EL MADRID ASEDIADO Y LA INMEDIATA POSGUERRA Rubén PALLOL TRIGUEROS Profesor Titular Interino –Historia Contemporánea UCM- Grupo de Investigación Complutense Historia de Madrid en la edad contemporánea nº ref.: 941149 Durante el primer tercio del siglo XX, la capital española había experimentado una transformación radical de sus rasgos sociales, económicos y culturales, disolviendo muchos de los posos tradicionales de su vida. El Madrid de julio de 1936 presentaba aires de una cosmópolis moderna, asimilable en muchas de sus características arquitectónicas, composición social de su población y comportamientos de sus habitantes a los de las grandes capitales europeas que como Londres, París o Berlín marcaban las pautas de los tiempos modernos. Ciudad de clases medias y no solo de obreros y patronos, volcada en los servicios asociados al desarrollo del gran capitalismo de la segunda oleada industrial, capital cultural y de ocio de la España del momento, foco de innovación en el terreno científico y artístico, Madrid estaba lejos de ser ese terreno de continuo enfrentamiento político que se dibujaba en algunos discursos políticos. Sin negar el conflicto, inherente a toda organización social, conviene no exagerar las representaciones que manejaban los actores políticos del momento ni tomar como únicas visiones válidas sus discursos, evidentemente sesgados en sus objetivos de movilización. El Madrid de 1936 no era sólo una ciudad en la que se enfrentaba una clase proletaria contra la burguesía, como pretendían las organizaciones obreras, ni tampoco era una Corte convertida en checa como quisieron hacer ver falangistas, reaccionarios y enemigos de la República, con Agustín de Foxá a la cabeza. Muy al contrario, existía en la primavera de 1936 otro Madrid, que la guerra, con el efecto pantalla que los recuerdos traumáticos suelen crear, no deja ver. Un Madrid que no estaba al borde del conflicto armado (fácil de predecir desde hoy, menos evidente en el momento) sino que estaba inmerso como ciudad en un proceso de crecimiento y transformación evidentes. El cambio era especialmente visible en lo económico: de ciudad artesanal, más industriosa que industrial, con fuerte peso del funcionariado vinculado al Estado Madrid pasó a ser una ciudad de servicios modernos, colmada de oficinas en altos edificios, donde el trabajador de cuello blanco eclipsaba a lo albañiles y la moderna telefonista y secretaria rivalizaba en la calle con las criadas de antaño; los obreros de mono azul habían crecido, sí, pero no eran un grupo al borde de la pobreza 1 pues las reformas arrancadas desde 1917 por el movimiento obrero habían mejorado sustancialmente sus condiciones de vida hasta el punto de que se iban confundiendo con las clases medias en niveles de renta y estilos de vida. Pero sin duda la mayor transformación tenía que ver con el impulso de la movilidad y promoción social en un contexto urbano en que los individuos eran cada vez más libres y encontraban más oportunidades para escapar de la condición concreta en la que habían nacido. Las elites tradicionales, asociadas a la monarquía, definidas por su origen familiar o por su vinculación a la propiedad de tierras y de inmuebles fueron desplazadas del poder mientras emergía un nuevo grupo social cuya fuerza se basaba en el éxito profesional, en el enriquecimiento de los negocios o en el talento artístico o intelectual; en fin, Madrid se había convertido en una sociedad abierta al mérito y a nuevas formas de relaciones sociales más democráticas que hacían olvidar los últimos resabios del Antiguo Régimen todavía evidentes en tiempos de los Borbones. La sublevación del 18 de julio de 1936 fue, entre otras cosas, un ataque contra esta sociedad meritocrática y abierta a la promoción social, un intento de ahogar a la nueva Babilonia en que había degenerado la capital española, tal y como lo entendían los sectores más conservadores de la sociedad. Los que habían visto erosionada su posición social de privilegio con las transformaciones de las últimas décadas miraban desde las provincias (y también desde el interior de la ciudad) con odio al Madrid republicano, faro de un proyecto todavía más radical cambio. Por ello la guerra civil debe entenderse también como un proceso de destrucción del Madrid moderno, y de todas las ciudades que se situaban en su estela, pues los nuevos poderes que emergían desde el bando sublevado comprendían que era en los contextos urbanos donde se albergaban sus enemigos. Al fin y al cabo, si su intento de golpe de mano de julio de 1936 había fracasado, si esa fórmula militar de larga tradición en España se había desvelado como obsoleta, se debía en parte a que las ciudades habían creado un escenario completamente distinto, donde el general sublevado ya no podía nada: en una ciudad de modernos rascacielos, plagada de oficinas y trabajadores de cuello blanco, con masas de obreros organizados y conscientes de sus derechos políticos, los pronunciamientos y las militaradas quedaban ahogadas y eran incapaces de someter a la población. La ciudad que se reconstruyó a partir de 1939 fue completamente diferente; la capital de la victoria, que emergió en 1950 tras un duro periodo de autarquía, había perdido muchos de sus rasgos de 1936. Frente a un discurso histórico concebido como 2 una línea de progreso ineluctable (en parte alentado por las autoridades franquistas, interesadas en legitimarse a través de sus logros desarrollistas), se debe abordar un estudio del pasado que dé cuenta de las discontinuidades, de los procesos quebrados y abandonados. En ese sentido, el Madrid republicano debe ser contemplado como una vía muerta, como un proyecto de organización social que quedó frustrado por el esfuerzo de un sector social organizado, los sublevados y los que les apoyaron. Y aunque los índices de producción industrial, las tasas de natalidad y mortalidad y otros indicadores macroeconómicos de preguerra se recuperaron, fue con otras implicaciones sociales. La sociedad abierta y meritocrática de 1936 desapareció y fue remplazada por otra muy distinta, que si bien volvió a ser industrial y de clases medias, no reinstauró las formas de organización y de convivencia democrática de antes de la guerra. En fin, Franco y sus colaboradores desencadenaron en esos años cruciales entre 1936 y 1950 un proceso de destrucción creativa, con dos periodos diferenciados, guerra y tiempos de autarquía, que cambiaron el destino de Madrid como sociedad urbana. El tiempo de batalla, que en Madrid fue el más largo de casi toda España, con 983 días bajo el fuego sublevado, fue tiempo de destrucción pero también de germen de la sociedad futura. Aunque en la ciudad predominara el ethos modernizador y democrático antes de la guerra, Madrid no era una sociedad homogénea ni unívoca. Como ya destacaron en su día Ángel Bahamonde y Javier Cervera,cabía en realidad distinguir durante la guerra tres ciudades distintas: la ciudad resistente, compuesta por aquellos vecinos que se mostraron leales a la República y enfrentados a la sublevación; la ciudad clandestina integrada por los implicados en el derribo de la democracia y los alineados con Franco; y la ciudad pasiva, la más amplia socialmente, que fue movilizada por obligación y que padeció los rigores del asedio y esfuerzo de destrucción durante tres largos años. La guerra en Madrid debe ser estudiada como un proceso de recomposición de las relaciones y equilibrios entre estas tres ciudades; desde el inicial liderazgo de una ciudad resistente que logró la complicidad de la ciudad pasiva a un progresivo resurgimiento de la ciudad clandestina, en el que los sublevados salieron de los refugios en los que sobrevivieron temerosos de las represalias hasta conquistar y hacerse con el poder en vísperas de la entrada de las tropas de Franco. Desactivando el discurso posterior de las autoridades franquistas y las mitificaciones militantes de algunas organizaciones obreras, es necesario estudiar algunos aspectos de la gestión cotidiana del Madrid en guerra aún desconocidos y en particular someter a crítica la identificación del “No Pasarán” con la revolución. A diferencia de Barcelona, 3 de perfil más industrial y obrero, en el Madrid en guerra no hubo un gran proyecto revolucionario de construcción social que rompiera con el pasado inmediatamente anterior: la lucha se dirigió a la conservación de la República y todo lo más se produjo un intervencionismo en la gestión de recursos, típico en toda economía de guerra. Otro elemento que merece más estudio es el de la ciudad pasiva, y el de sus relaciones con resistentes y clandestinos, y que probablemente obligue a matizar una imagen romántica de Madrid demasiado identificada con el No Pasarán. Sin querer hacer de todos los madrileños colaboracionistas con los sublevados, sí que parece oportuno continuar estudiando cómo el cansancio de una guerra que se eternizaba, que sometió a la ciudad a un duro asedio y en el que el día a día se fue haciendo cada vez más duro, fue haciendo bascular a la población a un apoyo cada vez mayor a Franco y sus aliados. Finalmente otro desafío a la investigación es describir cómo se fue formando la nueva elite que controló la ciudad a partir de 1939: muchos de los que gobernaron Madrid (en términos políticos, pero también los que adquirieron posiciones de privilegio y de hegemonía en términos económicos, sociales o en el mundo intelectual), salieron de esa ciudad clandestina que primero sobrevivía en las catacumbas, atemorizadas por la llegada de la justicia popular, y que poco a poco aparecieron en la superficie para acabar controlando las calles y aplicando su propia justicia de posguerra. El estudio del Madrid de posguerra debe comenzar precisamente con esta justicia aplicada por las nuevas autoridades de Franco. La represión bajo todas sus formas (ejecución, encarcelamiento, depuración, vigilancia) muestra en su carácter sistemático y planificado esa voluntad de destrucción del Madrid republicano y de la sociedad urbana moderna que animaba a los sublevados de 1936. La ciudad clandestina se vengaba en este proceso de la ciudad resistente, excluyendo socialmente a las antiguas elites de la Segunda República, mientras castigaba (según el grado de culpabilidad que se les atribuyera) a la ciudad pasiva, a la que se le tildaba como tibia. La represión fue sistemática en muchos de los ámbitos de la vida pública; la justicia militar persiguió a los enemigos políticos mientras los procesos de depuración apartaban de poder a todo personaje sospechoso de connivencia con las antiguas elites; los huecos dejados fueron ocupados por colaboradores de la sublevación a los que se recompensó con cargos políticos, administrativos y empleos de todo tipo, desde el sillón al frente de un ministerio hasta la conserjería de cualquier institución municipal, desde una cátedra universitaria vacante por un exiliado hasta la plaza de maestro expulsado del cuerpo. Esto también se plasmó en la vida económica y con la desaparición de casas 4 comerciales y negocios de antes de la guerra se abrieron vías para el desarrollo de nuevas firmas y la aparición de nuevos hombres de negocio. Las recompensas en cargos y contratas del gobierno, distribuidos entre aliados, colaboradores y familiares, fueron creando una nueva clase media, que en personas y origen de su patrimonio rompían con la que había protagonizado la vida madrileña en los años de la República. Los recompensados se convertirían con el tiempo en los hombres del régimen, un franquismo sociológico temeroso al cambio y a la recuperación de la democracia y preocupado por evitar cualquier indagación sobre los orígenes de sus fortunas y de su posición social. Aunque se acepte el carácter sistemático de la represión franquista, se impone matizar su alcance y efectividad, particularmente en el contexto de una ciudad como Madrid, que ya se había mostrado inasequible al control social de las antiguas elites de la Restauración. Uno de los campos que se abre a la investigación futura es el de la pervivencia de espacios de resistencia a la dictadura, barrios y calles que escaparon al control y disciplinamiento que pretendían los nuevos gobernantes. La aparición de focos de resistencia fue posibilitada por la segregación social de los habitantes de la ciudad separándolos en barrios altos y bajos, en un proceso que venía desarrollándose desde varias décadas antes de la guerra. Las políticas urbanísticas (o más bien su ausencia) durante los primeros años del franquismo y los subproductos de su gestión económica del país, exacerbaron estas diferencias entre barrios. En Madrid comenzaron a surgir desde justo el final de la guerra barrios de chabolas en las afueras, albergando a inmigrantes y familias que buscaban una oportunidad de supervivencia. Estos espacios de exclusión, junto a los barrios bajos del centro, también en grave deterioro, se convirtieron en lugares relativamente descontrolados, en los que si no surgió la oposición política sí que al menos se desarrollaron formas de comportamiento no del todo sometidas a la autoridad. Junto a la administración del castigo, es necesario un estudio de la distribución del perdón, pues el espíritu que imbuía a las nuevas autoridades bebía de la más rancia tradición conservadora nacional-católica. La represión permitía que Madrid expiase sus pecados y a continuación era necesario recuperar a sus vecinos para la nueva ciudad cristiana; por eso la victoria vino acompañada de una acción benéfica dirigida hacia la ciudad pasiva, para distribuir pan y alimentos entre una población que llevaba casi 1.000 días de guerra padeciendo la escasez. Con Franco entraba en Madrid la vieja caridad cristiana, basada en las relaciones clientelares entre elites y pobres y 5 suplantando el incipiente estado de bienestar social que había promocionado la Segunda República. En este sentido se recuperaban las relaciones sociales de la Restauración y del mundo preliberal, en que primaba el vínculo personal sobre los derechos naturales; la limosna, la ayuda al necesitado, cuya administración corrió al cargo de la iglesia (en competencia con la Falange), se obtenía a cambio de la sumisión y la obediencia a la autoridad. El reino de Dios se volvía a imponer en la Babilonia madrileña. La destrucción de la moderna cosmópolis madrileña de 1936 se completó en el proceso de relanzamiento de la economía y del crecimiento demográfico. En 1950 algunos datos macroeconómicos podían hacer pensar en una recuperación de los viejos ritmos de crecimiento de la capital, que alcanzaba los 1,6 millones de habitantes. El establecimiento de algunas fábricas vinculadas al INI podía hacer pensar en un relanzamiento industrial. Incluso la expansión de la administración del estado generó un cierto ensanchamiento de las clases medias, con la creación de empleo en el funcionariado. Sin embargo, el modelo social que acompañaba a este modelo productivo era netamente diferente al de tiempos anteriores a la guerra. Los comerciantes e industriales enriquecidos de este tiempo debieron su éxito no a su capacidad emprendedora sino a sus vínculos con la autoridad que, dentro de la política autárquica y planificada de posguerra era quien adjudicaba contratas, distribuía beneficios y controlaba precios en un mercado suspendido. En este punto el mercado negro jugó un papel fundamental como instrumento de redistribución de la renta, en el que salieron beneficiados aquellos estraperlistas que contaban con la protección de la dictadura para hacer sus negocios informales: mientras, amplias capas de la población se veían obligadas a pagar altos precios por productos básicos sin que el Estado, además, obtuviera ingresos fiscales. Frente al mercado abierto, se imponía la corrupción y el vínculo personal. Lo mismo sucedió en otros ámbitos del mercado laboral donde el mérito y el talento dejaron de ser palancas de ascenso para ser sustituidos por el contacto, la relación y la acreditación de un pasado intachable en lo político, moral y religioso. En el Madrid 1940 a 1950 quien medraba era el que se identificaba con los valores y presupuestos que abanderaba la dictadura. Los rasgos de modernidad, libertad y tolerancia que habían presidido la vida urbana de 1931 habían desparecido en una ciudad ahora oscura, cerrada y enrocada en valores de otros tiempos. 6