Episodios de influencias y de modernidad: El Greco, Rusiñol y Picasso Vinyet PANYELLA La relación entre Rusiñol y Picasso se establece en unos momentos en los que el primero asume el liderazgo del Modernismo mientras que Picasso es todavía el aprendiz de artista maravillado, apasionado y rebelde, hasta cobrar el impulso que lo situará definitivamente como abanderado de la modernidad artística en el París de la primera década del siglo xx. Este retazo de biografía artística sigue un ciclo cronológico marcado sucesivamente por la curiosidad, la admiración y la visión crítica que Picasso manifestó hacia Rusiñol a lo largo de las diversas etapas de su relativo trato personal. Las fechas primordiales de esa relación se sitúan entre 1896, con la coincidencia de ambos artistas en la Exposición General de Bellas Artes e Industrias Artísticas de Barcelona –Picasso con La Primera Comunión (p. 45), pintada bajo la plena influencia de Arcadi Mas i Fondevila, y Rusiñol imbuido del simbolismo de los primitivos contemplados en el viaje a Italia de 1894, presentando las alegorías a La Poesía (1895) y La Música (1895)– y 1903, año en el que Picasso realizó una cruel caricatura de un Rusiñol sodomizado por la crítica a cambio de la gloria. Eran los años de la máxima eclosión e ifluencia del Modernismo en la pintura de Picasso. Conviene decir que, si bien el artista incidiría posteriormente en el tratamiento pictórico de la temática rusiñoliana de El senyor Esteve –la novela original de Rusiñol data de 1907–, y que en París frecuentó a anteriores amistades rusiñolianas, como Erik Satie, el núcleo duro de la relación y, por lo tanto, la influencia de la obra de Rusiñol en la de Picasso corresponden al citado período. Abordé con anterioridad esta cuestión en el artículo sobre la relación artística entre Santiago Rusiñol y Pablo Picasso1 que planteaba, con las referencias correspondientes, la influencia de Rusiñol en la temática pictórica picassiana (paisajes, retratos, la enfermedad y la muerte, la miseria y la pobreza, nocturnos en azul, París como escenario, payasos y saltimbanquis); la influencia a su vez de El Greco en la obra de Picasso; la relación entre ambos artistas en la taberna Quatre Gats; el itinerario iconográfico de Rusiñol en la obra picassiana, y el Rusiñol coleccionista de los cinco Picassos del Cau Ferrat. Volví a tratarla en otros estudios, como el de la relación de Picasso con los pintores catalanes y en mi biografía de Santiago Rusiñol.2 En esos contextos, el ascendiente de El Greco en la pintura de Picasso se perfila como uno de los nexos más interesantes entre éste y Rusiñol, más allá del itinerario iconográfico y retratista del a la sazón joven pintor, ya que es Rusiñol el que ejerce de puente entre ambos. 1. Vinyet Panyella, «De Els Quatre Gats al Cau Ferrat: La relación artística entre Santiago Rusiñol y Picasso (1896-1903)», Picasso y els 4 Gats. La llave de la modernidad [cat. expo.]. Barcelona, Museu Picasso/Lunwerg, 1995, p. 237-249. 2. Vinyet Panyella, Santiago Rusiñol, el caminant de la terra. Barcelona, Edicions 62, 2003 (Biografies i memòries; 51). 215 El trazo de El Greco. Sitges, Madrid, Barcelona Fue Rusiñol, sin la menor duda, quien contribuyó a valorizar la obra de El Greco a principios de la última década del siglo xix cuando adquirió en París dos de sus cuadros, Las lágrimas de san Pedro y Magdalena penitente con la cruz (p. 194-195). A partir de entonces, El Greco se convirtió en uno de los máximos exponentes de la modernidad y uno de los principales activos del Modernismo, a la vez que Rusiñol se erigía en su promotor más importante. El artista transmitió su entusiasmo a un determinado público de lectores y de artistas que seguían las crónicas que enviaba desde París; en «El Greco en casa»3 se evidencia el entusiasmo que él mismo y Zuloaga –con quien compartió la estancia parisina en el Quai de Bourbon– sentían por las obras de El Greco, unas obras que tenían al alcance de la mano. Meses más tarde, con el traslado de los cuadros al Cau Ferrat coincidiendo con la tercera fiesta modernista se consumó su entronización incluso materialmente, al ser llevados en procesión por los artistas a través de las calles de Sitges. La admiración se contagió a Miquel Utrillo –que recaló en Sitges por primera vez el verano de 1895 y fue, a su vez, uno de los más activos propagadores del artista cretense–, y a personalidades como Emilia Pardo Bazán o Ángel Ganivet que, a su paso por el Cau Ferrat en 1895 y 1897 respectivamente, se dejaron seducir tanto por la obra del maestro como por el fervor de Rusiñol. Al margen ya de la pasión artística, surge, además, la influencia estética e ideológica de El Greco sobre Rusiñol. Por una parte, aquél le transfirió la gama cromática del amarillo, visible en obras como La morfina (p. 260) y La medalla (1894-1895) o el fondo del Retrato de Carles Mani (1895) (p. 77). Por otra, el sentimiento de melancolía que abocó al artista a la pintura del ciclo de los místicos (veranootoño de 1897) se debió tanto al estado anímico del pintor en plena dependencia morfiníaca a causa del dolor que le provocaba un riñón necrótico –enfermedad que no fue detectada hasta 1901–, como a un determinado sentido de espiritualidad heredado directamente de El Greco. En tercer lugar, también, la copia de El caballero de la mano en el pecho que Rusiñol efectuó en diciembre de 1897 en el Museo del Prado camino del tercer viaje a Granada y que posteriormente colgó de las paredes del Cau Ferrat indica un cierto sentido de emulación y admiración hacia «el gran Greco». Más allá de la influencia estética, la personalidad de El Greco fue profundamente admirada por Rusiñol. Tanto es así que, a su regreso del segundo viaje a Granada en febrero de 1896, cuando hizo una pausa en Madrid camino de Sitges, se produjo la gran apuesta del artista anunciando en la Cervecería Inglesa su intención de elevar un monumento a El Greco; Utrillo, que le acompañaba en su periplo, narró el episodio unos años después. La suscripción popular para el monumento, encargado a Josep Reynés, se abrió en 1896, y la gesta culminó con la realización de la escultura promovida por Rusiñol. Con motivo de la colocación de la primera piedra (agosto de 1897) 3. Santiago Rusiñol, «El Greco en casa», La Vanguardia, 8 de marzo de 1894; véase p. 196 de este catálogo. 216 y de la inauguración del monumento (25 de agosto de 1898; p. 202), los discursos del artista nos muestran hasta qué punto la ejemplaridad de la vocación, la dedicación y la obra de El Greco constituyeron uno de los cimientos de la modernidad en el arte y, al mismo tiempo, un paradigma del regeneracionismo por la vía artística. Desde esta atmósfera cultural, Picasso se trasladó a Madrid en el otoño de 1897. Para él, el artista era un inequívoco atractivo de modernidad, tanto por lo que tenía de reacción contra la pintura académica –de la que don José Ruiz Blasco, padre de Picasso y profesor de la escuela de la Llotja de Barcelona, era defensor y representante, al igual que el profesorado de la academia madrileña, en particular Moreno Carbonero o Muñoz Degrain– como por la capacidad compositiva y expresiva de las obras. Llamaron su atención «unas cabezas magníficas» de El Greco en el Museo del Prado, tal y como escribiría a Joaquim Bas en noviembre de 1897. El pintor Francisco Bernareggi, compañero de la etapa madrileña, recordaba que la gente les llamaba «modernistas» cuando les veía copiar a El Greco en el Prado, mientras que el padre del artista les amonestó al enterarse: «¡Vais por mal camino!» Para la academia, El Greco todavía no era un valor. En Toledo, Bernareggi evocaba las horas que se habían pasado estudiando El entierro del conde de Orgaz,4 pese a las bromas de composición que Picasso puso en práctica. Ésta es una de las obras que más influyeron en el artista malagueño, tanto en lo referente a concepto como a composición, influencia que se hace manifiesta no sólo en las escenas del entierro de Carles Casagemas (1901) sino mucho más adelante, en el libro ilustrado El entierro del conde de Orgaz (1957-1959) y en una «lámina sacrílega» homónima (1968). Cuando, tras su vuelta a Barcelona, Picasso empezó a frecuentar la taberna Quatre Gats y tuvo acceso a Rusiñol, le dedicó un conjunto de retratos que fluctuaban de la admiración a la sátira. Uno de ellos, no obstante, resulta especialmente significativo. El busto de Rusiñol, en posición frontal, representa al artista tocado con un sombrero flexible sobre la larga cabellera y una barba profusamente poblada, en una actitud de grave seriedad aun a despecho del cigarro encajado en la pipa y con la mano en el pecho, talmente una transposición del caballero grequiano. A pesar de las dimensiones del apunte (p. 199) y de los retratos y caricaturas que lo rodean –con algunas cabezas de trazo grequiano, por cierto–, se trata de una buscada y conseguida muestra de precisión picassiana, fruto de la voluntad de identificar al artista retratado con alguien a quien ha promovido como ejemplo de autenticidad y modernidad. Junto a esta imagen de Rusiñol, Picasso realizó diversos croquis y retratos siguiendo las líneas compositivas de El Greco: rostros alargados y severos, aplicados ya fuese a personas conocidas, como su propio padre, ya a personajes relegados al anonimato, la mayor parte de los cuales se conservan en el Museu Picasso de Barcelona. 4. Véase, en este catálogo, E. Vallés, «El Greco, Rusiñol y Picasso», p. 189, notas 12 y 13. 217 Un elemento de influencia grequiana común a Rusiñol y Picasso es la utilización de la gama cromática del amarillo. En el caso de Picasso, su aplicación quizá no es tan frecuente como sucede con Rusiñol, en buena parte por la temática desarrollada entre 1899 y 1900, pero hay que tener en cuenta La corrida de toros (El quite) (p. 63) y algunos fondos de retratos o escenas parisinas. Del trazo a la composición La influencia plástica de El Greco se revela, del trazo a la composición, en otros episodios picassianos, así como en la expresión de las figuras representadas y los fondos de las obras que se incluyen en la época azul e incluso más allá. Dos retratos de personajes desconocidos, ambos de 1899, constituyen precedentes de la época azul por el fondo que enmarca los rostros masculinos, pero también por el deje melancólico que exhalan. La severidad y la melancolía impregnan buena parte de las obras de aquellos años, desde las del cambio de siglo hasta La pareja (Los miserables) (1904) y las diversas variantes de arlequines y saltimbanquis, entre ellas Acróbata y joven arlequín y Dos acróbatas (1905). La influencia compositiva de El Greco se hace patente en obras como Las dos hermanas (1902), ejecutada por el pintor en unos momentos en los que disponía de una licencia para visitar la cárcel de Saint-Lazare, destinada a mujeres que, en numerosos casos, sufrían enfermedades de transmisióm sexual. Era éste un motivo pictórico 218 que Toulouse-Lautrec y otros habían practicado anteriormente. La obra en cuestión corresponde a «una madre y una puta de Saint-Lazare», tal y como escribió Picasso a su amigo Max Jacob en julio de 1902, y el modelo de composición es una pintura religiosa con tanta carga femenina como La visitación de El Greco. La forma compositiva es prácticamente un calco: dos figuras de perfil enlazando los brazos, una de las cuales (la presa enferma) adopta una postura más sumisa que la otra. La mezcolanza temática no dejaba de ser una provocación, aunque, según Richardson, en aquella época Picasso se sentía más inmerso en una especie de «agonía romántica» que en la crítica social. Las narraciones del suicidio de su amigo de juventud Carles Casagemas constituyen uno de los mayores exponentes de la influencia conceptual y estructural de El Greco en la pintura picassiana del momento. Esta tragedia –que Picasso no presenció, a diferencia de Manolo Hugué– le persiguió durante unos años en los que la figura de Casagemas va apareciendo en distintas obras que Picasso le dedicó, y que van desde la evocación a la alegoría (La vida). Por lo demás, pese a que ni la forma de morir ni la idiosincrasia de los personajes guardan analogías, la impresión que el fallecimiento de Ramon Canudas y Carles Casagemas obraron en el ánimo de Santiago Rusiñol y Picasso marcó un hito en el final de su primera juventud o, cuando menos, irrumpió y dejó huella en las respectivas biografías artísticas. Las tres versiones del Retrato de Casagemas, muerto son un ejemplo insuperable de los límites de la expresividad de un rostro que «tenía el aspecto de un deteriorado santo de El Greco». Picasso juega con la aparente serenidad del semblante –como hace El Greco con algunos de sus protagonistas ad hoc– y un trasfondo descriptivo del espíritu atormentado de Casagemas (Casagemas muerto, p. 267) para mostrar del modo más gráfico posible y sin ahorrar detalles el horror de la muerte por suicidio. La escena del enterramiento, descrita en dos obras [Evocación (El entierro de Casagemas) (p. 213) y Les Pleureuses (El velatorio) ambas de 1901], presenta similitudes estructurales y divergencias conceptuales con El entierro del conde de Orgaz. En la primera, la composición delimita con claridad tres planos: el inferior, que evoca el sepelio y la solución compositiva de El Greco con el cuerpo extendido de izquierda a derecha y el cortejo fúnebre que lo rodea, y el inmediatamente superior, una irrupción de evidente ascendencia profana y alegórica donde la idea del paraíso se mezcla con la del placer sexual y la procreación –dos de los condicionantes negados al difunto en vida. El plano superior, configurado por un celaje de claroscuros, remite a la imagen de los cielos y los fondos grequianos. La otra obra, El velatorio, se acoge todavía más a la composición en la que se inspira. Dispuesta en un solo plano frontal, la figura del finado se halla virtualmente cercada por una masa coral compacta que permite visualizar la idea de duelo y de recogimiento compartidos por personajes de diferentes edades, cuyo gesto subraya el ambiente general de melancolía, tristeza y gravedad. El entierro del conde de Orgaz es la principal fuente de inspiración compositiva pero no la única, ya que la criatura que está representada en el lado derecho, aferrada a una maternidad erguida con el niño en brazos, es una transposición del pequeño san Juan pintado por El Greco en La Sagrada Familia con santa Ana y san Juanito, propiedad del Museo del Prado. La obra pictórica de Picasso fue conservando o incorporando otras influencias plásticas o estructurales de El Greco que, en el transcurso de los años, desaparecían o reaparecían, como sucede en Hombre con gorguera, según El Greco (p. 208). Aun así, es preciso constatar que, también con los años, El Greco se consolidó como uno de los valores incuestionables de la pintura universal y, como tal, se transformó en punto de retorno y cita común de los artistas del siglo xx. El mérito, primigenio, de Picasso estriba en haberlo asimilado a su obra conceptual y plásticamente desde que su espíritu joven, apasionado y rebelde lo descubrió gracias al entusiasmo y la convicción de Santiago Rusiñol cuando era líder del Modernismo. 219