, llegó. Ésta teología se presenta en los Hechos, en
Juan, pero de una manera especial en la Carta a los Hebreos.
Permítanme introducir aquí el sentido que el Santo Padre,
Benedicto XVI, ha dado a este camino que se empieza con la iniciación
cristiana y que nos explica al convocarnos a un “Año de la Fe”. En su
carta apostólica “La Puerta de la Fe” nos hace tomar conciencia que “por
esa puerta somos introducidos en la vida de comunión con Dios y se nos
permite la entrada en su Iglesia” (PF No. 1) y subraya cómo “se cruza
ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja
plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone un
camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo (cf. Rm 6,
4) con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se
concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la
14
resurrección del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha
querido unir en su misma gloria a cuantos creen en Él (cf. Jn 17, 22).”
(ib.)
La realidad profunda es que con el bautismo nos hacemos
seguidores de Jesús, aquellos que recorren a lo largo de toda su vida el
camino que Él, con su muerte y resurrección ha abierto para todos. Así
lo expresa la Carta a los Hebreos: “Tenemos, pues, hermanos, plena
confianza para entrar en el santuario en virtud de la sangre de Jesús,
por este camino nuevo y vivo, inaugurado por Él para nosotros, a través
de la cortina, es decir, de su cuerpo.” (Hb 10, 19-20).
Aceptar la fe -entrar por la puerta de la fe- es hacer de la vida de
Jesús, del camino de Jesús, nuestra propia vida, nuestro propio camino.
La existencia se hace una experiencia permanente de conversión para
lograr que los pensamientos, los sentimientos, las opciones, sean los
pensamientos, los sentimientos, las opciones de Jesús en un proceso
continuo y progresivo de identificación con el Señor Jesucristo. De esta
manera, los contenidos de la fe son la luz que dimana de la persona del
Señor como nos la presentan el Evangelio y la experiencia de la Iglesia;
las normas son la expresión de esa vida nueva animada por el Espíritu;
la liturgia es el momento culminante de unión con el Señor presente y
actuante por medio de su Iglesia, de la cual recibe la luz y la fuerza para
vivir con valentía los momentos de la existencia.
Llevar a cada uno a entrar por esa puerta de la fe para vivir el
camino del discípulo misionero en el seno de la comunidad cristiana es
la tarea de la Iglesia, es la tarea de la evangelización. Tarea que
siempre a lo largo de los siglos es la misma pero que en cada época
histórica adquiere características propias, requiere métodos nuevos,
asume exigencias diferentes. De eso se trata en la nueva
evangelización: de encontrar siempre de nuevo –porque la realidad
cambia vertiginosamente- las formas concretas que la evangelización
debe asumir en cada momento histórico y frente a la cualidad de “único
e irrepetible” de cada ser humano.
15
Conclusión
He querido –consciente de las inmensas limitaciones de mi
presentación- esbozar a grandes rasgos el camino de la iniciación
cristiana, la vida que ella nos ofrece y el camino que empezamos con el
bautismo y que a lo largo de nuestra vida tenemos que recorrer. El
Nuevo Testamento nos invita a descubrir así nuestra vida cristiana como
un continuo caminar que nos permite, iluminados por la Palabra de vida
y fortalecidos por los sacramentos, especialmente la Eucaristía, avanzar
poco a poco en medio de las oscuridades y dificultades de la existencia
humana hasta la meta que nos ha abierto el Señor Jesús con su muerte
y su resurrección, rodeados por el testimonio y el estímulo de tantos
hermanos en la fe.
Escuchemos y hagamos nuestras las palabras del autor de la Carta
a los Hebreos: “También nosotros, rodeados de tal nube de testigos,
liberémonos de todo impedimento y del pecado que continuamente nos
asalta, y corramos con perseverancia en la carrera que se abre ante
nosotros, fijos los ojos en Jesús, autor y perfeccionador de la fe, el cual,
animado por la alegría que le esperaba, soportó sin acobardarse la cruz
y ahora está sentado a la derecho del trono de Dios. Fíjense, pues, en
aquel que soportó en su persona tal contradicción de parte de los
pecadores para que no se dejen vencer por el desaliento” (Hb 12, 1-3).
16
2. EXCURSUS HISTÓRICO DE LA INICIACIÓN CRISTIANA
Presbítero JAIME CRISTÓBAL ABRIL GONZÁLEZ
Director del Departamento de Liturgia
Conferencia Episcopal de Colombia
Con el dato bíblico podemos comprobar que la Iglesia, desde los
tiempos apostólicos, ha pedido a aquellos que quieren recibir el
bautismo y ser admitidos a la comunidad (expresión de ello la
participación en la fracción del pan) la fe y la conversión de vida. Con el
paso del tiempo y el cambio de las circunstancias, el acceso al bautismo
conocerá nuevos desarrollos hasta institucionalizarse en forma de
catecumenado.
En sentido clásico, por “catecumenado” (de katechein: instruir a
viva voz) se entiende la instrucción de carácter catequético-litúrgicomoral creada por la Iglesia de los primeros siglos para preparar, a
través de un camino más o menos largo, a los adultos convertidos a la
recepción de los sacramentos de la iniciación cristiana, que se celebran
de corriente en el transcurso de la vigilia pascual.
En el Nuevo Testamento y en el primer siglo no encontramos un
catecumenado verdadero y propio como institución codificada, si bien en
aquel período existía un cierto proceso que se podría llamar de algún
modo catecumenal, por lo menos a nivel de realidad vivida.1
2.1. Siglos II-III
La gradual expansión de la Iglesia, la formación de pequeñas
comunidades, el aumento de las persecuciones que pedirán de los
creyentes opciones radicales y el crecimiento en el número de los
simpatizantes y de quienes se quieren adherir al cristianismo, lleva a la
Iglesia a pasar de una preparación al bautismo variada y no
particularmente institucionalizada a un camino de iniciación articulado y
estructurado.2
Ya a finales del siglo II y comienzos del siglo III, tanto en Oriente
como en Occidente, como atestiguan sobre todo Tertuliano y la
Tradición Apostólica de Hipólito de Roma, encontramos una estructura
1
Cf. AUGÉ, Matías, L’Iniziazione Cristiana. Battesimo e Confermazione, LAS-ROMA, Roma 2004,
p. 57.
2
Cf. Ibid., p. 58.
17
de la iniciación cristiana, centrada en tres grandes momentos principales
e
inseparables:
catecumenado,
ritos
del
bautismo
y
ritos
posbautismales. Un todo unitario que alcanzará su máximo desarrollo y
esplendor en los siglos siguientes.3
Cabe precisar que el vocabulario como tal de la iniciación cristiana
va a aparecer en el siglo II, cuando los apologistas (Justino, Ireneo,
Tertuliano y otros) lo usan en polémica con los interlocutores paganos,
para defender los ritos cristianos de las acusaciones de imitación de las
religiones mistéricas. Así también el vocabulario de la iniciación se va
afianzando poco a poco dentro de la comunidad cristiana.4
En la segunda parte de la Tradición Apostólica (nn. 15-21) se
describe la siguiente estructura de la iniciación:
- El ingreso en el catecumenado (nn. 15-16). Presentación de los
candidatos y admisión luego de un severo examen.
- El período del catecumenado (nn. 17-19).
Normalmente los
catecúmenos son instruidos por tres años. Comprende: catequesis,
oración e imposición de manos hecha por el catequista.
- La preparación próxima a la iniciación (n. 20). Los candidatos son
examinados especialmente sobre su estilo de vida. En este momento
se llaman “elegidos”, participan en la liturgia de la Palabra y reciben
imposiciones cotidianas de las manos para exorcizarlos. Unos días
antes de la iniciación sacramental tiene una preparación más directa:
baño, ayuno, imposición de la manos del obispo para exorcismo,
signaciones y vigilia.
- La iniciación sacramental (n. 21). Dentro de la vigilia pascual se
celebran los ritos sacramentales verdaderos y propios, que tienen una
significativa unidad ritual: Mientras los elegidos se preparan para el
rito, despojándose de sus vestidos, el obispo consagra los óleos (el de
exorcismo y el de acción de gracias, que corresponden a nuestros
óleos de los catecúmenos y crisma). Cada candidato pronuncia la
renuncia a Satanás y luego el sacerdote lo unge con el óleo del
exorcismo (óleo de los catecúmenos). Sigue el bautismo que se hace
3
Cf. KELLER, Miguel Ángel, O.S.A., La Iniciación Cristiana -Bautismo-Confirmación-, Colección de
textos básicos para seminarios latinoamericanos, CELAM, TELAL – Vol. IX-2, Bogotá, D.C., 2002,
p. 23.
4
Para profundizar más sobre el desarrollo ritual y del vocabulario de la iniciación, ver entre otros:
La Carta de Bernabé (s. II), El Pastor de Ermas (s. II), la primera apología de san Justino mártir (s.
II) y la Didascalia de los Apóstoles (s. III).
18
con tres inmersiones que corresponden a la profesión de fe dialogada
en las tres personas de la Trinidad: “¿Crees en Dios Padre, Hijo,
Espíritu Santo?”. Y el bautizando responde otras tres veces con
“creo”, al tiempo que sumerge tres veces la cabeza en el agua. Luego
del bautismo, el neófito es ungido por el sacerdote con el óleo de
acción de gracias (crisma). A continuación, los recién bautizados, con
sus vestidos blancos, se presentan ante la comunidad reunida; el
obispo impone la mano acompañado el gesto con una oración
(epíclesis pidiendo para los bautizados la plenitud del Espíritu), unción
con el óleo de acción de gracias (crisma), señal de la cruz en la frente
(la consignatio) y el beso de paz al neófito. Finalmente los neófitos
oran con todo el pueblo y participan en la eucaristía (además del pan
y el vino, los neófitos reciben una mezcla de leche y miel).
- La catequesis mistagógica (n. 21). Mistagogía significa “iniciación a
los misterios” o sacramentos acabados de celebrar. Se trata aquí de
la disciplina del arcano (informaciones en secreto) y a la posibilidad
de que quien ha sido bautizado pueda hacer una profundización
catequética bajo la guía del obispo.5
«La organización del ritual de iniciación en la Tradición Apostólica
evidencia que el hacerse cristiano, y por lo tanto el acceso al bautismoconfirmación-eucaristía, es entendido como una conversión del mundo
para entrar en la Iglesia. El elegido es iniciado mediante un camino
ritual unitario que se configurará en un camino no sólo simbólico sino
también físico: de la piscina bautismal al aula donde está reunida la
asamblea para celebrar la eucaristía».6 Un camino serio de formación
cristiana, que pedirá del candidato el crecimiento espiritual y
compromiso radical de fe.
Esta organización del ritual de la iniciación que presenta la
Tradición Apostólica es paradigmática en orden a la valoración de los
sucesivos desarrollos de la misma.
2.2.
Siglos IV-V
5
Cf. RUSSO, Roberto, «Los sacramentos de la iniciación cristiana. 12.2 El desarrollo histórico de
la iniciación cristiana», en MANUAL DE LITURGIA Vol. 3. La Celebración del Misterio Pascual,
Colección de textos básicos para seminarios latinoamericanos, CELAM, LELAL III, Bogotá, D.C.,
2001, pp. 35-37; AUGÉ, M., L’Iniziazione Cristiana, pp. 60-64.
6
RUSSO, R., «Los sacramentos de la iniciación cristiana», en MANUAL DE LITURGIA Vol. 3. La
Celebración del Misterio Pascual, pp. 37-38.
19
El final de las persecuciones en tiempos del Emperador
Constantino (Edicto de Milán, 313), permitirá a la Iglesia organizarse
con libertad, a la vez que la enfrentará con un formidable reto pastoral:
las conversiones masivas y frecuentes con motivación interesada.
Ante esta circunstancia, la Iglesia pondrá su mayor esfuerzo en la
necesaria iniciación cristiana, que mantiene su estructura básica. Por
eso en los siglos IV y V los ritos de iniciación no experimentan grandes
cambios en relación con la descripción de Hipólito, si bien se ve
enriquecida con nuevos elementos en la preparación al bautismo y con
nuevos ritos tanto en el momento catecumenal como propiamente
sacramental. Pudiéramos decir que esta es la época de oro de la
iniciación cristiana.7
En esta época son de gran interés las catequesis patrísticas sobre
la iniciación cristiana. Las más conocidas, hacia el final del s. IV, son las
catequesis mistagógicas de Ambrosio de Milán, de Agustín, de Cirilo y su
sucesor Juan de Jerusalén, la de Teodoro de Mopsuestia y Juan
Crisóstomo de Antioquía. Su atención se centra en la unidad del rito de
la iniciación cristiana, que forma un todo continuo en la unidad de
momentos rituales. Un momento es el del baño bautismal, el otro, el de
los ritos posbautismales, al que se le atribuye una especial comunicación
del don del Espíritu. Es de precisar que los desarrollos de este segundo
momento del ritual seguirán líneas independientes según las Iglesias,
por lo mismo según las diversas tradiciones litúrgicas. Pero como dato
universal y constante en este período de la historia tenemos que señalar
que, a pesar de los desarrollos rituales diversos que se constatan, el
bautismo y la confirmación siguen formando una unidad de celebración,
que se desenvuelve de una sola acción. Claro que se van destacando
cada vez con mayor nitidez el uno del otro, como dos etapas distintas
que se dirigen hacia una meta última, que es la eucaristía. Esta
situación vital, de la que luego comprenderemos como “confirmación”,
es un dato importante, normativo para todos los tiempos, sea cual fuere
la solución que aconsejen las conveniencias pastorales sobre el
momento más oportuno de conferirlo.
Desintegrar aquella unidad
primitiva sería arrancar el sacramento de la confirmación de su contexto
vital. Al aislarlo indebidamente se correría peligro de falsearlo.
7
Cf. AUGÉ, M., L’Iniziazione Cristiana, pp. 64-80. Para este período, ver entre otros: las
Constituciones de los Apóstoles (final del s. IV), el Testamento del Señor (final del s. V), catequesis
mistagógicas de Cirilo y Juan de Jerusalén, catequesis de san Ambrosio de Milán, los escritos de
san Agustín y las catequesis bautismales de san Juan Crisóstomo.
20
En esta etapa, el protagonismo del obispo en todo el proceso de la
iniciación es bastante notable. Todos los grandes Pastores y Padres de
la Iglesia de la época asumirán personalmente la labor pastoral de la
iniciación cristiana. Muchos de los mejores escritos de los Santos Padres
tienen su origen, precisamente, en este delicado ministerio pastoral.
Con todo, y a pesar de tan notables esfuerzos, a finales de esta
época la situación de la iniciación cristiana empieza a presentar algunos
aspectos negativos: muchos catecúmenos van retrasando el bautismo,
el catecumenado comienza a reducir su duración, la consignatio (raíz de
la actual confirmación) se va separando ocasionalmente de los ritos
posbautismales.8
A esto último se suma el hecho de que cada vez más en la Iglesia
romana se va haciendo el énfasis en que esta consignatio la realiza sólo
el obispo, cosa que no sucede en la Iglesia oriental y la africana. Así,
por ejemplo, al inicio del s. V el Papa Inocencia I, en la carta que escribe
al obispo Decencio de Gubbio, respondiendo a algunas cuestiones de
orden litúrgico, afirma con claridad que la confirmación, en la que se
comunica el Espíritu Santo, es competencia exclusiva del obispo. Esta
insistencia del Papa Inocencio I indica dos cosas: que ya se comenzaba
a dar la iniciación sin que estuviera presente el obispo, y que la
intervención del obispo implicaba una especial significación eclesial.
Esta significación eclesial, traducida en comunión eclesial, será decisiva
para comprender por qué la Iglesia romana, y luego la occidental,
reservará al obispo el rito de la confirmación.9
2.3.
Siglos VI-XVI10
El aumento progresivo del bautismo de niños y la correspondiente
disminución del bautismo de adultos hará que la iniciación cristiana en la
Iglesia, según el esquema que se había seguido hasta el momento,
entre en una profunda crisis o progresiva decadencia; al punto incluso
8
Cf. RUSSO, R., «Los sacramentos de la iniciación cristiana», en MANUAL DE LITURGIA Vol. 3.
La Celebración del Misterio Pascual, pp. 38-43; KELLER, M.A., La Iniciación Cristiana -BautismoConfirmación-, pp. 24-25.
9
Cf. RUSSO, R., «Los sacramentos de la iniciación cristiana», en MANUAL DE LITURGIA Vol. 3.
La Celebración del Misterio Pascual, pp. 42-43.
10
Cf. AUGÉ, M., L’Iniziazione Cristiana, pp. 81-121; RUSSO, R., «Los sacramentos de la iniciación
cristiana», en MANUAL DE LITURGIA Vol. 3. La Celebración del Misterio Pascual, pp. 43-49;
KELLER, M.A., La Iniciación Cristiana -Bautismo-Confirmación-, pp. 25-27. Para nuestro tema,
época de los Sacramentarios (Gelasiano, Gregoriano y Gelasiano del siglo VIII), de los Ordos
Romanos (Ordo Romano XI), de los Pontificales Romanos (Pontifical Romano-Germánico del s. X,
Pontifical Romano del s. XII, Pontifical de la Curia Romana del s. XIII y otros Pontificales sucesivos)
y de los libros reformados por orden del concilio de Trento (Pontifical Romano de Clemente VIII, de
1595, para la confirmación, y Ritual Romano de Pablo V, de 1614, para el bautismo).
21
de que en el Medioevo latino la palabra y el concepto “iniciación”
desaparecerá casi totalmente del uso eclesial. Se debe, sin embargo,
precisar que las disposiciones rituales contenidas en los diversos libros
de la época son cada vez más ricas, aumentándose la carga rubricar y
por consiguiente la fastuosidad de los ritos.
Por una parte, la casi totalidad de la población, a donde había
llegado el cristianismo, había aceptado la fe; por otra parte, la religión
cristiana y la Iglesia tenían un fuerte influjo y relevancia social. En este
contexto no fue considerado como pastoralmente urgente el bautismo
de los adultos junto a su previa evangelización y formación cristiana,
sino que se optó por el bautismo generalizado de los niños, seguido de
su educación cristiana en los años del crecimiento.11
Limitándonos a la liturgia romana podemos subrayar, que:
En el s. VI, el tiempo del catecumenado, cuya duración por lo
general era de tres años, se reduce a los 40 días del tiempo cuaresmal,
para desaparecer de hecho ya en el s. VII. Sólo se conservarán desde
entonces los breves ritos de introducción a la liturgia bautismal en el
caso de los niños o, en los extraños casos de algún bautismo de adultos,
una apresurada preparación antes de Pascua o Pentecostés. Tenemos
en este período los testimonios valiosos del Sacramentario Gelasiano
antiguo (que refleja la praxis que va del 550 al 700) y del Ordo Romano
XI (finales del siglo VII), en los que se muestra que todavía se realiza la
iniciación en una única celebración, en la que se suceden bautismo,
confirmación y eucaristía.
Desde el s. VIII, al multiplicarse las parroquias y hacerse
imposible la presencia del obispo en todas las celebraciones pascuales,
la consignatio o confirmación se separa definitivamente de la liturgia
bautismal, lo mismo que la recepción de la eucaristía. Se consolidará la
autonomía del sacramento de la confirmación de los ritos
posbautismales. Es bueno notar que la palabra “confirmación” (del
latín: confirmatio) aparece ya en la mitad del s. V en la Galia; un
testimonio fundamental al respecto es una homilía de Pentecostés
atribuida a Fausto, obispo de Rietz en torno al 465; el término en
cuestión, en el texto de Fausto, no tiene solamente el significado de
“fortalecer”, sino que expresa también que el obispo interviene en la
iniciación cristiana mediante un encuentro personal con el neófito;
imponiéndole la mano el obispo lo “confirma” cristiano. La “edad de la
discreción” (7-9 años) es la época en la que el bautizado recibirá la
11
Cf. AUGÉ, M., L’Iniziazione Cristiana, p. 19.
22
confirmación y la eucaristía, como expresamente, en relación con la
primera participación en la eucaristía, legislará el Concilio Lateranense
IV (1215).
A partir del s. IX se multiplicarán las fechas para celebrar el
bautismo, el cual al inicio estaba reservado sólo para la vigilia pascual,
luego para el tiempo pascual y Pentecostés. La teología del pecado
original y la alta tasa de mortalidad infantil urgirán la práctica del
bautismo a los pocos días del nacimiento del niño, hecho común en los
siglos X-XI y posteriormente considerada grave obligación.
Cuando en el siglo XII se fijan de forma definitiva la lista de los
siete sacramentos, la confirmación tendrá un puesto inmediatamente
después del bautismo, al cual “sella”, “confirma”, “perfecciona”. En este
siglo se hace mucho más evidente la realización del bautismo desligado
de la Pascua, el catecumenado deja de tener sentido y desaparece,
aunque permanecen algunos de sus ritos “amontonados” en el ritual del
bautismo.
En el siglo XIV el bautismo por inmersión es raro y se generaliza el
de infusión. Aunque el credo y el padrenuestro son proclamados en el
rito, ya no hay ni la traditio ni la redditio del símbolo y del padrenuestro.
Después del concilio de Trento, el Ritual Romano promulgado por
Pablo V en 1614 propone un Ordo baptismi parvulorum, aunque de
hecho no es un verdadero rito para los niños sino una reducción del de
los adultos, seguido de un Ordo baptismi adultorum, que aunque
referido no será prácticamente usado. En estos rituales encontramos
una mezcla poco clara de elementos heterogéneos. De esta manera, la
praxis celebrativa de los sacramentos de la iniciación cristiana se fija y
permanece sustancialmente inalterada en el ámbito de la Iglesia latina
hasta la reforma promovida por el Vaticano II.
Aunque explicable, por circunstancias históricas y pastorales, la
evolución que en esta época sufre la iniciación cristiana no puede menos
que calificarse como negativa y perjudicial. El elemento catequístico
queda anulado por la desaparición del catecumenado, se rompe la
unidad del proceso de iniciación y se oscurece la relación entre sus tres
ritos sacramentales propios, la misma celebración sacramental (hecha
en el latín que ya la mayoría del pueblo ignoraba) se hace ritualista y
casi mágica.
Se entra así en la mentalidad de “cristiandad”: todo el pueblo es
cristiano, todos los niños deben bautizarse cuanto antes, lo más
23
importante es administrar los sacramentos (“pastoral sacramentalista”)
aún sin evangelización ni catequesis, que se consideran menos
necesarias o se dan por supuestas, ya que todas las familias también
son cristianas.
Esta situación se prolongará prácticamente hasta el siglo XX, con
la excepción de algunos intentos de renovación y con el cambio de
orden de los sacramentos de iniciación al adelantarse la “primera
comunión” a los siete años, edad del “uso de razón”, aunque el niño no
estuviera confirmado (Decreto de S.S. Pío X en 1910, sobre la comunión
de los niños).
Ante este desarrollo de las estructuras de iniciación referidas
primordialmente al Occidente cristiano, hay que notar que la tradición
oriental ha sabido conservar mucho mejor el carácter unitario de la
iniciación cristiana, como un único dinamismo sacramental conferido en
tres etapas sacramentales íntimamente ligadas.
Así, la importancia
concedida a la liturgia de la Palabra y la participación de los fieles en las
celebraciones orientales del bautismo, así como la normal
administración de la unción posbautismal y la eucaristía por el mismo
presbítero (en el rito bizantino), son signos externos y elocuentes de
esta mentalidad.
2.4.
Siglos XVII-XIX
La época moderna de las grandes misiones en el “Nuevo mundo
americano” (s. XVI-XVII), el Oriente asiático (s. XVI-XVII) y el
Continente africano (S. XVIII-XIX), supuso necesariamente un nuevo
impulso e intentos de renovación para las estructuras de iniciación
cristiana.
No podemos olvidar, sin embargo, que estos siglos son deudores
de las decisiones del concilio de Trento que, después de precisar algunos
elementos doctrinales, movió a la revisión de los libros litúrgicos fijando
la praxis celebrativa de los sacramentos de la iniciación cristiana hasta
la reforma del Vaticano II.
Por lo que se refiere a la reflexión teológica, se puede distinguir un
primer momento de fortalecimiento de la defensa de la doctrina católica
puesta en discusión por los Reformadores, y un segundo momento más
creativo, que bajo el impulso de un nuevo interés por los estudios
históricos, marca un progresivo redescubrimiento de los tres primeros
sacramentos como sacramentos de la “iniciación cristiana”. Muchos
autores comienzan a retomar la terminología de la iniciación cristiana
24
sacramental. Notemos, por ejemplo, que en la segunda parte del siglo
XIX don Próspero Guéranger usa el término “iniciación” en sus celebres
comentarios al Año litúrgico. También se deben destacar los esfuerzos
de reflexión que en el tema hizo Monseñor Louis Duchesne, al final de
este mismo siglo, quien en su libro Orígenes del culto cristiano,
sustrayendo de la indeterminación la terminología de la iniciación, la
refiere a los sacramentos del bautismo y de la confirmación, así como a
la primera recepción de la comunión. De esta manera, el concepto de
iniciación cristiana va haciendo cada vez más camino en el mundo
cristiano, en particular entre los liturgistas y después también entre
algunos teólogos.12
2.5.
Siglo XX a nuestro días
La inquietud por atender pastoralmente el cada vez más creciente
número de adultos que pedían el bautismo (en 1961 se calculaba en casi
tres millones el número de catecúmenos africanos) o que, bautizados
desde niños, vuelven a acercarse a la Iglesia, determinará, sobre todo
en Francia, una singular sensibilidad misionera.
Convencidos de que
Francia es un país de misión y cada parroquia debe ser una comunidad
misionera, los pastoralistas franceses vuelven sus ojos hacia la
experiencia del Cardenal Lavigerie en África y el modelo catecumenal de
la Iglesia primitiva. Surgen así, a partir de 1945 y especialmente en la
década 1953-63, una serie de importantísimos estudios y encuentros
sobre la iniciación cristiana de adultos, que darán lugar en la práctica al
florecimiento de numerosos centros catecumenales.13
La experiencia francesa se extendió rápidamente al resto de
Europa.
Desde 1969 se celebrarán periódicamente las jornadas
europeas sobre el catecumenado, que analizan la situación, logros y
dificultades de la experiencia en los diversos países.14
Todas estas experiencias nuevas y toda la gran reflexión que se
empieza a hacer en torno a la iniciación cristiana, van a encontrar
acogida y expresión en el Concilio Vaticano II, especialmente en la
Constitución Sacrosanctum Concilium y en el Decreto Ad Gentes, así
como en tantos otros documentos del Magisterio de la Iglesia
contemporánea.
12
Cf. Ibid., pp. 19-20 y 123-130; KELLER, M.A., La Iniciación Cristiana -Bautismo-Confirmación-,
pp. 27-29.
13
Cf. KELLER, M.A., La Iniciación Cristiana -Bautismo-Confirmación-, pp. 29-30.
14
Cf. Ibid., p. 30.
25
Sacrosanctum Concilium pide la restauración del catecumenado de
adultos e indica los criterios para la reforma de los ritos del bautismo y
de la confirmación (SC 64-71).
Ad Gentes precisa y define qué se entiende por un auténtico
proceso catecumenal (AG 13-14).
El Directorio General de Pastoral Catequética (Roma, 1971) habla
explícitamente de la necesidad del catecumenado de adultos (nn. 96 y
130).
El Catecismo de la Iglesia Católica da una descripción precisa de la
iniciación cristiana (n. 1229).
El documento de Aparecida urge el desarrollar en las comunidades
proceso de iniciación cristiana (nn. 286-294).
Se debe recordar que, el 15 de mayo de 1969 se promulga el
nuevo Ritual de bautismo de niños, el 15 de agosto de 1971 el Ritual de
la confirmación y el 6 de enero de 1972 el Ritual de la iniciación
cristiana de adultos, conocido con sus siglas en español (RICA) o en
latín (OICA), el cual propone un itinerario catecumenal perfectamente
válido para la iniciación cristiana (de no bautizados) y reiniciación (de ya
bautizados) de adultos, lamentablemente aún poco conocido y menos
aún utilizado por muchos agentes de pastoral.15
3. CONCLUSIÓN
Resumiendo lo expuesto, recordamos que el concepto y la realidad
de la iniciación hunde sus raíces en la misma antropología. En efecto, la
iniciación expresa un fenómeno humano general, que hace referencia al
proceso de inserción existencial que cada hombre es obligado a realizar
en relación con su propio ambiente físico, cultural y religioso. Realidad
que vivió claramente el pueblo de Israel y expresó sobre todo a través
de los ritos de la circuncisión, de los baños de purificación, de los
sacrificios y de las diversas prácticas bautismales.
Si bien en el Nuevo Testamento no encontramos la terminología
de la iniciación, sí encontramos algunos datos significativos, de los
cuales se puede deducir una cierta conexión y praxis elemental de
iniciación, que se expresa en la modalidad con la cual viene acogido
15
Cf. RUSSO, R., «Los sacramentos de la iniciación cristiana», en MANUAL DE LITURGIA Vol. 3.
La Celebración del Misterio Pascual, p. 50; AUGÉ, M., L’Iniziazione Cristiana, pp. 20 y 22, 130-134;
KELLER, M.A., La Iniciación Cristiana -Bautismo-Confirmación-, pp. 29-34.
26
aquel que pretende formar parte de la comunidad de los discípulos de
Jesús.
Encontramos en los Padres de la Iglesia la terminología, el
concepto y la praxis de la iniciación, aplicándose al proceso por el cual el
hombre viene inserto en el misterio de Cristo y de la Iglesia a través de
los ritos sacramentales (bautismo-confirmación- y eucaristía).
En el transcurrir del Medioevo, la terminología y el contexto de la
iniciación desaparecen casi totalmente. Redescubiertos en la segunda
mitad del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, han sido
definitivamente revaluados por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio
eclesial posterior.
Así se reencuentra la unidad, no solo ritual sino
también teológica, que caracteriza los sacramentos del bautismo, de la
confirmación y de la eucaristía, llamados a tal punto “sacramentos de la
iniciación cristiana”. No se puede sin embargo olvidar que, según los
Padres, la iniciación sacramental de los adultos presupone o pide un
previo proceso formativo; de lo cual es prueba la disciplina del
catecumenado.
También redescubierto y revitalizado en nuestros
últimos tiempos.
Importante redescubrir la unidad sustancial de toda la iniciación
cristiana, si bien en la práctica su realización ritual se da en momentos
distintos y con la variación del orden (bautismo, eucaristía y
confirmación). Grandes retos siguen quedando en la reflexión y práctica
actuales: el redescubrimiento del sentido de un sacramento realizado en
tres etapas sacramentales y, si no es posible esto, por lo menos la toma
de conciencia de la unidad esencial entre los tres sacramentos, así como
la revisión de todos los procesos kerigmáticos y catequéticos que
tenemos. El gran reto es generar procesos de fe realmente serios, que
lleven a toda persona al encuentro personal y vivo con Jesucristo, del
cual surjan respuestas sinceras de conversión.
BIBLIOGRAFÍA
AUGÉ, Matías, L’Iniziazione Cristiana. Battesimo e Confermazione, LASROMA, Roma 2004.
KELLER, Miguel Ángel, O.S.A., La Iniciación Cristiana -BautismoConfirmación-, Colección de textos básicos para seminarios
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OTROS TEXTOS DE CONSULTA
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