Apocalipsis y utopías

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La Jornada Semanal, 4 de abril de 1999
Carlos Monsiváis
Apocalipsis y utopías
Laurel y Hardy, filósofos anarquistas y destructores de pianos, vieron salir, en
una de sus comedias, situada en el Mexico City de los años treinta, a cuarenta
pasajeros que viajaban en un taxi destartalado. Monsiváis califica esta escena de
``francamente premonitoria''. En este ensayo, il miglior cronista de esta ciudad
demasiado real, nos habla de la sordidez y de la belleza de la ``famosa México'',
la urbe con una grandeza que constataron Balbuena y Novo y que ahora sigue
mezclando los aspectos entrañables de la utopía inicial con el crecimiento
teratológico que anuncia el Apocalipsis.
Hacia una descripción de la ciudad
A Juan Villoro
"Uno -escribió el gran poeta Wallace Stevens- no vive en una
ciudad sino en su descripción. ‘‘ Si esto es cierto poética y
sociológicamente, uno se domicilia en el trazo cultural y
psicológico integrado por las vivencias Íntimas, el flujo de
comentarios y noticias, los recuentos de viajeros y las leyendas
nacionales e internacionales a propósito de la urbe. También,
uno se mueve en el interior de las conversaciones circulares
sobre la ciudad, sus virtudes (cuando las hay) y sus defectos
(cuando se agota con rapidez la lista de las virtudes). En pos de
esta línea interpretativa, ¿cuáles son las descripciones más
usuales de la ciudad de México, hasta hace poco ejemplo o
vaticinio del progreso periférico? En la cercanía supersticiosa
del nuevo milenio, la esperanza se extingue o debilita, y se
esparce la configuración de la pesadilla: hacinamiento,
contrastes monstruosos de riqueza y miseria, desempleo,
violencia urbana, problemas de transporte, contaminación, escasez de agua, de vivienda y
de producción alimentaria. Habitamos una descripción de las ciudades caracterizada por el
miedo y las sensaciones de agobio, distinguida por el agotamiento de los recursos básicos y
el deterioro constante de la calidad de vida. Nos movemos entre las ruinas instantáneas de
la modernidad y, si hacemos caso del rumor (lo opuesto a las convicciones Íntimas, pocas
veces expresadas por escasamente melodramáticas), tal parece que la obsolescencia
planeada incluye a los seres humanos.
¿Qué descripción admite la Ciudad de México? Sea cual sea su pasado prestigioso, aquí
vienen a menos los ideales de armonía y belleza, y ganan las fórmulas de rentabilidad al
instante. Salvo las zonas consagradas -la historia que convoca al turismo-, se abandonan a
su (mala) suerte las gratificaciones del paisaje urbano. Y ha resultado inútil enfrentarse a la
ignorancia desdeñosa del patrimonio colectivo y la prisa de los especuladores. El
derrotismo es el tributo de la impotencia a los poderes de la ganancia rápida.
En la descripción de la ciudad figuran de modo conspicuo los derroches súbitos de
modernidad, propios de la clonación arquitectónica que acepta lo diverso si es también
imitativo. ``No se parece a nada porque está hecho en serie. ‘‘En esta lógica no es rentable
el criterio anterior que enviaba mensajes a la eternidad (la arquitectura hecha por la gratitud
de los contemporáneos del porvenir), y lo dominante es el método que arrasa, edifica con
premura, complace los gustos de los empresarios (fascinados por sus viajes a Disneyland o
McAllen y por todo proyecto que evoque a la vez un sueño de infancia y un mausoleo), y se
burla de los consensos en materia de estética urbana. Y al fracasar las ambiciones de
perdurabilidad, se resquebraja la vanagloria de la arquitectura oficial, producto en cualquier
país del homenaje al Estado como fin sacro, de estrujar a lo insignificante (la persona) con
la visión de lo monumental (la escala que sólo se mide con King Kong o Godzilla).
``Arrodíllate, pobre ser humano. Ante tu vista se levanta la majestuosidad de las
instituciones, tan aclarada por el cemento y los grandes espacios vacíos en edificios
negados al ahorro. ‘‘Pero a las pretensiones mussolinianas las deshace la demografía. Una y
otra vez el crecimiento poblacional vence a la desmesura arquitectónica y es la multitud, no
la monumentalidad, el tampoco psíquico de todas las cosas. Una ciudad de veinte millones
de habitantes es, que se sepa, el mayor happening concebible, el más trepidante de los
monumentos. Si algo, la megalópolis se opone a las jerarquías tradicionales de la mirada,
porque la demasiada gente relega a las señas urbanas, y el extraviado en el tumulto se
olvida de las pretensiones estatales de grandeza.
Salvo en unas cuantas zonas, la megalópolis carece de asideros visuales de consideración.
Desde hace años rige el desdén por los valores de la permanencia. O, también, el pasmo de
la imitación a lo moderno y lo posmoderno hace que den igual el acierto o el desacierto, o
sucede que las colonias y calles y casas y comercios y edificios se hacen al vapor y se
añaden al río del oprobio urbano. Y esto explica por qué, si se descuentan las excepciones,
el arte nuevo no es rasgo distintivo de la ciudad. En los años veinte, la pintura mural de
Rivera, Orozco y Siqueiros modernizó a la ciudad de México, al confrontarla con la
creatividad y la energía que la revolución traía consigo; ahora, la escultura geométrica pasa
inadvertida, a menos de que se trate de un disparate monstruoso, o de un logro excepcional
como las Torres de Satélite de Luis Barragán y Mathias Goeritz.
Muy poco ha resistido a la furia de la modernidad (algo del gran pasado indígena, de lo
colonial y lo neoclásico, las muestras perdurables del afán de armonía). Pero los edificios y
plazas remodelados son narrativa urbana y cuentan la historia del dinero rápido, y son un
compromiso ritual que a nada compromete en materia de ejemplo, y la americanización (la
influencia mayor en el despliegue urbano) suele traducirse en respuestas de alborozo ante el
leve o remoto parecido de edificios o zonas citadinas con los de Houston, Dallas o Los
Ángeles. Lo nuevo es lo aparatoso, y la tradición es un tour del orgullo sin consecuencias
estéticas en el desenvolvimiento de la urbe. Para los inversionistas, lo que vale es el
conjunto y, según esto, lo primordial en la ciudad no son las impresiones de belleza o
pintoresquismo, sino las sensaciones omnipresentes de dinamismo. ``Este nuevo edificio es
tan hermoso que bien puede dejÁrsele otros cinco años. ‘‘Lo moderno es lo provisional. Lo
clásico es lo que atrae turistas. Lo típico es lo olvidado por las demoliciones.
Noticiero del Apocalipsis I
Y el primer Ángel reunió las cifras que crecen exponencialmente y dijo:
-En 1940, en la ciudad de México 1'760,000 habitantes ocupaba 11,753 hectáreas.
En 1990, 18'500,000 personas ocupaban 125,680 hectáreas.
-Porcentaje de la población total del país que vive en la
ciudad de México: 23%
- Magnitud del crecimiento urbano de 1950 a 1982: 36.5
metros cuadrados diarios.
-Del suelo no urbanizado, ha desaparecido el 70% de los
bosques y el 99% de los lagos.
-Tasa de crecimiento anual: 2.7% (según otros 4.2%).
-Tasa de mortalidad infantil: 2.8%.
-Niños en la miseria: 33 mil, durmiendo en las calles.
-Consumo de agua por minuto: un millón 274 mil litros.
-Porcentajes del volumen de agua potable destinado a
uso industrial: 75%
-Centímetros al año en que se calcula el hundimiento de
la ciudad de México: 15.
-Cantidad de basura diaria que produce un habitante de la ciudad de México: 940
gramos.
-Tiraderos clandestinos de basura (esquinas, parques y camellones): 8,500.
Aviso utópico I
El 19 de septiembre de 1985 un terremoto sacude a la ciudad de México, repitiÉndose al
día siguiente en menor escala. Los daños son extremos, en vidas humanas y en propiedades.
A las dos o tres horas del terremoto, y ante lo que se juzga pasividad del gobierno, la
población sale a las calles, organiza el tráfico, busca sobrevivientes, desentierra cadáveres,
instala albergues, consigue ropa y comida para los damnificados. Cerca de un millón de
personas participan en las actividades frenéticas de esas semanas, creen inventar la
sociedad civil, se sienten responsables del destino colectivo y vislumbran, con otras
palabras, lo hasta entonces ignorado: el renacimiento masivo de la solidaridad es, en sí
mismo, un trazo utópico.
¿Quién representa a la ciudad?
Hasta hace unos años, a la capital de la República Mexicana se
le describía con cierta facilidad: la Plaza Mayor o Zócalo, las
ruinas prehispánicas, los edificios del virreinato, la Basílica de
Guadalupe, las colonias de la burguesía de principios del siglo
XX, el Paseo de la Reforma (inspirado en los trazos del Barón
de Husman), la zonas residenciales de Coyoacán y San Ángel,
algunos cabarets, bares y restaurantes, la Plaza Garibaldi, el
colorido popular. Ahora, así cobren un relieve mítico los
atractivos de lo anterior, a la ciudad ya no la representan sus
partes más afamadas o el recuerdo de ellas, sino la ciudad
misma, la entidad que ya tocó su techo histórico y que, por eso
mismo, desata multitudes en perpetuo movimiento, el rush hour
que ni comienza ni termina, los aerobics de la búsqueda de
empleo, el tráfico que es inmersión en la lentitud, el fastidio
ante la contaminación que es garantía de la ausencia de porvenir.
Desde hace algunos años, a la ciudad la representa muy especialmente el fenómeno que, a
propósito de Los Ángeles, Mike Davis califica de ``la ecología del miedo'', el modo y el
método capaces de convertir al temor en el hábitat interno, el que se lleva siempre a todas
partes, el condenado por desconfiado. En el caso de la Ciudad de México el cataclismo que
viene no adopta la forma de marejadas, invasión de tarántulas gigantes o abejas asesinas,
bombas de neutrones, virus extraños o extraterrestres que se logran destruir un 15 de
septiembre (Independence Day), sino de un interminable y feroz despojo de cada uno de los
ciudadanos. ``Y en aquel día postrero a todos los habitantes de la Ciudad de México los
asaltaron al mismo tiempo, y los propios facinerosos fueron víctimas de atracos, y los
hampones se llevaban restos del naufragio porque otros delincuentes se les habían
adelantado, y antes de ellos acudieron los primeros ladrones que de cualquier manera
llegaron tarde. ‘‘
La escatología urbana prodiga imágenes del Apocalipsis privatizado, o secuestrado en los
domicilios. Y la ecología del miedo incluye el pavor de los secuestros y el temor a un asalto
en el Metro, en un templo, en una boda, en un salón de belleza, en un gimnasio, en un
restaurante de lujo, en un microbús, en un pesero, en un taxi ecológico. ``And I will show
you fear in a handful of taxis.'' Sin los excesos del amago del Juicio Final, tan presentes en
los filmes y las novelas sobre Nueva York y Los Ángeles, los pronósticos compartidos
sobre la Ciudad de México incluyen saqueos aparatosos, terremotos que coinciden con la
mayor inversión térmica registrada y el sueño distócico más frecuente: un Blade Runner
donde los replicantes sean los Únicos a salvo de los asaltos. Ante la venta a plazo del
Apocalipsis (calcÚlese un escalofrío orgánico por cada conversación sobre el delito en
cenas o comidas), la pesadilla consentida es profundamente anacrónica: una pareja de ex
judiciales armados que surge de las tinieblas de nuestra inocencia, y que pronuncian con
claridad la sentencia maligna: ``Este es un asalto, cierra los ojos y entrega lo que traigas.
‘‘O bien: ``Este es un secuestro express. ‘‘ Ante eso, las fórmulas a la disposición siguen
siendo tristemente contraproducentes: la militarización del paisaje urbano, la mano dura, la
penalización extrema contra los delincuentes, la pena de muerte, el toque de queda, la
población armada, el incremento de las compañías de seguridad privada para que cada
persona tenga un guardaespaldas por lo menos. Hasta el momento lo Único en verdad
inhibitorio es el terror de las víctimas.
Catálogo urbano, el miedo a salir a la calle, el miedo a la pérdida de la calle, el miedo a que
la vida urbana anticipe el castigo del más allá, el miedo como rendición ante la ciudad, el
miedo como el olvido de todos los exorcismos religiosos o civiles, el miedo como creación
de los dioses de la impunidad, el miedo como mezcla de ateísmo y devoción, el miedo
como la transformación de lo previsible en lo inexplicable, el miedo como la madre de la
moralidad (Nietzsche). Y sin embargo, pese a lo anterior, el miedo no evita el crecimiento,
la energía, el gozo urbanos, aunque sí equivale a un estado de sitio.
El miedo representa a la ciudad en las conversaciones y en la conversión de lo cotidiano en
lo policial. El valor pese a todo representa, en Última instancia, a la ciudad.
El determinismo de la ciudad
¿En dónde radican las alegrías o los consuelos de la formación estética otorgada
históricamente por la ciudad? Si de la gran mayoría se trata, ya no en las lecciones de
armonía y el perpetuo descubrimiento de Ángulos o Ámbitos de hermosura siempre
renovada, una calle, una plaza, un paseo, un muro derruido, un edificio, una fachada. Se
disipan o pasan las impresiones de conjunto. Desde su metamorfosis violentísima, o desde
su inicio terminal (si el término cabe) con la caída de Tenochtitlán el 13 de agosto de 1521,
la Ciudad de México ha dispuesto de voceros de sus virtudes y de transcriptores de su
vocación autodestructiva. Cronistas y narradores han visto en la ciudad al cuerpo trágico y
brioso, distinto por entero a la suma mecánica de situaciones y vidas específicas. Cada uno
a su modo, cada uno acatando sin poder evitarlo el impulso pesimista, han instalado un
determinismo ni teológico ni económico, simplemente urbano: es la desmesura de la ciudad
capital la responsable de la psicología diferente o, si se quiere, del Ánimo a fin de cuentas
opresivo de quienes, desde el siglo XVI, se consideran avasallados por sus inmediaciones.
El cazador cazado: la condición de entidad utópica (de aztecas, españoles, criollos,
mestizos, todos los convencidos de hallarse ante la ciudad de los dioses, la ciudad de Dios,
la ciudad donde se diviniza al potentado) desemboca en el pragmatismo y en la fantasía
aterrada. No en balde la pasión que en la ciudad de México suscitan algunos filmes de
science-fiction, no nada más por las razones del cinéfilo, sino por la expropiación
chovinista: ``¡Ese futuro temible es nuestro por derecho propio!'' Y de allí la moda
interminable de Cuando el destino nos alcance (Soylent Green), de Richard Fleisher, lo que
vendrá como el anhelo inconseguible de espacios propios, no hay donde reclinar la sien o
estirar las piernas, la gente duerme en las escaleras, la vivienda es un lujo pretérito, sólo la
industria del canibalismo salva de la hambruna. Si en stricto sensu el porvenir así descrito
es otra quimera, en el imaginario colectivo es una posibilidad más.
La visión de turistas y viajeros
Habitamos en la descripción de una ciudad torturada por su
falta de confianza en lo inminente, y por eso la capital de la
República es un foco de la distopía o de la utopía negativa de
propios y extraños o, como debería decirse en la globalización,
de no tan propios y no tan extraños. Así, por ejemplo, afirma el
gran poeta Vladimir Maiakovsky en Mi descubrimiento de
América, México de 1925:
A las once de la noche, cuando terminan los teatros y
los cines, quedan algunas cantinas en los suburbios.
Entonces deja de ser peligroso andar por las calles. En
los jardines de Chapultepec, donde está el palacio del
Presidente, ya no dejan entrar.
Se oye por la ciudad un rumor de disparos. La policía no
siempre descubre a los pistoleros. Las más de las veces usan en las cantinas un Colt
como tirabuzón. Quitan a tiros la cabeza de las botellas. Además tiran desde
cualquier automóvil para hacer ruido. O disparan por una apuesta, por dar en el
blanco, y lo hacen honestamente. En el parque de Chapultepec tiran
deliberadamente. El Presidente ha ordenado que se dispare en la oscuridad después
del tercer aviso. Jamás se olvidan de hacerlo, aunque a veces se olvidan de avisar.
Los diarios comentan las muertes con placer, pero sin entusiasmo. En cambio,
cuando pasa el día sin ninguna muerte, el diario declara asombrado: ``Hoy no hubo
muertos''.
El amor a las armas es enorme. Las despedidas comunes son así: se abrazan y se
palmean la espalda. De paso, palmean a veces más abajo, en el bolsillo de atrás del
pantalón, donde siempre se puede palpar una pesada pistola. Esto ocurre con todos
los mexicanos desde los quince a los setenta y cinco años.
Por supuesto, las cosas no fueron así, como en las parodias norteamericanas de los
dictadores de América Latina. (Dicho sea de paso, en una comedia magnífica de Laurel y
Hardy, situada en México en los años treinta, hay una escena francamente premonitoria:
Laurel y Hardy quieren abordar un taxi común y corriente y ven que de Él salen más de
cuarenta pasajeros. Se alejan asombrados.) Pero la realidad importa menos que las
atmósferas a cargo de la fascinación letal. En 1964, el novelista William Burroughs, en el
prólogo a su novela Queer, recapitula su experiencia mexicana de los años cuarenta:
La ciudad me atraía. Sus barrios bajos eran comparables con cualquier lugar de Asia
en cuanto a miseria y podredumbre. La gente se cagaba por todos lados en la calle,
luego se echaba a dormir y las moscas entraban y salían de sus bocas.
Desempleados, con frecuencia leprosos, prendían fuego en las esquinas de la calle
para cocinar repugnantes y apestosos guisados inefables que repartían a los
peatones. Los borrachos dormían en las banquetas del basurero principal y ningún
policía los molestaba (...)
México era básicamente una cultura oriental que reflejaba dos mil años de
enfermedad, pobreza, degradación, estupidez, esclavitud, brutalidad, y terrorismo
físico y psíquico. Era siniestro, tenebroso y caótico, con el caos especial de un
sueño. Ningún mexicano conocía realmente a otro y cuando uno mataba a alguien
(lo que sucedía a menudo), era generalmente su mejor amigo. Cualquiera podía
llevar una pistola. Varias ocasiones leí acerca de cómo policías borrachos,
disparando a los bebedores de un bar, eran balaceados por civiles.
(...) La ciudad de México era la capital mundial del crimen con la tasa de
homicidios per cápita más alta.
Lo anterior jamás se dio, pero lo relevante no es la calumnia desmedida, sino las
figuraciones opresivas que engendra casi naturalmente la Ciudad de México. VÉase la
novela Luz Virtual (Virtual Light), de 1993, de William Gibson:
Horas antes han caído unos misiles en un barrio del norte: setenta y tres muertos; la
masacre no ha sido aún reivindicada. Aquí, los zigurat espejados de la avenida
Lázaro Cárdenas ondean con la luminosa carne de los gigantes, desvían el aluvión
de sueños de la noche hacia las avenidas que esperan: la rutina de siempre, un
mundo sin fin.
A otro lado de la ventana el aire en cada fuente de luz un tenue halo hepático, un
aura amarilla que se disuelve imperceptiblemente en una translucidez marrón.
Copos secos y delgados de la nieve fecal que sale de las alcantarillas se han alojado
en la lente de la noche...
Abre los ojos.
Ciudad de México sigue ahí...
Pasada la medianoche, en el cruce de Liverpool y Florencia, mira hacia la Zona
Rosa desde el asiento trasero de un Lada blanco... Todos los rostros que pasan están
enmascarados, bocas y narices escondidas bajo filtros. Algunos, honrando el Día de
Muertos, se parecen a las mandíbulas jaspeadas de plato de las sonrientes calaveras
de azúcar... Se ha propuesto escapar a la monotonía, descubrir tal vez algo hermoso
o de interés pasajero, pero aquí sólo hay rostros enmascarados, miedo, luces.
Aviso utópico II
Se dice, con chovinismo del desastre, que la Ciudad de México
es la más grande del mundo. A lo mejor no es así, pero
``minúscula'' o ``recurrible'' sí que no es. Y sin embargo, hasta
ahora funciona razonablemente, no para todos y no todo el
tiempo, y con eficacia perfectible por decir lo menos, y con las
reservas de solidaridad algo disminuidas, pero persiste la
dotacide servicios y transporte, y las más de las veces luz y
agua potable, y uno se hace las ilusiones de que respira, y el
subempleo se las bien arregla para mal vivir, y al cabo del día el
desastre inmenso no se ha consumado, y los millones de
desastres individuales, aquí o en cualquier otra megaciudad,
todavía equivalen al gran desastre. Y debido al funcionamiento
imprevisible de la urbe, o a la certidumbre secreta (utopía
urbana es sobrevivir a diario en la catástrofe, es multiplicar
familias en los resquicios del trazo apocalíptico), todos se
quejan pero pocos se van, y no por una banalidad como el
arraigo, sino tal vez por un motivo metafísico como el presentimiento del Juicio Final.
La abolición de la nostalgia
Al concluir el siglo XX, el Único ofrecimiento perceptible de la ciudad es la garantía de un
nicho ecológico para el individuo y su familia. Lo demás -los sitios temibles y las
mitologías populares, las experiencias límite, la Ciudad Burguesa, la Ciudad Política, la
Ciudad Devocional, la Ciudad Erótica- se relega al orden de lo anecdótico, o de las
compensaciones que nunca satisfacen por entero. Lo sustancial es la fluidez posible de una
familia o una persona, el aprendizaje de las reglas de juego diarias o semanales. La ciudad
de México es el aprendizaje del egoísmo transmitido por las redes de la solidaridad. Se
desvanecen o se confinan en la periferia las formas campesinas o provincianas, no por el
súbito fin de habilidades, técnicas, candores y supersticiones, sino porque lo rural es ya
indistinguible en un paisaje ceñido por las imágenes televisivas. Lo urbano es también, y en
gran medida, lo televisivo, y la televisión es la Otra Ciudad, donde los valores comunitarios
se anulan o se relativizan, el melodrama ya no teatraliza la vida sentimental de sus
espectadores, la familia tribal (por razones de espacio) le cede el sitio a la familia nuclear, y
la maledicencia a propósito de amigos y vecinos pierde su filo decapitado y se vuelve
murmullo entre comerciales. (Un chisme que no se cuente de corrido es una telenovela
invisible.)
La diversificación extingue los afanes monopólicos. Por supuesto, hay todavía clientelas
específicas, y lugares que el apetito de exclusividad auspicia, pero lo propio de la ciudad es
su avance voraz, su no reconocer fronteras, su omisión sistemática de las tradiciones que
hoy no circulan. A lo largo del siglo y casi hasta nuestros días, la ciudad les entregó a sus
habitantes una sensibilidad nacionalista de origen popular, una historia que se congeló en
memorias de la educación primaria, estatuas y nombres de calles, una guía del ascenso
social, un conjunto pintoresco de resignaciones y el conformismo disimulado tras la sorna
totalizadora. ¿A qué aludo con lo anterior? A que ninguna megalópolis puede vivir sin
reglas de urbanidad, que en este caso alteran o combinan las disposiciones de convivencia y
de sobrevivencia, ensayadas en los embotellamientos en el Metro, ratificadas en los hogares
y afinadas a la hora de elegir en dónde divertirse o en dónde cenar esta noche (en el
comedor o en la cocina es la disyuntiva usual).
La demografía modifica nociones de tiempo y espacio. En la Ciudad de México, a nombrar
de la rapidez, se vive con lentitud provinciana, porque si la vida es más agitada es
igualmente circular, y los muchos o los innumerables comprimen los lugares, al grado de
que la mayor diferencia de clases sociales la marca el espacio a la disposición. Algunos
dicen, no sé si en broma, que en su cuarto o en su departamentito, con tal de caber, duermen
de pie como en vagón de Metro. De acuerdo, el ritmo de la Ciudad de México es más
intenso y cada quien es Único, pero las maneras de ser Único se parecen demasiado entre
sí, en una suerte de masificación de la singularidad.
Noticiero del Apocalipsis II
Y después de estas cosas oí una voz de gran compañía en el cielo, y el segundo Ángel me
confió más datos:
-El Distrito Federal tiene el 15% de la vivienda del país.
-Del total de viviendas, el 52% son rentadas.
-De los rentistas o casatenientes, el 10% tiene 30 viviendas o más; el 20%, de 10 a
30; y el 70% de una a tres viviendas.
-Del total de viviendas, cerca del 41% presenta graves deterioros.
-El 15% no tiene drenaje, el 12% carece de agua potable, el 1.5% de luz eléctrica, y
el 7% están hechas de adobe, madera o lámina.
-El 25% de las viviendas alberga, cada una, más de cinco habitantes. El 23% es de
un solo cuarto, y el 20% es de dos cuartos.
-Déficit de viviendas: dos millones, a las que cada año se incorporan 220 mil en
razón del deterioro.
-Dos millones y medio de personas carecen de drenaje. 300 mil capitalinos, por lo
menos, carecen de agua. El 75% del agua de lluvia se desperdicia por falta de
infraestructura, y el 33% del agua potable se pierde por los daños en la red de
tuberías.
¿Por qué llegan, por qué no se van?
Desde los años veinte, el crecimiento vertiginoso de la ciudad no se debe a vocación caótica
alguna, sino a la estrategia financiera y comercial que venera al capitalismo salvaje. La
industria, sin vigilancia ni respeto por los ecosistemas, crece con prisa exterminadora y en
donde pueden se acomodan las oleadas de inmigrantes. Y la capital se agiganta a costa del
desarrollo del resto del país, que subvenciona a la fuerza las grandes obras públicas de la
capital: agua, pavimentación, energía eléctrica, transporte. Y, llover sobre mojado, la
dotación de agua en la Ciudad de México intensifica aún más el abandono de las zonas
rurales. Los años pasan y las causas del Éxodo son las mismas: el desastre de la reforma
agraria, la monotonía sin salidas, el caciquismo, la miseria que devora raíces, el
alcoholismo, las vendettas familiares, el hambre de oportunidades. Las colonias populares
se multiplican, los empresarios exigen concesiones y ventajas, la burocracia crece
geométricamente y el Estado, ansioso del desarrollo que es sinónimo de estabilidad, todavía
en los años setenta no le pone obstáculos a la expansión sin término de la ciudad. Y a nadie
se le ocurren en serio medidas preventivas porque son inútiles, donde llegaron diez se
esparcirán cinco mil. La capital es el sitio para los ambiciosos, los desesperados, los
ansiosos de libertad para sus costumbres heterodoxas o sus experimentos artísticos o su
hartazgo ante la falta de horizontes. En demasiadas zonas del país aún se vive una cultura
represiva, la del tradicionalismo que espía al vecino y acecha en su propia recámara. En la
capital, por lo menos, la vida de los vecinos es asunto suyo porque son incontables,
cambian de domicilio con frecuencia, y ni caso tiene retener sus facciones, ya no se diga su
comportamiento.
Aviso utópico III
Y el primo o el hermano o el tío recibieron al
migrante campesino en su departamentito, y allí
vivió seis meses apretujado y absorto en su
descubrimiento de la gran ciudad, y luego el
migrante se fue a vivir a la periferia, a una ciudaddormitorio, y todos los días, en las dos horas del
recorrido a su trabajo en la capital, se
``urbanizaba'', por así decirlo, aprendía a no
censurar a los demás porque a los demás no les
importaba su condena, y en el Metro fue
apreciando la variedad de aspectos y
comportamientos, y en su colonia, tan extensa y
tan enclavada en los cerros, advirtió lo que nunca
le habría profetizado la bruja de su pueblo, en el caso de que no la hubiera expulsado el
cura: la diversidad le asombraba cada vez menos, y la homogeneidad le aburría cada vez
más. Y el migrante observó el comportamiento de sus hijos, tan distinto al suyo y quiso
corregirlos pero no le hicieron caso, y ya no se enfureció como su padre, y supo que ya no
podría llamarle promiscuidad a la falta de vivienda, y sin bien a bien entenderlo se
incorporó a un horizonte de tolerancia y de indiferencia sincera ante la conducta de
parientes y vecinos, y las ganas de respetar lo que no está en su mano modificar, se le
fueron volviendo cultura urbana.
Tan lento como un automóvil en una gran ciudad
En la ciudad de fin de siglo la tecnología, el automóvil y el video ocupan un sitio
preferencial. La ciudad virtual exige crecientemente sus derechos y, en diversos sentidos, el
video también sustituye a la calle, como insinúan o afirman numerosos instaladores. En la
fragmentación, en las explosiones del video, aquietamos la nostalgia por el ejercicio de la
calle, y la tecnología nos globaliza más allá de los tratados de libre comercio. Y el sitio
predilecto del diálogo con la ciudad es el automóvil, que es, entre otras cosas, sala de
conciertos, mesa redonda sobre política y economía, oficina burocrática, vehículo de
guerra. El automóvil: vestigio del porvenir, nave espacial frustrada, rueda de la fortuna,
rompecabezas infinito al que domestica la falta de espacio.
La ``sordidez'' y la belleza
¿Cómo se ejerce el sentido de lo bello en la pobreza y en la miseria? Por la intuición, por el
buen gusto innato, por la asimilación de tradiciones extraordinarias. Pero, por lo común,
sigue importando ``Lo Bonito'', eso que conmueve porque evoca los Ámbitos familiares, y
``Lo Presentable'', eso que complace porque ``es lo mejor que les podemos ofrecer''. Y en la
masificación aparece una ``sordidez'' distinta a la de los cuartuchos y jacalones de la
miseria, a la de la acumulación insensata del desperdicio; ``lo sórdido'', en las presentes
circunstancias, es lo que va quedando atrás de la obediencia a la moda y es también, de
modo insólito, lo que se ufana en la práctica de su desprecio por las escenografías del Éxito.
``Lo sórdido'' no es la pobreza sino, de acuerdo al neoliberalismo, seguir viviendo donde
mismo pudiendo desplazarse a Bosques de las Lomas. ``Lo sórdido'' hoy: lo que acepta el
fracaso, como se le llama a esa falta de privacidad que convierte a una pequeña habitación
en hotel a donde continúan llegando nuevos hijos y parientes. No es sórdida, insiste este
criterio, la pobreza sino la ausencia del flujo, muy otra cosa.
Noticiero del Apocalipsis III
Y el tercer Ángel derramó también su copa informativa:
-Plantas productivas ubicadas en el DF: 30 mil.
-Porcentaje de la población que tiene entre 0 y 29 años de edad: 74.4%
-Nacimientos por cada mil mujeres en edad fértil: 167.2
-Porcentaje del Área que ocupan los espacios abiertos dentro de la zona urbana
ocupada: 8.9%
-Hectáreas ocupadas por el Área de desarrollo urbano: 63,382.
-Hectáreas empleadas para la creación de parques y jardines durante 1988: 38.5.
-Número de empresas, de las 500 más importantes en el país, radicadas en el DF:
149.
-Porcentaje del Área destinada a usos viales dentro de la zona urbana ocupada:
27.5%
Aviso utópico IV
Y se iniciaron los preparativos del Fin del Mundo, y ya todo estaba dispuesto para la
cesación de la especie, cuando surgió la pregunta sobre los trámites de inscripción. Y se
aceptó que sí, que había que hacerlos, pero alguna dependencia debía imprimir los
formularios, y el debate se profundizó y alguien los exhortó argumentando lo absurdo del
papeleo si hasta allí llegaba la humanidad, y le respondieron con acritud: ``No podemos
desaparecer sin dejar testimonio de nuestros Últimos días sobre la tierra, y hay que prevenir
a las siguientes generaciones sobre los peligros de la explosión demográfica, la inversión
térmica, la ausencia de una cultura del agua, la corrupción, la ineptitud, el fecalismo al aire
libre...'' Y en vano otros señalaron la segura inexistencia de las siguientes generaciones. La
respuesta fue tajante: ``Nuestra experiencia trágica no puede desaprovecharse.
Nombraremos ahora un Consejo del Legado Esencial de los Futuros Pobladores de la
Ciudad.'' Y la discusión prosiguió, y por motivos de procedimiento debió aplazarse el Fin
del Mundo, porque el aparato burocrático creado a tal efecto no se ponía de acuerdo en
fechas, y ni modo, no se concibe un día postrero de la raza humana sin trámites
administrativos. Y aquí seguimos hasta que se vote por consenso el día de la instalación del
Consejo.
Sin gente a su alrededor todos los edificios son convincentes
La demografía modifica los puntos de vista y restringe ilusiones y movimientos. Al
extenderse la ciudad, se circunscriben sus habitantes, cada residencia necesita de un
pequeño ejército para mantener su dignidad que es sinónimo de funcionalidad, los
departamentos son más pequeños y los techos más bajos, las multitudes más compactas, las
masas se precipitan en un metro cuadrado, las colas se alargan. Se reduce el Ámbito a la
disposición de cada uno y se engrandece el recuerdo de lo que casi nadie ha vivido: las
casas amplias, el tiempo sin prisa, las calles vacías. En el Centro Histórico los vendedores
ambulantes se disputan cada milímetro y, debido a eso, suele experimentarse el uso de la
acera como un milagro del acomodo de cuerpos y objetos. En la megalópolis todo tiende a
comprimirse, y una definición precisa de millonario o multimillonario es: ``Aquél que para
su recámara dispone, si así lo quiere, de un kilómetro cuadrado.'' El ensueño secreto es la
obtención de espacio, y el sueño actual de la tierra de leche y miel, es el anhelo de
vestíbulos amplios para uno solo, y de calles y avenidas solitarias a las doce del día.
Si es tan difícil que algo se advierta en la ciudad que casi todo lo nulifica, ¿qué es aún
susceptible de transformarse en acontecimiento urbano? Verbigracia: en los años veinte un
rosario en el Zócalo era demostración natural de la piedad de los mexicanos; a fines de
siglo un rosario viviente, con la presencia del arzobispo primado, no interrumpe el tránsito,
ni los pregones de los vendedores ambulantes, ni la indiferencia de los paseantes y se
requiere de la presencia del Papa para volver espectacular a la religión. Verbigracia: una
manifestación de protesta en los años cincuenta trastornaba a la ciudad, era la noticia a
suprimir; ahora, en un día de 1993 se efectúan cien marchas de protesta; el tráfico se
desquicia, pero a la mañana siguiente los periódicos apenas si consignan el hecho.
En la megalópolis, el subempleo y el desempleo son movilizaciones constantes, presentes al
menor descuido. A las pretensiones de la gran ciudad las disipa cada media hora la realidad
performance de la economía informal (The Shadow Economy-el subempleo-el comercio
ambulante). En las esquinas más concurridas, al acecho de la luz roja, dos o cinco o siete o
doce personas asedian los sentimientos o los caprichos del automovilista al que le ofrecen
chicles o dulces, juguetes o klínex, o baterías de cocina o navajas suizas. Mientras el cliente
se decide, los esquineros tragan fuego o practican la acrobacia; incluso, y para matizar el
show, asaltan con revólveres y puñales. La desesperación cubre la ciudad de espectáculos
compulsivos.
Noticiero del Apocalipsis IV
Y el Ángel, extenuado, insistió en que los datos eran necesarios para atraer al turismo más
numeroso de nuestro tiempo, el turismo del Apocalipsis.
-Un millón de personas vive en la pobreza extrema.
-Cuatro millones ganan menos de dos salarios mínimos.
-Cinco millones padecen pobreza moderada.
-Se consumen 18 millones de litros de gasolina y cinco de diesel cada día.
-316 mil empresas y cuatro millones de automotores arrojan al aire dos millones
400 mil toneladas de contaminantes anualmente.
-Para el año 2010 se calcula que circularán siete millones de vehículos.
-La calidad del aire de la Ciudad de México es satisfactoria solamente 15 días al
año.
-La contaminación del aire rebasa las norma de calidad en la zona Centro 290 días
al año.
-91 mil policías combaten o no a más de cinco mil bandas de delincuentes.
-Se cometen más de 650 delitos diarios.
(Información de Juan Vélez Díaz)
Y más de catorce o veinte millones de seres tan no toman en
serio estas advertencias, que las siguen considerando señales
del Génesis y aquí se quedan.
De las otras instalaciones y los otros performances
Frases oídas en el alba (y el ocaso) de algunas exposiciones:
- No sé por qué presumen de sus instalaciones. En ese capítulo nadie le gana a los Altares
de Muertos o los Altares de Dolores, y ni quien lo diga/Performanceros los danzantes de la
Basílica, los vendedores de ungͼentos milagrosos, los niños malabaristas que organizan
en las esquinas pirámides humanas y portan máscaras de Carlos Salinas, las señoras de las
unidades habitacionales que llaman a la televisión para informar de la visita de la Virgen de
Guadalupe a su departamento (``¡Dejó su imagen junto al refrigerador o en la toma de
agua!''), el asaltante con rehenes que exige la presencia de cámaras y micrófonos para
notificarle al mundo de las injusticias sufridas por Él de niño, los policías que se crucifican
teatralmente en la calle en protesta por el maltrato de sus jefes, los empleados de limpia de
Tabasco que acuden a la Cámara de Diputados y efectúan un strip-tease en demanda de
atención.
La jactancia es banal, por supuesto, pero el trasladado de lo privado a lo público permite el
fin de lo inconcebible, y la Ciudad de México se colma de performances con propósitos no
artísticos pero de efectos seductores. Se han dado desnudos colectivos en protesta en
bancos, en plazas, en las cercanías de las oficinas gubernamentales, en los monumentos a
los héroes. Elefantes y contorsionistas han presidido marchas de protesta de deudores
bancarios. Se ha escenificado, en un costado del Periférico, una prolongadísima huelga de
hambre en demanda de respeto laboral, son numerosas las huelgas de hambre en la
Catedral. Hemos visto una misa del Día de Muertos con prostitutas portando máscaras de
esqueleto. Asistí a un concurso de parejas travestis recreando el cuadro Las dos Fradas. He
visto en el atrio de la Basílica de Guadalupe a un grupo de danzantes indígenas con las
máscaras de Batman, Robin y Spider Man.
La lista es interminable y denota propósitos escénicos, exigencias dramáticas y un culto
paroxístico a la combinación de simbología y sátira. Las realidades urbanas no son
inferiores en dramatismo o eficacia narrativa a los hechos artísticos, desde luego, pero así
como el arte y la cultura se benefician de la intensidad citadina, también a la descripción de
las ciudades se añaden atmósferas y descargas creativas del arte nuevo. También habitamos
la ciudad creada por pintores, cineastas, dramaturgos, novelistas, poetas, coreógrafos,
bailarines, actores, fotógrafos, escultores, instaladores. A través de ellos se renueva nuestra
visión de lo urbano, como sucede en el caso del film no ir, o de novelas y poemas, de La
sombra del caudillo a La región más transparente, de Te Baste Landa a los poemas de
Efraín Huerta.
Un proverbio Koan hace años de moda se pregunta: ``¿Cuál es el sonido de una sola mano
aplaudiendo?'' Y la pregunta actual sería: ¿Cómo salir del embotellamiento causado por un
automóvil solitario?
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