La caída de la Yamahiriya: un fracaso de las estrategias de supervivencia neopatrimoniales Jesús Jurado Anaya* – Universidad de Sevilla Keywords: Libia, Sistema político, Élites, Primavera Árabe Resumen: Las transformaciones experimentadas por el régimen libio desde finales de la década de 1990 y la quiebra inesperada de este sistema en 2011 suponen un desafío para las capacidades explicativas tanto de las teorías transitológicas como de las corrientes justificadoras del fortalecimiento del autoritarismo en la década de 2000. La presente comunicación pretende plantear un nuevo marco sintético para la interpretación de la caída del régimen libio en 2011, incluyendo aproximaciones socioeconómicas que la sitúan en el actual contexto histórico de crisis del capitalismo global. * Jesús Jurado Anaya (1986) es Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración por la Universidad de Granada y Máster en Relaciones Internacionales por la Universidad Internacional de Andalucía. En la actualidad cursa el Doctorado en Interculturalidad y Mundo Árabo-Islámico de la Universidad de Sevilla. Su principal ámbito de investigación es la política libia contemporánea. 1. Aproximación teórica a la cuestión Analizar la evolución política de la Libia contemporánea –cuyo comienzo podemos situar a partir del golpe de Estado de los oficiales en 1969- no resulta tarea fácil. Desde el final de la II Guerra Mundial, el objeto de la política comparada ha sido fundamentalmente el establecimiento y funcionamiento de la democracia estable (Cueto y Buck, 2007), obviándose en cierta medida la diversidad de sistemas políticos que cabían en el cajón de sastre de “regímenes no democráticos” y entre los cuales se hallan todos los sistemas políticos se han sucedido en Libia hasta el actual momento de incierta transición política. Del mismo modo, si bien existe una amplia literatura politológica sobre los procesos de surgimiento y consolidación de la democracia, los procesos de consolidación o transformación del autoritarismo han recibido muy poca atención hasta fechas recientes (Szmolka, 2011). Sólo a partir de la década de 1990, con los problemas en la aplicación del paradigma de las “oleadas democráticas” para las transiciones políticas en el Mediterráneo y la antigua esfera soviética, comienza a analizarse el cambio político en regímenes no democráticos. De entre muchas obras destaca la categorización de Juan José Linz y Alfred Stepan de regímenes no democráticos, una clasificación orientada a la identificación de los problemas que cada uno de ellos generaría en un eventual proceso de consolidación democrático (Linz y Stepan, 1996). A partir del análisis de cuatro variables (Pluralismo, Ideología, Movilización y Liderazgo), se establecen cuatro categorías ideales de regímenes no democráticos: autoritarios, totalitarios, post-totalitarios (que a su vez pueden ser tempranos, estancados o maduros dependiendo del grado de evolución) y sultanísticos, incluyéndose estudios de caso a modo de ejemplo en Europa del Sur y del Este y en Sudamérica. A pesar de ser una clasificación concebida para otras regiones, haremos uso de estas categorías para referenciar y definir la “Yamahiriya” o “estado de las masas”, sistema político establecido en Libia a partir de 1977. Tabla 1: Regímenes totalitarios, post-totalitarios y sultanísticos conforme a la categorización de Linz y Stepan (1996) Pluralismo Totalitarismo No existe de forma significativa el pluralismo social, económico o político. El partido oficial tiene el monopolio del poder de iure y de facto, al haber eliminado casi todas las formas de pluralismo que le preexistían. No hay espacio para una economía o sociedad paralelas Ideología Elaborada ideología rectora que articula una utopía alcanzable Post-Totalitarismo Pluralismo social, económico e institucional limitado, pero no responsable. El pluralismo político es muy escaso por el monopolio del poder por el partido único Puede existir una “segunda economía” pero la presencia del estado sigue siendo muy preeminente Sultanismo No desaparece el pluralismo social o económico, pero está sujeto a la impredecible y despótica intervención del “sultán” La mayoría de las manifestaciones de pluralismo surgen a partir de estructuras estatales toleradas por el régimen o grupos de disidentes formados a partir de la resistencia al régimen totalitario La ideología rectora sigue existiendo oficialmente y forma parte de la realidad social, pero se deposita Bajo grado de institucionalización y alto grado de fusión de intereses públicos y privados No existe el imperio de la ley No hay ideología rectora elaborada, ni siquiera una forma de pensamiento distintiva, más allá del Líderes, individuos y grupos reciben sus funciones y su legitimidad en base a su compromiso con una concepción holística de la humanidad y la sociedad Movilización Extensiva movilización en un vasto conjunto de organizaciones obligatorias creadas por el régimen Pérdida progresiva del interés tanto en líderes como ciudadanos. Énfasis en el activismo de los cuadros y militantes Movilización rutinaria de la población en las organizaciones estatales para alcanzar un grado mínimo de conformidad y complacencia Muchos de los cuadros y militantes son meros carreristas y oportunistas El aburrimiento, el abandono y, en último término, la “privatización” de los valores populares se convierten en hechos aceptados Presencia creciente del personal de seguridad entre las élites. Esfuerzo en entusiasmar a las masas La vida privada está desprestigiada, censurada Liderazgo menos confianza en ella y sus fines utópicos El énfasis se pone más en un consenso programático presumiblemente basado en la decisión racional y el debate limitado sin demasiadas referencias a la ideología El líder totalitario ejerce el poder sin límites definidos y con gran impredecibilidad, generando vulnerabilidad incluso para las élites. Controles del liderazgo máximo a través de las estructuras de partido y la “democracia interna”. A menudo carismático Los máximos dirigentes rara vez son personalismo despótico. No se intentan justificar las grandes líneas políticas con argumentos ideológicos Se realiza una manipulación simbólica muy arbitraria. Extrema glorificación del gobernante. La pseudo-ideología oficial no es percibida como tal ni por las dirigentes, ni por el pueblo, ni por el mundo exterior Ocasionales movilizaciones manipuladas por métodos clientelistas o coercitivos, sin estructuras permanentes Movilización periódica de grupos paraestatales que ejercen violencia contra los grupos señalados por el “sultán”. Altamente personalista y arbitrario, sin restricciones legalracionales El núcleo dirigente está formado por parientes, amigos o socios del Líder, así como por sus defensores más violentos. El rango en este núcleo depende simplemente de la sumisión personal al Líder. El Líder no está sometido a la ideología. carismáticos Reclutamiento de élites a partir del éxito y el compromiso en la organización del Partido. En el reclutamiento de élites no cuenta tanto la carrera en el partido, y cada vez más se recurre a tecnócratas del aparato estatal. La lealtad a él viene determinada por un intenso miedo y las recompensas personales El aparato estatal carece de la autonomía suficiente como para valorar una carrera administrativa. Fuerte tendencia a la dinastización. Ejemplos propuestos por Linz -Unión Soviética durante el Stalinismo -Regímenes de Europa Oriental tras la muerte de Stalin, con diferencias de grado significativas entre ellos. -Haití bajo los Duvalier -República Dominicana bajo Trujillo -Irán bajo el Shah -Corea del Norte Fuente: LINZ, J. J. y STEPAN, A. Problems on Democratic Transition and Consolidation: Southern Europe, South America and Post-Communist Europe, The John Hopkins University Press, Baltimore, 1996; pp. 44-45 Continuando con nuestra aproximación teórica, el paradigma de la transición democrática demostró importantes deficiencias a lo largo de las décadas de 1990 y 2000, especialmente en su aplicación a los regímenes árabes, donde los cambios políticos acaecidos acabaron produciendo una consolidación del autoritarismo en lugar de un proceso democratizador. Los paradigmas universales de transición establecían “una línea recta y clara, aunque implícita, entre la liberalización política controlada y la democracia competitiva”, es decir, acaban pecando de teleologismo al hacer una “amalgama entre nuestra visión de futuro y nuestro análisis del presente, entre nuestra explicación del mundo y nuestro deseo de cambiarlo” (Brumberg, 2003b). Surgieron entonces categorías analíticas creadas específicamente para la región, como la de “autocracias pluralistas”. Las autocracias pluralistas (o liberalizadas) son el fruto de unas “estrategias de supervivencia” (con ingredientes políticos y económicos) implementadas por los regímenes del socialismo árabe a partir de la constatación de su fracaso económico-social en la década de 1980 (Brumberg, 2003a, 2003b). El objetivo de las estrategias políticas de supervivencia era conseguir el apoyo de movimientos reformistas (intelectuales, profesiones liberales…) sin concederles suficiente poder como para amenazar la hegemonía de la clase dirigente; esta estrategia sería además especialmente exitosa en el caso de conseguir enfrentar entre ellos a estos movimientos. Las estrategias económicas, por su parte, buscaban alcanzar un nivel de reformas tal que atrajese la inversión extranjera, redujese el volumen de deuda y acumulara divisas, sin que por ello quedaran afectados los intereses sociales y económicos de los grupos y las élites ligados al sector público. De este modo, a través de la tolerancia e institucionalización de un cierto pluralismo social, político e institucional, los regímenes autoritarios no cavaban su propia tumba, sino que salían reforzados. A pesar de que Brumberg clasifica a Libia como una autocracia muy poco liberalizada, creemos que su análisis de las estrategias de supervivencia es una herramienta conceptual muy útil para explicar los cambios políticos acaecidos en Libia durante la década de 1990. Para otros, la combinación de elementos autoritarios y democráticos situaría los diferentes estados en un continuum de “regímenes híbridos”, evitando así la dicotomía entre regímenes democráticos y no democráticos propia del paradigma de la transición (Karl, 1990, 1995; Morlino, 2008; Szmolka, 2011). Los regímenes híbridos combinarían “elementos de la democracia —como pluralismo, instituciones representativas, elecciones o constitucionalismo— con otras formas de poder autoritarias” (Szmolka, 2011). La ausencia de tales elementos de democracia en Libia gadafista la clasifica invariablemente en uno de los polos del continuo, el de “autoritarismos cerrados”, sin que sea por tanto posible analizar los cambios políticos acaecidos en el país desde esta perspectiva. Los estudios de área y los enfoques transitológicos han sido criticados en los últimos años tanto por su etnocentrismo como por su carácter implícitamente normativo –al marcar la democracia liberal occidental como punto de referencia para todo sistema político. Paradójicamente, sostienen los críticos, el efecto de las medidas prescritas por los transitólogos ha sido una consolidación de las prácticas autoritarias. Crecen así a finales de la década de 2000 nuevos enfoques que tratan la compleja relación entre globalización liberal y consolidación autoritaria, subrayando las convergencias en la lógica del poder en el Norte y el Sur, en democracias y estados autoritarios (Dabène, Geisser y Massardier, 2008). Vemos pues cómo a lo largo de las décadas de 1990 y 2000 el objeto principal de la literatura politológica sobre el cambio político en el mundo árabe ha sido la consolidación y el fortalecimiento del autoritarismo. Así pues, la ola de revueltas en el mundo árabe, que derribó o puso en jaque a la mayor parte de regímenes autoritarios de la región, supone un reto teórico de primer orden. ¿Qué procesos políticos y sociales, qué alteraciones en la correlación de fuerzas se estaban produciendo en aquellos países caracterizados como “autoritarismos cerrados”? Para el análisis del caso libio, consideramos que una variable fundamental y que apenas ha sido investigada es el impacto que tuvo el proceso de reincorporación en una sociedad internacional marcada por la globalización. Un rasgo característico de la globalización es el enfrentamiento que produce, especialmente dentro de los estados anteriormente basados en el desarrollismo económico, entre las élites que pueden integrarse en los circuitos trasnacionales de acumulación de poder y capital y las que basan su poder en circuitos locales no susceptibles de internacionalización (Robinson, 2004). Tal conflicto se vendría intensificado notablemente desde el estallido de la crisis global de 2008 (Robinson, 2012). En este sentido, situar la quiebra del régimen libio dentro de un contexto histórico de crisis del capitalismo global ha de ser un elemento clave de nuestra interpretación. Atendiendo a la lectura del conflicto entre élites, el enfoque de la “sociología del poder” distingue entre las “relaciones circulares” que se dan entre élites por mejorar su posición relativa en el sistema y las “relaciones lineales” que caracterizan a los movimientos populares por objetivos concretos. La transformación de la estructura del sistema sólo se produce por la presión de movimientos populares que acaban alcanzando alianzas con sectores de la élite (Izquierdo, 2008, 2009). Consideramos que esta lectura del conflicto entre élites es asimismo de gran importancia para explicar las condiciones que hicieron posible la caída del régimen en 2011. 2. La Yamahiriya libia: una caracterización en dos fases En este capítulo nos remontaremos a las décadas de 1970 y 1980 (Epígrafe 2.1) para definir los rasgos originarios de la Yamahiriya, el sistema político sui generis establecido en Libia a partir de 1977. Pensamos que este breve análisis resulta indispensable para valorar en su justa medida los cambios institucionales desarrollados durante la década de 1990 (Epígrafe 2.2), procesos que consideramos vitales para entender, a su vez, la forma en que el régimen libio se desploma a lo largo del año 2011. 2.1. La “Primera Yamahiriya” (1977-1990): matizando el totalitarismo Las transformaciones institucionales llevadas a cabo en Libia tras la Revolución de 1969 parecían iniciar en el país una tendencia hacia el totalitarismo, por el establecimiento de un partido único (la Unión Árabe Socialista, UAS) que monopolizaba el poder e intentaba eliminar el débil pluralismo político, económico y social surgido durante la crisis de la monarquía. Sin embargo, esta tendencia hacia el totalitarismo clásico se vio truncada a partir del Discurso de Zawira de 1973, con el que Gadafi minó la legitimidad del partido a favor de “las masas” (yamahir). La sustitución de la República Árabe Socialista por la Yamahiriya, o lo que es lo mismo, de la UAS por los Comités Revolucionarios como vanguardia en 1977, va a matizar las tendencias totalitarias de la Yamahiriya a través de la des-institucionalización del poder. Esta primera fase da como resultado un sistema original y complejo, que analizado desde las cuatro dimensiones propuestas por Linz (pluralismo, ideología, movilización y liderazgo (ver Tabla 1) arroja siempre resultados contradictorios. A continuación revisamos cada una de estas dimensiones en el período que hemos denominado de “primera Yamahiriya”, pues comprobaremos más adelante que a partir de la década de 1990 se introducirán cambios sustanciales en todas ellas. El pluralismo, entendido como “individuos en sociedad civil que entran en numerosos grupos de interés libremente formados” (Linz y Stepan, 1996), quedó abolido –de haber existido alguna vez, dadas las características autoritarias de la monarquía- con el establecimiento de la Yamahiriya. Más allá de un corto listado de asociaciones de carácter social, el pluralismo tolerado en Libia era meramente institucional: “organizaciones creadas por el régimen dentro del estado-partido”. Estas asociaciones seguían exclusivamente objetivos revolucionarios, envíaban representantes al Congreso General del Pueblo y participaban en el debate público, pero en ningún caso suponían una oposición al sistema (Vandewalle, 2008). La presencia de los Comités Revolucionarios en el tejido asociativo, así como en el resto de estructuras estatales, introduce rasgos sultanísticos en esta dimensión, ya que permite que “ningún grupo o individuo en la sociedad civil, la sociedad política o el estado quede libre del ejercicio despótico del poder por parte del sultán”. La atribución arbitraria de competencias – incluso jurisdiccionales- a los Comités Revolucionarios elimina en la práctica el principio de ‘imperio de la ley’. A diferencia de las organizaciones de seguridad de los regímenes totalitarios, los grupos paraestatales propios del sultanismo no son burocracias modernas con normas generales y procedimientos estandarizados sino extensiones directas de la voluntad del ‘sultán’. Consideramos que los Comités Revolucionarios, por su escasa institucionalización y ambiguas funciones, encajan perfectamente en este tipo de cuerpos sultanísticos, al menos durante la Primera Yamahiriya. Con respecto a la segunda dimensión, el totalitarismo presupone la existencia de una elaborada ideología rectora que articula una utopía alcanzable. Del grado de compromiso con esta ideología deriva la legitimidad de los dirigentes, funcionarios y políticas aplicadas. El problema que encontramos en Libia es que la “Tercera Teoría Universal” no preexiste a la Yamahiriya sino que es desarrollada simultáneamente y está íntimamente ligada a la figura de Gadafi, su creador e interpretador supremo. De este modo, si bien la ideología oficial va más allá de la simple “mentalidad distintiva” propia del autoritarismo, y puede incluso considerarse una “concepción holística de la humanidad” (rasgo que Linz subraya como propio del totalitarismo), resulta complicado afirmar que la Tercera Teoría Universal llegue a ser un punto de referencia a la hora de juzgar las acciones del líder, por la identificación entre compromiso ideológico y lealtad personal al Líder. En este sentido, Mansour El-Kikhia considera que la Tercera Teoría Universal es una de las “ideologías sincréticas locales” que se impusieron en varios países surgidos de la descolonización con el único fin de perpetuar el poder del gobernante (El-Kikhia, 1997). El escaso éxito del Libro Verde más allá de las fronteras libias, a pesar de los esfuerzos denodados del régimen en expandirlo, parece demostrar el carácter fundamentalmente local y personalista de la ideología gadafista, a pesar de su vocación universal. Y de acuerdo con Linz, las ideologías sincréticas locales desarrolladas en regímenes sultanísticos no suponen una restricción a la actuación del líder. Pasamos a la tercera dimensión analítica, el grado de movilización popular que pretende un sistema político. El “Estado de las masas” pretende obviamente una movilización popular a gran escala, impulsando la participación directa de todos los ciudadanos en los órganos de poder popular: congresos, comités y uniones profesionales. En este sentido, la Primera Yamahiriya sigue el patrón de los regímenes totalitarios, que procuran una movilización extensiva en un vasto conjunto de organizaciones obligatorias (la pertenencia a un congreso popular de base es automática y está ligada al lugar de empadronamiento) y enfatiza el activismo, depreciando la vida privada. En la práctica, la movilización política en Libia fue limitada, incluso en los primeros años de la Yamahiriya. Por un lado, existían obstáculos tradicionales a la participación en congresos y comités: a pesar de tener elementos comunes con la shura tribal, permitía el acceso a la mujer, lo que originó no pocos conflictos. Por otro lado, pronto se hizo evidente la perversión de la democracia directa por la interferencia del sector revolucionario, lo que provocó una fuerte pasividad política entre muchos ciudadanos. Según un estudio de 1994, la mayoría de los libios participaban poco o nada en los órganos de poder popular (Obeidi, 2001). En este ámbito la Primera Yamahiriya puede ser considerada un intento de movilización totalitaria –de hecho el papel inicial de los Comités Revolucionarios era incitar esta movilización- que al encontrar fuertes obstáculos va adquiriendo progresivamente más rasgos propios del sultanismo, tales como la movilización de masas meramente ceremonial, obtenida a partir de métodos coercitivos o clientelistas, o la movilización periódica de grupos paraestatales para atacar a los grupos señalados por el líder. Dentro de esta última tendencia resulta significativa la campaña de “eliminación de los enemigos de la Revolución” ordenada por Gadafi a los Comités Revolucionarios en 1980. Por último, tenemos la cuestión del liderazgo. En esta época, Gadafi ejerce claramente un liderazgo carismático, sin límites definidos, e impredecible, ante el cual son vulnerables incluso los más altos cargos, encajando así en el modelo de líder totalitario. Las élites se reclutan en función de su compromiso ideológico –hasta finales de 1980 los Comités Revolucionarios suponen la principal fuente de élites ejecutivas y legislativas (Vandewalle, 2008)- si bien este concepto se confunde en la Libia de estos años, como hemos visto, con la lealtad personal al líder. Se reproducen además las prácticas nepotistas basadas en las relaciones tribales y de clan: una observación sobre el terreno de 1977 ya advertía de que la elección de cargos en la Yamahiriya dependía más de cuestiones de adscripción –tribu, regiónque de competencias y habilidades para el puesto (El-Fathaly y Palmer, 1980). Incipientes rasgos sultanísticos a los que se añade el bajo grado de institucionalización del sistema, hasta el punto de que la figura del líder carece de regulación legal-racional y basa todo su poder en la legitimidad carismática y revolucionaria. A pesar de ello, no deja de ser significativa la continua presencia de tecnócratas en el poder ejecutivo (61% de los cargos) y legislativo (22%); y el hecho de que, dentro de las elites provenientes de los Comités Revolucionarios, los orígenes regionales fuesen representativos de la distribución demográfica del país, lo que relativiza el supuesto nepotismo de estos años (Vandewalle, 2008). Sintetizando, conforme a la categorización de Linz y Stepan, la Primera Yamahiriya libia puede contemplarse como un régimen que tiende al totalitarismo pero que mantiene algunos rasgos sultanísticos. A continuación vamos a examinar el proceso por el cual se pondrán en cuestión las características totalitarias del sistema al tiempo que se refuerzan los caracteres sultanísticos, como resultado de la fuerte crisis en que se ve inmerso el país desde finales de la década de 1980 (descenso de los precios del petróleo, derrota militar en Chad, ataques norteamericanos, aislamiento internacional, auge del islamismo…) 2.2. Crisis de sistema y estrategias de supervivencia: construyendo una “Segunda Yamahiriya” (1990-2000) La mayoría de los regímenes árabes tuvo que afrontar a partir de la década de 1980 una serie de dificultades económicas que degeneraron en un proceso de ilegitimación, al comprobarse el fracaso de las expectativas generadas tras la independencia. A fin de mantenerse en el poder, estos regímenes aplicaron “estrategias de supervivencia” con ingredientes políticos y económicos (Brumberg, 2003). En el plano político se iniciaron procesos de apertura democrática que dieron lugar a un “pluralismo limitado”; más tarde, enfrentando a unos grupos con otros y cooptando a sus dirigentes, conseguirían anular las posibilidades de un cambio político real, consolidando así sus estructuras de poder. Económicamente, el objetivo era emprender unas reformas que atrajesen las inversiones extranjeras, redujeran los intereses de la deuda y acumulasen divisas, sin que esto afectase a los intereses socioeconómicos fundamentales de los grupos y élites ligados al sector público. Como resultado, la estrategia de supervivencia daba lugar un nuevo pacto social que combinaba la coerción y el consentimiento, negociado a través de mecanismos políticos destinados a movilizar a quienes se beneficiarían de las reformas y a marginalizar a los perjudicados por ella. El proceso no desembocó en una disminución del peso del Estado en la economía, sino en una “estatalización por otros medios”, a menudo rayanos en la ilegalidad: “capitalismo amiguista” [crony capitalism], corrupción generalizada, mafias ligadas a los círculos de poder… (Dabéne, Geisser y Massardier, 2008). Mecanismos todos que consolidan el control de los sectores clave por parte de la oligarquía del régimen, ahora convertida en burguesía privada. En Libia, las reformas económicas de 1987 siguen a grandes rasgos el modelo de las estrategias de supervivencia aplicadas por sus vecinos, con matizaciones, como el hecho de que Trípoli no necesitase recurrir a instituciones internacionales para financiarse gracias a sus rentas petroleras, lo que permitía al régimen actuar con menor premura. Por otro lado, las sanciones de 1992 y 1993 redujeron sensiblemente las motivaciones para emprender una reforma económica más profunda, paralizando en gran parte los procesos iniciados en 1987. Las reformas libias implicaban medidas de austeridad en el gasto, pero no podían generar nada parecido a una liberalización económica –y aún menos conducir a una democratización. Ante una situación particular –caracterizada por el embargo, el aislamiento y la amenaza islamista- el régimen planeó una estrategia de supervivencia particular, que compartía el fondo pero no la forma de las estrategias vecinas. Esta estrategia tenía tres pilares fundamentales: la cooptación de las élites tradicionales del ámbito tribal a través de la cesión del control de la política local, el acaparamiento de las posiciones clave del Estado por parte de la tribu Gadafa y la desinstitucionalización y patrimonialización de las estructuras securitarias. Se creaba por tanto un nuevo pacto social/tribal “ni completamente voluntario, ni completamente coercitivo”, que integraba en las estructuras estatales a las élites locales y tribales beneficiarias, adjudicándoles la responsabilidad de controlar las expresiones de descontento de los perjudicados por la reforma a través de la creación de instituciones como los “Liderazgos Populares y Sociales” (LPS), ejecutivos regionales con representación de los principales jeques, militares y notables de cada zona. Este proceso generaba un cierto grado de pluralismo, entendido como el reconocimiento de instancias que representen los intereses divergentes de diferentes sectores sociales. Nada que ver, sin embargo, con el concepto linziano de pluralismo, basado en “individuos de la sociedad civil que entran en numerosos grupos de interés libremente formados y relativamente autónomos”. Más bien, el tribalismo se constituía como “la alternativa libia a la sociedad civil” (Obeidi, 2001), la forma de articular la sociedad y canalizar las demandas de sus diferentes segmentos. Reconocemos no obstante que resulta muy difícil calificar al régimen libio como una “autocracia liberal” en el sentido brumbergiano, pues carece de algunos de sus rasgos básicos, como son la existencia de una oposición legalmente reconocida y tolerada y de unos procesos electorales periódicos. Consideramos que la evolución del régimen libio en estos años se ajustaría más al modelo “postotalitario” de la tipología linziana, aunque con continuas matizaciones, por el carácter sui generis del modelo yamahiriano. Repasando cada una de las dimensiones analíticas de la categorización de Linz y Stepan, vemos que la creación de los LPS y la legalización del comercio privado dan lugar a “un pluralismo social, económico e institucional limitado, pero no responsable”, surgido “a partir de estructuras estatales toleradas por el régimen” y en el que la presencia estatal en la economía sigue siendo preeminente a pesar del consentimiento a una “segunda economía” paralela; es decir, una situación que se acerca al postotalitarismo temprano descrito por Linz y Stepan. En el ámbito ideológico se sigue el mismo proceso, pues a pesar de que “la ideología rectora sigue existiendo oficialmente y forma parte de la realidad social”, las grandes decisiones políticas se toman a partir de un “consenso programático presumiblemente basado en la decisión racional y el debate limitado”, como en el caso de las reformas económicas de 1987. La pérdida de confianza en la ideología oficial se advierte en la relativa marginación de los Comités Revolucionarios –gran parte de sus funciones se otorgan a los LPS, sus métodos son criticados- y en el fin del proselitismo revolucionario en política exterior. Respecto al grado de movilización política popular pretendida por el régimen, advertimos una “pérdida progresiva del interés tanto en líderes como en ciudadanos”: el establecimiento de los LPS y su preeminencia sobre las instituciones populares evidencian una deriva elitista en la “Revolución de las masas”. Por parte de los ciudadanos, especialmente de los más jóvenes, se produce un proceso de “privatización” de los valores acompañado de un cierto hedonismo, vilipendiado aunque forzosamente tolerado por el régimen (Martínez, 2007). La dimensión de “Liderazgo” es la más problemática en este sentido, puesto que Linz la construyó tomando como referencia el proceso histórico que se abrió en el bloque del Este tras la muerte de Stalin. La presencia de Gadafi, líder carismático de la Revolución, supone un fuerte distorsión de las derivas postotalitarias, ya que una de las características del liderazgo postotalitario es su su falta de carisma. Sin embargo, si repasamos los estudios sobre reclutamiento de élites Libia en en la década de 1990, advertimos dos rasgos del liderazgo postotalitario: la presencia creciente del personal de seguridad entre las élites y la preeminencia de los tecnócratas sobre los Comités Revolucionarios entre los cargos ejecutivos y legislativos (El-Kikhia, 1997; Vandewalle, 2008). Pero sin duda, en esta dimensión, el régimen libio tiende mucho más hacia el modelo sultanístico: la marginación y vaciamiento del Ejército como institución a partir del golpe de estado de 1993 (en favor de una multitud de milicias y brigadas desconectadas de la cadena de mando oficial) muestra cómo “el aparato estatal carece de la autonomía suficiente como para valorar una carrera administrativa”, y “el núcleo dirigente está formado por parientes, amigos o socios del Líder, así como por sus defensores más violentos”. El creciente poder del aparato de seguridad que señalábamos como rasgo postotalitario se confunde con la tendencia sultanística al nepotismo por el proceso de retribalización que explicábamos en el apartado anterior. * * * En síntesis, las tendencias totalitarias del régimen yamahirí observadas en el primer período van a sufrir un desgaste que se adecua a grandes rasgos a las dinámicas de transición a un régimen postotalitario descritas por Linz y Stepan. Por el contrario, los rasgos sultanísticos cuya existencia constatamos en aquel apartado no sólo se refuerzan, sino que se ven multiplicados. Esta alteración es la que nos lleva a definir un segundo período en la Yamahiriya cuyo comienzo podemos situar con el fin del embargo internacional en 1999. Subrayamos con esto una primera conclusión: a lo largo de la década de 1990 el régimen libio puso en marcha una “estrategia de supervivencia” patrimonial que condujo a la conformación de una “Segunda Yamahiriya” con caracteres sultanísticos. 3. Transnacionalización y fractura de las élites en Libia: En este capítulo analizamos las transformaciones sociales y económicas experimentadas en Libia desde el fin del embargo en 1999, centrando nuestra atención en cómo afectaron a la estructura del poder, creando las condiciones para el estallido de la revuelta generalizada de 2011. Los proyectos de liberalización económica habían sido una constante de los gobiernos libios desde 1987, pero nunca habían llegado a prosperar realmente por el embargo al que se encontraba sometido el país y por la resistencia institucional de los Comités Revolucionarios, debida tanto a motivos ideológicos como al deseo de seguir controlando las empresas públicas y el mercado negro que crecía a la sombra de la crisis distributiva. Con el cambio de siglo, ambos obstáculos se vienen abajo por la normalización internacional y el empoderamiento de las élites tribales en detrimento del sector revolucionario. Los incrementos en la producción de petróleo iniciarán un camino de vertiginoso crecimiento, en especial a partir del aumento del precio del barril a partir de 2003. Las rondas de asignación de nuevas explotaciones se sucedieron con éxito, generando una concurrencia feroz entre las empresas extranjeras. Pero el alza de los precios de crudo, al tiempo que fortalecía la economía libia, lastraba el proceso de reformas estructurales al minimizar la urgencia con la que se abordaba el tema, de forma que el proceso se vio fuertemente ralentizado en los sectores no petroleros. El principal obstáculo a la liberalización económica era de carácter político-institucional: una administración corrompida, unas directrices políticas contradictorias y un sistema político incapaz de generar la estabilidad y autonomía institucional necesaria para gestionar un sistema económico propio del capitalismo avanzado (Niblock, 2001) De ahí que la liberalización económica y las reformas institucionales que acarreaba creasen un nuevo cleavage en la escena política libia, oponiendo a los partidarios más o menos entusiastas y a los detractores. Entre las élites se formó un sector, más o menos definido en torno a ciertas personalidades y medios de comunicación, caracterizado por su reivindicación de nuevas reformas, que actuaba como grupo de presión en pro de una liberalización política y económica más rápida y más profunda –y en último término, de transformar el Estado de las masas en una República de corte liberal. Robinson (2004) define la globalización como la fase del capitalismo –iniciada en la década de 1970- en que se forma un único sistema financiero y productivo globalmente integrado. Este proceso genera un salto cualitativo en la estructura de poder mundial: el surgimiento progresivo de una clase capitalista transnacional –procedente tanto del “Centro” como de la “Periferia”, si usamos una terminología wallersteiniana- en cuya cima se encuentra una élite gestora transnacional. Esta élite dirige unos incipientes aparatos estatales transnacionales, que son fruto de la integración de las administraciones de los estados-nación en redes institucionales transnacionales. El empoderamiento de esta élite transnacional se produce a partir de la integración de ciertos sectores económicos nacionales en circuitos transnacionales de acumulación, esto es, en cadenas globales de producción de bienes y servicios. Las élites transnacionales perseguirán pues una estrategia de desarrollo orientada al exterior mediante la especialización en determinadas actividades favorables a la exportación. Esta estrategia se opone frontalmente tanto al Keynesianismo intervencionista propio de Occidente como al modelo desarrollista que se marcaron como objetivo la mayor parte de los países del Tercer Mundo nacidos de la descolonización (entre ellos la Libia de Gadafi), y que a través de la sustitución de importaciones perseguía la reducción de la dependencia exterior. La estrategia transnacionalista sería la respuesta de las élites capitalistas frente a la crisis de la década de 1970, que ponía en peligro su reproducción social por las restricciones cada vez mayores que los estados-nación imponían sobre sus mecanismos de acumulación de capital –restricciones derivadas del progresivo empoderamiento de las clases populares en todo el mundo desde el final de la II Guerra Mundial. Estas élites consiguieron, a través de una ofensiva general en lo económico, lo político y lo ideológico, y no sin un fuerte grado de coerción, alterar las reglas de las instituciones de gobernanza mundial creadas a partir de 1945 –FMI y BM, fundamentalmente. Pero también necesitaban ganar la batalla dentro de cada estado a fin de eliminar las barreras nacionales a la integración global. Un rasgo definitorio de la globalización sería por tanto el conflicto que se produce dentro de cada estado entre las élites (capitalistas) orientadas al desarrollo interno y la clase capitalista transnacional, o lo que es lo mismo, entre la fracción de la clase dominante que tiene como única opción seguir anclando su poder en circuitos exclusivamente nacionales y la fracción que dispone de las capacidades apropiadas para integrarse en el mercado global. Estas capacidades se adquieren fundamentalmente a través del acceso a las élites trasnacionales, algo que en un país internacionalmente aislado es un recurso muy escaso, disponible sólo para diplomáticos, académicos de élite o trabajadores de organismos internacionales (Robinson, 2010). En Libia, esta fracción surgió fundamentalmente a partir del grupo de colaboradores seleccionado por Gadafi a mediados de la década de 1990 para negociar con Occidente la suspensión de las sanciones internacionales, al frente de los cuales colocaría a su hijo Saif alIslam. Este grupo comenzaría a ser conocido en Libia como “los reformistas”, y tenía sus principales bases sociales en las universidades de Trípoli y Bengasi, las asociaciones profesionales de periodistas y abogados, y los cuadros directivos de las empresas de exportación de hidrocarburos. Su programa político incluía transformar Libia en una economía de mercado, estrechar la relación con Occidente, proclamar una Constitución escrita que regulase con más claridad el sistema político, crear un poder judicial independiente y mejorar la situación de los derechos humanos (Pargeter, 2006; Werenfels, 2008). De salir adelante, estas reformas amenazarían la acomodada posición de los Comités Revolucionarios y de buena parte de los Gadafa, que gracias a su control sobre las empresas de servicios y el abastecimiento de productos de primera necesidad mantenían vastas redes clientelares y se enriquecían con el mercado negro. La “vieja guardia”, nombre que recibirían los opositores al programa reformista, tenía una fuerte base entre la burocracia estatal y los aparatos de seguridad. Conociendo el apoyo que los reformistas recibían desde las diplomacias europeas y del Golfo Pérsico, esta “vieja guardia” apostó por una política exterior centrada en la relación con los países africanos, vetando la participación de Libia en los marcos de relación euromediterráneos (Martínez, 2009). El líder de la Revolución alimentó los conflictos entre reformistas y conservadores con declaraciones contradictorias, nombramientos y destituciones de cargos públicos. De esta forma conseguía mantenerse como el árbitro indiscutible de la situación, el único capaz, en teoría, de mantener la estabilidad del país. Este juego mostraría sus límites a partir del estallido de una revuelta popular en Bengasi en 2006, cuando la vieja guardia, que controlaba el sector securitario, forzó la destitución del gabinete reformista de Shukri Ghanem (Haddad, 2007). El abandono definitivo del proyecto de Constitución en 2010 hizo aún más patente el bloqueo absoluto del proceso de adaptación del sistema político libio a los nuevos conflictos entre élites que se daban en su interior (Saint John, 2010; Ahmida, 2012). Por otro lado, la situación de impasse político, económico y social no hacía sino agravar un creciente descontento popular contra el régimen, especialmente visible a partir de 2006 en forma de periódicos motines y altercados (Haddad, 2007; Werenfels, 2008). * * * Concluyendo, la reinserción de Libia en la sociedad internacional tras el fin del embargo generó una competición entre las élites de base nacional y transnacional del propio sistema. Este conflicto de intereses no consiguió regularse institucionalmente de manera alguna, y la facción transnacional acabó la primera década del S. XXI viéndose marginada de las principales posiciones de poder. 4. Interpretando las revueltas y la quiebra del régimen En el citado estudio de 1996, Linz y Stepan establecían cinco pautas posibles para la transición y consolidación democrática. Las características de los regímenes no democráticos que anteceden a este proceso tienen “profundas implicaciones para la disponibilidad de las pautas de transición y de las tareas por realizar en cada país para consolidar la democracia”. Dada nuestra caracterización de la Segunda Yamahiriya como un régimen esencialmente sultanístico que incluye algunos rasgos post-totalitarios, vamos a incluir una breve tabla que reproduce las pautas previstas para estos modelos: Tabla 2: Implicaciones del tipo régimen no democrático previo para las pautas para la transición democrática según Linz y Stepan (1996) Pauta Reforma-pactada, rupturapactada Post-totalitarismo Es posible si los líderes de un régimen post-totalitario maduro consideran que las elecciones son necesarias y tienen posibilidades de victoria Sultanismo Opción no disponible dada la ausencia de dos prerrequisitos: la existencia de una oposición no violenta y organizada y de una facción “moderada” en el régimen con suficiente autoridad como para negociar un pacto Derrota militar (en guerra con el exterior) Si existe una oposición organizada (post-totalitarismo maduro), puede asumir el poder y convocar elecciones Dada la ausencia de imperio de la ley y la amplia violencia paraestatal, la conversión de una derrota militar en una transición democrática no es posible sin monitorización y garantía desde el exterior Gobierno interino tras cambio de sistema no iniciado por el régimen (golpe de estado no militar, insurgencia armada, levantamiento popular, colapso del régimen) En un post-totalitarismo temprano o estancado, la pauta más habitual es una revuelta masiva que produce el colapso del régimen. El gobierno interino estaría formado por élites conectadas con el antiguo régimen y capaces de consolidar su poder en una sociedad “aplanada” (flattened) Dada la ausencia de autonomía de la sociedad civil y política, es probable que grupos vinculados al sultán pero que se reclaman legítimos por haber apoyado la revuelta alcancen un poder de forma no democrática. La mejor opción para la transición democrática sería que esta revuelta fuese encabezada por líderes de inclinaciones democráticas y con respaldo internacional Expulsión del poder por decisión militar jerárquica Pauta no disponible dado el rol predominante del Partido Pautas de transición específicas para cada régimen (selección) Colapso del régimen que puede conducir a la toma del poder por otras élites no democráticas, a una transición democrática o al caos Pauta no disponible por la incompatibilidad de los rasgos sultanísticos con la existencia de una jerarquía militar autónoma Dadas las tendencias dinásticas propias de este sistema, puede producirse una sucesión por muerte natural que normalmente no conlleva ninguna liberalización La causa más común para la derrota del sultán es su asesinato o el levantamiento revolucionario de grupos armados o de la sociedad civil. La revuelta puede ser incluso apoyada por el poder financiero y económico por su rechazo de la arbitrariedad del sultán. La opción más probable es la asunción del poder por un gobierno provisional Fuente: LINZ, J. J. y STEPAN, A. Problems on Democratic Transition and Consolidation: Southern Europe, South America and Post-Communist Europe, The John Hopkins University Press, Baltimore, 1996; pp. 56-60 Se indica en la tabla que un régimen sultanístico no puede transformarse por el modo “reforma-pactada, ruptura-pactada” porque incluso si una facción moderada se hiciese con el gobierno, ésta carecería de autoridad suficiente para imponer un pacto a las facciones más duras. Podemos aventurar que este escenario se perfiló en Libia entre 2003 y 2006, cuando bajo la dirección de Shukri Ghanem los reformistas intentaron forzar una liberalización política del país, al tiempo que se mantenía la posición dominante de los Gadafa en el país –a través de Saif al-Islam. Sin embargo, su carencia de autoridad suficiente se comprobó cuando la “vieja guardia” consiguió derribar su gobierno, enterrando gran parte de su legado en los años siguientes. Quedaban dos opciones para el cambio de régimen: la sucesión natural del Líder en la figura de su hijo Saif al-Islam, que previsiblemente traería consigo la liberalización política (Constitución, libertad de prensa, etc.) prometida por éste, y la ruptura violenta con el régimen. La primera opción fue quedando descartada progresivamente: en 2008, Saif al-Islam negaba en una entrevista televisiva que fuese a suceder a su padre, anunciando su retirada de la política; en 2009, los únicos medios de comunicación “privados” (propiedad de Saif) eran nacionalizados y censurados; en 2010, por fin, se entierra definitivamente el proyecto de constitucionalización del régimen. Los reformistas que a pesar de todo continuaban confiando en Saif al-Islam como la alternativa de reforma pacífica del régimen abandonarían finalmente sus esperanzas con la firme defensa que hizo públicamente Saif de la represión lanzada por su padre frente a las primeras manifestaciones de 2011. La opción de expulsar a los Gadafi por la presión de la cúpula militar, a semejanza de lo que ocurriría en Túnez o Egipto, quedaba descartada por la descomposición de las Fuerzas Armadas libias (Mattes, 2004) en el proceso de “patrimonialización de la violencia” de la década de 1990 sucintamente explicado en el anterior epígrafe. Quedaba tan sólo, por tanto, una rebelión de masas o una insurrección armada. En este contexto, la agitación popular provocada por la caída de los regímenes vecinos de Túnez y Egipto –junto con el apresurado cambio de estrategia decidido por algunas potencias europeas para el Mediterráneo- fueron percibidos como una ventana de oportunidad por diferentes sectores de la élite libia para romper definitivamente con el sistema yamahirí. La conversión de la revuelta popular en insurrección armada tuvo lugar muy rápidamente y permitió la consolidación territorial de los rebeldes en Cirenaica. Ante la ausencia de cadenas de mando definidas, las unidades militares acantonadas en la región se descompusieron siguiendo criterios esencialmente tribales (Lacher, 2011) al tiempo que se formaban milicias de base local y llegaban combatientes e instructores, especialmente yihadistas, desde el exilio. Se suceden también defecciones de importantes personalidades del régimen, incluyendo los ministros de Interior y Justicia y, en menos de dos semanas, queda constituido el “Consejo Nacional de Transición”, gobierno interino que habría de coordinar la estrategia de ruptura con el régimen. Coincidiendo con lo indicado por Linz y Stepan, el gobierno interino se formó fundamentalmente a partir de élites provenientes del antiguo régimen y fue encabezado por el primer ministro Mahmud Jabril, uno de los más destacados personajes del reformismo liberal y prooccidental en Libia. Sin embargo, el modelo de quiebra de régimen no fue un sencillo colapso ante esta repentina crisis. Las redes de lealtades patrimoniales y tribales sobre las que se había construido la Segunda Yamahiriya demostraron una flexibilidad mayor de lo previsto: a pesar del colapso temporal vivido por los cuerpos represivos del régimen en las primeras semanas de la rebelión, a comienzos de marzo las fuerzas leales a Gadafi habían conseguido recuperar el control de Tripolitania y Fezzan y avanzaban rápidamente hacia Bengasi sin que aparentemente las milicias rebeldes fuesen capaces de detenerlas. La intervención militar de la OTAN frenó su avance y dio la posibilidad a los rebeldes de reorganizarse transformando el conflicto en una guerra de posiciones durante la cual se fue tejiendo una red de alianzas con grupos islamistas, bereberes, locales y tribales que finalmente alcanzaría la victoria definitiva el mes de octubre de 2011. Por tanto, y a pesar de que este estudio se centra fundamentalmente en las dinámicas políticas internas del régimen libio, debemos reconocer que la intervención de actores externos supone un elemento indispensable para comprender el proceso de cambio político que nos ocupa. La quiebra del régimen libio correspondería, dentro del esquema de Linz y Stepan, a un escenario mixto entre las pautas “Gobierno interino por levantamiento popular armado” y “Derrota militar” en guerra exterior. Esta cuestión dificulta la inserción de Libia en estudios comparados sobre la actual ola de cambios en el mundo árabe, y supone en nuestra opinión un punto débil de algunos trabajos recientes que han revisado el “éxito” de la revolución libia (vid inter alia Gurses, 2013). Con la muerte de Gadafi en octubre de 2011, concluía el proceso de quiebra del régimen. Las milicias rebeldes alcanzaban la victoria fragmentadas y sustentadas en el apoyo político, militar y técnico de diversas potencias exteriores. El proceso de transición iniciado a partir de entonces nos mostrará en los próximos años hasta qué punto el nuevo régimen será capaz de lidiar con la contradicción que se da entre la tendencia al globalismo y el vigor renovado de los poderes locales que trajo consigo la guerra civil. 5. Bibliografía: AHMIDA, Ali A. “Libya, Social origins of dictatorship and the challenge of democracy”, The Journal of the Middle East and Africa, Volume 3, Issue 1, 2012 ANDERSON, Lisa. The State and Social Transformation in Tunisia and Libya, 1830-1980, Princeton University Press, New Jersey, 1986 BREZIS, Elis. “Globalization and the Emergence of a Transnational Oligarchy”, World Institut for Development Economics Research, Working Paper Nº 2010/05, Enero de 2010 BRUMBERG, Daniel. “Liberalization versus Democracy: Understanding Arab Political Reform”, Carnegie Endowment for International Peace, No. 37, April 2003 — Moyen Orient : l’enjeu démocratique, Michalon, Paris, 2003 CUETO, Carlos y BUCK, Marcus. 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