La vida cotidiana

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LA VIDA COTIDIANA
En la España del siglo XVIII
Autor: Fernando Herranz Velázquez
Contacto: [email protected]
Resumen:
En este trabajo se pretende realizar un acercamiento a la realidad social y la vida cotidiana
de las gentes de la España del siglo XVIII español. Nos adentraremos en las agrupaciones
sociales tanto rurales como urbanas, viendo la colectividad que existía entre los no
privilegiados. Destacaremos las “sociedades de mozos” y las “sociedades campesinas”
así como los gremios para observar si existe un proceso de individualización o no.
También haremos una incursión en el consumo y en la vida material de estas personas
para observar sus hábitos de consumo y la simbología que existía en los mismos.
Palabras clave: vida cotidiana, consumo, siglo XVIII, individualización.
Índice
1. Introducción ___________________________________________________ 2
2. Vida cotidiana en la España del XVIII _______________________________ 2
2.1 La unidad familiar __________________________________________________ 3
2.1.1 La intervención de los poderes civiles y religiosos _____________________________ 3
2.1.2 Las relaciones intrafamiliares _____________________________________________ 6
2.1.3 Las pautas de herencia __________________________________________________ 7
2.2 Sociedades y gremios _______________________________________________ 9
2.2.1 Las “sociedades” _______________________________________________________ 9
2.2.1.1 Las “sociedades” de mozos __________________________________________ 10
2.2.1.2 Las comunidades campesinas ________________________________________ 11
2.2.2 Los gremios __________________________________________________________ 13
2.3 Consumo y cultura material _________________________________________ 15
2.3.1 La vivienda y el vestido _________________________________________________ 16
2.3.1.1 La casa rural ______________________________________________________ 16
2.3.1.2 La casa urbana ____________________________________________________ 19
2.3.1.3 La vestimenta_____________________________________________________ 22
A) La vestimenta popular _______________________________________________ 24
B) La vestimenta de los sectores privilegiados y acomodados __________________ 26
2.3.2 La alimentación _______________________________________________________ 27
2.3.2.1 El pan, el vino y la carne ____________________________________________ 27
2.3.2.2 Alimentos complementarios y alternativos _____________________________ 29
2.3.2.3 Incorporación de los productos americanos ____________________________ 30
A) El triunfo del Tomate ________________________________________________ 30
B) La difícil introducción de la Patata ______________________________________ 31
2.3.2.4 Nuevas medidas de sociabilidad: Chocolate, té y café ____________________ 32
2.3.2.5 La alimentación en la corte __________________________________________ 33
2.3.2.6 La alimentación en las ciudades ______________________________________ 33
2.3.2.7 La alimentación en el mundo rural ____________________________________ 34
2.4 La vida cotidiana en la Corte ________________________________________ 35
3. Conclusiones __________________________________________________ 38
4. Bibliografía ___________________________________________________ 39
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1. Introducción
El objetivo de este estudio es acercarnos brevemente a la vida cotidiana de la España
del siglo XVIII, centrándonos en el papel de las distintas unidades básicas de estudio,
donde destaca el papel de la familia y de los gremios, en la cultura del consumo y en la
vida en la corte.
Este estudio no es una investigación exhaustiva de la vida cotidiana, pues resultaría
larga y compleja, sino que se plantea como un acercamiento a la realidad histórica de la
vida de las personas, concretamente de las gentes no privilegiadas aunque se tratarán
también distintos aspectos de la vida de las personas más acomodadas y privilegiadas,
pero siempre como contrapunto para ver la polarización de una sociedad básicamente
rural y analfabeta. Con este trabajo se pretende un doble objetivo, acercarnos a la vida
cotidiana de las personas, como ya se ha dicho, pero también observar la realidad cultural
del denominado Siglo de las Luces, viendo como la cultura ilustrada, basada en la razón,
era una cultura de elites, que apenas influyó en la vida de las personas no privilegiadas,
las cuales tenían como objetivo el subsistir.
Las fuentes para la realización del estudio son, en su totalidad, referencias
bibliográficas especializadas en la vida cotidiana de la Edad Moderna en España,
destacando las obras de Saavedra, Pegerto y Sobrado Correa, Hortensio. (2004). El siglo
de las luces: cultura y vida cotidiana. Madrid: Síntesis D.L.; Arias de Saavedra Alías,
Inmaculada. (2012). Vida cotidiana en la España de la Ilustración. Granada: Editorial
Universidad de Granada; Peña, Manuel. (2012). La vida cotidiana en el mundo hispánico
(siglos XVI-XVIII). Madrid: Abada; y, García Hurtado, Manuel-Reyes. (2009). La vida
cotidiana en la España del siglo XVIII. Madrid: Sílex.
Por último, el sistema de citación de referencias y bibliografía utilizado en este
estudio es el sistema APA.
2. Vida cotidiana en la España del XVIII
En la España del siglo XVIII la vida cotidiana de los individuos se desarrollaba
dentro de una serie de ámbitos o espacios básicos, entre los que destacaba el propio núcleo
familiar y la relación de parentesco.
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En este apartado, nos centraremos en observar estas unidades básicas así como la
intervención de los distintos poderes de la época (civil y religioso) con el fin de regular
la “institución” de la familia y del matrimonio. Otro aspecto a tratar será las relaciones
interfamiliares y las pautas de herencia que se desarrollaban en el Siglo de las Luces
español.
2.1 La unidad familiar
La familia, tanto en el siglo XVIII como en toda la Edad Moderna, tenía un papel
fundamental en la vida cotidiana de los individuos y, además, constituía el pilar
fundamental sobre el que se levantaba todo el entramado social (Saavedra y Sobrado,
2007: 189). Definir el término familia es una tarea muy compleja puesto que se trata de
un concepto polisémico que designa a los individuos y las relaciones familiares o, como
diría Segalen (1992:20) los lazos de corresidencia y parentesco. A partir de la breve
definición del concepto de familia, es lógico pensar que en realidad la “familia” se
expande fuera de las paredes del domicilio doméstico, pero por motivos de facilidad y
documentación 1 los historiadores han tomado tradicionalmente como unidad básica de
investigación el grupo doméstico y sus correspondientes relaciones de parentesco y
autoridad, puesto que las relaciones entre individuos que no cohabitan han dejado pocas
huellas en la documentación (Saavedra y Sobrado, 2007: 190).
Según Saavedra (2007: 190), nunca hay que confundir el estudio del hogar
(entendido como el grupo de individuos que habitualmente conviven y duermen bajo un
mismo techo y que comparten algún grado de parentesco) con la familia, que es mucho
más que el hogar. Para este autor, la familia es una especie de institución que defiende y
protege a sus miembros y que sirve de hilo conductor con el resto de la sociedad. Es una
pieza básica del sistema de reproducción social, económica y demográfica. Esto explica
el por qué poderes civiles y eclesiásticos trataran de evitar que nadie viviese al margen de
la familia, que en la época es sinónimo de control y orden social. 2
2.1.1 La intervención de los poderes civiles y religiosos
Según hemos dicho anteriormente, la familia era una institución que regulaba las
relaciones sociales y la conducta, de ahí que los poderes de la época tuvieran intención
1
En los vecindarios y censos de población, el grupo doméstico aparece como unidad básica de
agregación, por lo que el hogar se convierte en la más accesible de todas las unidades familiares. (Saavedra
y Sobrado, 2007: 190).
2
En las bases doctrinales eclesiásticas y monárquicas.
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de intervenir en este ámbito básico de la vida cotidiana. Desde el siglo XVI, más
concretamente desde el concilio de Trento, la monarquía y la Iglesia ponen en marcha
una campaña de moralización social, donde la familia y, concretamente, el matrimonio
serían objeto de una especial atención de estos poderes (Saavedra y Sobrado, 2007: 192).
En el transcurso de los siglos XVI al XVIII los poderes civiles y religiosos tratan
de imponer un modelo ideal de conducta y vida matrimonial y familiar. En este proceso
de control se trata de controlar todos los aspectos de la moral doméstica y familiar,
incluido el comportamiento económico. Esta preocupación de los dos grandes poderes de
la España moderna por la regulación de la vida cotidiana de las personas provocará un
enfrentamiento entre el derecho canónico y el derecho civil, pues surgen conflictos entre
la ley eclesiástica, preocupada por la moralidad de los miembros de la familia, y la ley
civil, que aunque esté determinada por la teología, se muestra más interesada en el control
y orden público (Saavedra y Sobrado, 2007: 192-193).
En la creación de moral y ética político-religiosa la autoridad paterna era
fundamental. En la Edad Moderna el matrimonio era concebido más como un modo de
alianza entro dos familias que posibilitaba la perpetuación, que como un medio de
satisfacción de las necesidades amorosas de los jóvenes, debido a que en la moral de la
época preocupaba más el prestigio social y las cuestiones materiales que el amor en sí de
los cónyuges.
Hasta el último tercio del siglo XVIII, tanto el Estado como la Iglesia habían
defendido el consentimiento mutuo y libre de los cónyuges como elemento básico del
matrimonio, siempre que no hubiera impedimentos de parentesco ni prohibiciones
señaladas en el Concilio de Trento. En este contexto legal, el poder civil no había
interferido en los problemas surgidos en aquellos casos en los que la autoridad paterna no
aceptaba la unión de los pretendientes, dejando a la Iglesia la jurisdicción de estos
asuntos. Pero a partir de la segunda mitad del Siglo de las Luces el poder civil comienza
a abandonar esta política, interfiriendo en los conflictos familiares mediante la aplicación
de una legislación específica (Saavedra y Sobrado, 2007: 193). Una buena definición de
lo que es el ámbito familiar la realiza Fernández Álvarez (2002: 113) afirmando que ésta
unidad básica era como un pequeño reino, y los vínculos familiares y los lazos de
parentesco eran el paradigma que modelaba los lazos de jerarquía y autoridad. En este
sentido, se entiende la visión paternalista de la monarquía, concretamente de la figura
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real, ya que se basaba en las mismas relaciones naturales y familiares de autoridad y
jerarquía.
Pero volviendo al hecho en sí, la intervención del poder político en la vida cotidiana
de las personas del siglo XVIII español se observa con claridad en una serie de medidas
que tomaron Carlos III y Carlos IV entre 1776 y 1803. Con una serie de pragmáticas
intentaron impulsar la autoridad paterna (tanto de padres como de tutores legales) en el
seno familiar. Estas medidas tienen como objetivo, según Saavedra y Sobrado (2007: 193194) “crear un modelo patriarcal y jerárquico de autoridad, consolidando la figura del rey
como el jefe indiscutible del gobierno”.
Con este tipo de sociedad lo que se está intentando fomentar en el núcleo familiar
del Siglo de las Luces español en el que la autoridad del pater familia sea determinante.
Marcando incluso límites como que todo hijo o hija menores de 25 años tendrían que
solicitar un consentimiento paternal para casarse. Estas políticas regias estaban
justificadas por el poder como un método para evitar el matrimonio desigual. Para el
Estado, el matrimonio en condiciones de igualdad era un instrumento clave para lograr el
orden social y la paz, así como el desarrollo económico del país (Saavedra y Sobrado,
2007: 194-195). Es decir, estas pragmáticas intentaban salvar el orden estamental
seriamente dañado por una práctica de uniones matrimoniales entre nobles y otras clases
sociales, entre las que más destaca la burguesía. 3
Por otro lado, la intervención de la Iglesia en la vida cotidiana de las gentes de la
época está en contraposición con la norma general desarrollada por el poder eclesiástico
en la Edad Moderna, donde había dejado cierta libertad de acción a las personas a la hora
de elección de sus cónyuges. Pero a partir de la segunda mitad del siglo XVIII,
coincidiendo con el desarrollo de la política regia explicada anteriormente, la Iglesia trata
de adecuarse a la nueva realidad social, por lo que comienza a cambiar su discurso
protector de la doctrina del libre consentimiento (Saavedra y Sobrado, 2007: 196). Pero
se ha de señalar que aunque la Iglesia cambie su postura respecto al matrimonio, no va a
desarrollar una política tan intervencionista que el poder civil, sino que serán unas
3
Hay que entender estas pragmáticas en el contexto de toda una serie de medidas de la época
destinadas a robustecer el control del súbdito, instaurando nuevas normas de disciplina que garantizasen el
orden público, ya que estas medidas se desarrollaron en un período en el que se produjeron turbulencias y
disturbios sociales. Así mismo, hay que entender estas políticas en el contexto del Absolutismo Ilustrado,
teoría política basada en la Ilustración, que propugnaba una intervención del Estado en todos los ámbitos
de la vida de las personas.
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medidas conciliadoras en las que da cierta “libertad” a los jóvenes de elegir cónyuge, pero
siempre bajo las exigencias de la autoridad paterna. Esta actitud de la Iglesia puede verse
en distintos tratados morales de la época, como los del franciscano aragonés Antonio
Arbiol. 4 Pero no todos los jóvenes aceptaban los designios familiares, lo que podía
provocar enfrentamientos en el seno familiar, por lo que la Iglesia trató de inculcar a los
jóvenes la idea de que contraer matrimonio sin el consentimiento paterno es pecado, ya
que siempre se tiene que respetar la patria potestad.
En conclusión, con la Ilustración los poderes civiles y eclesiásticos cambian sus
políticas en cuanto a la intervención en la vida de los individuos, adentrando sus medidas
en el seno de la familia, en el ámbito más privado de las personas. Pero estos cambios hay
que entenderlos en su contexto, tanto cultural como político. Las teorías ilustradas
propugnan una intervención estatal en todos los niveles y siendo la familia el nivel básico
de unidad de la vida cotidiana el control sobre este debe ser controlado, con el fin de
evitar desórdenes sociales y desobediencias. Así mismo, fomentando la idea de autoridad
del padre de familia legitiman, en cierta medida, su control regio sobre los súbditos.
2.1.2 Las relaciones intrafamiliares
En el Siglo de las Luces español, las relaciones interfamiliares siguieron marcadas
por un modelo patriarcal en el cual el padre y el marido continúa siendo la figura central
del hogar, a la vez que se desarrollaba una amplia jerarquía de roles marcadas por la edad
y el sexo. Sigue vigente el principio básico de sometimiento de la mujer a la voluntad del
hombre, ya que una vez que se casaba su tutela pasaba al marido, lo que suponía vivir
prácticamente toda su vida sumisas bajo una autoridad y obediencia, como una especia
de menores de edad permanentes. En este periodo las virtudes de la mujer pasaban por la
honestidad, la vergüenza, el recato, la discreción, la pureza y la piedad; pero por encima
de todas estas la obediencia al marido. Las mujeres debían acatar las decisiones de su
esposo, mostrando subordinación. (Saavedra y Sobrado, 2007: 200).
En las relaciones paternofiliales, la obediencia era para los moralistas y teólogos
una de las principales obligaciones de los hijos para con sus progenitores, y su
incumplimiento era merecedor de graves condenas. Las obligaciones de los hijos con sus
padres eran producto del amor, reverencia, obediencia y subvención (Saavedra y Sobrado,
4
Hay que tener presente que estas reglas morales y teológicas de la Iglesia estaban más bien dirigidas
a un sector acomodado de la sociedad, véase burguesía o nobleza.
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2007: 199). Pero esta obediencia no era algo propio solo de la niñez, cuando los hijos
crecían y eran adultos debían de seguir manteniendo estas condiciones en las relaciones
con sus progenitores, concretamente con su padre.
La desobediencia de las mujeres era especialmente peligrosas, pues estaba en juego
el honor y la honra de la familia, debido a que los pecados femeninos y las desviaciones
de la moral eclesiástica ocasionaban descrédito, pero no solo personal, sino que afectaba
a todo el marco familiar. Hay que tener en cuenta que en esta época en España el concepto
de honor tenía una gran relevancia social y se identificaba no tanto con la práctica de la
virtud, cuanto con sus consecuencias sociales. En este sentido, la mujer se convertía en el
vehículo transmisor de la honra y honor familiar, siendo esta condición extensible a todos
los grupos sociales.
No obstante, a pesar del férreo control que querían implantar los padres sobre sus
vástagos, era relativamente habitual que surgiesen conflictos o discordias, en asuntos
como el matrimonio o la elección de la carrera profesional (Saavedra y Sobrado, 2007:
200-201).
2.1.3 Las pautas de herencia
Antes de entrar a explicar las distintas pautas que existían a la hora de la herencia
hay que recalcar que estas prácticas no eran igual en el mundo rural que en el urbano. En
las ciudades, la importancia del sistema hereditario como factor determinante de las
formas familiares adquiere mucho menor protagonismo que en el campo, ya que, aunque
en algunos casos existieran familias con vínculos con la tierra, el papel de la gerencia en
la decisión de las pautas corresidencia era mucho menor (Saavedra y Sobrado, 2007:
224-225).
La herencia formaba parte de un complejo entramado de estrategias familiares y,
por lo tanto, no seguía reglas predeterminadas. En realidad, la racionalidad del sistema
hereditario era eminentemente adaptativa, constituyendo una formad e respuesta al medio
(Dubert, 1992: 268), y ésta se regía por factores multicausales, que es preciso estudiar
individualmente en cada contexto geográfico. A demás de factores matrimoniales
intervenían aspectos económicos, como la riqueza y las capacidades productivas de cada
grupo doméstico, así como la estratificación social de la comunidad aldeana, la fase del
ciclo familiar y las pautas culturales (Saavedra y Sobrado, 2007: 225-226).
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La gran heterogeneidad de la España del XVIII explica la existencia de distintas
estrategias hereditarias, que no siempre coinciden con las normas jurídicas vigentes y
tratan de adaptarse a las necesidades económicas y sociales de cada territorio.
Aunque las leyes castellanas tenían vigencia en la mayor parte de los territorios
peninsulares, el marco jurídico era suficientemente flexible como para facilitar las
distintas estrategias familiares que coexistían en el reino, dando lugar a una serie de
diversidades en las pautas de transmisión de bienes. Así, mientras que en territorios de
las dos Castillas, Extremadura, Andalucía y Murcia se llevaron a cabo estrategias de
reparto igualitario, en territorios como Galicia, Asturias, País Vasco, Navarra, Cataluña,
Cantabria, Aragón y Valencia, las prácticas sucesorias se desarrollaban desde un punto
de vista de la desigualdad.
En las zonas donde se daba la práctica de sucesión igualitaria, lejos de ser una
imposición legal, es resultado de “unas prácticas consuetudinarias de sucesión” (Saavedra
y Sobrado, 2007: 226). Dentro del amplio abanico de territorios donde se daba esta forma
de sucesión, Cuenca era la máxima expresión de la herencia divisible a partes iguales y
sin distinción de sexo. Pero no en todos los territorios se daba la misma forma de reparto
igualitario, había en cierto territorios de León, por ejemplo, que la igualdad de sucesión
se veía descompensada por diversos tipos de mejoras. Aunque estas prácticas son una
realidad en la sociedad hay que aclarar que era más común en sectores acomodados como
la burguesía o los hidalgos, con el fin de mantener unido su patrimonio.
Para garantizar el equilibrio y la justicia en el reparto de la herencia, las cantidades
que cada uno de los hijos recibían eran anotadas por los padres en memorias y se hacía
testamento, de ahí que se haya podido hacer un estudio de estas prácticas de sucesión con
mayor precisión. Es evidente que el predominio de prácticas de transmisión patrimonial
igualitarias en determinadas zonas de España incidió de una forma clara en las
características de los grupos domésticos. Así, la posibilidad de disponer de las legítimas
favorecía la configuración de familias nucleares, aunque en ocasiones estas prácticas se
vieran modificadas por distintos grupos sociales, como ya se ha mencionado
anteriormente.
Por otro lado, las prácticas hereditarias desiguales que se dan en el resto de los
territorios peninsulares presentan cierta heterogeneidad. Se puede establecer unas
diferencias claras para cada territorio e, incluso dentro de un mismo territorio existían
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prácticas distintas en la forma de sucesión. Por ejemplo, se pueden observar diferencias
entre la Galicia occidental, donde un sistema agrícola de carácter intensivo permitía el
predominio de prácticas hereditarias igualitarias que favorecían la división de las
explotaciones entre todos los hijos por partes iguales, y la Galicia interior, donde tenía
una amplia vigencia un sistema de transmisión patrimonial indivisible.
Estas diferencias hacen más complicado su estudio puesto que siendo de carácter
general, resultaría tedioso entrar en particularizaciones de cada territorio. Pero se puede
puntualizar que siendo la sociedad española del setecientos una sociedad rural en el que
el principal factor de producción era la tierra, la forma de transmisión patrimonial
determinaba en última instancia tanto la estructura familiar como las estrategias
matrimoniales, así como las distintas variantes que esto conlleva (tasas de celibato,
procesos migratorios y factores demográficos, principalmente). Sin embargo, hay que
tener presente que los sistemas de herencia no son la única forma de acceso a los medios
de producción ya que también se pueden realizar a través de distintas formas contractuales
así como por el mercado de la tierra.
2.2 Sociedades y gremios
Aunque en el Renacimiento se produce un proceso de individualización frente a la
gran colectividad social de época medieval, las sociedades del Antiguo Régimen no
estaban formadas por meros agregados de individuos, sino que en ellas tenían una gran
importancia las organizaciones corporativas y comunitarias. Los individuos estaban
ligados por lazos de pertenencia a formaciones colectivas de diverso tipo, dotadas de
existencia jurídica, e institucionalizadas. Por un lado nos podemos encontrar a los cuerpos
y comunidades territoriales, como la casa, la aldea, la parroquia, la ciudad y el reino; a
este tipo de comunidades las denominaremos sociedades y, por otro lado, nos
encontramos las comunidades de trabajo, más conocidas como oficios o gremios.
2.2.1 Las “sociedades”
Como ya hemos dicho, estas “sociedades” son los cuerpos y comunidades
territoriales más importante para las personas de la España del XVIII. Dentro de este
apartado explicaremos dos clases de sociedades: por un lado, las denominadas
“sociedades” de mozos, es decir, fraternidades de solteros y solteras, y, por otro lado, las
denominadas comunidades campesinas.
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2.2.1.1 Las “sociedades” de mozos
En el mundo rural del Antiguo Régimen tenían gran protagonismo las denominadas
“sociedades” de mozos, fraternidades de solteros y solteras, que resultaban como
verdaderos hogares colectivos al margen del grupo doméstico. En este ámbito, los jóvenes
se organizaban intercambiando experiencias y aprendizajes en un período de sus vidas
previo al matrimonio, y que adquiere un importante protagonismo en la defensa de los
lazos comunitarios (Saavedra y Sobrado, 2007: 240).
A partir de los 16-18 años, los jóvenes entraban a formar parte de esta sociedad,
donde adquirían experiencia en cuanto a las relaciones sociales. A su vez esta colectivo
funcionaba como un instrumento para el reconocimiento social de los jóvenes, dejando
atrás la niñez.
Los jóvenes reunidos en este tipo de sociedades prestaban toda una serie de
servicios a la comunidad de vecinos; además de ocuparse de vigilar la integridad de los
bienes comunales, tratado de evitar intromisiones por parte de aldeas limítrofes, estas
agrupaciones de mozos también tenían participación activa en determinadas festividades
de la aldea, encargándose del toque de las campanas en días señalados o llevando el peso
de las procesiones y actos religiosos. No obstante, las actividades más importantes de este
colectivo, según Saavedra y Sobrado (2007: 240-241) tenían lugar en el dominio del
matrimonio, tratando de vigilar la buena marcha de los noviazgos de las mozas locales,
así como asegurar que la institución del matrimonio fuese respetada y no surgieses abusos
de ningún tipo en el seno de la comunidad.
Teniendo en cuenta estas actividades, se entiende el mantenimiento de este
colectivo por la labor social que realizaba en su comunidad. Viendo esta relevancia
también se entiende que el grupo de mozos tratara de oponerse a la pérdida de uno de sus
miembros, por lo que en el caso de que un joven forastero intentase iniciar relaciones con
una joven de la aldea, esta asociación exigía una compensación por esa pérdida de
oportunidades de casamiento para los solteros de la aldea. Esta compensación solía
realizarse mediante el pago de un canon, consistente generalmente en que el forastero
debía costear un convite. Este tipo de rituales, en los que domina la hostilidad frente a los
mozos extranjeros solía finalizar materializado en el denominado “derecho de
bienvenida”. En realidad, lo que se establecía en estas “celebraciones” era la solidaridad
de la sociedad frente a la intrusión de gentes extranjeras a la aldea. Esta solidaridad se
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puede observar también en otras celebraciones de la vida cotidiana, como las fiestas
patronales.
Normalmente, los esposos adúlteros, los viudos y viudas que volvían a contraer
nupcias o los matrimonios entre cónyuges de edades desproporcionadas eran el principal
blanco de las críticas de esta sociedad de mozos, que trataban de ejercer su autoridad,
constituyendo una especie de policía moral, guardiana de las costumbres del pueblo. La
práctica más común de la que se servían para censurar este tipo de prácticas era satirizar
y burlarse de los transgresores por medio de cencerradas 5. Durante el siglo XVIII, las
autoridades civiles intentaron poner freno a estos alborotos mediante prohibiciones, como
la establecida por Carlos III en 1765, que trataba de limitar el abuso de las cencerradas a
los viudos que contraían segundas nupcias.
Pero además de estor rituales simbólicos, la comunidad de vecinos utilizaba todo
un arsenal cultural para rechazar cualquier comportamiento que estimase inadecuado por
parte de alguno de sus miembros. En este ámbito tenían gran importancia los cotilleos y
las habladurías. Esta práctica, por ejemplo, no era bien visto por la Iglesia que criticaba
la falta de conciencia de pecado en esta práctica (Saavedra y Sobrado, 2007: 245).
A pesar de los intentos de prohibir todos los abusos de la sociedad de mozos, los
adultos seguían consintiendo sus prácticas ya que estas sociedades tenían un profundo
arraigo en las costumbres tradicionales; y se trataba, en cierto modo, de reconocer su labor
en la defensa de los lazos comunitarios así como una manera de resarcir a los célibes por
su subordinación a los mayores, al tiempo que funcionaban como un mecanismo que
contribuía a mantener una cierta estabilidad social, evitando la generación de
conflictividad en un período delicado en la vida de los jóvenes, como era la etapa de
transición que tenía lugar mientras estos aguardaban el momento del matrimonio.
2.2.1.2 Las comunidades campesinas
En el ámbito rural resultaba decisivo el papel de la comunidad, equivalente al que
podía desempeñar los gremios en las ciudades (Saavedra y Sobrado, 2007: 246). En esta
época las comunidades de aldea eran una realidad presente en la vida cotidiana de las
5
Esta práctica consistía en la reunión de la juventud frente a la casa del matrimonio con sartenes
viejas, calderos, latas vacías, etc. produciendo con ellos un ruido infernal intercalando este ruido con coplas
y cantares mordaces y alusivas a los recién casados. Esta práctica podía durar varias noches consecutivas
antes del casamiento, o en la primera noche de bodas. Estas actividades tenían una amplia difusión por el
norte peninsular.
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personas, así como en su convivencia, pues éstas eran dueñas del uso de gran parte de la
superficie del término municipal e intervenían mediante diferentes mecanismos en la vida
privada de las personas, por lo que el sentimiento de pertenencia a un lugar era tan fuerte
como el sentimiento de pertenencia a una familia.
El papel de la comunidad era decisivo en numerosos aspectos de la vida cotidiana
del campesinado y su importancia puede verse en el hecho de que en algunas zonas de la
península la propiedad colectiva se conservase con fuerza hasta bien entrado el siglo XX.
Esta importancia era especialmente intensa en la zona septentrional de España –aunque
sin menospreciar el papel de la propiedad comunal en el norte– donde la historia y la
geografía habían determinado un destacado papel de la propiedad colectiva.
Dado que las relaciones vecinales eran esenciales para el funcionamiento de la
comunidad, a fin de arbitrar los lazos entre los miembros que la componen se formaliza
una serie de usos sociales de carácter colectivo, que tenían amplio asiento en la tradición
oral y que formaban parte de las costumbres locales, dando lugar a conjuntos
sistematizados de normar consuetudinarias, que con el tiempo van recogiéndose en
ordenanzas, como por ejemplo las ordenanzas de Tarna de 1796, en la cual se hace
referencia a la necesidad de este tipo de normas. Estas ordenanzas son un exponente de
las antiguas comunidades rurales.
En una época en que la deficiencia de las comunicaciones limitaba los contactos
con otras comunidades, es lógico pensar que el pueblo se cerrarse en sí mismo,
apoyándose en la comunidad y reforzando las solidaridades.
Los miembros de la
comunidad campesina estaban inscritos en un sistema de obligaciones, de derechos y de
deberes fundados en la reciprocidad. Por su condición de vecinos tenían la posibilidad de
utilizar las tierras comunales, pero a cambio tenían que fomentar el orden social. 6 Pero la
solidaridad en la vida vecinal y comunitaria n sólo se manifestaba con el trabajo sino que
también tenía su asiento en los actos lúdicos o festivos, así como en toda relación social. 7
En el mundo rural, la fiesta estaba relacionada con el descanso al principio o final de un
6
Este orden social se fomentaba con la participación de los vecinos en el gobierno del concejo,
acudiendo a los trabajos o tareas comunitarias, contribuyendo al mantenimiento del culto religioso y a cubrir
los gastos comunales, tales como los derivados de los tributos reales y las cargas señoriales. (Saavedra y
Sobrado, 2007: 248)
7
El problema viene en que en la vida cotidiana del Antiguo Régimen no siempre es posible
establecer una división clara entre tiempo de trabajo y tiempo de fiesta u ocio, más propio de los grupos
urbanos y de los sectores privilegiados particularmente.
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período de intensa labor agraria, así como para desahogar las tensiones en el seno de la
comunidad y reafirmar el grupo. Todo lo que exceda a esos fines “estaría fuera de la
lógica en la cual se organizaba la forma de vida del campesinado” (Saavedra y Sobrado,
2007: 249).
Por último, en las sociedades rurales del período moderno, la solidaridad de grupo
se manifestaba tanto en la vida como en la muerte y los vecinos tenían un participación
activa en el ceremonial desplegado en torno a la muerte de alguno de sus miembros, lo
que garantizaba el acompañamiento colectivo al moribundo en sus últimos momentos de
vida y una vez llegada la muerte, ofreciendo amparo a los vecinos del difunto,
participando en el velatorio, en la conducción del féretro, así como en la celebración de
las honras fúnebres.
2.2.2 Los gremios
El estudio de los gremios ha experimentado a lo largo de los últimos años una
evolución, influenciado por la antropología, que ha afectado de manera global a los
estudios históricos. Al enfoque clásico le ha sucedido otro en el que se intenta conocer
comportamientos, actitudes, creencias y la vertiente lúdica de los individuos, en
definitiva, su vida cotidiana. A partir de esta evolución historiográfica se ha definido los
gremios como “representación más auténtica de la vida local” (Arias de Saavedra Alías,
2012: 108)
El papel social de los gremios fue subrayado por sus defensores coetáneos, como
Antonio de Capmany. Esta defensa de los gremios estaba basada en una serie de ideas
como el papel de compensación social que podía suponer la dirección de las
corporaciones, ya que los dirigentes de los gremios llegan a ser considerados como una
elite popular. Capmany consideraba que la pertenencia a los gremios aseguraba “cierta
decencia y compostura interior” (Arias de Saavedra Alías, 2012: 109) en la vida cotidiana
de los artesanos urbanos. En contraposición nos encontramos con grandes figuras de la
Ilustración española, como Jovellanos, que no veían con buenos ojos esta realidad e,
incluso, rechazaban la idea de compensación social. La mayor parte de los economistas
ilustrados eran contrarios a este tipo de organizaciones y les desagradaban sus
manifestaciones externas. Por ejemplo, Campomanes, otra gran figura de la ilustración
española, criticaba que los dirigentes de las corporaciones se acostumbraban a una vida
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regalada durante su mandato ya que durante su año de mandato no trabajaban y realizaban
gastos que excedían sus posibilidades, lo que provocaba su ruina por vanidad.
Pero aparte de la concepción que se tenía de los propios gremios en el Siglo de las
Luces español, la realidad es que estas asociaciones representaban una gran parte de la
vida cotidiana en las ciudades. Como todo tenía un proceso de ingreso, una vida en
común, unas jerarquías y un final, que a continuación explicaremos.
El omento inicial de ingreso en el gremio correspondía al contrato de aprendizaje,
del cual se tienen constancia desde el siglo XIV (en Barcelona), pero no siempre el
ingreso de un aprendiz quedaba plasmado en un contrato firmado ante un escribano, sino
que se basaba en un acuerdo verbal entre el padre y el maestro. Se daba en ocasiones que
el contrato simplemente era la formalización de un hecho que ya se había establecido
(Arias de Saavedra Alías, 2012: 117).
El contrato hacía entrar al joven aprendiz en la familia del maestro, en cuya casa
debía residir. El maestro se encargaba de su alimentación y vestido y recibía del padre
una cantidad en concepto de la enseñanza profesional impartida. La realidad de la vida de
un aprendiz era realmente dura. En general eran utilizados por las familias de los maestros
para labores domésticas, llegando a soportar maltrato físico, vejaciones, violencias, etc.
El objetivo fundamental de este contrato, tanto en la teoría como en la práctica, era
enseñarles o inculcarles el sentido de subordinación social. Las ordenanzas de los propios
gremios ponían un cierto énfasis en la necesidad de la disciplina corporativa para contener
lo que ellos creían que eran las travesuras y la inconstancia de los aprendices, los cuales
iban “divagando holgazanes de uno a otro maestro, sin aprender el oficio” (Arias de
Saavedra Alías, 2012: 119).
La siguiente categoría gremial, la del oficial, se definía por su condición de joven
soltero. Según Capmany, que vuelve a expresar la cara amable del gremio, con esta
categoría el joven alcanzaba un sueldo con el que tenía “sustento y decencia” (Arias de
Saavedra Alías, 2012: 120). En general la vida de un mancebo era la de un trabajador
asalariado, que no siempre tenía asegurado el acceso al nuevel superior de la maestría.
Con frecuencia los oficiales cobraban por pieza terminada o, incluso, en especie,
incluyendo la comida. Estos mancebos llegaron a constituir asociaciones independientes,
denominados compagninnages en Francia, separados de los maestros, sobre todo en los
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gremios más numerosos de las grandes ciudades. Además, los límites entre un oficial y
un maestro pobre eran muy imprecisas.
Frente a la dureza del trabajo manual, los trabajadores defendían la costumbre de
“guardar los lunes” (Arias de Saavedra Alías, 2012: 121). El mantenimiento de esta
costumbre laboral indignaba a Campomanes, quien la calificaba de corruptela reprensible,
que la tolerancia de los maestros ha permitido e, incluso, fomentado. Pero hay que
recalcar que esto no era una costumbre únicamente hispánica, pues en Francia se
respetaba el “saint lundi” y en Inglaterra el “holy Monday”. En toda Europa, las canciones
de jóvenes exaltaban la cultura del ocio, como muestra Peter Burke en su estudio sobre la
cultura popular europea al traducir una canción popular húngara.
Como último escalafón en la jerarquía gremial se encontraba la categoría de
maestro. A este estado se accedía a través de un examen de maestría, elemento clave de
la sociabilidad gremial. Esta práctica se extendió a lo largo de los siglos XV – XVI, más
como un medio de controlar el acceso al oficio que de verificar la capacidad técnica.
Prueba de ellos es que un altísimo porcentaje de los aspirantes que se presentaban
conseguían el acceso a la maestría. Realmente, al igual que la soltería se ligaba al puesto
de oficial, el matrimonio se hacía con el puesto de maestro gremial; de ahí que Jovellanos
pensara que los gremios eran un obstáculo para el desarrollo de la demografía española.
(Arias de Saavedra Alías, 2012: 122-128).
El punto final de la vida de un agremiado era la muerte y, como pasaba con las
sociedades de campesinos, a ella se llegaba también dentro de un entorno corporativo. La
asistencia social y el auxilio en la enfermedad ha sido el punto fuerte de los defensores
de los gremios, desde Capmany, que los consideraba un asilo contra el infortunio, hasta
el cristianismo social (Arias de Saavedra Alías, 2012: 128).
2.3 Consumo y cultura material
En el Antiguo Régimen el concepto de consumo estaba plenamente
interrelacionado con los de producción y relaciones de producción, y se articulaba en
todas las variables de la vida social, por lo que es preciso prestar atención tanto a la oferta,
a la elaboración de bienes, como a la demanda, a los niveles de consumo (Saavedra y
Sobrado, 2007: 251). En la sociedad del siglo XVIII la distancia material, social y cultural
entre los grupos privilegiados y el resto de la comunidad era enorme y uno de los aspectos
que favorecía a aumentar la distancia era el consumo. La vivienda, el vestido y la
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alimentación, entre otros aspectos, son fieles indicadores del estilo de vida de la población
de la época. El consumo de bienes estaba determinado por una serie de limitaciones de
orden económico, pero también por motivaciones de carácter social, pues la vivienda, la
vestimenta y la alimentación estaban cargados de una simbología muy importante,
mediante la cual las clases dominantes remarcaban su prevalencia social.
2.3.1 La vivienda y el vestido
En la sociedad del Antiguo Régimen, la vivienda y el vestido constituían un
verdadero espejo de las condiciones de vida de sus dueños, así como signos externos de
reconocimiento social. La ostentación y el lujo de las viviendas o de la vestimenta eran
utilizados por las clases dominantes y privilegiadas para reafirmar su prestigio social y el
papel que desempeñaban en la comunidad. No obstante, la gran parte de la población de
la España del momento moraba en viviendas pobres y vestía de forma muy modesta,
principalmente la que habitaba en el mundo rural, que en el Siglo de las Luces español
era la inmensa mayoría. (Saavedra y Sobrado, 2007: 252).
En la práctica totalidad del territorio peninsular la vida de los campesinos estaba
rodeada de miseria y de esto dejaron constancia autores nacionales e internacionales de
la época como Feijoo, Pedro Antonio Sánchez o Diego Torres de Villarroel, por poner
unos ejemplos. Estos autores hacen hincapié en el lamentable estado en el que se
encuentran los campesinos y labradores españoles, en sus casas desvencijadas y en la
vestimenta, que más que ropas parecen harapos (Saavedra y Sobrado, 2007: 252-253).
A pesar de esta situación que caracterizaba al mundo rural español del siglo XVIII,
tanto la vivienda como el vestido presentaban ciertas diversidades regionales.
2.3.1.1 La casa rural
En general, la vivienda campesina se caracterizaba por su extrema pobreza. Las
descripciones de la época, junto con otras fuentes documentales, coinciden en constatar
ese estado de miseria de las casas rurales, muchas de ellas auténticas cabañas o chozas
(Saavedra y Sobrado, 2007: 254). En el siglo XVIII, la madera constituía uno de los
elementos más utilizados en lo que se refiere a la estructura exterior como a la tabicación
interior. No obstante, a partir de este siglo se empieza a dar un proceso de sustitución de
materiales más perecederos (madera o adobe) por otros más duraderos como la piedra o
el ladrillo.
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Pero a pesar de que, como ya hemos dicho, la casa de los campesinos del XVIII se
caracterizara por su pobreza no se puede decir que existiera un único tipo o modelo de
casa rural, pues su tipología variaba de forma importante en función de las regiones, y
aun dentro de ellas, pues dependía de factores que determinaban las características de las
construcciones, tales como las condiciones naturales o factores socioeconómicos y
familiares. Por ejemplo, el tipo de techo y su grado de pendiente, el número y el tamaño
de los vanos al exterior o la división interna de las casas podía erar determinado por el
clima; de la misma forma, el medio natural en que está ubicada la vivienda marca el tipo
de materiales a emplear en la construcción. Pero además, las características de la vivienda
rural estaban sujetas a factores socioeconómicos y familiares. La casa no solo era un lugar
de residencia sino que era algo bastante más complejo, pues también constituía un
verdadero centro de producción. Dependiendo de la importancia de la explotación, así
como de su orientación económica, se pueden encontrar diversos tipos de viviendas
campesinas. Se pueden observar claras diferencias entre las casas de orientación
cerealera, ganadera o vitícola. Igualmente, la propia estructura puede verse determinada
por el factor familiar. (Saavedra y Sobrado, 2007: 255).
También hay que tener presente que la vivienda no es algo estático sino que está en
continua evolución y se transforma, tanto interna como externamente, adaptándose a los
cambios. La vivienda es algo vivo, que evoluciona, pese a que en el campo muchas veces
lo haga de forma extremadamente lenta.
Por todo esto, se dan diversos tipos de construcciones. Obviamente la variedad
geográfica de España condicionaba una gran diversidad de tipos de viviendas rurales,
adaptadas a las condiciones del medio en que se ubicaban, así como a su funcionalidad
económica. En general, existían claros contrastes entre las casas campesinas del área
septentrional húmeda y montañosa de las zonas secas del centro y del sur de la península.
Por todo esto, vemos que no es lo mismo una casa típica gallega o asturiana, que incluso
entre ellas mismas hay diferencias, a una de la zona de Valencia.
Dado que las casas rurales no solo eran lugares de habitación y de residencia, sino
también centros de producción, en ellas tenía lugar una auténtica asociación entre
hombres y animales, que convivían junto a los aperos de labranza, el grano, las reservas
alimentarias y todo tipo de enseres utilizados en la vida cotidiana. La vivienda cobijaba
todos estos elementos en un pequeño y reducido número de estancias, lo que determinaba
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una gran promiscuidad. Según Saavedra y Sobrado, los inventarios de bienes, junto con
otras fuentes documentales, han contribuido a constatar algunas características de la
vivienda rural, entre las que cabría destacar la precariedad e insalubridad de algunas casas
(2007: 263). Los inventarios mencionan múltiples útiles y enseres dispersos por toda la
casa, confirmando que las estancias tenían un uso polivalente y que la especialización de
los espacios tardó bastante en llegar al mundo rural. Un rasgo característico de la mayor
parte de las moradas campesinas era el hacinamiento entre individuos y ganado, ya que
en muchas casas que no tenían establos propiamente dichos, los animales cohabitaban
con los humanos, separados únicamente con unas maderas o unos tabiques, donde se
colocaba el pesebre. Pero este fenómeno no es único del siglo XVIII, pues estas
características básicas expuestas aquí (insalubridad, austeridad, cohabitación entre
animales y personas, etc.) se extendió a lo largo del siglo XIX e, incluso, principios del
XX en algunas zonas peninsulares.
La división interna de las viviendas rurales variaban según el sector de la sociedad,
por ejemplo la casa hidalga de Quinta Alonga tiene una distribución organizada en
distintas piezas, con funciones específicas e, incluso, alguna de ellas con nombre propio.
Esto refleja la creciente tendencia del siglo XVIII hacia la especialización de las diversas
estancias que componían las viviendas de los sectores privilegiados de la sociedad rural,
que al igual que la nobleza o burguesía urbana, convertía la vivienda en un símbolo de
distinción social. (Saavedra y Sobrado, 2007: 269).
En las casas del campesinado, aunque también se observan ciertas transformaciones
en el espacio doméstico aunque éstas son mucho más lentas y modestas que las
experimentadas en las viviendas de clase privilegiada o del mundo urbano. A medida que
la familia va creciendo o la situación económica lo permite, los campesinos van
reformando los espacios existentes con el fin de instalar a los miembros familiares y
mejorar su nivel de comodidad. En el siglo XVIII, concretamente en su segunda mitad,
la documentación notarial de distintas zonas rurales de la península nos muestra la
existencia de arreglos en algunas casas y construcción de “cuartos nuevos”, lo que puede
indicar transformaciones en el espacio doméstico al evolucionar de un tipo de vivienda
abierta a otra más compartimentada, en que la aparición de cuartos independientes,
separados por pasillos daría lugar a la introducción de cierta intimidad.
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Paralelamente al esfuerzo por delimitar los espacios domésticos, se ha podido
constatar como en distintas zonas de la península a partir de la segunda mitad del siglo
XVIII tiene lugar una mayor diversificación del mobiliario y menaje de la casa, lo que
está en directa relación con la tendencia observada por algunos autores de que, en
sociedades como las campesinas, en las que una parte importante de la población vivía al
borde de la subsistencia, cualquier incremento de los ingresos y de su bienestar material
se traduce en una mayor diversificación del consumo y en una intensificación de la
demanda hacia tipos de bienes duraderos o semiduraderos (Saavedra y Sobrado, 2007:
271). No obstante, los sectores más populares apenas participaban en dichos cambios en
el consumo y, si lo hacían era de forma muy lenta y apenas perceptible; eran los sectores
campesinos medios y acomodados los que eran más proclives a incorporarse a las nuevas
formas de mercado.
2.3.1.2 La casa urbana
En el Antiguo Régimen la vivienda en el mundo urbano presentaba algunas
particularidades que la diferenciaban de la rural, aunque también contaba con
características comunes. En las ciudades, donde la diversificación económica era mayor
que en el campo, muchos de los edificios adquieren una doble función, habitacional y
económica, puesto que en muchos edificios existen tiendas, talleres u otros negocios.
Al igual que en el mundo rural, las edificaciones presentaban ciertas características
dependiendo de las condiciones del medio natural en que estaban ubicadas, por lo que
factores como la climatología, características del relieve, etc., determinaban aspectos
como la estructura de los edificios, número de altos o el tipo de materiales empleados en
la construcción.
En las ciudades de la España del Siglo de las Luces, gran cantidad de viviendas
mantenían su carácter tradicional, con una tipología arquitectónica de raíz medieval y con
precarias fachadas; sin embargo, la nueva arquitectura doméstica que va surgiendo e
inclina a alejarse de la concepción tradicional. Las nuevas casas ilustradas tienden a hacer
uso de materiales de calidad y a desenvolver un lenguaje formal sobrio y racional,
principalmente en las fachadas, en las que predomina un diseño limpio y ordenado,
producto del racionalismo que inunda la cultura ilustrada. Naturalmente, esta arquitectura
presenta distintas tipologías dependiendo de las disponibilidades económicas y de
materiales.
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Las elites urbanas se distinguían del resto del estrato social por una serie de signos
externos que reflejaban su riqueza y estatus social. Dentro de este conjunto de signos, el
espacio de morada ocupaba un lugar destacado. Estos grupos de elite emplazaban su
residencia en las calles nobles del corazón de la ciudad, diferenciándose de los sectores
medios y bajos, que poseían sus hogares en las zonas más alejadas e, incluso, extramuros;
en los denominados arrabales. Pero la jerarquía no era solo exterior, sino que también se
marcaba un orden de importancia en las distintas estancias interiores de las casas. Según
los inventarios, y en palabras de Saavedra y Sobrado (2007: 275), “reflejan una
jerarquización del espacio interior, que se ejerce en varios sentidos y direcciones, […] la
importancia de la vivienda decae de delante atrás y de abajo arriba”.
Entre las elites urbanas de muchas ciudades españolas destaca el alto clero. La
vivienda de este grupo procedente de los estatus superiores de la sociedad, acostumbraba
a ser amplia y lujosa, en consonancia con un estilo de vida acorde a su clase. En estas
viviendas, tanto el aspecto exterior como el interior contribuyen a dar sensación de
riqueza, pero sobre todo de gusto, de lujo y ostentación, como reflejo visible de la clase
social a la que pertenece.
La nobleza también mantenía un nivel de vida acorde con su estatus de privilegiado
y la vivienda era una de sus más visibles manifestaciones externas. Muchos nobles vivían
en “grandes casas, de varias plantas, muy ostentosas, auténticos palacios, con sus escudos
y una bella factura”. (Saavedra y Sobrado, 2007: 276). Por otro lado, la burguesía también
reflejaba con sus viviendas el estilo de vida de un grupo social, que sin ser privilegiado,
era de los más influyentes en el siglo XVIII español.
Por lo que respecta a la vivienda de los artesanos, a diferencia de los que ocurría
con las de las familias acomodadas, los objetos superfluos o de aderno no tenían apenas
cabida. El artesano vivía en casa modestas, con enseres que ofreces una imagen austera,
sin llegar a sobrepasar casi nunca el nivel de los meramente imprescindible. El mobiliario
suele reducirse a “una mesa, un banco, unos cuantos taburetes, un bufete, arcas y tarimas
que hacen las veces de cama”. (Saavedra y Sobrado, 2007: 277).
Durante el siglo XVIII aparece una nueva concepción de los espacios domésticos,
donde el confort y la intimidad tienen mayor cabida. Estas transformaciones se suelen dar
con mayor intensidad en las casas de los nobles o burgueses, aunque, como vimos en el
plano rural, los sectores medios y bajos también realizan estos cambios domésticos
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aunque de una manera mucho más limitada y lenta. Las viviendas eran herederas de las
concepciones de “lo doméstico” del siglo XVII y del Renacimiento, es decir, viviendas
con espacios poco delimitados, donde las estancias no estaban especializadas. Pero a lo
largo del Siglo de las Luces la casa tiende a configurarse como un ámbito
compartimentado y especializado. Una de las manifestaciones más claras de esta
transformación en el espacio doméstico urbano tuvo lugar con motivo de la
generalización del uso del gabinete, así como de la sala principal, diseñada para el reposo
de los miembros de la familia y para reuniones sociales. Esta sala, a lo largo del XVIII,
se convirtió en un símbolo de distinción social, cuya presencia desaparece en los hogares
de las familias menos pudientes.
El mobiliario también experimenta un proceso de transformación, superando la
escasa variedad del barroco, para dar paso a un mueble cada vez más sofisticado y
funcional. Las paredes aparecen cubiertas con cuadros y grabados a modo de decoración
e, incluso algunas empiezan a recubrirse con papel pintado y cortinas. En este tiempo el
concepto de “confort” se va introduciendo progresivamente en la vida privada, por lo que
tiene lugar una tendencia, aunque, muy lenta, hacia la consecución de una mejor
habitabilidad de las viviendas urbanas, de ahí que aparezcan mobiliario de esta índole
(sofás, armarios, mesas plegables, mejores camas, etc.), un perfeccionamiento de las
técnicas de aislante, con el uso cada vez más extendido de cristales y la búsqueda de una
mayor higiene. Las preocupaciones por mejorar la comodidad y limpieza de las viviendas
se trasladan también al exterior de las mismas e inspiran toda una serie de disposiciones
encaminadas a mejorar la habitabilidad de los núcleos urbanos.
Estas medidas producen una renovación en el urbanismo del dieciocho español, ya
que trata de sustituir la construcción espontánea de raíz medieval por un urbanismo
racional y planificado. En este proceso de restructuración de la ciudad propuesto por el
reformismo ilustrado, el núcleo urbano se articulaba en torno a un sistema de ejes varios
que establecen todas las relaciones a partir de un lugar central que suele coincidir con las
célebres plazas mayores, muchas de las cuales experimentan importantes remodelaciones
a lo largo de la centuria. En la segunda mitad del siglo, la política de construcción de
infraestructuras de saneamiento y de dotación de agua potable para mejorar la higiene fue
una constante preocupación. Por otro lado, la decisión de terminar con los enterramientos
en el espacio urbano fue producto de la nueva mentalidad ilustrada, que apoyada por en
las ideas médicas e higienistas, se mostró preocupada por alejar las sepulturas del interior
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de las iglesias y de los espacios adyacentes. La construcción de paseos constituye otra
gran novedad en las reformas urbanísticas, pues era algo higiénico, estético y, sobre todo,
social, pues como veremos más adelante en el Siglo de las Luces toma una gran
importancia el paseo como lugar de distracción para los ciudadanos pero, más
concretamente, será un elemento clave en la vida cotidiana de la corte.
Con la creación del alumbrado público, las autoridades municipales confiaban en
erradicar los accidentes personales, robos y demás delitos. Pero si la iluminación en el
interior de las viviendas era deficiente, la del exterior era todavía peor. Con anterioridad
a la creación del alumbrado público, el centro político y económico de las ciudades era la
zona mejor alumbrada, al situarse allí las viviendas de las personas acomodadas, así como
las instituciones municipales y los templos religiosos, que acostumbraban estar
iluminados. En la primera mitad del siglo hay varios intentos de crear un alumbrado
público propiamente dicho, sin embargo al tratar de hacerlo incitando a los vecinos a que
ellos tenían que mantenerlo, el proyecto no fructificó (Saavedra y Sobrado, 2007: 282).
2.3.1.3 La vestimenta
Antes de entrar a explicar los tipos de vestimenta en la España del Siglo de las
Luces, haremos un breve repaso por el control que ejercía tanto la Iglesia como el Estado
sobre la indumentaria popular.
A lo largo de la Edad Moderna, la Iglesia y el poder político, conscientes de que la
forma del vestido y adornos que portaba la población influían de forma importante en las
costumbres, tratan de regular sus características, buscando la eliminación de todos
aquellos aspectos que de un forma u otra pudieses resultar perjudiciales parar el buen
orden del reino. Desde el principio del período moderno, el Estado trata de desarraigar
ciertas modas en la forma de vestir que con el tiempo van consolidándose entre la
población y que trastocan el orden establecido. Los motivos que mueven estas políticas
son varios, desde ideológicos y orden público hasta económicos.
Por ejemplo, entre la legislación que trata de desarraigar del uso común de aquella
indumentaria que resultaba escandalosa por su indecencia, destaca la que se centró en
desterrar la moda de los escotados, que llevaba en España desde el siglo XVII y que,
posiblemente, llegó a través de Italia. Pero esta política no era solo del poder civil, la
Iglesia, por ejemplo, también tomo cartas en el asunto de los ecotados cuando el papa
Alejandro VII los prohibió en 1656.
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Pero las medidas políticas no se quedaban solo en aquellas vestimentas que
pudiesen ser considerados como provocativas y lujuriosas. La preocupación del poder
civil de que la indumentaria del pueblo pudiera comprometer la seguridad pública, y en
especial las prendas que ocultaban el rostro, había tenido precedentes en el inicio de
periodo moderno en España. La legislación en relación a este asunto es abundante, por
ejemplo, el rey Felipe II prohibió el uso de las tapadas 8, o en época de Felipe IV sale a la
luz una pragmática que pretende eliminar el velo en general, como ocultador del rostro.
En dichas legislaciones primaba garantizar el orden público y el interés por evitar que
tanto las mujeres como los hombres cometieran altercados y desórdenes públicos. La
legislación no sólo prohibía el velo, sino el uso de máscaras, para evitar los robos y otros
delitos hechos al amparo de los disfraces. En el siglo XVIII y, principalmente en su
segunda mitad, se percibe un creciente interés del poder político por reglamentar la
indumentaria. Esto se debe al cambio que se da en la vestimenta. Se alarga la capa y se
cala el gorro. Este vestido daba un aspecto siniestro de disfraz al ir tapados de arriba
abajo. Esto provocó una actividad política en contra de esta moda que terminó en el
conocido Motín de Esquilache.
Otro aspecto de la indumentaria que levantaba gran revuelo era el lujo. Esto era
duramente criticado por los moralistas de la época, porque el discurso eclesiástico
interpretaba los usos suntuarios y los atavíos como una estrategia de seducción de las
mujeres que llevaba al pecado. Este aspecto fue perseguido por las instituciones, tanto
civiles como eclesiásticas, con el fin de evitar que se convirtiera en una moda. No
obstante, todas estas políticas no evitaron que las lechuguillas
9
se convirtieran en una
moda nacional. (Saavedra y Sobrado, 2007: 295).
Después de ver toda la involucración de los poderes de la época en la forma de
vestir de las gentes viene la siguiente pregunta: ¿Cómo se vestían realmente los españoles
del siglo XVIII? Para poder responder a esta pregunta nos fijaremos, independientemente,
en los dos bloques mayoritarios de la sociedad española del momento: la gente popular y
el sector privilegiado y acomodado.
8
Este estilo de las tapadas consiste en ocultar el rostro, los pechos y las manos de las mujeres,
pudiendo abusar de su indumentaria para estafar, insultar o burlar la vigilancia y cuidado de los padres.
9
Se trataba de un cuello de lienzo de cerca de una cuarta de ancho, muy almidonado y tieso, en
forma de lechuguilla, al que se añadían filetes, guarniciones, redes y otros adornos.
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Si bien son varias las fuentes documentales susceptibles de ser utilizadas para el
estudio del vestido en el período moderno, la mayor parte son indirectas y, además,
presentan grandes limitaciones. La utilización de las crónicas e inventarios reales ofrecen
información sobre el vestido de los soberanos y la nobleza, mientras que escrituras
notariales como los inventarios post mórtem, los testamentos o los contratos de
matrimonio pueden proporcionar al historiador interesantes datos sobre la vestimenta
popular, pues las descripciones son detalladas e informan de la naturaleza, el nombre, el
tejido, el color y el estado de uso de cada prenda (Saavedra y Sobrado, 2007: 299-300).
Otras fuentes que se pueden consultar para el estudio de la vestimenta de la época
moderna pueden ser la iconografía, que aunque siempre tiende a la idealización y por
tanto tiene limitaciones te pueden mostrar la realidad de la época, al igual que la historia
del arte entendida en su conjunto (pintura, escultura o grabados) que nos muestra la
imagen que una persona tenía de la realidad de su tiempo, algo que puede llegar a ser
fundamental para un completo análisis cultural. Otra ciencia que ayuda como fuente es la
arqueología, que nos sirve como recurso para conocer el vestido de la época, aunque su
grado de conservación suele ser escaso y centrado principalmente en los sectores
acomodados y privilegiados.
A) La vestimenta popular
La indumentaria de las gentes del campo se caracterizaba por su escasa calidad y,
al igual que ocurría con la vivienda, esto marca la diferencia y la distancia cultural
existente en ese tiempo entre las elites y las clases populares. Los inventarios, junto con
otras fuentes, han contribuido a constatar la gran austeridad de las ropas del campesinado
del XVIII, así como una serie de rasgos más o menos comunes de su indumentaria, tales
como las formas estabilizadas del vestido campesino, tanto femenino como masculino, la
naturaleza local de las producciones textiles y domésticas, así como el predominio de
tonalidades oscuras y del mal estado de las ropas populares (Saavedra y Sobrado, 2007:
301).
A juzgar por esta información que ofrecen los inventarios, en las viviendas rurales
las prendas de vestir eran bastante escasas y de mala calidad, elaboradas con tejidos
pobres que los propios campesinos fabricaban, ya que el acceso a las ropas de calidad o
con cierto grado de lujo era completamente inaccesibles para ellos. La gran precariedad
que vivían estas gentes hacía que, a pesar de su mal estado, los vestidos se reutilizaran,
se guardaran e, incluso se reciclaran en el seno de la familia, muchas veces para elaborar
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vestidos para niños y jóvenes. Precisamente, la falta de información respecto a la
vestimenta que podemos encontrar en los inventarios corresponde a este grupo de edad.
En general, los historiadores que han estudiado el vestuario infantil en el pasado, hablan
que “desde la Edad Media hasta finales del siglo XVIII, los niños eran vestidos igual que
los mayores…” (Saavedra y Sobrado, 2007: 302).
En gran parte de España, las ropas que portaba el pueblo eran elaboradas con tejidos
derivados del lino y la lana, dependiendo de la producción de la zona. La mayoría de las
prendas que vestía el campesinado respondía al autoconsumo familiar, siendo elaboradas
con tejidos locales, fundamentalmente con estopa, lienzo y buriel (una mezcla de lino y
lana).
Los inventarios post mortem reflejan cómo la indumentaria femenina estaba
compuesta por una serie de prendas, en las que el vestido base era la saya, falda larga de
estopa gruesa o de paño, sobre la cual iba el delantal, de paño generalmetne negro. En la
parte de arriba, las mujeres solían llevar la camisa de estopa y lienzo, o estopa fina en la
parte superior. Acostumbraban a llevar pañuelo en la cabeza. Por otra parte, la
indumentaria masculina se componía de calzones de lienzo, palmilla o paño, por debajo
de la rodilla y con botones laterales, asó como polainas, camisa de estopa y casaca de
paño, montera y sombrero.
En la segunda mitad del siglo, el florecimiento de la industria algodonera y sedera
supone la introducción de novedades en el mercado de los productos textiles, por lo que
la demanda de prendas pudo diversificarse hacia una oferta más variada en calidades. No
obstante, aunque los sectores populares del mundo rural tuvieron acceso a los nuevos
tejidos a través delas ferias los cambios fueron lentos, pues entre los agricultores existía
un gran conservadurismo en las costumbre y posesión de los bienes, debido
principalmente a las precariedades de sus economía domésticas.
Naturalmente, en la España del setecientos, el vestido popular aunque reunía una
serie de características más o menos comunes, presentaba ciertas particularidades
dependiendo de la región de España en la que estuvieras. Desde mediados del XVIII, se
percibe un aumento del interés por las costumbres y trajes populares. En el reinado del
rey ilustrado por excelencia en España, Carlos III, se dibujaban y grababan colecciones
bastantes completas de trajes regionales y populares de España que, a diferencia de lo que
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era corriente en el Barroco, buscaban presentar los trajes típicos y no idealizas a los
personajes del pueblo.
B) La vestimenta de los sectores privilegiados y acomodados
Todo lo expuesto anteriormente contrarrestaba con la riqueza y vistosidad de la
indumentaria de los grupos privilegiados. Las elites sociales dispensaban gran atención y
cuidado a los signos externos de ostentación y de lujo de cara al resto de la sociedad.
Entendían la vestimenta como una conservación y reafirmación de su prestigio social. En
los inventarios de distintas casas nobles de España se pueden observar la existencia e una
rica variedad de prendas de lujo, muchas de ellas importadas del extranjero
El lujo y refinamiento no era privativo de los miembros de la nobleza o de la
burguesía, el clero también participaba en dicha distinción, y no sólo el alto clero, puesto
que en los inventarios de algunos miembros del bajo clero también aparece la abundancia
y el lujo entre las ropas de uso personal o de vestir, así como en las de cama y mesa.
En España, el siglo XVIII se caracterizó por una fuerte influencia de Francia en
todas las artes, como consecuencia de la llegada de la dinastía borbónica, así como por el
gran prestigio cultural que tenía Francia en este siglo. Con la llegada de la casa de Borbón,
tuvo lugar una auténtica revolución en los trajes de la aristocracia y de la burguesía, que
en muchos casos imitan la moda gala. En un primer momento, Felipe V fue cauteloso y
vestía conforme a la tradición española, pero según se fue asentando su figura y la casa
de Borbón fue adoptando la vestimenta puramente francesa, concretamente el modelo de
su abuelo Luis XIV. El reinado de Carlos III marca el paso de un estilo rococó, típico de
Luis XV, a un neoclasicismo, propio de Luis XVI, tanto en la indumentaria como en los
tejidos.
Otro elemento característico de la indumentaria de los privilegiados eran los
zapatos, complemento que también sufre una evolución a lo largo de la centuria. La moda
francesa del XVII de los zapatos de tacón alto es traída a España por Felipe V,
imponiéndose y generalizándose rápidamente entre la alta sociedad, incluso formando
parte de la infantería española que defendió la causa borbónica en la Guerra de Sucesión.
No obstante, esta moda fue transitoria y en la segunda mitad del siglo, con el reinado de
Carlos III, se volvió a los zapatos de tacón bajo y de color negro o marrón. De igual modo,
entre la alta sociedad, otra de las modas producidas por el afrancesamiento del siglo XVIII
es la utilización de complicados peinados y pelucas.
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2.3.2 La alimentación
La alimentación es una necesidad vital de todo ser humano, pero es también un
signo económico, social y cultural. En la España moderna no todos comían lo mismo, ni
en cantidad ni en calidad, no lo comían de la misma forma, ni tenían ante la comida la
misma actitud. (García Hurtado, 2009: 11).
La alimentación varía a lo largo del tiempo. La historia es una combinación entre
continuidad y cambio y, por lo tanto, también lo es la historia de la alimentación. En
España del XVIII, la gran mayoría de las gentes continuaron comiendo como lo habían
hecho en los siglos anteriores, pero se produjeron también novedades importantes.
Respecto a este cambio, lo más destacable fue la paulatina introducción de los productos
americanos, que alcanzó en el XVIII un momento culminante. La alimentación española
tradicional de la época moderna en general, y del siglo XVIII en particular, se basaba en
un triángulo de productos básicos: pan, vino y carne, considerados los alimentos
fundamentales del ser humano. Pero los lados del triángulo eran desiguales dependiendo
del sector social que se analice, pues mientras el pan y el vino eran alimentos generales,
la carne, sobre todo la de calidad, no estaba al alcance de todos, o no al menos
comúnmente.
Por ello para poder analizar mejor este apartado, tan importante en la vida cotidiana
de las personas del Siglo de las Luces, dividiremos este punto en distintos subapartados,
empezando por el triángulo de los alimentos básicos y siguiendo por los alimentos
complementarios, la incorporación de los productos americanos, donde trataremos
particularmente el triunfo del tomate y de la patata, las nuevas bebidas de sociabilidad y
la distinta alimentación en la corte, en la ciudad y en el mundo rural.
2.3.2.1 El pan, el vino y la carne
El pan no era un alimento complementario, como lo consideramos ahora, era el
alimento central para la mayoría de la población, pues representaba la base alimentaria
básica tanto para las gentes más populares como para los sectores más acomodados.
Aunque este alimento estuviera presente en todas las mesas, no todos los grupos sociales
comían ni la misma cantidad ni de la misma calidad, por ejemplo los sectores más
acomodados de la sociedad española del setecientos comían un tipo de pan denominado
“pan de flor”, de la mayor calidad, realizado con harina de trigo, en pequeñas cantidades.
En cambio, las clases populares tomaban el pan de peor calidad, hecho a base de harinas
de cereales de baja calidad como el centeno o, incluso, mezclado con harina de legumbres;
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y, mientras para el sector privilegiado la cantidad de pan ingerida era mínima, la clase
popular basaba su alimentación diaria en este producto, consumiendo grandes cantidades.
El pan se complementaba con algo de acompañamiento, muy tradicional era el pan con
queso o cebolla, aunque su mayor uso era para la cocina, como por ejemplo para hacer
sopas, como base de los asados, etc.
Los cereales se consumían constantemente y de forma muy variada, aunque eran
muy comunes las gachas entre la población popular. Dentro de los cereales, y
exceptuando el pan, lo más típico en la mesa del siglo XVIII eran los fideos, aunque según
fue avanzando el siglo cobro fuerza, por influencia foránea, los macarrones.
El vino es otro de los productos básico que no faltaba en ninguna mesa, tanto
acomodada como campesina. Su importancia no se quedaba en ser una bebida de
acompañamiento sino que formaba parte de la alimentación diaria, sobre todo por su
aporte calórico que lo convertía en el complemento ideal para la dieta de los más pobres.
Todo aquel que pudiera permitírselo lo bebía, aunque normalmente se tomaban vinos
jóvenes, de poca calidad, en circunstancias especiales, como fiestas, banquetes o
celebraciones, la clase alta de la sociedad sacaba sus mejores cosechas, símbolo también
de distinción social (García Hurtado, 2009: 12).
La carne, por su parte, era el alimento más codiciado, apreciado y deseado. Entorno
a este alimento había falsas creencias como que su consumición daba vitalidad y fuerza,
más allá de su aporte calórico. Era el alimento por excelencia de los nobles y de la clase
adinerada en general y se relacionaba su consumición con la virilidad. Como resultado de
su alta estima y de su precio desorbitado, las clases populares sólo lo comían en contadas
ocasiones y de una calidad ínfima. Dentro de la alta estima que se tenía por este producto
se establece una jerarquía dependiendo de su origen. La carne más estimada era aquella
que procedía de las cacerías o de corral, ya que se la consideraba como más tierna y
exquisita, en segundo lugar se encontraría la carne de ternera, escasa y exclusiva. Pero la
carne también se consumía en embutido.
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2.3.2.2 Alimentos complementarios y alternativos
Para aquellos días en los que no se podía consumir carne, ya que la Iglesia prohibía
su consumo en varios períodos a lo largo de año 10. En estos días el producto que se
consumía por excelencia era el pescado tanto fresco como seco o salado. El pescado
fresco estaba acotado a aquellas zonas de litoral o con grandes ríos, era el más apreciado
pero también el más caro. Según las regiones variaba dentro de una gran gama de
productos (merluza, lubina, besugo, salmonete, atún, sardina, salmón o trucha). Dentro
de esta gama de productos de agua, la alta sociedad tenía en gran estima los mariscos,
destacando la langosta y las ostras. No obstante, al margen de la normativa eclesiástica,
el pescado era un alimento que se consumía con frecuencia por el alto precio de la carne.
El consumo de pescado en la España moderna era muy elevado por múltiples
razones, por los grandes recursos que otorgaba la geografía española, por la importante
tradición pesquera de la cultura hispana, por el cumplimiento del mandato eclesiástico,
por su precio asequible (siempre que fuera en conserva) y, también, por tradición cultural.
(García Hurtado, 2009: 13-14). Otro recurso para cumplir los preceptos de la Iglesia era
el consumo de huevos, el queso, las hortalizas y ampliar el consumo de cereales.
El resto de productos desempeñaban un papel complementario o alternativo. Las
verduras y las legumbres eran el complemento obligado de la dieta diaria e ingrediente
básico para sopas y cocidos. Los productos que se ingerían de estas clases de alimentos
dependían de la temporada en que se estuviera, pero sobre todo se consumía berzas y
coles, pues eran baratas y abundantes. La ensalada, compuesta de lechuga, escarola,
rábanos y cardo, era muy valorada y se consumía preferentemente en la cena. Los ajos y
las cebollas eran omnipresentes en la dieta diaria de la sociedad, tanto de las clases más
populares como de la alta sociedad.
Frente a la dieta basada en la carne, propia de las clases poderosas, la dieta de las
clases populares tenía un marcado carácter vegetal. Las verduras y las legumbres tenían
escasa valoración gastronómica y se les consideraba productos típicos de campesinos y
gentes pobres, de ahí que las clases más pudientes evitaran la ingesta de estos productos.
La fruta fresca, hoy en día tan apreciada y recomendada, era desaconsejada por los
médicos de la época y era poco valorada, aun así su consumo era abundante y era habitual
10
Días de ayuno y abstinencia, Cuaresma, vigilias de fiesta y todos los viernes del año. Y, por
devoción en Adviento y los sábados.
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que se presentara como entrante en las mesas de calidad, aunque durante la Edad Moderna
también fue común su utilización como postre. Si este tipo de fruta era poco valorada,
todo lo contrario ocurría con la fruta seca (piñones, almendras, avellanas, nueces, pasas,
etc.), apreciadísima por su alto valor energético, especialmente en invierno.
La olla era el plato fundamental de cada día, con ingredientes muy variados 11. El
plato de carne asada, esencialmente a base de volatería (pollos, capones, pichones y
perdices) u otro tipo de carne, seguía siendo en esta época uno de los platos fundamentales
en las casas acomodadas.
2.3.2.3 Incorporación de los productos americanos
Desde el siglo XVI, el descubrimiento de América dio inicio a un gran intercambio
de productos entre España y América, que introdujo cambios notables en la alimentación.
Este proceso fue lento, ya que duró siglos, aunque continuo.
El ritmo de incorporación de los productos fue muy diverso. Desde que los nuevos
alimentos fueron conocidos por los europeos hasta que tuvieron una importancia real en
sus mesas pasó muchísimo tiempo, aunque no faltaron excepciones ni diferencias
notables entre regiones y clases sociales. Por ejemplo dos productos que rápidamente se
hicieron un hueco en el sistema alimenticio español fueron el pimiento y el chocolate. El
pimiento se generalizó rápidamente entre todas las clases sociales, especialmente entre
las más populares. El acceso al chocolate quedó primero reservado a la corte, a
continuación a los más privilegiados y después su uso se fue difundiendo a toda la
sociedad (García Hurtado, 2009: 16). En cambio, hubo otra serie de productos que fueron
más difíciles de insertar en el sistema alimenticio de la península, como el tomate o la
patata.
A) El triunfo del Tomate
Aunque este producto se consumía desde el siglo XVI, la difusión amplia del tomate
no llegaría en España hasta el siglo XVIII; a partir de entonces se convirtieron en un
producto común en la alimentación de los diversos grupos sociales, tanto los más
acomodados, que lo consumían por gusto, como en los más populares, en donde se sumó
a la dieta como un ingrediente más en una dieta, que como ya hemos dicho, era
fundamentalmente vegetal.
11
Dependiendo de la estación, la región, el nivel económico y el grupos social.
Página | 30
A pesar de su importancia en este siglo, raramente constituían el ingrediente
principal de un plato. Según Pérez Samper, “solo una receta se basa fundamentalmente
en el tomate, la “cazuela de tomates” (García Hurtado, 2009: 17). Como acompañamiento
o como ingrediente secundario de los guisos, los tomates son bastante frecuentes en los
recetarios, tanto con la carne como con el pescado. De gran importancia en la gastronomía
del setecientos es la salsa de tomates, que se conocía desde el XVI pero que no había
gozado de reconocimiento gastronómico.
La importancia que alcanza este fruto se observa en la pintura, pues hasta entonces
esta fruta no había sido protagonista de ningún bodegón. Aparecen, por ejemplo, en los
bodegones de Meléndez Valdés, en el titulado Bodegón: pepinos, tomates y distintos
objetos, firmado y fechado en 1774 (García Hurtado, 2009: 18).
B) La difícil introducción de la Patata
Otro de los productos alimenticios del Nuevo Mundo muy ligado al siglo XVIII es
la patata. Será en esta centuria cuando la patata comience a cobrar importancia en la
península ibérica, aunque todavía con muchas dificultades. En un principio se le
consideraba como un alimento para el ganado y, aunque era recomendada, fue muy difícil
su introducción en la alimentación y solo en caso de extrema necesidad se recurría a su
consumo.
En la península la patata tuvo diversas áreas de difusión y diversos ritmos de
introducción en la alimentación humana. Una zona muy destacada fue la del norte
peninsular, Galicia y Asturias. A partir de la segunda mitad del siglo ya se empezó a
expandir por zonas del centro y del noreste.
La introducción del nuevo cultivo dio lugar a numerosos conflictos y pleitos por el
pago de diezmos. Empleada habitualmente para el ganado, pasó poco a poco a convertirse
en alimento humano, reducida a los sectores más pobres. Su producción aumentaba en
años de carestía y escasez. Se establecerá definitivamente en el sistema alimenticio
español durante la Guerra de Independencia española, incluso en zonas donde no se
consumía normalmente, como en Cataluña, las patatas comienzan a aparecer.
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2.3.2.4 Nuevas medidas de sociabilidad: Chocolate, té y café
El chocolate, el café y el té, aunque incorporadas en diferentes épocas, fueron las
tres bebidas, no alcohólicas, que marcaron las costumbres alimentarias y sociales de la
España del XVIII, concretamente de los sectores más acomodados de la sociedad
española. 12
El chocolate era la bebida estrella. Se tomaba caliente, espumoso, endulzado para
evitar su característico sabor amargo, y fuertemente especiado y aromatizado. Se
acompañaba de pan o bizcocho para mojar. (García Hurtado, 2009: 25). La forma
tradicional de preparar el chocolate en España era con agua caliente, pero producto del
afrancesamiento que sufrió España en este siglo, progresivamente fue ganando terreno la
forma francesa de elaboración del chocolate: con leche. El chocolate no era una bebida
individual sino que constituía el centro de las reuniones sociales ofrecidas por las clases
altas con ocasión de visitas, bodas y otros festejos.
Cuando el chocolate había triunfado dentro de la vida social de los más pudientes,
aparecieron otras bebidas que tenían la misma función social: el café y el té. La moda del
café se introdujo en España como bebida de sobremesa en los grandes banquetes.
Generalmente se servía en una sala aparte, con el fin de que sirviera de tiempo de descanso
y sociabilidad. Al igual que pasó con el chocolate anteriormente, se empezaron a atribuir
al café numerosos atributos y virtudes. El café será un fenómeno burgués,
característicamente urbano y serán las ciudades españolas más “burguesas” aquellas en
las que antes y de manera más notable proliferará y tendrán éxito los cafés. La evolución
económica, social y política, el desarrollo de la burguesía y de las nuevas ideas liberales
contribuyó a este cambio de escenario y de estilo en las relaciones sociales. (García
Hurtado, 2009: 30).
Y, por influencia inglesa, se empezó a utilizar en España el té, pero esta bebida no
llegó a tener el mismo éxito que el chocolate o el café.
12
El chocolate, el café y el té, fueron incorporadas por este orden en el sistema alimenticio español.
El que más repercusión tuvo desde el principio fue el chocolate, aunque progresivamente el café fue
ganando terreno y el té se quedó reducido a una minoría social.
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2.3.2.5 La alimentación en la corte
La alimentación de la corte en el siglo XVIII se caracterizó por la introducción de
un gusto diferente, nuevo. Se produce una ruptura con la etapa anterior motivada por la
llegada al trono de Felipe V y, por consiguiente, de la casa de los Borbones. En la
alimentación se impuso la comida francesa. El primer borbón, de la misma manera que
cambió tantas otras cosas de la monarquía española cambiaría también el modo de comer.
“La mesa real permite observar la misma identificación y el mismo contraste entre
la persona y la institución que se observa desde el punto de vista general entre la persona
del rey y la institución” (García Hurtado, 2009: 30). La mesa real sirve a la satisfacción
de las necesidades vitales del monarca como persona concreta y, a su vez, sirve a las
necesidades institucionales, por lo que será siempre una mesa abundante y refinada,
manifestación del poder real, de la riqueza, del prestigio y de la gloria de la monarquía de
España (Pérez Samper, 2003: 153-197). Incluso en épocas de relativa sencillez, como
puede ser el reinado de Carlos III, la mesa real es un magnifico exponente de la
alimentación a su más alto nivel, por su abundancia, calidad y afán de innovación.
Para establecer la diferencia entre la alimentación personal del soberano y la mesa
institucional, contamos con la información que proporciona la biografía de Fernán Núñez,
que con gran detalle nos habla sobre los hábitos alimentarios del monarca (García
Hurtado, 2009: 31). De este modo se puede observar la enorme distancia que puede llegar
a existir entre la alimentación del rey como persona y la alimentación del rey como figura
institucional. La mesa real siempre ha de estar espléndida, pues es una imagen del poder
y la gloria de la Corona que representa, aunque los gustos particulares del monarca fueran
sencillos y sobrios.
2.3.2.6 La alimentación en las ciudades
En la sociedad del Antiguo Régimen, los contrastes alimentarios se daban a todas
las escalas. La alimentación cotidiana de la gran mayoría de la población, por ejemplo de
la villa de Madrid, basada en el pan y el cocido, distaba mucho de las comidas fastuosas
que tenían en la corte de los Borbones. La alimentación popular se caracterizaba por su
simplicidad y monotonía, que solo las personas mínimamente acomodadas podías alegrar
de vez en cuando con pequeños extraordinarios, como el chocolate.
A parte de los productos básicos, explicados con anterioridad, una familia media
podía contar con alimentos complementarios como el aceite o el tocino.
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Es una tarea complicada esclarecer la alimentación que se podía dar en una ciudad,
pues la polarización de la sociedad es clara, por un lado nos encontramos a la burguesía
y nobleza acomodada y privilegiada que, sin llegar a los banquetes de la corte, comían
bien, en cuanto a la cantidad y a la calidad, mientras que las gentes humildes y pobres de
la ciudad pasaban hambruna y penurias, alimentándose a base de pan y vino,
principalmente.
Muy interesante era la distribución de la comida a lo largo de la jornada, en función
de los horarios de trabajo y de descanso. En la ciudad, al igual que en el campo, los
horarios de trabajo se diferenciaban según la estación del año en la que nos encontramos:
invierno o verano. En invierno, en que las horas de luz son pocas, las comidas tenían la
siguiente distribución: despertarse al amanecer, desayunar, trabajar media jornada, comer
en una hora, trabajar otra media jornada hasta el anochecer, cenar y dormir. En verano,
cuando había más horas de luz, las comidas se distribuían de la siguiente manera:
despertarse al amanecer, trabajar un pequeño rato, desayunar en media hora, trabajar hasta
las diez de la mañana aproximadamente, tomar un bocado de pan o un par de nueces y
beber, trabajar hasta el mediodía, comer, dormir una siesta hasta las dos de la tarde,
trabajar hasta media tarde, merendar sobre las cinco de la tarde y volver a trabajar hasta
que el sol se ponía. (García Hurtado, 2009: 38).
2.3.2.7 La alimentación en el mundo rural
La alimentación en los pueblos solía ser muy sencilla. Con particularidades según
regiones, la pobreza y la rutina eran el denominador común. Se presentaba un panorama
desolador de la alimentación campesina, ya que abundaban el hambre y la malnutrición.
La alimentación básica era el pan, un pan de mala calidad que incluso faltaba en
cantidad. Destacaba aquel hecho con harina de maíz y centeno. La alimentación
complementaria estaba basada en berzas cocidas, frutos secos, alguna legumbre y un poco
de queso. La carne escaseaba y rara vez se comía, al igual que el pescado salado y seco,
ya ni mencionar el fresco, ni siquiera en los pueblos del litoral mediterráneo o atlántico.
Todo lo contrario a la alimentación de los más adinerados del ámbito rural, que se
alimentaban con carnes, aunque no de tan alta calidad como los sectores más acomodados
de la ciudad, pescado salado y cocidos.
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Un ejemplo de esta situación tan polarizada la podemos encontrar en siguiente
texto, que hace referencia a un pueblo del interior de Cataluña, Berga, un pueblo de
montaña:
“La comida regular de los artesanos y gente acomodada es un puchero con un poco de
carne, un poco de tocino y hortalizas, o legumbres, y en la noche cenan una ensalada y de
los que queda del puchero de la comida, que por lo regular hacen más abundante para dicho
fin. Los más acomodados unas el chocolate por mañana, al medio día la sopa, olla, o
puchero, un guisado y postres, y por la cena una ensalada, un guisado y postres. La gente
más pobre y jornalera acostumbran a comer por la mañana sopa con aceite, o puches de
harina (…), en el mediodía legumbres, algunos con un poco de tocino (…) y otros con
alguna sardina salada, o frutas del tiempo, y en la noche comen puches, legumbres u
hortalizas conforme al tiempo. Estas gentes por lo regular beben muy poco vino por ser
muy caro, y solo en los días de fiesta (…)”. (García Hurtado, 2009: 41).
2.4 La vida cotidiana en la Corte
Durante los últimos años, los estudios sobre la corte y la vida cotidiana resultan
abundante. A pesar de ello, escribir sobre la vida cotidiana de este sector presenta serás
dificultades debido a las imprecisiones que se pueden dar del propio término “corte” y a
lo que se debe entender por “vida cotidiana en la corte”, por ello, antes de entrar a explicar
este aspecto se hará un breve apunte sobre el concepto de “corte”.
El concepto resulta muy difícil de precisar. A día de hoy, a pesar de la gran cantidad
de estudios sobre el tema, no existe un concepto consensuado e indiscutido para todos los
investigadores (Arias de Saavedra Alías, 2012: 81). Dependiendo de las escuelas
historiográficas se ha definido de distintas maneras: identificada con la “casa real”
(historiografía germánica), con un “espacio”, con el “lugar donde está el rey” o con la
sede de la “administración” de la monarquía, para la escuela inglesa se puede definir por
corte al lugar de encuentro entre gobernantes y gobernados (Arias de Saavedra Alías,
2012: 82).
La corte fue una organización político-social, suyos fundamentos ideológicos
emanaban de la filosofía política clásica, concretamente por influencia de Aristóteles.
Está basada en la idea de que “el hombre es un animal social”; de esta concepción
antropológica se deduce que la sociedad se articulaba a través de redes de poder no
institucionales, sino personales. Esta filosofía práctica tenía como fin la subordinación
del trato humano a aquellos principios éticos y a aquellas virtudes que el padre o el
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príncipe estaba llamadas a encarnar. 13 Esta filosofía práctica se fue aplicando a distintas
relaciones, tanto es así que la amplia producción de tratados de comportamiento de los
siglos modernos (XVI-XVIII) muestra el esfuerzo teórico por reproducir las conexiones
de la filosofía práctica frente a las modificaciones y articulaciones de una sociedad cada
vez más compleja y estratificada. En conclusión, es preciso insistir en que la filosofía
práctica de los clásicos fue la que justificó la organización política del “sistema
cortesano”, por lo que las relaciones personales, los grupos de poder y el patronazgo
fueron los elementos en los que se fundamentó la organización política y resultan
esenciales para entender la articulación social. De esta manera, la corte no se puede
identificar con un elemento concreto de la organización política de dicho período
histórico, sino que constituye un paradigma en sí mismo; es decir, la propia organización
política en la que se desarrollaron los acontecimientos durante este período histórico (ss.
XIII 14-XVIII), hasta tal punto de que toda actividad que no se diera o influyera en la
“corte”, no existió políticamente hablando. Es decir, la corte se constituyó en la forma
política del reino. (Arias de Saavedra Alías, 2012: 82-85).
Una vez expuesto una posible definición de corte, el segundo problema es precisar
en qué consiste la vida cotidiana en la corte. Algunos estudios se centran en la vida de la
villa de Madrid para explicar la vida de la corte hispana, estos estudios no encajarían
totalmente con lo que sería la corte de época moderna en España. Esta organización de
poder conllevaba la distinción social; una condición dada por nacimiento pero no era
autosuficiente, porque era necesario la apariencia (ir bien vestido y comportarse
adecuadamente), ser responsable, etc. Se formaba una realidad social de valores y
referencias que conformaban el mundo cortesano, en el que los personajes adaptaban su
comportamiento y actuación. Esta realidad tan sofisticada constituía el entorno por
excelencia del cortesano: su vida cotidiana.
La vida cotidiana de los cortesanos se articula en torno al individuo, pero a la vez
como un mundo intersubjetivo, en el sentido que es una realidad que comparte con otros
y que ellos también entienden ya que, comparada la realidad de la vida cotidiana con otras
13
Con esta definición volvemos a lo explicado anteriormente respecto a las unidades básicas de la
vida cotidiana. El padre tenía la autoridad suprema del núcleo familiar y, progresivamente, el Estado fue
adquiriendo esta forma de subordinación para sí, aplicando las concepciones familiares de subordinación,
obediencia, respecto, etc. al propio príncipe, que se veía a sí mismo como el padre de la sociedad (imagen
paternalista del Estado).
14
Primeras muestras de la organización cortesana.
Página | 36
realidades, estas aparecen como zonas limitadas o carentes de significado. Uno de los
aspectos más interesantes fundamentales del mundo de la vida cortesana es el tiempo, ya
que la seguridad de la muerte hace que el sujeto calcule los objetivos que puede conseguir,
lo que lleva a gestionar y calcular sus propios actos en relación con la consecución del
fin. Para evitar la pérdida de tiempo y el saber actuar en la Edad Moderna se escribieron
distintos “manuales de conducta”, escritos sobre la forma de actuar en la corte.
Desde comienzos del siglo XVIII, la modernización y progreso de las ciudades
españolas trajo consigo el refinamiento de las costumbres. Durante este siglo el término
“civilización” estuvo estrechamente vinculado y unido al progreso. En los centros
urbanos es donde se desarrolló la actividad social, donde las clases altas y la burguesía
comenzaron a participar de los usos, costumbres y modas extranjeras. Esto llevó a la
creación de espacios urbanos adecuados para la vida moderna, verdaderos escenarios
donde la imagen y la apariencia de los individuos fue cobrando tal importancia que marcó
el debate de todo el siglo (Arias de Saavedra Alías, 2012: 97-99).
La creación de estos escenarios aumentó el contraste entre los que participaban en
ellos y el resto de la sociedad. Durante la segunda mitad del siglo, la mentalidad ilustrada
realizó grandes esfuerzos para integrar a esta parte mayoritaria de la población al proyecto
de transformación que se estaba viviendo.
La actividad del paseo, fundamental en la vida cotidiana cortesana de los siglos
anteriores, se correspondió con los nuevos espacios públicos de divertimiento y
entretenimiento, donde se introdujeron determinadas conductas que acabaron centrando
el debate entre la tradición la modernidad que presentaba el progreso ilustrado. Esta
sociabilidad es una de las marcas de identidad de la corte ilustrada y propició que el café
se convirtiera en uno de los lugares de esta nueva sociabilidad donde las ideas y opiniones
circulaban libremente. Uno de los aspectos que más se criticaron en esta nueva mentalidad
fue la relajación de las costumbres y valores tradicionales. Esta nueva cultura estaba
influenciada por la búsqueda de la felicidad, que como dijeron los enciclopedistas es el
fin último de las acciones de los hombres.
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3. Conclusiones
Después del estudio planteado, hemos visto, aunque brevemente, la realidad social
de las gentes de la España del siglo XVIII. Una realidad que dista mucho del ideal
ilustrado, de la cultura ilustrada en general. Mientras esta cultura se caracteriza por ser
una cultura racional e individualista, se ha demostrado que en la vida cotidiana de las
personas ajenas a la corte o a los privilegios no tenían fundamento estos preceptos. Las
gentes del XVIII español seguían regidos por unos ideales de colectividad y apoyo mutuo,
como por ejemplo las “sociedades de mozos” o los gremios, que prestaban un servicio
social a la comunidad en la que vivían, haciendo valer las tradiciones y las costumbres de
un determinado grupo.
Otro aspecto que se ha remarcado en este estudio es la polaridad social que alcanza
en este siglo una gran separación entre las personas, ya no privilegiadas, sino acomodadas
y el resto de la sociedad. Se puede observar con mayor fuerza la separación de la
burguesía del “pueblo llano”, llegando a ser casi un estamento independiente, a medio
camino entre el privilegiado y el pechero.
Un aspecto que se ha querido remarcar en este breve ensayo son las características
sociales y comunes de la sociedad, olvidados en la pedagogía académica. Nos hemos
acercado a unas situaciones desconocidas para la mayoría de alumnos de la carrera de
Historia, pues en sus planes de estudio no hay cabida a estos temas tan alejados de los
grandes bloques culturales de la Edad Moderna, pues recordemos que lo visto en este
estudio dista mucho de ser un bloque cultural, estas grandes culturas –Renacimiento,
Barroco e Ilustración– son culturas de elite y la pregunta que se deberían hacer es si
realmente influyeron de manera clara en la población; si realmente la mayoría de la
sociedad vio los cambios propuestos por los intelectuales del momento o si, en definitiva,
existe una cultura social alejada de la gran elite del momento.
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Vázquez Marín, Juana. (1992). El costumbrismo español en el siglo XVIII. Madrid:
Universidad Complutense.
Página | 39
La vida cotidiana en la España del siglo XVIII porFernando Herranz Velázquez se distribuye
bajo unaLicencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Página | 40
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