La caída de la Yamahiriya: un fracaso de las estrategias de

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La caída de la Yamahiriya: un fracaso de las estrategias
de supervivencia neopatrimoniales
Jesús Jurado Anaya* – Universidad de Sevilla
Keywords: Libia, Sistema político, Élites, Primavera Árabe
Resumen:
Las transformaciones experimentadas por el régimen libio desde finales de la década de 1990
y la quiebra inesperada de este sistema en 2011 suponen un desafío para las capacidades
explicativas tanto de las teorías transitológicas como de las corrientes justificadoras del
fortalecimiento del autoritarismo en la década de 2000. La presente comunicación pretende
plantear un nuevo marco sintético para la interpretación de la caída del régimen libio en 2011,
incluyendo aproximaciones socioeconómicas que la sitúan en el actual contexto histórico de
crisis del capitalismo global.
* Jesús Jurado Anaya (1986) es Licenciado en Ciencias Políticas y de la Administración por la
Universidad de Granada y Máster en Relaciones Internacionales por la Universidad
Internacional de Andalucía. En la actualidad cursa el Doctorado en Interculturalidad y Mundo
Árabo-Islámico de la Universidad de Sevilla. Su principal ámbito de investigación es la política
libia contemporánea.
1. Aproximación teórica a la cuestión
Analizar la evolución política de la Libia contemporánea –cuyo comienzo podemos
situar a partir del golpe de Estado de los oficiales en 1969- no resulta tarea fácil. Desde el final
de la II Guerra Mundial, el objeto de la política comparada ha sido fundamentalmente el
establecimiento y funcionamiento de la democracia estable (Cueto y Buck, 2007), obviándose
en cierta medida la diversidad de sistemas políticos que cabían en el cajón de sastre de
“regímenes no democráticos” y entre los cuales se hallan todos los sistemas políticos se han
sucedido en Libia hasta el actual momento de incierta transición política. Del mismo modo, si
bien existe una amplia literatura politológica sobre los procesos de surgimiento y consolidación
de la democracia, los procesos de consolidación o transformación del autoritarismo han
recibido muy poca atención hasta fechas recientes (Szmolka, 2011).
Sólo a partir de la década de 1990, con los problemas en la aplicación del paradigma
de las “oleadas democráticas” para las transiciones políticas en el Mediterráneo y la antigua
esfera soviética, comienza a analizarse el cambio político en regímenes no democráticos. De
entre muchas obras destaca la categorización de Juan José Linz y Alfred Stepan de regímenes
no democráticos, una clasificación orientada a la identificación de los problemas que cada uno
de ellos generaría en un eventual proceso de consolidación democrático (Linz y Stepan, 1996).
A partir del análisis de cuatro variables (Pluralismo, Ideología, Movilización y Liderazgo), se
establecen cuatro categorías ideales de regímenes no democráticos: autoritarios, totalitarios,
post-totalitarios (que a su vez pueden ser tempranos, estancados o maduros dependiendo del
grado de evolución) y sultanísticos, incluyéndose estudios de caso a modo de ejemplo en
Europa del Sur y del Este y en Sudamérica. A pesar de ser una clasificación concebida para
otras regiones, haremos uso de estas categorías para referenciar y definir la “Yamahiriya” o
“estado de las masas”, sistema político establecido en Libia a partir de 1977.
Tabla 1: Regímenes totalitarios, post-totalitarios y sultanísticos conforme a la categorización de
Linz y Stepan (1996)
Pluralismo
Totalitarismo
No existe de forma
significativa el
pluralismo social,
económico o político.
El partido oficial tiene el
monopolio del poder de
iure y de facto, al haber
eliminado casi todas las
formas de pluralismo
que le preexistían.
No hay espacio para
una economía o
sociedad paralelas
Ideología
Elaborada ideología
rectora que articula una
utopía alcanzable
Post-Totalitarismo
Pluralismo social,
económico e
institucional limitado,
pero no responsable. El
pluralismo político es
muy escaso por el
monopolio del poder por
el partido único
Puede existir una
“segunda economía”
pero la presencia del
estado sigue siendo
muy preeminente
Sultanismo
No desaparece el
pluralismo social o
económico, pero está
sujeto a la impredecible
y despótica intervención
del “sultán”
La mayoría de las
manifestaciones de
pluralismo surgen a
partir de estructuras
estatales toleradas por
el régimen o grupos de
disidentes formados a
partir de la resistencia
al régimen totalitario
La ideología rectora
sigue existiendo
oficialmente y forma
parte de la realidad
social, pero se deposita
Bajo grado de
institucionalización y
alto grado de fusión de
intereses públicos y
privados
No existe el imperio de
la ley
No hay ideología
rectora elaborada, ni
siquiera una forma de
pensamiento distintiva,
más allá del
Líderes, individuos y
grupos reciben sus
funciones y su
legitimidad en base a su
compromiso con una
concepción holística de
la humanidad y la
sociedad
Movilización
Extensiva movilización
en un vasto conjunto de
organizaciones
obligatorias creadas por
el régimen
Pérdida progresiva del
interés tanto en líderes
como ciudadanos.
Énfasis en el activismo
de los cuadros y
militantes
Movilización rutinaria de
la población en las
organizaciones
estatales para alcanzar
un grado mínimo de
conformidad y
complacencia
Muchos de los cuadros
y militantes son meros
carreristas y
oportunistas
El aburrimiento, el
abandono y, en último
término, la
“privatización” de los
valores populares se
convierten en hechos
aceptados
Presencia creciente del
personal de seguridad
entre las élites.
Esfuerzo en
entusiasmar a las
masas
La vida privada está
desprestigiada,
censurada
Liderazgo
menos confianza en ella
y sus fines utópicos
El énfasis se pone más
en un consenso
programático
presumiblemente
basado en la decisión
racional y el debate
limitado sin demasiadas
referencias a la
ideología
El líder totalitario ejerce
el poder sin límites
definidos y con gran
impredecibilidad,
generando
vulnerabilidad incluso
para las élites.
Controles del liderazgo
máximo a través de las
estructuras de partido y
la “democracia interna”.
A menudo carismático
Los máximos dirigentes
rara vez son
personalismo despótico.
No se intentan justificar
las grandes líneas
políticas con
argumentos ideológicos
Se realiza una
manipulación simbólica
muy arbitraria. Extrema
glorificación del
gobernante.
La pseudo-ideología
oficial no es percibida
como tal ni por las
dirigentes, ni por el
pueblo, ni por el mundo
exterior
Ocasionales
movilizaciones
manipuladas por
métodos clientelistas o
coercitivos, sin
estructuras
permanentes
Movilización periódica
de grupos paraestatales
que ejercen violencia
contra los grupos
señalados por el
“sultán”.
Altamente personalista
y arbitrario, sin
restricciones legalracionales
El núcleo dirigente está
formado por parientes,
amigos o socios del
Líder, así como por sus
defensores más
violentos. El rango en
este núcleo depende
simplemente de la
sumisión personal al
Líder.
El Líder no está
sometido a la ideología.
carismáticos
Reclutamiento de élites
a partir del éxito y el
compromiso en la
organización del
Partido.
En el reclutamiento de
élites no cuenta tanto la
carrera en el partido, y
cada vez más se
recurre a tecnócratas
del aparato estatal.
La lealtad a él viene
determinada por un
intenso miedo y las
recompensas
personales
El aparato estatal
carece de la autonomía
suficiente como para
valorar una carrera
administrativa.
Fuerte tendencia a la
dinastización.
Ejemplos propuestos
por Linz
-Unión Soviética
durante el Stalinismo
-Regímenes de Europa
Oriental tras la muerte
de Stalin, con
diferencias de grado
significativas entre
ellos.
-Haití bajo los Duvalier
-República Dominicana
bajo Trujillo
-Irán bajo el Shah
-Corea del Norte
Fuente: LINZ, J. J. y STEPAN, A. Problems on Democratic Transition and Consolidation: Southern Europe, South
America and Post-Communist Europe, The John Hopkins University Press, Baltimore, 1996; pp. 44-45
Continuando con nuestra aproximación teórica, el paradigma de la transición
democrática demostró importantes deficiencias a lo largo de las décadas de 1990 y 2000,
especialmente en su aplicación a los regímenes árabes, donde los cambios políticos acaecidos
acabaron produciendo una consolidación del autoritarismo en lugar de un proceso
democratizador. Los paradigmas universales de transición establecían “una línea recta y clara,
aunque implícita, entre la liberalización política controlada y la democracia competitiva”, es
decir, acaban pecando de teleologismo al hacer una “amalgama entre nuestra visión de futuro y
nuestro análisis del presente, entre nuestra explicación del mundo y nuestro deseo de
cambiarlo” (Brumberg, 2003b).
Surgieron entonces categorías analíticas creadas específicamente para la región, como
la de “autocracias pluralistas”. Las autocracias pluralistas (o liberalizadas) son el fruto de unas
“estrategias de supervivencia” (con ingredientes políticos y económicos) implementadas por los
regímenes del socialismo árabe a partir de la constatación de su fracaso económico-social en
la década de 1980 (Brumberg, 2003a, 2003b). El objetivo de las estrategias políticas de
supervivencia era conseguir el apoyo de movimientos reformistas (intelectuales, profesiones
liberales…) sin concederles suficiente poder como para amenazar la hegemonía de la clase
dirigente; esta estrategia sería además especialmente exitosa en el caso de conseguir
enfrentar entre ellos a estos movimientos. Las estrategias económicas, por su parte, buscaban
alcanzar un nivel de reformas tal que atrajese la inversión extranjera, redujese el volumen de
deuda y acumulara divisas, sin que por ello quedaran afectados los intereses sociales y
económicos de los grupos y las élites ligados al sector público. De este modo, a través de la
tolerancia e institucionalización de un cierto pluralismo social, político e institucional, los
regímenes autoritarios no cavaban su propia tumba, sino que salían reforzados. A pesar de que
Brumberg clasifica a Libia como una autocracia muy poco liberalizada, creemos que su análisis
de las estrategias de supervivencia es una herramienta conceptual muy útil para explicar los
cambios políticos acaecidos en Libia durante la década de 1990.
Para otros, la combinación de elementos autoritarios y democráticos situaría los
diferentes estados en un continuum de “regímenes híbridos”, evitando así la dicotomía entre
regímenes democráticos y no democráticos propia del paradigma de la transición (Karl, 1990,
1995; Morlino, 2008; Szmolka, 2011). Los regímenes híbridos combinarían “elementos de la
democracia —como pluralismo, instituciones representativas, elecciones o constitucionalismo—
con otras formas de poder autoritarias” (Szmolka, 2011). La ausencia de tales elementos de
democracia en Libia gadafista la clasifica invariablemente en uno de los polos del continuo, el
de “autoritarismos cerrados”, sin que sea por tanto posible analizar los cambios políticos
acaecidos en el país desde esta perspectiva.
Los estudios de área y los enfoques transitológicos han sido criticados en los últimos
años tanto por su etnocentrismo como por su carácter implícitamente normativo –al marcar la
democracia liberal occidental como punto de referencia para todo sistema político.
Paradójicamente, sostienen los críticos, el efecto de las medidas prescritas por los
transitólogos ha sido una consolidación de las prácticas autoritarias. Crecen así a finales de la
década de 2000 nuevos enfoques que tratan la compleja relación entre globalización liberal y
consolidación autoritaria, subrayando las convergencias en la lógica del poder en el Norte y el
Sur, en democracias y estados autoritarios (Dabène, Geisser y Massardier, 2008).
Vemos pues cómo a lo largo de las décadas de 1990 y 2000 el objeto principal de la
literatura politológica sobre el cambio político en el mundo árabe ha sido la consolidación y el
fortalecimiento del autoritarismo. Así pues, la ola de revueltas en el mundo árabe, que derribó o
puso en jaque a la mayor parte de regímenes autoritarios de la región, supone un reto teórico
de primer orden. ¿Qué procesos políticos y sociales, qué alteraciones en la correlación de
fuerzas se estaban produciendo en aquellos países caracterizados como “autoritarismos
cerrados”?
Para el análisis del caso libio, consideramos que una variable fundamental y que
apenas ha sido investigada es el impacto que tuvo el proceso de reincorporación en una
sociedad internacional marcada por la globalización. Un rasgo característico de la globalización
es el enfrentamiento que produce, especialmente dentro de los estados anteriormente basados
en el desarrollismo económico, entre las élites que pueden integrarse en los circuitos
trasnacionales de acumulación de poder y capital y las que basan su poder en circuitos locales
no susceptibles de internacionalización (Robinson, 2004). Tal conflicto se vendría intensificado
notablemente desde el estallido de la crisis global de 2008 (Robinson, 2012). En este sentido,
situar la quiebra del régimen libio dentro de un contexto histórico de crisis del capitalismo global
ha de ser un elemento clave de nuestra interpretación.
Atendiendo a la lectura del conflicto entre élites, el enfoque de la “sociología del poder”
distingue entre las “relaciones circulares” que se dan entre élites por mejorar su posición
relativa en el sistema y las “relaciones lineales” que caracterizan a los movimientos populares
por objetivos concretos. La transformación de la estructura del sistema sólo se produce por la
presión de movimientos populares que acaban alcanzando alianzas con sectores de la élite
(Izquierdo, 2008, 2009). Consideramos que esta lectura del conflicto entre élites es asimismo
de gran importancia para explicar las condiciones que hicieron posible la caída del régimen en
2011.
2. La Yamahiriya libia: una caracterización en dos fases
En este capítulo nos remontaremos a las décadas de 1970 y 1980 (Epígrafe 2.1) para
definir los rasgos originarios de la Yamahiriya, el sistema político sui generis establecido en
Libia a partir de 1977. Pensamos que este breve análisis resulta indispensable para valorar en
su justa medida los cambios institucionales desarrollados durante la década de 1990 (Epígrafe
2.2), procesos que consideramos vitales para entender, a su vez, la forma en que el régimen
libio se desploma a lo largo del año 2011.
2.1. La “Primera Yamahiriya” (1977-1990): matizando el totalitarismo
Las transformaciones institucionales llevadas a cabo en Libia tras la Revolución de
1969 parecían iniciar en el país una tendencia hacia el totalitarismo, por el establecimiento de
un partido único (la Unión Árabe Socialista, UAS) que monopolizaba el poder e intentaba
eliminar el débil pluralismo político, económico y social surgido durante la crisis de la
monarquía. Sin embargo, esta tendencia hacia el totalitarismo clásico se vio truncada a partir
del Discurso de Zawira de 1973, con el que Gadafi minó la legitimidad del partido a favor de
“las masas” (yamahir). La sustitución de la República Árabe Socialista por la Yamahiriya, o lo
que es lo mismo, de la UAS por los Comités Revolucionarios como vanguardia en 1977, va a
matizar las tendencias totalitarias de la Yamahiriya a través de la des-institucionalización del
poder.
Esta primera fase da como resultado un sistema original y complejo, que analizado
desde las cuatro dimensiones propuestas por Linz (pluralismo, ideología, movilización y
liderazgo (ver Tabla 1) arroja siempre resultados contradictorios. A continuación revisamos
cada una de estas dimensiones en el período que hemos denominado de “primera Yamahiriya”,
pues comprobaremos más adelante que a partir de la década de 1990 se introducirán cambios
sustanciales en todas ellas.
El pluralismo, entendido como “individuos en sociedad civil que entran en numerosos
grupos de interés libremente formados” (Linz y Stepan, 1996), quedó abolido –de haber
existido alguna vez, dadas las características autoritarias de la monarquía- con el
establecimiento de la Yamahiriya. Más allá de un corto listado de asociaciones de carácter
social, el pluralismo tolerado en Libia era meramente institucional: “organizaciones creadas por
el régimen dentro del estado-partido”. Estas asociaciones seguían exclusivamente objetivos
revolucionarios, envíaban representantes al Congreso General del Pueblo y participaban en el
debate público, pero en ningún caso suponían una oposición al sistema (Vandewalle, 2008). La
presencia de los Comités Revolucionarios en el tejido asociativo, así como en el resto de
estructuras estatales, introduce rasgos sultanísticos en esta dimensión, ya que permite que
“ningún grupo o individuo en la sociedad civil, la sociedad política o el estado quede libre del
ejercicio despótico del poder por parte del sultán”. La atribución arbitraria de competencias –
incluso jurisdiccionales- a los Comités Revolucionarios elimina en la práctica el principio de
‘imperio de la ley’. A diferencia de las organizaciones de seguridad de los regímenes
totalitarios, los grupos paraestatales propios del sultanismo no son burocracias modernas con
normas generales y procedimientos estandarizados sino extensiones directas de la voluntad
del ‘sultán’. Consideramos que los Comités Revolucionarios, por su escasa institucionalización
y ambiguas funciones, encajan perfectamente en este tipo de cuerpos sultanísticos, al menos
durante la Primera Yamahiriya.
Con respecto a la segunda dimensión, el totalitarismo presupone la existencia de una
elaborada ideología rectora que articula una utopía alcanzable. Del grado de compromiso con
esta ideología deriva la legitimidad de los dirigentes, funcionarios y políticas aplicadas. El
problema que encontramos en Libia es que la “Tercera Teoría Universal” no preexiste a la
Yamahiriya sino que es desarrollada simultáneamente y está íntimamente ligada a la figura de
Gadafi, su creador e interpretador supremo. De este modo, si bien la ideología oficial va más
allá de la simple “mentalidad distintiva” propia del autoritarismo, y puede incluso considerarse
una “concepción holística de la humanidad” (rasgo que Linz subraya como propio del
totalitarismo), resulta complicado afirmar que la Tercera Teoría Universal llegue a ser un punto
de referencia a la hora de juzgar las acciones del líder, por la identificación entre compromiso
ideológico y lealtad personal al Líder. En este sentido, Mansour El-Kikhia considera que la
Tercera Teoría Universal es una de las “ideologías sincréticas locales” que se impusieron en
varios países surgidos de la descolonización con el único fin de perpetuar el poder del
gobernante (El-Kikhia, 1997).
El escaso éxito del Libro Verde más allá de las fronteras libias, a pesar de los esfuerzos
denodados del régimen en expandirlo, parece demostrar el carácter fundamentalmente local y
personalista de la ideología gadafista, a pesar de su vocación universal. Y de acuerdo con Linz,
las ideologías sincréticas locales desarrolladas en regímenes sultanísticos no suponen una
restricción a la actuación del líder.
Pasamos a la tercera dimensión analítica, el grado de movilización popular que
pretende un sistema político. El “Estado de las masas” pretende obviamente una movilización
popular a gran escala, impulsando la participación directa de todos los ciudadanos en los
órganos de poder popular: congresos, comités y uniones profesionales. En este sentido, la
Primera Yamahiriya sigue el patrón de los regímenes totalitarios, que procuran una
movilización extensiva en un vasto conjunto de organizaciones obligatorias (la pertenencia a un
congreso popular de base es automática y está ligada al lugar de empadronamiento) y enfatiza
el activismo, depreciando la vida privada. En la práctica, la movilización política en Libia fue
limitada, incluso en los primeros años de la Yamahiriya. Por un lado, existían obstáculos
tradicionales a la participación en congresos y comités: a pesar de tener elementos comunes
con la shura tribal, permitía el acceso a la mujer, lo que originó no pocos conflictos. Por otro
lado, pronto se hizo evidente la perversión de la democracia directa por la interferencia del
sector revolucionario, lo que provocó una fuerte pasividad política entre muchos ciudadanos.
Según un estudio de 1994, la mayoría de los libios participaban poco o nada en los órganos de
poder popular (Obeidi, 2001).
En este ámbito la Primera Yamahiriya puede ser considerada un intento de
movilización totalitaria –de hecho el papel inicial de los Comités Revolucionarios era incitar esta
movilización- que al encontrar fuertes obstáculos va adquiriendo progresivamente más rasgos
propios del sultanismo, tales como la movilización de masas meramente ceremonial, obtenida a
partir de métodos coercitivos o clientelistas, o la movilización periódica de grupos paraestatales
para atacar a los grupos señalados por el líder. Dentro de esta última tendencia resulta
significativa la campaña de “eliminación de los enemigos de la Revolución” ordenada por
Gadafi a los Comités Revolucionarios en 1980.
Por último, tenemos la cuestión del liderazgo. En esta época, Gadafi ejerce claramente
un liderazgo carismático, sin límites definidos, e impredecible, ante el cual son vulnerables
incluso los más altos cargos, encajando así en el modelo de líder totalitario. Las élites se
reclutan en función de su compromiso ideológico –hasta finales de 1980 los Comités
Revolucionarios suponen la principal fuente de élites ejecutivas y legislativas (Vandewalle,
2008)- si bien este concepto se confunde en la Libia de estos años, como hemos visto, con la
lealtad personal al líder. Se reproducen además las prácticas nepotistas basadas en las
relaciones tribales y de clan: una observación sobre el terreno de 1977 ya advertía de que la
elección de cargos en la Yamahiriya dependía más de cuestiones de adscripción –tribu, regiónque de competencias y habilidades para el puesto (El-Fathaly y Palmer, 1980). Incipientes
rasgos sultanísticos a los que se añade el bajo grado de institucionalización del sistema, hasta
el punto de que la figura del líder carece de regulación legal-racional y basa todo su poder en la
legitimidad carismática y revolucionaria. A pesar de ello, no deja de ser significativa la continua
presencia de tecnócratas en el poder ejecutivo (61% de los cargos) y legislativo (22%); y el
hecho de que, dentro de las elites provenientes de los Comités Revolucionarios, los orígenes
regionales fuesen representativos de la distribución demográfica del país, lo que relativiza el
supuesto nepotismo de estos años (Vandewalle, 2008).
Sintetizando, conforme a la categorización de Linz y Stepan, la Primera Yamahiriya
libia puede contemplarse como un régimen que tiende al totalitarismo pero que mantiene
algunos rasgos sultanísticos. A continuación vamos a examinar el proceso por el cual se
pondrán en cuestión las características totalitarias del sistema al tiempo que se refuerzan los
caracteres sultanísticos, como resultado de la fuerte crisis en que se ve inmerso el país desde
finales de la década de 1980 (descenso de los precios del petróleo, derrota militar en Chad,
ataques norteamericanos, aislamiento internacional, auge del islamismo…)
2.2. Crisis de sistema y estrategias de supervivencia: construyendo una “Segunda Yamahiriya”
(1990-2000)
La mayoría de los regímenes árabes tuvo que afrontar a partir de la década de 1980
una serie de dificultades económicas que degeneraron en un proceso de ilegitimación, al
comprobarse el fracaso de las expectativas generadas tras la independencia. A fin de
mantenerse en el poder, estos regímenes aplicaron “estrategias de supervivencia” con
ingredientes políticos y económicos (Brumberg, 2003). En el plano político se iniciaron
procesos de apertura democrática que dieron lugar a un “pluralismo limitado”; más tarde,
enfrentando a unos grupos con otros y cooptando a sus dirigentes, conseguirían anular las
posibilidades de un cambio político real, consolidando así sus estructuras de poder.
Económicamente, el objetivo era emprender unas reformas que atrajesen las inversiones
extranjeras, redujeran los intereses de la deuda y acumulasen divisas, sin que esto afectase a
los intereses socioeconómicos fundamentales de los grupos y élites ligados al sector público.
Como resultado, la estrategia de supervivencia daba lugar un nuevo pacto social que
combinaba la coerción y el consentimiento, negociado a través de mecanismos políticos
destinados a movilizar a quienes se beneficiarían de las reformas y a marginalizar a los
perjudicados por ella. El proceso no desembocó en una disminución del peso del Estado en la
economía, sino en una “estatalización por otros medios”, a menudo rayanos en la ilegalidad:
“capitalismo amiguista” [crony capitalism], corrupción generalizada, mafias ligadas a los círculos
de poder… (Dabéne, Geisser y Massardier, 2008). Mecanismos todos que consolidan el control
de los sectores clave por parte de la oligarquía del régimen, ahora convertida en burguesía
privada.
En Libia, las reformas económicas de 1987 siguen a grandes rasgos el modelo de las
estrategias de supervivencia aplicadas por sus vecinos, con matizaciones, como el hecho de
que Trípoli no necesitase recurrir a instituciones internacionales para financiarse gracias a sus
rentas petroleras, lo que permitía al régimen actuar con menor premura. Por otro lado, las
sanciones de 1992 y 1993 redujeron sensiblemente las motivaciones para emprender una
reforma económica más profunda, paralizando en gran parte los procesos iniciados en 1987.
Las reformas libias implicaban medidas de austeridad en el gasto, pero no podían generar
nada parecido a una liberalización económica –y aún menos conducir a una democratización.
Ante una situación particular –caracterizada por el embargo, el aislamiento y la amenaza
islamista- el régimen planeó una estrategia de supervivencia particular, que compartía el fondo
pero no la forma de las estrategias vecinas. Esta estrategia tenía tres pilares fundamentales: la
cooptación de las élites tradicionales del ámbito tribal a través de la cesión del control de la
política local, el acaparamiento de las posiciones clave del Estado por parte de la tribu Gadafa
y la desinstitucionalización y patrimonialización de las estructuras securitarias.
Se creaba por tanto un nuevo pacto social/tribal “ni completamente voluntario, ni
completamente coercitivo”, que integraba en las estructuras estatales a las élites locales y
tribales beneficiarias, adjudicándoles la responsabilidad de controlar las expresiones de
descontento de los perjudicados por la reforma a través de la creación de instituciones como
los “Liderazgos Populares y Sociales” (LPS), ejecutivos regionales con representación de los
principales jeques, militares y notables de cada zona. Este proceso generaba un cierto grado
de pluralismo, entendido como el reconocimiento de instancias que representen los intereses
divergentes de diferentes sectores sociales. Nada que ver, sin embargo, con el concepto
linziano de pluralismo, basado en “individuos de la sociedad civil que entran en numerosos
grupos de interés libremente formados y relativamente autónomos”. Más bien, el tribalismo se
constituía como “la alternativa libia a la sociedad civil” (Obeidi, 2001), la forma de articular la
sociedad y canalizar las demandas de sus diferentes segmentos.
Reconocemos no obstante que resulta muy difícil calificar al régimen libio como una
“autocracia liberal” en el sentido brumbergiano, pues carece de algunos de sus rasgos básicos,
como son la existencia de una oposición legalmente reconocida y tolerada y de unos procesos
electorales periódicos. Consideramos que la evolución del régimen libio en estos años se
ajustaría más al modelo “postotalitario” de la tipología linziana, aunque con continuas
matizaciones, por el carácter sui generis del modelo yamahiriano.
Repasando cada una de las dimensiones analíticas de la categorización de Linz y
Stepan, vemos que la creación de los LPS y la legalización del comercio privado dan lugar a
“un pluralismo social, económico e institucional limitado, pero no responsable”, surgido “a partir
de estructuras estatales toleradas por el régimen” y en el que la presencia estatal en la
economía sigue siendo preeminente a pesar del consentimiento a una “segunda economía”
paralela; es decir, una situación que se acerca al postotalitarismo temprano descrito por Linz y
Stepan.
En el ámbito ideológico se sigue el mismo proceso, pues a pesar de que “la ideología
rectora sigue existiendo oficialmente y forma parte de la realidad social”, las grandes
decisiones políticas se toman a partir de un “consenso programático presumiblemente basado
en la decisión racional y el debate limitado”, como en el caso de las reformas económicas de
1987. La pérdida de confianza en la ideología oficial se advierte en la relativa marginación de
los Comités Revolucionarios –gran parte de sus funciones se otorgan a los LPS, sus métodos
son criticados- y en el fin del proselitismo revolucionario en política exterior.
Respecto al grado de movilización política popular pretendida por el régimen,
advertimos una “pérdida progresiva del interés tanto en líderes como en ciudadanos”: el
establecimiento de los LPS y su preeminencia sobre las instituciones populares evidencian una
deriva elitista en la “Revolución de las masas”. Por parte de los ciudadanos, especialmente de
los más jóvenes, se produce un proceso de “privatización” de los valores acompañado de un
cierto hedonismo, vilipendiado aunque forzosamente tolerado por el régimen (Martínez, 2007).
La dimensión de “Liderazgo” es la más problemática en este sentido, puesto que Linz la
construyó tomando como referencia el proceso histórico que se abrió en el bloque del Este tras
la muerte de Stalin. La presencia de Gadafi, líder carismático de la Revolución, supone un
fuerte distorsión de las derivas postotalitarias, ya que una de las características del liderazgo
postotalitario es su su falta de carisma. Sin embargo, si repasamos los estudios sobre
reclutamiento de élites Libia en en la década de 1990, advertimos dos rasgos del liderazgo
postotalitario: la presencia creciente del personal de seguridad entre las élites y la
preeminencia de los tecnócratas sobre los Comités Revolucionarios entre los cargos ejecutivos
y legislativos (El-Kikhia, 1997; Vandewalle, 2008). Pero sin duda, en esta dimensión, el régimen
libio tiende mucho más hacia el modelo sultanístico: la marginación y vaciamiento del Ejército
como institución a partir del golpe de estado de 1993 (en favor de una multitud de milicias y
brigadas desconectadas de la cadena de mando oficial) muestra cómo “el aparato estatal
carece de la autonomía suficiente como para valorar una carrera administrativa”, y “el núcleo
dirigente está formado por parientes, amigos o socios del Líder, así como por sus defensores
más violentos”. El creciente poder del aparato de seguridad que señalábamos como rasgo
postotalitario se confunde con la tendencia sultanística al nepotismo por el proceso de
retribalización que explicábamos en el apartado anterior.
*
*
*
En síntesis, las tendencias totalitarias del régimen yamahirí observadas en el primer
período van a sufrir un desgaste que se adecua a grandes rasgos a las dinámicas de
transición a un régimen postotalitario descritas por Linz y Stepan. Por el contrario, los rasgos
sultanísticos cuya existencia constatamos en aquel apartado no sólo se refuerzan, sino que se
ven multiplicados. Esta alteración es la que nos lleva a definir un segundo período en la
Yamahiriya cuyo comienzo podemos situar con el fin del embargo internacional en 1999.
Subrayamos con esto una primera conclusión: a lo largo de la década de 1990 el régimen libio
puso en marcha una “estrategia de supervivencia” patrimonial que condujo a la conformación
de una “Segunda Yamahiriya” con caracteres sultanísticos.
3. Transnacionalización y fractura de las élites en Libia:
En este capítulo analizamos las transformaciones sociales y económicas
experimentadas en Libia desde el fin del embargo en 1999, centrando nuestra atención en
cómo afectaron a la estructura del poder, creando las condiciones para el estallido de la
revuelta generalizada de 2011.
Los proyectos de liberalización económica habían sido una constante de los gobiernos
libios desde 1987, pero nunca habían llegado a prosperar realmente por el embargo al que se
encontraba sometido el país y por la resistencia institucional de los Comités Revolucionarios,
debida tanto a motivos ideológicos como al deseo de seguir controlando las empresas públicas
y el mercado negro que crecía a la sombra de la crisis distributiva. Con el cambio de siglo,
ambos obstáculos se vienen abajo por la normalización internacional y el empoderamiento de
las élites tribales en detrimento del sector revolucionario. Los incrementos en la producción de
petróleo iniciarán un camino de vertiginoso crecimiento, en especial a partir del aumento del
precio del barril a partir de 2003. Las rondas de asignación de nuevas explotaciones se
sucedieron con éxito, generando una concurrencia feroz entre las empresas extranjeras.
Pero el alza de los precios de crudo, al tiempo que fortalecía la economía libia, lastraba
el proceso de reformas estructurales al minimizar la urgencia con la que se abordaba el tema,
de forma que el proceso se vio fuertemente ralentizado en los sectores no petroleros. El
principal obstáculo a la liberalización económica era de carácter político-institucional: una
administración corrompida, unas directrices políticas contradictorias y un sistema político
incapaz de generar la estabilidad y autonomía institucional necesaria para gestionar un sistema
económico propio del capitalismo avanzado (Niblock, 2001)
De ahí que la liberalización económica y las reformas institucionales que acarreaba
creasen un nuevo cleavage en la escena política libia, oponiendo a los partidarios más o
menos entusiastas y a los detractores. Entre las élites se formó un sector, más o menos
definido en torno a ciertas personalidades y medios de comunicación, caracterizado por su
reivindicación de nuevas reformas, que actuaba como grupo de presión en pro de una
liberalización política y económica más rápida y más profunda –y en último término, de
transformar el Estado de las masas en una República de corte liberal.
Robinson (2004) define la globalización como la fase del capitalismo –iniciada en la
década de 1970- en que se forma un único sistema financiero y productivo globalmente
integrado. Este proceso genera un salto cualitativo en la estructura de poder mundial: el
surgimiento progresivo de una clase capitalista transnacional –procedente tanto del “Centro”
como de la “Periferia”, si usamos una terminología wallersteiniana- en cuya cima se encuentra
una élite gestora transnacional. Esta élite dirige unos incipientes aparatos estatales
transnacionales, que son fruto de la integración de las administraciones de los estados-nación
en redes institucionales transnacionales.
El empoderamiento de esta élite transnacional se produce a partir de la integración de
ciertos sectores económicos nacionales en circuitos transnacionales de acumulación, esto es,
en cadenas globales de producción de bienes y servicios. Las élites transnacionales
perseguirán pues una estrategia de desarrollo orientada al exterior mediante la especialización
en determinadas actividades favorables a la exportación. Esta estrategia se opone frontalmente
tanto al Keynesianismo intervencionista propio de Occidente como al modelo desarrollista que
se marcaron como objetivo la mayor parte de los países del Tercer Mundo nacidos de la
descolonización (entre ellos la Libia de Gadafi), y que a través de la sustitución de
importaciones perseguía la reducción de la dependencia exterior. La estrategia
transnacionalista sería la respuesta de las élites capitalistas frente a la crisis de la década de
1970, que ponía en peligro su reproducción social por las restricciones cada vez mayores que
los estados-nación imponían sobre sus mecanismos de acumulación de capital –restricciones
derivadas del progresivo empoderamiento de las clases populares en todo el mundo desde el
final de la II Guerra Mundial. Estas élites consiguieron, a través de una ofensiva general en lo
económico, lo político y lo ideológico, y no sin un fuerte grado de coerción, alterar las reglas de
las instituciones de gobernanza mundial creadas a partir de 1945 –FMI y BM,
fundamentalmente. Pero también necesitaban ganar la batalla dentro de cada estado a fin de
eliminar las barreras nacionales a la integración global.
Un rasgo definitorio de la globalización sería por tanto el conflicto que se produce
dentro de cada estado entre las élites (capitalistas) orientadas al desarrollo interno y la clase
capitalista transnacional, o lo que es lo mismo, entre la fracción de la clase dominante que tiene
como única opción seguir anclando su poder en circuitos exclusivamente nacionales y la
fracción que dispone de las capacidades apropiadas para integrarse en el mercado global.
Estas capacidades se adquieren fundamentalmente a través del acceso a las élites
trasnacionales, algo que en un país internacionalmente aislado es un recurso muy escaso,
disponible sólo para diplomáticos, académicos de élite o trabajadores de organismos
internacionales (Robinson, 2010).
En Libia, esta fracción surgió fundamentalmente a partir del grupo de colaboradores
seleccionado por Gadafi a mediados de la década de 1990 para negociar con Occidente la
suspensión de las sanciones internacionales, al frente de los cuales colocaría a su hijo Saif alIslam. Este grupo comenzaría a ser conocido en Libia como “los reformistas”, y tenía sus
principales bases sociales en las universidades de Trípoli y Bengasi, las asociaciones
profesionales de periodistas y abogados, y los cuadros directivos de las empresas de
exportación de hidrocarburos. Su programa político incluía transformar Libia en una economía
de mercado, estrechar la relación con Occidente, proclamar una Constitución escrita que
regulase con más claridad el sistema político, crear un poder judicial independiente y mejorar la
situación de los derechos humanos (Pargeter, 2006; Werenfels, 2008).
De salir adelante, estas reformas amenazarían la acomodada posición de los Comités
Revolucionarios y de buena parte de los Gadafa, que gracias a su control sobre las empresas
de servicios y el abastecimiento de productos de primera necesidad mantenían vastas redes
clientelares y se enriquecían con el mercado negro. La “vieja guardia”, nombre que recibirían
los opositores al programa reformista, tenía una fuerte base entre la burocracia estatal y los
aparatos de seguridad. Conociendo el apoyo que los reformistas recibían desde las
diplomacias europeas y del Golfo Pérsico, esta “vieja guardia” apostó por una política exterior
centrada en la relación con los países africanos, vetando la participación de Libia en los marcos
de relación euromediterráneos (Martínez, 2009).
El líder de la Revolución alimentó los conflictos entre reformistas y conservadores con
declaraciones contradictorias, nombramientos y destituciones de cargos públicos. De esta
forma conseguía mantenerse como el árbitro indiscutible de la situación, el único capaz, en
teoría, de mantener la estabilidad del país. Este juego mostraría sus límites a partir del estallido
de una revuelta popular en Bengasi en 2006, cuando la vieja guardia, que controlaba el sector
securitario, forzó la destitución del gabinete reformista de Shukri Ghanem (Haddad, 2007). El
abandono definitivo del proyecto de Constitución en 2010 hizo aún más patente el bloqueo
absoluto del proceso de adaptación del sistema político libio a los nuevos conflictos entre élites
que se daban en su interior (Saint John, 2010; Ahmida, 2012).
Por otro lado, la situación de impasse político, económico y social no hacía sino
agravar un creciente descontento popular contra el régimen, especialmente visible a partir de
2006 en forma de periódicos motines y altercados (Haddad, 2007; Werenfels, 2008).
*
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*
Concluyendo, la reinserción de Libia en la sociedad internacional tras el fin del embargo
generó una competición entre las élites de base nacional y transnacional del propio sistema.
Este conflicto de intereses no consiguió regularse institucionalmente de manera alguna, y la
facción transnacional acabó la primera década del S. XXI viéndose marginada de las
principales posiciones de poder.
4. Interpretando las revueltas y la quiebra del régimen
En el citado estudio de 1996, Linz y Stepan establecían cinco pautas posibles para la
transición y consolidación democrática. Las características de los regímenes no democráticos
que anteceden a este proceso tienen “profundas implicaciones para la disponibilidad de las
pautas de transición y de las tareas por realizar en cada país para consolidar la democracia”.
Dada nuestra caracterización de la Segunda Yamahiriya como un régimen esencialmente
sultanístico que incluye algunos rasgos post-totalitarios, vamos a incluir una breve tabla que
reproduce las pautas previstas para estos modelos:
Tabla 2: Implicaciones del tipo régimen no democrático previo para las pautas para la
transición democrática según Linz y Stepan (1996)
Pauta
Reforma-pactada, rupturapactada
Post-totalitarismo
Es posible si los líderes de un
régimen post-totalitario maduro
consideran que las elecciones
son necesarias y tienen
posibilidades de victoria
Sultanismo
Opción no disponible dada la
ausencia de dos prerrequisitos:
la existencia de una oposición no
violenta y organizada y de una
facción “moderada” en el
régimen con suficiente autoridad
como para negociar un pacto
Derrota militar (en guerra con el
exterior)
Si existe una oposición
organizada (post-totalitarismo
maduro), puede asumir el poder
y convocar elecciones
Dada la ausencia de imperio de
la ley y la amplia violencia
paraestatal, la conversión de una
derrota militar en una transición
democrática no es posible sin
monitorización y garantía desde
el exterior
Gobierno interino tras cambio de
sistema no iniciado por el
régimen (golpe de estado no
militar, insurgencia armada,
levantamiento popular, colapso
del régimen)
En un post-totalitarismo
temprano o estancado, la pauta
más habitual es una revuelta
masiva que produce el colapso
del régimen. El gobierno interino
estaría formado por élites
conectadas con el antiguo
régimen y capaces de consolidar
su poder en una sociedad
“aplanada” (flattened)
Dada la ausencia de autonomía
de la sociedad civil y política, es
probable que grupos vinculados
al sultán pero que se reclaman
legítimos por haber apoyado la
revuelta alcancen un poder de
forma no democrática. La mejor
opción para la transición
democrática sería que esta
revuelta fuese encabezada por
líderes de inclinaciones
democráticas y con respaldo
internacional
Expulsión del poder por decisión
militar jerárquica
Pauta no disponible dado el rol
predominante del Partido
Pautas de transición específicas
para cada régimen (selección)
Colapso del régimen que puede
conducir a la toma del poder por
otras élites no democráticas, a
una transición democrática o al
caos
Pauta no disponible por la
incompatibilidad de los rasgos
sultanísticos con la existencia de
una jerarquía militar autónoma
Dadas las tendencias dinásticas
propias de este sistema, puede
producirse una sucesión por
muerte natural que normalmente
no conlleva ninguna
liberalización
La causa más común para la
derrota del sultán es su
asesinato o el levantamiento
revolucionario de grupos
armados o de la sociedad civil.
La revuelta puede ser incluso
apoyada por el poder financiero
y económico por su rechazo de
la arbitrariedad del sultán. La
opción más probable es la
asunción del poder por un
gobierno provisional
Fuente: LINZ, J. J. y STEPAN, A. Problems on Democratic Transition and Consolidation: Southern Europe, South
America and Post-Communist Europe, The John Hopkins University Press, Baltimore, 1996; pp. 56-60
Se indica en la tabla que un régimen sultanístico no puede transformarse por el modo
“reforma-pactada, ruptura-pactada” porque incluso si una facción moderada se hiciese con el
gobierno, ésta carecería de autoridad suficiente para imponer un pacto a las facciones más
duras. Podemos aventurar que este escenario se perfiló en Libia entre 2003 y 2006, cuando
bajo la dirección de Shukri Ghanem los reformistas intentaron forzar una liberalización política
del país, al tiempo que se mantenía la posición dominante de los Gadafa en el país –a través
de Saif al-Islam. Sin embargo, su carencia de autoridad suficiente se comprobó cuando la “vieja
guardia” consiguió derribar su gobierno, enterrando gran parte de su legado en los años
siguientes.
Quedaban dos opciones para el cambio de régimen: la sucesión natural del Líder en la
figura de su hijo Saif al-Islam, que previsiblemente traería consigo la liberalización política
(Constitución, libertad de prensa, etc.) prometida por éste, y la ruptura violenta con el régimen.
La primera opción fue quedando descartada progresivamente: en 2008, Saif al-Islam negaba
en una entrevista televisiva que fuese a suceder a su padre, anunciando su retirada de la
política; en 2009, los únicos medios de comunicación “privados” (propiedad de Saif) eran
nacionalizados y censurados; en 2010, por fin, se entierra definitivamente el proyecto de
constitucionalización del régimen. Los reformistas que a pesar de todo continuaban confiando
en Saif al-Islam como la alternativa de reforma pacífica del régimen abandonarían finalmente
sus esperanzas con la firme defensa que hizo públicamente Saif de la represión lanzada por su
padre frente a las primeras manifestaciones de 2011.
La opción de expulsar a los Gadafi por la presión de la cúpula militar, a semejanza de
lo que ocurriría en Túnez o Egipto, quedaba descartada por la descomposición de las Fuerzas
Armadas libias (Mattes, 2004) en el proceso de “patrimonialización de la violencia” de la
década de 1990 sucintamente explicado en el anterior epígrafe.
Quedaba tan sólo, por tanto, una rebelión de masas o una insurrección armada. En
este contexto, la agitación popular provocada por la caída de los regímenes vecinos de Túnez y
Egipto –junto con el apresurado cambio de estrategia decidido por algunas potencias europeas
para el Mediterráneo- fueron percibidos como una ventana de oportunidad por diferentes
sectores de la élite libia para romper definitivamente con el sistema yamahirí.
La conversión de la revuelta popular en insurrección armada tuvo lugar muy
rápidamente y permitió la consolidación territorial de los rebeldes en Cirenaica. Ante la
ausencia de cadenas de mando definidas, las unidades militares acantonadas en la región se
descompusieron siguiendo criterios esencialmente tribales (Lacher, 2011) al tiempo que se
formaban milicias de base local y llegaban combatientes e instructores, especialmente
yihadistas, desde el exilio. Se suceden también defecciones de importantes personalidades del
régimen, incluyendo los ministros de Interior y Justicia y, en menos de dos semanas, queda
constituido el “Consejo Nacional de Transición”, gobierno interino que habría de coordinar la
estrategia de ruptura con el régimen. Coincidiendo con lo indicado por Linz y Stepan, el
gobierno interino se formó fundamentalmente a partir de élites provenientes del antiguo
régimen y fue encabezado por el primer ministro Mahmud Jabril, uno de los más destacados
personajes del reformismo liberal y prooccidental en Libia.
Sin embargo, el modelo de quiebra de régimen no fue un sencillo colapso ante esta
repentina crisis. Las redes de lealtades patrimoniales y tribales sobre las que se había
construido la Segunda Yamahiriya demostraron una flexibilidad mayor de lo previsto: a pesar
del colapso temporal vivido por los cuerpos represivos del régimen en las primeras semanas de
la rebelión, a comienzos de marzo las fuerzas leales a Gadafi habían conseguido recuperar el
control de Tripolitania y Fezzan y avanzaban rápidamente hacia Bengasi sin que
aparentemente las milicias rebeldes fuesen capaces de detenerlas. La intervención militar de la
OTAN frenó su avance y dio la posibilidad a los rebeldes de reorganizarse transformando el
conflicto en una guerra de posiciones durante la cual se fue tejiendo una red de alianzas con
grupos islamistas, bereberes, locales y tribales que finalmente alcanzaría la victoria definitiva el
mes de octubre de 2011.
Por tanto, y a pesar de que este estudio se centra fundamentalmente en las dinámicas
políticas internas del régimen libio, debemos reconocer que la intervención de actores externos
supone un elemento indispensable para comprender el proceso de cambio político que nos
ocupa. La quiebra del régimen libio correspondería, dentro del esquema de Linz y Stepan, a un
escenario mixto entre las pautas “Gobierno interino por levantamiento popular armado” y
“Derrota militar” en guerra exterior. Esta cuestión dificulta la inserción de Libia en estudios
comparados sobre la actual ola de cambios en el mundo árabe, y supone en nuestra opinión un
punto débil de algunos trabajos recientes que han revisado el “éxito” de la revolución libia (vid
inter alia Gurses, 2013).
Con la muerte de Gadafi en octubre de 2011, concluía el proceso de quiebra del
régimen. Las milicias rebeldes alcanzaban la victoria fragmentadas y sustentadas en el apoyo
político, militar y técnico de diversas potencias exteriores. El proceso de transición iniciado a
partir de entonces nos mostrará en los próximos años hasta qué punto el nuevo régimen será
capaz de lidiar con la contradicción que se da entre la tendencia al globalismo y el vigor
renovado de los poderes locales que trajo consigo la guerra civil.
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