los pasos siguientes de américa latina en política militar

Anuncio
LOS PASOS SIGUIENTES DE AMÉRICA LATINA EN POLÍTICA MILITAR
Ciro Alegría Varona
Noviembre 2001
A los países de América Latina se les está acercando lentamente la hora de tomar
decisiones muy importantes. Integrarse a mercados internacionales, invertir audazmente
en educación, redefinir sus estructuras políticas y sus partidos, consolidar la paz en la
región, construir una administración pública seria, replantear los gastos militares y
subordinar totalmente sus fuerzas armadas al poder político son algunas tareas
destacadas entre las muchas que se avecinan. Tantas decisiones por tomar pueden
producir una crisis de identidad, como les sucede a los adolescentes. El fenómeno
llamado "miedo a la libertad" puede irrumpir en estas latitudes, así como cayó sobre
Europa a fines del siglo XIX. Pero estos son también tiempos promisorios para América
Latina. Si los países toman decisiones que alejen sus viejos fantasmas de violencia
política y militarismo, habrán puesto las bases para su desarrollo.
Afirmo esto porque creo que el desarrollo presupone ante todo un cierto estilo de
solución de conflictos sociales. En un proyecto de desarrollo no cabe la amenaza de
violencia revolucionaria ni dictatorial, ni mucho menos el uso de la guerra como puerta
de escape. La caída del régimen de Fujimori en el Perú, el nuevo significado del
conflicto colombiano (y del aislamiento cubano) a partir del ataque terrorista a Estados
Unidos, y el procesamiento democrático de la crisis económica argentina son señales de
un cambio de época. El cambio principal es la cancelación del recurso a la violencia tanto subversiva como militar - para dirimir conflictos sociales.
Históricamente, esta cancelación va en dos sentidos: primero el Estado desarma a los
grupos subversivos y terroristas, y luego la sociedad civil democratiza al Estado,
subordina a éste las fuerzas armadas y las profesionaliza y acuartela estrictamente. Este
proceso en dos tiempos viene cumpliéndose en todos los países de América Latina. Si
fuera cierto que los pueblos toman el camino de la democracia siguiendo
exclusivamente una inspiración superior, estos procesos de desmilitarización no serían
necesarios. Pero la verdad es que las personas aprenden a resolver pacíficamente sus
conflictos en gran parte porque no tienen más remedio, cuando los costos de la violencia
son mayores que las posibles ganancias.
Colombia enfrenta la complejísima tarea de dar los dos pasos a la vez. Tiene que
desarmar a los grupos guerrilleros sin incurrir en una militarización de la política, o bien
desactivar de inmediato los asomos de militarización que se produzcan durante el
enfrentamiento con los guerrilleros. De hecho los grupos paramilitares son ya una forma
de implicación de ciertos sectores militares en violencia política, pero el carácter
clandestino de esta conexión da la medida del predominio democrático existente. El
principal desafío en Colombia es que la democracia venza a la subversión. Ello no tiene
mayores precedentes históricos en América Latina. Democracia y subversión se han
desarrollado en Colombia paralelamente porque, aunque suene paradójico, el
narcotráfico, al infiltrar a ambas, las ha inducido a contemporizar. La situación actual es
que la democracia colombiana no se deja abrumar por sus males crónicos y está
retomando la iniciativa en el conflicto, en buena parte a causa de la presión
norteamericana, mientras que los guerrilleros se han convertido en "señores de la
1
guerra" que controlan territorios y no quieren hacer ninguna revolución, sino mantener
el modo de vida al que están acostumbrados en cooperación con el narcotráfico. Ante
esta situación, está bien claro que los demás países latinoamericanos tienen que prestar
apoyo y ayuda solidaria a Colombia, para que este viejo problema se resuelva pronto.
No es cierto que Colombia sea una especie extraordinaria de país, capaz de despegar
económica y socialmente mientras a su interior hay quienes mezclan la solución política
de los conflictos sociales con el despliegue de violencia. Desarmar a las guerrillas es
una condición previa para poder resolver políticamente los conflictos sociales. La otra
condición es eliminar todo asomo de militarismo y, por supuesto, el terrorismo
antidemocrático de derecha. En menor magnitud, esta misma problemática afecta a
México. El movimiento zapatista, pese a ser militarmente muy débil, se las ha ingeniado
para instalarse mediante una política de imagen, mientras el gobierno ha preferido tratar
el asunto a fuego lento. El terror contra los activistas de derechos humanos y los
crímenes atroces cometidos en áreas rurales por "caciques" indican que ciertas formas
endémicas de violencia política siguen actuando en México. No hay razones para creer
que México superará esta conflictividad sólo mediante el crecimiento económico.
También tendrá que decidirse tarde o temprano por una política, parte negociadora y
parte militar, de errradicación de la violencia como factor político. Problemas
semejantes son el ejército sandinista en Nicaragua y las redes de violencia política y
crimen organizado en El Salvador y Guatemala.
La estrategia de la OTAN contra los militarismos revolucionarios o fundamentalistas
con arraigo social es el bloqueo. Esto crea bolsones de pobreza y política violentista.
Aunque no representan amenazas inminentes para los países de la OTAN, sí son fuentes
de inseguridad en sus respectivas regiones. En América Latina tenemos dos bolsones,
uno viejo, el horrendo bloqueo de Cuba, y otro nuevo, la zona de exclusión en
Colombia. Esta estrategia se vino abajo abruptamente cuando cayeron las torres gemelas
de Nueva York. La existencia enquistada del militarismo revolucionario o
fundamentalista ya cumplió su ciclo.
Salvo estos casos, los países de América Latina ya han dado el primer paso hacia la
eliminación de la interferencia de la violencia en política y están por dar recién el
segundo paso. Se trata de que sus fuerzas armadas queden completamente subordinadas
a la gestión gubernativa democrática sin que se pierda la unidad de conducción política
de las mismas. Ambas cosas, subordinación al gobierno y unidad de conducción, son
condiciones necesarias para que las fuerzas armadas alcancen el completo
profesionalismo militar.
El asunto no es solamente tener gobiernos electos en vez de juntas militares. El
fujimorismo, el chavismo y la marcha de los coroneles ecuatorianos al lado de los
indígenas, que provocó la caída de Mahuad, dan una idea de cuál es el problema de
fondo. Los Estados postdictatoriales latinoamericanos conservan estructuras
constitucionales en que las fuerzas armadas no están directamente subordinadas a la
política ministerial, sino que acceden directamente al Presidente de la República - como
los generales prusianos al káiser Guillermo - o se remiten a algún Consejo Nacional, o
requieren de un acuerdo entre el legislativo y el ejecutivo para establecer sus directivas
y nombramientos.
Cuando los militares latinoamericanos dicen que sus asuntos son política de Estado y no
de gobierno, se refieren a una vieja posición tutelar sobre el gobierno democrático que
2
les ha permitido en otros tiempos dar golpes militares. Ahora parece en general
inverosímil que vayan a pretender usar políticamente esa posición constitucional (que se
realiza en cada país de manera distinta). Por ejemplo, en Argentina, las fuerzas armadas
están de tal modo reducidas por las reformas de Alfonsín, que no se les ha ocurrido
ofrecerse como árbitros en medio de la actual crisis, pese a que su estructura se apoya,
de hecho y según la constitución, en un acuerdo del ejecutivo y el legislativo. Esa
amplia base, en otros tiempos, habría sido utilizada para dirimir el conflicto de poderes.
Pero en el Ecuador los militares sí usaron su posición dirimente. Nada asegura que no
vayan a querer usarla de nuevo, o que algo semejante no vuelva a ocurrir en Bolivia o
en el Perú. No ocurre simplemente porque las fuerzas armadas están todavía muy
desprestigiadas políticamente o no han reunido aún cierto capital político.
En el Perú ha sido relevado hace poco el comandante de la Marina por el presidente
Toledo, por haber publicado una nota de prensa aclaratoria sin el consentimiento del
ministro. El incidente no habría subido al presidente si estuviese claro que los
comandantes de las armas están directamente subordinados al ministro de defensa. No
está claro, porque la constitución de 1993 (propiciada por Fujimori) dice que son las
fuerzas armadas mismas, el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea, las instituciones del
Estado responsables de garantizar la defensa nacional en el orden externo e interno. Así
que hay un empate, un cierto "equilibrio de poderes" entre fuerza armada y gobierno
constitucional, por el cual éstas pueden desafiar al presidente para que se decida entre
apoyar la política del gabinete de ministros o apoyar la política de los comandantes
generales. En el caso (bastante raro, como el actual) de que opte por el ministro, el
presidente invoca la norma constitucional que dice que las fuerzas armadas no son
deliberantes. Pero si él cede a los comandantes generales, entonces nadie puede decir
que ellos han sido deliberantes. También en Chile la fuerza armada se ha asegurado una
posición superior mediante la constitución, posición que no emplean más que para
conseguir una inversión importante en armamento y una "no-transición" en asuntos
militares, incluida la subordinación de los Carabineros al ministerio de defensa.
Mientras no se cuestione este status, ni haya tampoco inestabilidad política debida a
grave descontento social, los militares no van a intervenir de nuevo como dirimentes,
pero ¿cuáles son los costos de vivir con esta espada de Damocles? Lo mismo puede
decirse del Brasil, donde los militares están recién desde el 99 bajo un Ministerio de
Defensa, controlan el orden interno a través de la policía militar, y se aseguran la
inversión sostenida en armamento (el portaaviones Foch).
Así parece que la ficción militar-desarrollista está sobreviviendo bien a las transiciones
democráticas. Esta ficción dice que reservarse el derecho de garantizar mediante la
fuerza armada, o sea la violencia de Estado, cierto tipo de solución de los conflictos
políticos, es un componente imprescindible del plan de desarrollo nacional. Pese a los
esfuerzos ideológicos militaristas, la violencia dictatorial no ha conseguido integrarse a
ningún proyecto de desarrollo. Las dictaduras del Brasil y el cono sur flotaron en las
aguas de la guerra fría. Aunque pretendieron ser constitutivas para nuevos proyectos
nacionales, no fueron aceptadas más que por mantener alejado el riesgo de la subversión
marxista. El gobierno militar "revolucionario" de Velasco en el Perú, así como la
política desarrollista y territorialista de los militares ecuatorianos, encallaron en arenas
populistas. Ahora Hugo Chávez avanza raudamente en esa misma dirección. Las
dictaduras militares han sido usadas por la historia para realizar una parte del proceso
preliminar de desmilitarización de la solución de conflictos, la parte consistente en
desarmar a los movimientos revolucionarios. Luego ellas, y los golpistas que las
3
alentaban, se creyeron que ése era su propio triunfo, y que era definitivo, cuando en
verdad era un avance parcial de la historia de la libertad. La otra parte del avance es
sacar a las fuerzas armadas del poder político, de forma que tampoco el Estado pueda
recurrir a la fuerza militar para mediar en los conflictos sociales.
La decisión de integrar a los partidos en un sistema político y la decisión de eliminar la
autonomía política de las fuerzas armadas se toman juntas y a la vez. Éste es el
contenido básico de un acuerdo nacional sobre defensa: es el mismo contenido del
acuerdo de gobernabilidad. En el mismo acto en que los partidos sistémicos asumen la
responsabilidad y reconocen las necesidades de la defensa, las fuerzas armadas pierden
sus atribuciones políticas (las cuales son responder únicamente ante el Jefe de Estado y
definir por su cuenta objetivos e intereses nacionales, al margen o más allá de la política
parlamentaria y del gabinete de ministros.) Una vez tomada esta doble decisión, las
fuerzas armadas se quedan únicamente con la relativa autonomía profesional y sistémica
propia de su rol, así como el sistema financiero o el sistema diplomático son
relativamente autónomos.
El paso más consecuente en esta dirección es definir la seguridad y la defensa como
responsabilidades de ministro. Es el gobierno (no el presidente en tanto jefe de estado,
el cual está rodeado de inmunidades) quien garantiza la defensa, para lo cual él organiza
y conduce fuerzas armadas. En el lugar de los comandantes generales, que son cargos
cuasipolíticos, queda sólo un jefe de estado mayor conjunto que reporta directamente al
ministro. Con este modelo, al que Samuel Huntington llama el modelo equilibrado, se
coloca a las fuerzas armadas íntegramente dentro de la estructura de la administración
pública y al mismo tiempo se mantiene la unidad de su conducción política. No es
casual que los Estados europeos lo hayan adoptado después de superar la dura
experiencia del totalitarismo, España recién a la muerte de Franco y los países de
Europa oriental al desaparecer el bloque socialista. La América Latina postautoritaria
está ya en este camino.
4
Descargar