XXX DOMINGO ORDINARIO MC 10, 46-52

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XXX DOMINGO ORDINARIO MC 10, 46-52
Para comprender la Palabra
La curación del ciego Bartimeo es el último episodio de la sección del camino hacia
Jerusalén. Jerusalén para Marcos es ciudad santa, capital de Israel, donde tienen su
dominio los jefes del pueblo. Jesús es presentado como un valiente profeta
consciente de la suerte que le está reservada en la ciudad santa; por eso, camina
precediendo a los demás. El grupo de los oyentes, no conociendo la situación, se
muestra sorprendido. Sin embargo, los discípulos, “los que lo seguían”, los que eran
conscientes de los sentimientos de Jesús, “tenían miedo”. Jesús se expresa con
mayor claridad, anunciando sin misterios su próxima pasión, muerte y resurrección.
Esta curación tiene como trasfondo el seguimiento de Jesús. El caso del ciego es
ejemplar: un hombre que ora con perseverancia, que lo invoca a pesar de las
dificultades, recibe aliento, va a su encuentro, se deja después interrogar, se hace
abrir los ojos, lo sigue en su camino.
Bartimeo es descrito como ciego y mendigo. Eran dos características que
generalmente iban unidas, porque la mayoría de disminuidos físicos no tenían ningún
tipo de ayuda y sólo podían mantenerse con las limosnas de la gente.
Como habían hecho los discípulos cuando la gente llevaba los niños a Jesús (Mc
10, 13), ahora muchos regañaban al ciego. Parece un reflejo de la mentalidad que
quiere alejar de Jesús a los pequeños, a los débiles, a los marginados. En cambio, el
ciego, fuerte en su fe, no se deja apartar fácilmente de Jesús, y continúa con más
fuerza su grito.
Una vez más Jesús aparece sensible a la voz de los necesitados, no rechaza al que
le pide ayuda. Se detiene y hace llamar al ciego. Se produce el diálogo característico
antes de cualquier curación. Como siempre, la relación personal parece para Jesús la
condición previa a la curación. El milagro sólo se produce cuando hay fe, y el diálogo
pone de relieve esa fe.
El milagro es descrito con toda sobriedad, sin comentario ni añadidura. Lo que dice
Jesús, su cumple inmediatamente. Bartimeo, una vez curado, sigue a Jesús por el
camino. Lo hace con toda decisión (diferente a los discípulos que lo hacían con
dificultad y con miedo). Así, el ciego curado es puesto como modelo del discípulo: es
consciente de su ceguera, sabe que sólo puede confiar en la misericordia de Dios,
confía totalmente en Jesús, y lo sigue sin dudar.
Marcos eligió este relato para cerrar una sección de su evangelio porque vio en él
una especie de parábola con la que enseñar a su comunidad una cosa muy
importante: ponerse en el último lugar, hacerse servidor y esclavo de todos, perder la
vida…. Es una tarea casi imposible para el ser humano. Pero no para Dios. Por eso
es imprescindible la súplica y la oración (“¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de
mí”!). Ser discípulo no es fruto de una conquista, sino de un don.
Para escuchar la Palabra
La curación del ciego dramatiza el poder de la fe ciega en Jesús: un gentío de
videntes acompaña a Jesús y se opone a la petición del ciego; éste, mendigo por
necesidad, no permite que pase de largo quien puede ayudarle; no tiene muchas
luces, pero su ceguera le lleva a Jesús. Y se atreve a pedir lo imposible: la visión. El
ciego es el único que ve en Jesús su oportunidad única; y cuando recupere la vista,
no tendrá más remedio que seguirle: dar su vida a quien la ha llenado de luz. Confiar
en Jesús, aunque parezca que se nos aleja, afrontando incluso la oposición de quien
le acompaña, puede ser el camino de nuestra fe y el inicio de su seguimiento. Que
nadie se dé cuenta de lo mucho que le necesitamos no es buena excusa para no
hacerle público nuestra necesidad: no importa que vivamos rodeados de ciegos, lo
decisivo es que nuestra ceguera no sea obstáculo para buscar en Jesús la luz que
nos falta: lo que los demás piensen o digan no importa a quien lo que importa es
recuperar la visión de las cosas que da el seguimiento.
La curación del ciego Bartimeo, un pequeño acontecimiento dentro del ministerio
público de Jesús, nos ofrece hoy la posibilidad de reflexionar en primer lugar sobre
nuestra vida de fe, expresada en la oración. Hay que envidiar, en efecto, la valentía
del mendigo que dejó de pedir un día pequeñas limosnas cuando, finalmente, se
atrevió a pedir el milagro que necesitaba. Cansado de mendigar limosnas todos los
días, se atrevió a pedir la curación definitiva: apostó por Jesús y confió a él su
necesidad. ¿Por qué reparar en los buenos modales cuando estamos tan
necesitados? Deberíamos, impedirle a Jesús, el que nos deje sin habernos dejado
curados de nuestras cegueras. No nos falta indigencia ni nos sobran luces,
escaseamos de fe en Cristo y abundamos en desconfianza de que nos quiera sanar;
por eso, seguimos conviviendo con nuestras faltas sin atrevernos a pedirle curación.
En segundo lugar pudiéramos comprender al que menos tiene. Los discípulos que
acompañaban a Jesús se sintieron, en cambio, molestos por los gritos del mendigo;
no vieron que eran la expresión de su fe y les cayó mal su insistencia; de haber sido
por ellos habrían preferido pasar de largo, habrían querido silenciar la necesidad del
ciego y habrían evitado que Jesús le atendiera. ¿Cómo no verse hoy todos nosotros
retratados en su actitud? ¡Qué pocas veces tenemos los discípulos de Jesús, hoy
como ayer, tiempo y sensibilidad para quien está a la vera de nuestro camino
gritándonos su necesidad! Siempre tan ocupados con nuestro Dios y, cuando no, de
nuestro propio interés, no vemos la indigencia de cuantos nos rodean. Seguir a Jesús
nos ha de convertir en hombres que no se molestan porque se le pidan milagros a
gritos, porque quien le sigue sabe que Jesús está dispuesto a hacerlos siempre que
encuentre fe.
Para orar con la Palabra
Como ciego, ya sentado a la vera del camino, cansado de la vida, sin mirar rumbo fijo
te suplico: Ten compasión de mí. Busco algo más de lo que mi prójimo pueda
proporcionarme y que sólo tú sabes conceder; por eso te ruego: Señor, apiádate de
mí. No me importa delatarme ante los demás, indigente y vacío, ni incomodar por mi
mendicidad: Señor, a gritos te suplico: apiádate de mí.
No logro caminar a tu paso, ni sé tantas veces por dónde voy ni qué quiero, en el
bullicio del camino, no deseando más limosnas quiero apostar por ti y arrancarte tu
intervención.
Gáname a tu seguimiento, en forma más clara y convencida. Detente en tu camino y
atiéndeme iluminando mi vida. Ya estoy fuera de camino y me sobran obstáculos para
ir detrás de ti por eso, si tanto me quieres junto a ti, hoy te suplico: Señor apiádate de
mí.
¿No ves que paso indiferente ante los que te necesitan? ¿No percibes que ya no soy
sensible al sufrimiento ajeno? ¿No constatas que he hecho alianzas con mi propio
mal? Señor, apiádate de mí. Amén.
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