El cuento sin principio al principio

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El cuento sin principio al principio de Manuel Pico González
Maneras de empezar un texto de forma llamativa y que capte la atención del lector ha
habido siempre muchas. “Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después
de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso
insecto.” “El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana
para esperar el buque en que llegaba el obispo”. O incluso inmerso entre las primeras
oraciones un “Es el momento de anunciar que nací a una edad muy temprana”, por no
ir muy atrás en la historia.
Pero yo no sabía cómo empezar mi cuento de ninguna forma parecida. No sabía
empezarlo ni de forma que apenas se pareciese.
Así que simplemente, y siguiendo el camino de otros escritores que se dedicaron a
desordenar las estructuras literarias, decidí no escribir un principio.
Escribí, pues, una impecable mitad del cuento. Éste iba a ser un cuento brillante sin
duda.
Antes de escribir un buen final inesperado y que dejase al lector con ganas de más,
releí un par de veces lo que había escrito y noté que, presa de mi frenética inspiración,
no me había percatado de que había escrito una historia sin personajes, sin narrador,
sin un marco espacial ni en un tiempo concreto.
Claro, pensé, cómo iba a tenerlos si no he escrito un principio donde presentarlos.
Como me hallaba ante la situación dicotómica de tener que crear un principio y el no
poder hacerlo al comenzar el texto, creí que lo mejor era escribir el principio después
de la mitad.
Descubrí que, escribiendo el principio sin el miedo al folio en blanco, inventé uno
magníficamente atrayente y original.
Claro que, como antes, cuando me disponía a escribir el final, releyendo, me seguía
pareciendo raro e incoherente. Ya el principio tenía su mitad y la mitad tenía su
principio, pero, aunque aisladamente resultaban excelentes, colocados de ese modo
perdían consistencia.
Ya se ha hecho varias veces, pensé, lo de escribir una introducción y un desarrollo sin
desenlace; un desarrollo y un desenlace sin introducción; incluso un desenlace primero
y luego la introducción y un desarrollo. Pero lo de que el principio esté después de la
mitad…
Intenté colocar el principio al principio y la mitad por la mitad.
Pero no servía: el principio estaba escrito para estar por la mitad y la mitad, al
principio, y no estaba dispuesto a reescribirlos de nuevo para acomodarlos a otra
posición, eran demasiado extraordinarios como para trastocarlos.
Después de varios intentos estructurales, llegando incluso a entremezclar el principio y
la mitad (Creándose un puré literario que no podía ni llamarse texto), decidí que lo
mejor era dejar el problema para más tarde, escribir un buen final y abordar el
problema de la compaginación ya con todo escrito: el principio, la mitad y el final.
Me centré, de este modo, en la escritura del final, y, cuando lo terminé, no cabía en mí
de lo asombroso que era.
Con este final gano un premio o dos seguro, pensé.
Por suerte, este final era bastante flexible a ser colocado al principio, por la mitad o al
final, a diferencia de ese maldito principio por la mitad y esa mitad al principio.
Así, tenía ya un impactante principio, una fantásticamente desarrollada mitad y un
magníficamente concluyente final, por lo que me puse, pues, a experimentar.
Pero nada funcionó:
Primero, metí el final entre la mitad y el principio. Pero, siendo así, se sabía el final de
la historia sin que tuviera aún ni personajes, ni tiempo, ni lugar…
Después, puse el final al principio, dejé el principio a la mitad y puse la mitad al final.
De este modo, el principio estaba colocado antes de la mitad como debía ser, pero la
mitad ya no tenía coherencia sin estar al principio.
Luego eliminé el principio y dejé solamente la mitad al comienzo y el final por la mitad.
Pero fue un desastre: tenía un cuento sin principio y en el que no había nada escrito al
final.
Incluso los intenté concebir como obras aisladas, pero entonces el principio era sólo
una descripción, la mitad era una serie de acontecimientos que no le sucedían a nadie
en ningún momento determinado y el final concluía algo que no se sabía bien qué era.
Y no sólo me enfrentaba con dónde poner el principio, la mitad y el final, sino que,
aunque lograra que cada parte tuviera su colocación de forma coherente, tenía que
decidir dónde irían la introducción, el nudo y el desenlace. ¿Poner el final al principio y
que éste fuera la introducción? ¿Qué la mitad siguiese estando al principio y que
comenzase con el desarrollo? ¿Poner el principio al final, siendo el principio el
desenlace?
Era casi imposible conjugar coherentemente la colocación de la estructura formal con
la literaria.
Maldita sea, pensé, si supiera crear un buen principio de la nada, no tendría estos
problemas.
Y después de pensar qué hacer, si seguir mezclando estructuras, si reescribir lo que tan
bien me había quedado, si publicarlos en tres bloques con el título “Cuento
desordenado: móntelo usted mismo”, si al principio escribirle otra mitad y final, a la
mitad otro final y principio y al final otro principio y mitad… creí que este caos mental
no valía la pena.
Tiré mis papeles al montón de principios, mitades y finales que otras veces había
escrito y me puse a ojear los empleos disponibles que habían publicado en el
periódico.
Supongo que escribir no es tan fácil, pensé.
Y, al fin y al cabo, tampoco era una historia tan buena.
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