Los tatuajes de Amam

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Los tatuajes de Amam
Virginia Mendoza
Jóvenes armenias rescatadas. La pancarta dice: "Somos hermanas en pena". Colección
del Archivo Nacional de Armenia
Mi abuela sobrevivió al Genocidio Armenio. Bueno, casi.
JOUMANA HADDAD
Seguir con vida no siempre significa sobrevivir.
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Con la ropa rota y en los huesos, cinco mujeres lloran, duermen o mueren sobre un campo yermo.
Cinq Femmes es un cuadro de Jansem, perteneciente a su serie sobre el genocidio armenio. Un
cuadro que duele. Un homenaje a tantas mujeres ultrajadas de las cuales, miles, renunciaron a la
vida en vida para salvar a los suyos. De los pocos documentos gráficos que dan cuenta del
genocidio armenio, los únicos vivos entre cadáveres son mujeres y niños cansados y tristes que
esperan, lloran, caminan o huyen.
El Gobierno de los Jóvenes Turcos inició matanzas y deportaciones masivas que acabaron con la
vida de un millón y medio de armenios en el Imperio Otomano. Mientras los hombres eran
masacrados delante de sus familias, las mujeres y los niños que no eran quemados vivos, eran
obligados a caminar, hambrientos y sedientos, por un desierto infinito que se convirtió en un
cementerio al aire libre y un mercado ambulante de mujeres y niños. La alternativa, permanecer en
Turquía, era poco alentadora. Accediendo a matrimonios forzados y convirtiéndose en esclavas
sexuales, algunas mujeres armenias lograban salvar sus vidas y las de sus hijos.
Aunque el Imperio Otomano prohibió la esclavitud oficialmente en 1909, Yves Ternon está
convencido de que los mercados de esclavos fueron reabiertos para traficar con mujeres y niños
armenios. Según el periodista kurdo Mujgan Halis, los niños de cinco a siete años eran vendidos a
precio de cordero: cinco o diez kurushes. Una adolescente de catorce o quince años costaba dos
monedas de plata.
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La película Auction of Souls —también conocida como Ravished Armenia—, protagonizada por la
superviviente Aurora Mardigarian, y que abordaba la situación de las mujeres durante el genocidio
armenio, mostró, por primera vez, la realidad de las abuelas cuyos tatuajes tanto han inquietado a
sus nietos hasta hace muy poco. Convertida en esclava sexual para salvar la vida de su familia,
Aurora no dudó en escribir y protagonizar su propia historia en el cine, tras lograr huir a Estados
Unidos. Hacerse con una mujer cristiana en el Imperio Otomano era, según escribió Aurora en su
biografía, Ravished Armenia, así de simple:
Disgustar al mutassarif [comandante turco] es peligroso para un padre armenio. Cuando este
representante del sultán ve a una chica armenia guapa, desearía incluirla en su harén. Hay
muchas formas de intentar conseguirla. La manera en la que Husein Pasha pedía directamente al
padre de la chica que se la vendiese, era mediante la amenaza velada de que, si se negaba, sería
perseguido. Para realizar la venta legal de la chica y dar al mustassarif el derecho a convertirla en
su concubina, este solo tenía que persuadirla y obligarla a renegar de Cristo y a convertirse en
mahometana.1
Suzanne Jardalian, cineasta de origen armenio, creció sin entender qué escondía su abuela bajo
los guantes. Cuando supo que su abuela había sido violada, esclavizada y tatuada para que todos
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sus vecinos recordasen a diario su origen y su condición; cuando vio que no era la única que
había crecido haciendo la misma pregunta, grabó el documental Los tatuajes de la abuela.
Desveló, así,lo que, generación tras generación, las mujeres armenias se esforzaron en ocultar.
Estos pequeños tatuajes, antiguos amuletos en Oriente Medio, se convirtieron en estigmas y
detonantes del escarnio público al que eran sometidas sus portadoras. Las pequeñas marcas que
antes habrían dotado a las mujeres de fuerza, protección y fertilidad, ahora las anulaban como
mujeres, como personas, como parte de una familia y de un grupo cultural y religioso. El tatuaje
significaba, sencillamente, pertenecer a.
Las mujeres armenias que sobrevivieron a aquellas matanzas y permanecieron en Turquía solo
salvaron sus vidas en sentido estricto. Más bien se adentraron en un infierno que garantizase la
supervivencia de los suyos. Tatuadas como ganado para que todos supiesen de dónde venían y
en qué se habían convertido, eran forzadas a olvidar quiénes habían sido. Escribe Odette Bazil:
En algunas culturas, y no sólo en Armenia, si una mujer es violada por el enemigo y tatuada con la
bandera nacional y religiosa del enemigo entonces ella no pertenece a sí misma nunca más, ni a
su familia. Se convierte en la posesión de la mente y la voluntad del infractor, de su religión y de
su nación.
Los álbumes fotográficos de la danesa Karen Jeppe conforman una de las muestras más valiosas
de lo que sufrieron las mujeres refugiadas armenias. Jeppe viajó a Urfa, junto al Éufrates, en 1903.
En poco tiempo aprendió armenio, turco y árabe, renovó el sistema educativo e impartió diversos
talleres. Escondió a varios refugiados armenios en el sótano de la casa en la que vivía y en otros
lugares ocultos. Al final de la Primera Guerra Mundial, trescientos armenios habían salido de
aquella casa, disfrazados de kurdos, y se refugiaron en Dinamarca. Física y mentalmente enferma,
la danesa regresó a casa. Pero solo tardó dos años en trasladarse a Alepo. Una vez allí, pasó a
trabajar para la Liga de las Naciones, ayudando a liberar a miles de mujeres armenias de la
esclavitud.
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Cuando Emma termina de resumir la historia reciente de Armenia en base a su vida, pregunto si
ha conocido ancianas con la cara y las manos tatuadas. Dice que no, aunque intuyo que disimula.
Lo habitual es que estas mujeres, esclavizadas, envejeciesen en Turquía. Pero algunas
consiguieron huir, a costa de tener que soportar durante décadas la curiosidad, la temida
pregunta, el peso de un pasado del que renegar, reflejado en la cara y en las manos. En el espejo.
Desde otra sala, Hasmik, la nuera de Emma, nos interrumpe:
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—¿Qué has dicho? —pregunta— Mi bisabuela tenía esos tatuajes.
Hasmik termina sus labores y se une para contar lo poco que sabe, lo poco que le contaron:
—Yo tenía siete años cuando mi bisabuela murió. Crecí creyendo que tenía una marca de
nacimiento en la cara. Con el tiempo, fui consciente de que era un tatuaje. Era una marca azul y
redonda. Un círculo azul. Siempre intentó esconderlo y usaba monedas de oro del traje tradicional
armenio, sobre su frente, para disimular la marca. Cuando no tenía monedas, se tapaba la frente
con un pañuelo. Siempre que preguntábamos, nos cortaba. Decía: "Es una marca"; y cambiaba de
tema. Nunca habló de aquello con nadie. En realidad, nunca hablaba de sí misma. No solo sobre
los tatuajes, sino sobre ella en general y su vida.
Según cuenta Hasmik, su bisabuela, Amam, pudo escapar de Turquía porque pertenecía a una
familia adinerada, con lo que su padre pudo pagar por salvar su vida. La riqueza de Amam pronto
se desvaneció: cuando llegó a la Armenia soviética, siendo todavía una mujer joven y soltera, las
autoridades de la aldea a la que acudió le confiscaron todo el oro. La Segunda Guerra Mundial
estaba a punto de estallar cuando llegó al país del que se sentía parte. Ya en Armenia, se casó y
su marido partió a la guerra. Nunca volvió, aunque a su familia tampoco le consta que muriese.
—Los hermanos de su marido solían venir a llevarse el dinero y el oro que ella tenía, cuando su
marido se fue a la guerra. A veces, incluso, con la fuerza. Solía decir: "Estos armenios me están
haciendo lo mismo que los turcos" —recuerda Hasmik.
—¿Solo tenía una marca en la cara? ¿No le tatuaron las manos?
—También tenía tatuajes en los dedos de las manos. Eran números. Esos no los escondía. Ni
siquiera inventaba excusas cuando le preguntábamos por los números, como sí hacía cuando
preguntábamos por la marca de la cara. Simplemente, no respondía.
1 Traducción libre de un fragmento de la autobiografía de Aurora Mardigarian, Ravished Armenia.
Este es uno de los capítulos del libro 'Heridas del viento: Crónicas armenias con manchas
de jugo de granada', fruto del viaje de Virginia Mendoza por este "pueblo olvidado que se
aferra a la vida". Lo puedes comprar aquí.
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