San José Benito Cottolengo

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San José Benito Cottolengo
Escrito por fray Frank Dumois, OFM
Siendo la caridad la principal de las virtudes cristianas, es lógico que todos los
santos canonizados la hayan practicado en grado heroico y que los fieles que
aspiran a vivir el evangelio le den un lugar primordial. Pero algunos santos se han
distinguido por crear instituciones cuya finalidad principal es la caridad hacia un
grupo particular; así, san Vicente de Paúl con las Hijas de la Caridad (en
colaboración con santa Luisa de Marillac), con los pobres; san Camilo de Lelis
(1550-1614), fundador de los Camilos o Compañía de los Servidores de los
Enfermos o Padres de la Buena Muerte, que atendían especialmente a los
moribundos; san Juan de Dios (1495-1550), fundador de la Orden Hospitalaria
(OH) destinada en sus inicios a atender a los enfermos mentales; santa Teresa de
Jesús Jornet, las Hermanitas de los Ancianos Desamparados; la lista sería
interminable. Incluimos en ella a san José Benito Cottolengo (1786-1842),
presbítero, fundador de la Pequeña Casa de la Divina Providencia.
Nace en Bra, en Italia septentrional, en la región del Piamonte en 1786, tres años
antes de iniciarse la Revolución Francesa (ese mismo año nacía en Francia el que
sería san Juan María Vianney, el santo cura de Ars). Crece en medio de una familia
de sólida tradición cristiana; es el primogénito de doce hermanos. Su madre le
inculcó el amor por los pobres y necesitados. Hizo los estudios eclesiásticos en su
ciudad natal hasta ordenarse de presbítero en 1811. Trabajó como vicario de la
parroquia de Corneliano d’Alba, donde dio pruebas de espiritualidad en la dirección
de las almas y de gran sensibilidad por las obras sociales y caritativas, y la
asistencia a pobres y enfermos. Se doctoró en Teología. Escribió dos opúsculos: La
Pasión de Nuestro Señor Jesucristo y Gozos y dolores de la Santísima Virgen. Fue
nombrado canónigo, ejerció provechosamente la predicación y experimentó un
proceso de honda inquietud espiritual que fue clarificando con el paso del tiempo
por formas de compromiso cristiano, prácticas ascéticas, de oración y
contemplación, desapego de las cosas temporales en búsqueda de una
espiritualidad.
El deseo de santidad lo llevó a centrarse en la acción social y caritativa para con los
pobres, enfermos y marginados de la sociedad, nació así en su corazón la idea de
hacer alguna institución para remediar a los que no encontraban acogida en los
hospitales de la ciudad. Se inscribió en la Tercera Orden Franciscana (actualmente
Orden Franciscana Seglar, OFS). En 1818 ingresó como miembro efectivo de la
colegiata de la Santísima Trinidad del Corpus Domini. Pasa el tiempo que le dejaban
las obligaciones de la canonjía, en las buhardillas al lado de los enfermos. Por fin,
en 1827, fundó con solo cuatro camas el Pío Instituto de la Divina Providencia
ayudado por un grupo de enfermeras, germen de la nueva comunidad que se llamó
Hijas de San Vicente y que el pueblo las llamó Cotto-lenguinas. En el hospital se
acogía a todo tipo de enfermos rechazados, a los que otros no querían o no podían
atender. El local estaba junto a la iglesia del Corpus Domini, de Turín, y se trataba
de una estructura muy modesta, en un espacio reducido, dotado y equipado con lo
más imprescindible.
La iniciativa pronto resultó insuficiente para tantos necesitados y abandonados.
Además, la aparición de algunos casos de cólera, en 1831, hizo que el gobierno
cerrara el centro, aunque se mostró dispuesto a trasladarlo para un lugar más
adecuado. Cottolengo –confiado en la Divina Providencia– pronto halló un local para
la instalación de una nueva sede, que comenzó por la habilitación de un edificio en
el que puso la Pequeña Casa de la Divina Providencia (abril de 1832). El local era
alquilado a los canónigos del Corpus Domini. La región era zona de sucias tabernas
que, especialmente en las fiestas y largas veladas de invierno, venían a ser casas
de pecado. Como se inspiraban en san Vicente de Paúl, las auxiliares se llamaban
Hermanas Vicentinas. Cottolengo recibía a todos cuantos llamaban a su puerta.
La obra adquirió personalidad jurídica en 1833 al morir un gran protector, el
abogado Ferrero, quien legó a la Pequeña Casa gran parte de sus bienes. Pocos
días después, Cottolengo fue nombrado caballero de la Orden de los santos
Mauricio y Lázaro, distinción que aceptó, a pesar de su humildad, por considerar
que dicho nombramiento traería ventajas para sus pobres.
Su lema era “Caridad y confianza”. Lo mismo le cuesta a Dios dar de comer a dos
pobres o enfermos que a dos mil. Distribuía a manos llenas de cuanto disponía sin
preocupaciones ni cálculos.
Cada día visitaba a los enfermos, que tenía distribuidos por grupos, según la clase
de enfermedad que padecían. Así, a los impulsos de las necesidades concretas, se
fueron desarrollando proyectos diferentes, como la atención a los adolescentes por
medio de la asistencia y la instrucción, el aprendizaje de oficios, el cultivo de la
vocación religiosa, residencia, escuela para sordomudos, acogida de huérfanos,
inválidos, enfermos psíquicos.
Con el paso del tiempo, la obra se fue enriqueciendo con nuevas experiencias: se
crearon cuatro comunidades centrales femeninas, una masculina y una
congregación de sacerdotes para la atención religiosa de la Pequeña Casa. La
espiritualidad de Cottolengo conjugó perfectamente la acción y la oración en la
búsqueda de la santidad. Miles de enfermos y personas necesitadas recibieron el
impulso caritativo del santo fundador. Por su atención a los niños es un
antecedente de los asilos infantiles.
Con la implantación de medios e instituciones (panadería, carnicería, etcétera) y el
transcurrir del tiempo, la fundación fue adquiriendo el carácter de “ciudad
autónoma”, si bien seguía siendo sostenida por la Divina Providencia y por Nuestra
Señora, como Cottolengo decía, por eso rechazaba las ayudas oficiales o rentas
fijas. A veces las cuentas eran saldadas milagrosamente por una “bellísima señora”.
Ante las tentaciones del demonio, decía: “No tengan miedo, Nuestra Señora está
con nosotros, nos protege y defiende”.
Como dijimos, Cottolengo pensaba en un monasterio de clausura cuyo personal
ayudase a las Hermanas Vicentinas en la confección de ropa para los pobres y
rogasen por las almas del purgatorio. En 1840, ayudado por el canónigo Anglesio,
destina a monasterio de clausura las casas que, dedicadas a reposo de las
Hermanas Vicentinas, poseía en el barrio de San Pedro ad Vincula. Denominó a la
nueva comunidad Hermanas del Sufragio o Sufraginas.
Entre los monasterios femeninos a que antes nos referimos está el que dedicó a
ayudar a los moribundos con su asistencia personal y con sus oraciones. Esa nueva
familia religiosa recibió el nombre de Pretadinas.
La actividad del santo era prodigiosa. Se entregaba
a su tarea continuamente, de día y de noche, para hallarse en todas partes, para
verlo y comprobarlo todo. Una vida de tanto sacrificio y tanto trabajo no podía, en
modo alguno, ser larga. Contaba solamente cincuenta y seis años de edad cuando
oyó la voz de Dios: “Ea, siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor”. Y el 30
de abril de 1842, cuando las campanas de la parroquia de Cheiri tocaban el
ángelus, aquella alma que ardió toda su vida en el amor de Dios, se durmió
plácidamente en el Señor.
Todavía en vida realizó diversas curaciones y algunos milagros –siempre a favor de
los demás–, como multiplicar los alimentos para dar abasto a todos. La obra por él
iniciada y confiada a la Divina Providencia continúa viva y crece según su carisma,
dependiendo solamente de la caridad, como monumento vivo de la providencia. La
sensibilidad social por él despertada y conservada por sus sucesores, hace que los
beneficios de la caridad lleguen a muchísimas personas. El Papa Benedicto XV lo
beatificó en 1917.1 Fue canonizado por Pío XI en 1934, que lo definió como “un
genio del bien”.
Con el espíritu de la obra de san José Benito Co-ttolengo, en Barcelona se fundó
una casa –imitación del Cottolengo de Turín– para el cuidado de enfermos y
desgraciados pobres, llamada Cottolengo del Padre Alegre,2 en memoria de este
celoso sacerdote. Más tarde se iniciaron fundaciones de instrucciones similares en
Valencia, Madrid y Sevilla.
A manera de conclusión, podemos decir que si bien no todas las personas tenemos
cualidades u oportunidades para hacer fundaciones caritativas, sí podemos
progresar en la caridad. Con la gracia de Dios debemos pedir y hacer el bien
desinteresadamente y soportar con paciencia a personas de carácter difícil en
cualquiera de los ambientes en que nos desenvolvamos.
Notas
1 El proceso de beatificación había sido iniciado en 1863 y terminado en 1877. El
segundo proceso, llamado “apostólico” comienza a continuación, hasta la
proclamación en 1917.
2 P. Jacinto Alegre, jesuita.
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