Entonces me di cuenta de que se me había mojado el reloj, el agua

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TRESCIENTOS SEGUNDOS
"Entonces me di cuenta de que se me había mojado el reloj, el agua bien
caliente y jabonosa, el agua como una sopa de burbujas porque la Vieja tiene
el frío del tiempo metido entre los huesos, y yo con la esponja en la mano, y la
mano en el agua, y el reloj en la muñeca, y la esfera toda empañada y sudando
humedad. Ya está, pensé, me lo cargué. Con la mano izquierda sosteniendo su
cabeza saqué mi brazo derecho de la palangana y desabroché la hebilla con
los dientes; luego apresé la correa y agaché mi cabeza con el reloj en la boca
hasta conseguir depositarlo a mi lado, junto a la arcadia químico-santera:
desinfectantes, tabletas de antiinflamatorios, vendas, ungüentos milagrosos,
jeringas, amuletos, un frasco de agua de colonia y una estampita de San
Antonio Abad que aportó Andrés para que librara a la Vieja de males y
embrujos.
Sus ojos desenfocados, implorantes, con esa entrega incondicional de quien
sabe necesitar la ayuda de los demás a cada minuto. Mi ayuda. No me mires
así, susurré, estás acabando con mis nervios. El vaho del agua, como una
bruma fermentada, me provocó una tos ronca, impetuosa. Trastabillé al
removerme sobre el suelo mojado. Maldita sea. Mis pies descalzos resbalaban.
Escudriñé la palangana como un druida ante su caldero: allí fluía una aleación
semilíquida de costras, espíritus malignos y secreciones que acababa de
exorcizar del cuerpo de la Vieja y que, por desgracia, no iba a evitar su final. Y
un gemido mohoso. Y el silencio.
La campana de la puerta sonó, y después la cadencia parsimoniosa del
caminar de Andrés por el pasillo hacia el vestíbulo. No parecía haber nadie
más. Los niños estarían jugando arriba, en la habitación del mayor. El craqueo
del cerrojo, susurros de una conversación apagada, casi furtiva. Que no les
escuchen, por Dios, deseé recelosa. Observé el reloj en el tapete, se había
evaporado la humedad de la esfera: las dos y media. Puntual este facultativo,
concedí. Y entonces me sorprendió que el hecho de que mi reloj de cuerda
funcionara a pesar de haberse mojado fuera un consuelo huérfano de razón en
aquellos minutos de tristura.
Meses sin poder caminar. Apenas podía enderezar su cuello cuando le
administraba el jarabe con una jeringa; sus articulaciones retorcidas por la
artrosis cedieron al fin sin posible retorno. El Tiempo siempre termina por
echarte el guante, sentencié. Había que llevarla en brazos a que orinara y todo
lo demás, que lavarla por lo menos dos veces al día porque no controlaba los
esfínteres, que velarla por las noches, que controlar su descompensada
respiración. Me estás matando poco a poco, quise gritar, pero no fui capaz,
sofocada por el calor de aquella minúscula sauna, por la angustia ante lo
inevitable. Vas a acabar conmigo, y lo sabes, como supiste desde el primer día
que pisaste esta casa que me ibas a tener incondicional todo el tiempo. Y así
ha sido.
La Vieja estaba limpia y con el pelo seco. Ese pelo entrecano suyo de siempre.
Ay, los inconfundibles mechones pelícanos de la Vieja. Los ojos grises, ahora
entrecerrados, la cabeza recostada en mi antebrazo y las extremidades
inmóviles. La rocié con agua de colonia a falta de párroco y de Santos Óleos.
Acostada cuan larga era, bajo la manta, no parecía tan flaca, tan ahuesada, tan
frágilmente inexpresiva, pacífica hasta el final de su ya prolongada existencia.
Un puro esqueleto de treinta kilos escasos. Dejé en el suelo la palangana con
el caldo turbio y sucio, la esponja flotando en el magma. Y me dio por
acariciarla; y reconocí su piel enllagada y los bultos bajo las axilas, fruto de la
dolencia que había sido su verdugo, y el tacto gélido de las mejillas, y la
papada como pellejo fláccido.
Me sobresaltó el chirrido de la puerta a mis espaldas. Pasaron por mi izquierda
rodeando a la moribunda. Andrés mirando la pared, con un grumo de derrumbe
en su bonachona presencia, movimientos desnortados. Ernesto, con su maletín
de asas color negro, me comentó algo que apenas discerní. Se acercó a la
Vieja, le tomó el pulso, le levantó los párpados y luego nos miró interrogante,
como esperando una venia. Andrés asintió sin mediar palabra y huyó de la
habitación.
Con la minuciosidad de un calígrafo ante un incunable, Ernesto extrajo sus
utensilios del maletín y comenzó los preparativos. Cargó la jeringa con el
anestésico. Luego otra con el líquido letal.
No se va a enterar, me advirtió, la sedaré y será para ella como entrar en un
sueño oscuro y plácido. Y yo reflexioné irritada sobre qué sabría él lo que se
siente, si nunca - era evidente, pues respiraba - había traspasado ese último
túnel.
¿Cuánto durará?, quise conocer.
Unos cinco minutos desde que comience a inyectarle, respondió en tono
profesional.
Trescientos segundos, musité para mí.
Dejé a la Vieja en manos de Ernesto y recuperé mi reloj del mantel. Hubiera
jurado que lo dejé intacto, y ahora, inexplicablemente, tenía el cristal roto, con
una grieta atravesándolo de las once a las cinco. Pero aún así funcionaba.
Después de fijar el torniquete, Ernesto inició su tarea con la primera jeringa y
yo, a mi vez, la marcha inversa al tic tac del segundero. Cuando llevaba
contados hasta ciento treinta comenzó con la segunda jeringa. Lentamente.
Ciento ochenta, doscientos, doscientos cuarenta, doscientos ochenta …
trescientos. Y en ese mismo instante las manecillas de mi reloj se detuvieron y
dejó de funcionar. Lo que no había conseguido el baño jabonoso lo acababa de
hacer la Parca.
La Vieja ya no estaba allí. Rictus estoico y sereno de quien nunca conoció el
miedo a la muerte.
Ambos hombres se cruzaron en el pasillo. Ernesto tras cumplir impecablemente
con su oficio, Andrés con una sábana limpia y un saco de estopa en el que
cansinamente introdujo a la Vieja tras amortajarla.
Esa misma tarde la enterramos bajo el falso sauce, junto a la valla del corral y
ante la mirada ausente de York, su hijo, el mastín más hermoso de todas las
camadas que engendró la Vieja, una campeona entre las de su raza.”
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