La guerra Ruso-Japonesa

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¿Cómo mostrarse indiferente ante semejante conflicto? ¿Cómo no sentir interés
ante esta guerra y no importa cual otra
guerra que pueda estallar?... No hay u n
motivo mayor de aflicción como estas batallas entre los hombres.
Hablase de luchas de pueblos, de conflictos entre razas, de consecuencias que
pueda traer la victoria de una ú otra...
¿Pero qué importa todo esto? Yo no distingo de razas. Yo estoy siempre por el Jioni
bre, bien sea ruso, bien sea japonés. Y o
estoy por el obrero, por el oprimido, por
el desgraciado, que pertenece á todas las
razas. Y ocurra lo que ocurra, ¿qué es lo
que sacará él como ganancia de este choque
de los pueblos?
Esta guerra muestra dolorosamente has-
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ta qué puuto los hombres olvidan la noción
de su deber.
¡Cumplir el deber! ¿Saben ellos solamente lo que estas palabras significan?...
Por encima de los deberes que tienen los
hombres con la familia, la patria y la sociedad, está su deber con Dios, y si la palabra repugna, con el Todo, con una gran
T. Este Todo, que yo llamo Dios, está por
encima de las controversias individuales.
Haga yo lo que haga, nada puedo hacer que
no pertenezca á u n conjunto, pues yo no
soy más que una parte de una gran armonía. L a conciencia que yo tengo de la relación de m i ser con esta armonía, es lo que
se llama habitualmente espíritu religioso, y
esta conciencia es la que nos dicta los de
beres.
Pero estas nociones esenciales, los hombres las olvidan. ¿Es que acaso leen alguna
vez con el corazón el libro de los libros, el
Evangelio?... Ellos se obstinan en perma
necer en el estado de barbarie. Y nosotros
les vemos, por causa de esto, comprometerse deliberadamente en guerras vergonzosas, sin decirse que el primer deber, el
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deber más esencial de los seres que piensan, es el de abolir la guerra.
* *
Pero los hombres van como locos, como
máquinas ciegas, que ruedan, rugen y destruyen al azar.
E l sentimiento de la responsabilidad no
se ve por parte alguna. Y cada uno transporta sobre el vecino el peso de sus propias
faltas.
Si yo fuera emperador, ministro, periodista, soldado, yo me diría: ¿Tienes tú el
derecho de ordenar la guerra, ó de seguirla, ó de aconsejarla, ó de impulsarla, ó de
aceptarla y servirla?... No; ocurra lo que
ocurra, bajo ningún pretexto y por la causa que sea, tú no tienes ese derecho, pues
no existe una guerra, una tan sola, que
valga el sacrificio de una sola vida humana
ni el gasto de u n solo kopek. Emperador,
ministro, periodista, soldado, tú eres u n
hombre; nada más que u n hombre. T ú has
sido arrojado sobre la tierra para u n fin
superior y para cumplir una misión que no -
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llenarás por entero, ya que eres débil, pero
hacia el cumplimiento de la cual debes
marchar sin reposo. T ú faltas á esta misión
y reniegas de t u destino si ordenas la violencia, si la provocas, ó la preparas, ó la excusas, ó te prestas á su cumplimiento. No
hay en la vida una ley superior á la repugnancia que inspira el asesinato.
Y cuando yo me digo esto, aunque fuese emperador, ministro, periodista ó soldado, antes que aceptar la más pequeña parte
de responsabilidad, por ínfima que ésta
fuese, en el hecho de la guerra, yo me rebelaría, guardando, con la conciencia de m i
deber, la voluntad para cumplirlo.
Si de mí dependiese la guerra, yo abandonaría á los japoneses Petersburgo, Moscou, Yasnaia Poliana, donde está m i hogar,
todo lo que ellos exigieran... Pero ¡ay!
¿quién piensa ahora en el deber? ¿quién
piensa ahora en la razón? H a y una cosa
más triste aún, si esto es posible, que el
espectáculo de la guerra, y es el espectáculo de la quiebra de la razón humana.
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Sé bien que muchos excusan la guerra
como favorable para el progreso humano,
y dicen que, mediante ella, los hombres que
gozan el privilegio de una civilización adelantada, aprovechan su fuerza atractiva
para arrastrar á los que vienen en el atraso.
Así es como se razona hoy día, como
razonan, al menos, muchas personas de
pretendida sabiduría, y este razonamiento
es cómodo para justificar todas las empresas, así las buenas como las perversas.
Yo admito,- sin embargo, este razonamiento. Yo consiento en aceptar que la civilización lleva en ella una fuerza activa y
educadora. Pero yo pregunto: ¿dónde reside
la civfilización? ¿Por qué queréis que forzosamente la coloque yo en Europa? ¡Porque
los europeos, que se han creado contra las
voluntades naturales muchas necesidades
artificiales, ocupan su genio en satisfacerlas! ¡Porque han inventado los caminos de
hierro, el telégrafo y un sinnúmero de cosas
más!... Pues todas estas adquisiciones de la
pretendida civilización, me parecen invenciones propias de la barbarie. Ellas sirven
y adulan los más bajos instintos del hom-
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bre. A l revés de los que creen que ellas le
confieren cierta superioridad moral, yo veo,
al contrario, que el empleo que dé el hombre á su inteligencia es casi siempre en favor del mal, no del bien.
Se me dirá que el hombre civilizado no
crea únicamente instrumentos de guerra,
sino instrumentos para la comodidad material; y se me dirá, sobre todo, que crea las
máquinas que ayudan al hombre en duros
trabajos. Esto último es cierto; pero ¿por
qué hay trabajos duros sino porque el hombre se ha creado necesidades violentas? L i mitad vuestras necesidades y ahorraréis
fatigas morales y sin número á una multitud de vuestros semejantes.
¿De qué utilidad me son el tapiz que
•cubre la mesa en que escribo, los adornos
de la sala en que estoy 5^ todo el confort
que me rodea? ¿No sería yo capaz de seguir
subsistiendo si me viera privado de todo
esto?... Y sin embargo, es para proporcionarme este bienestar superfino, que hombres y más hombres, generaciones enteras,
han penado y sufrido, padeciendo toda
clase de dolores. ¿Por qué? Porque yo soy
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«un hombre civilizado». L a felicidad humana y la verdadera libertad consisten en
domar los apetitos, y las invenciones modernas; aguzando y excitando estos apetitos, no logran otra cosa que perpetuar la
esclavitud.
Hay quien dice que en la presente guerra, ya que uno ú otro pueblo ha de ser el
vencedor, la justicia demanda que el Japón
sea el vencido, ya que los japoneses fueron
los primeros en agredir.
Los que así hablan, ¿están verdaderamente seguros de que el Japón haya sido
el agresor?
¿Cuál es el verdadero responsable? ¿El
que dispara el primer cañonazo ó aquel que
ha exasperado antes al adversario, impulsándolo á una desesperada violencia?
Entre la Rusia y el Japón, ¿quién podrá
determinar la escala y los límites de los
mutuos engaños?...
Estoy pronto á reconocer que si la Rusia, sin derecho alguno, ha ocupado la
Mandchuria, sin derecho alguno también
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pretende intervenir en ella el Japón, y reconozco igualmente que el Mikado no tiene
ninguna razón aceptable para mezclarse en
u n asunto que sólo interesa á Rusia y á
China... Pero existe la Corea, y es por la
Corea por la que los japoneses han emprendido la lucha. Si los rusos no hubieran
mostrado el deseo de introducirse en este
país, si no existieran por debajo de los actuales sucesos (á juzgar por lo que me han
contado) ciertas historias de adquisiciones
agrícolas, sostenidas por la corte rusa, es
m u y probable que el Japón no hubiese
osado comenzar. Y si todo lo que ha precedido al período activo de las hostilidades
fuese conocido en detalle, se vería, sin duda
alguna, que hay lugar para hacer u n reparto más equitativo de responsabilidades, no
tocándole la menor parte á la Rusia.
• *
**
Pero todas las consideraciones sobre el
por qué y el cómo de esta guerra son para
mí secundarias. U n sólo hecho me interesa:
¿esta guerra avanzará ó retardará la hora
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de la paz humana? Indudablemente la retardará, y esto es lo que debe constituir
nuestra aflicción. L o demás no debe importarnos. Yo sé de muchos rusos que, aspirando á la libertad y revolviéndose bajo el
peso odioso del régimen, sostienen esta
tesis. Ellos dicen que la derrota ñnal de los
ejércitos rusos no atacaría n i al prestigio
ni á las fuerzas vitales de la inmensa población de Rusia, sino que, por el contrario, daría como resultado la debilidad y el
decaimiento del régimen actual. Añaden
que aunque la guerra terminase felizmente,
produciría, por repercusión, u n enardecimiento de las indolentes masas populares,y
que en uno ó en otro caso conviene estar
atentos para recoger los beneficios de la
guerra.
He aquí u n razonamiento pobre, u n
método simple digno de desprecio. Del m a l
no puede surgir más que el mal, y para el
filósofo, la guerra no será nunca una condición necesaria de la paz. L a Rusia no es
más que una parte del Universo habitado.
Por encima de ella está la humanidad: por
encima de la humanidad está el principio
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de líi vida; y es el atentado que se realiza
contra el principio de la vida y la ley eterna lo que hay que considerar.
Contempladas las cosas desde esta altura, ¿qué nos puede importar la suerte particularísima de la Rusia? ¿Vamos acaso á
subordinar á ella los intereses esenciales de
la vida y los imprescriptibles deberes morales? ¿Olvidaremos acaso por el interés de
Rusia que toda batalla que se libra en u n
punto del universo despierta sobre el universo entero repercusiones terribles y que
mucho más allá de adonde llegan las balas
y los obuses ella esparce sobre toda la tier r a el contagio de la muerte?... /
Todos los razonamientos en favor de la
actual guerra son pueriles. Cuando yo oigo
lo que dicen muchos rusos ciegos, piensoen u n asesino que, habiendo deliberado
fríamente herir á cualquiera, vacilase en el
último momento y suspendiera el golpe por
miedo á manchar el traje de la víctima.
L a humanidad y la civilización sufrirán
lo mismo si triunfan los rusos que si t r i u n fan los japoneses.
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Dicen muchísimos que el Japón es u n
pueblo bárbaro y que su civilización es
aparente, algo así como una decoración de
día de fiesta. Añaden que lo único que han
tomado de Europa son sus cañones, sus
acorazados, sus organizaciones militares y
políticas; armas, en fin, para batirse mejor.
¿Son realmente los japoneses tales como
los pintan? Yo no los creo así, y quisiera
que me diesen la demostración de lo contrario. Ellos son como son: he aquí todo,
con las mismas cualidades y defectos comunes á los otros hombres. ¿Decís que ellos
han tomado de la civilización occidental lo
que ésta tiene de peor? ¡Ah! es bien posible. Hay u n autor que yo leo con frecuencia: es Pascal. Y Pascal ha escrito esto:
«No se imita la castidad de Alejandro el
Conquistador, pero se busca imitarle en sus
conquistas.» Del mismo modo, es m u y probable que el Japón no haya imitado hasta
ahora á Europa más que en sus defectos;
pero al menos guarda sus caracteres propios y persigue su evolución como nosotros
perseguimos la nuestra. Estad seguros de
que su turno llegará, y entonces se des-
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arrollará, y perfeccionará según la ley general.
*
**
¿Y por qué los japoneses han de ser u n
pueblo inferior, como pretenden algunos?
Y o los considero poco más ó menos en la
misma situación que estaban los rusos bajo
•Catalina I I . Acaban de salir de la barbarie
y se emancipan de la servidumbre. Siguen
su marcha y adquieren conciencia de lo que^
son y valen. ¿Hay algo más legítimo? ¿Con
qué derecho el Occidente puede oponerles
obstáculos? ¿Con qué pretexto lícito se
puede impedir su desarrollo?... Pero no es
por esto por lo que se osa censurarles. Se
les ataca de costado y se hace presa en sus
debilidades. Por esto se hace burla, á falta
<ie mejores argumentos, de que en el Japón
se nombren duques, marqueses y barones.
¡Hermosa justicia! ¿Es que acaso entre
nosotros se conocían nobles antes de Pedro
e l Grrande? ¿A quién debe su existencia la
nobleza rusa sino á este emperador?... Yo
soy conde, ¿y por qué soy yo conde? Porque el primero de m i familia lo fué. ¿Y por
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qué un japonés de talento, como M r . I t o ,
no ha de ser tan marqués como yo soy
conde?...
* *
Á falta de otras razones se alega que la
raza amarilla marcha á gran retraso de la
blanca, y se añade que la simpatía del
blanco debe estar al lado del combatiente
blanco. Esto es sencillameu'^e falto de toda
razón. Se pregunta dónde están los progresos de la raza amarilla, fijándose en la
China, cuya evolución parece estancada
después de millares de años.
Pero nosotros, los europeos, conocemos
muy mal el mundo asiático. ¿Quién lo ha
estudiado, quién ha penetrado en él, excitando su conciencia? Yo veo que los chinos
y los indos no son pueblos guerreros; que
ellos desprecian la guerra y á aquellos que
la hacen; que su Buda estipula como regla esencial la prohibición de dar la muerte
aunque sea á un insecto. Esto es algo: esto
representa una superioridad verdadera sobre nosotros. Yo veo que ellos no matan.
Yo veo, en los relatos de los viajeros, que
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ellos son leales en sus negocios, que respetan su palabra y no mienten jamás. H e
aquí otra cosa que no es muy común en
Europa.
Reconozco imparcialmente que en muchas cosas son bárbaros y que practican l a
tortura contra sus semejantes. ¿Cómo explicarse esto?... Pero sus filósofos han formulado pensamientos eternos.
Recordad á Confucio y á Buda. ¿Hay
en la historia de la humanidad pensadores,
moralistas y apóstoles, que sean más generosos y más nobles que éstos? Pues los dos
eran de raza amarilla.
Y si los japoneses son crueles, ¿no lo
somos nosotros también? ¿Se ha hecho l a
cuenta de las atrocidades inscritas en el
pasivo de este mundo que pretende ser
civilizado? Una dama, amiga mía, me ha
contado un hecho horrible ocurrido en la
Mandchuria. Fué durante la construcción
del ferrocarril transiberiano. U n día se
descubre no sé qué atentado contra los
trabajos de la línea. Los culpables son desconocidos y no dejan rastro alguno. L a
autoridad abre una información que no da
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resultado. Pero como para la autoridad no
es tolerable que un hecho penado quede
impune, y como para ella es necesario castigar, sea el que sea, se prende á capricho
á cuarenta chinos de los alrededores. Se les
hace entrega de palas y de picos, y se les
obliga á abrir un gran foso. Cuando el foso
está terminado, se les coloca en línea á lo
largo de sus bordes. Después, á una señal,
una tropa de cosacos se precipita sobre
ellos, y con los pies, con los puños, á sablazos, á golpes de culata y de látigo, los
hacen caer en el agujero, y muertos ó heridos, sin reparar en que los más de ellos
aun viven, se les cubre de tierra hasta rellenar el foso y se nivela el suelo... T a l vez
allí crezcan ahora nabos ó remolachas que
servirán para n u t r i r nuestros ejércitos. ¡He
aquí nuestra civilización!
¿Cómo decir, pues, que la civilización
ganará algo con el triunfo de la Rusia ó
del Japón? ¿Dónde está la civilización?
¿Está con los amarillos? ¿está con los blancos? ¿Dónde se ven sus actos? ¿Dónde se
tocan sus resultados en Europa? ¿Es que el
mundo avanza ó es que retrocede?... H a y
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horas en que se siente agonía al proponerse
esta cuestión.
Los pueblos europeos aparecen con toda su barbarie cuando intentan colonizar á
los que consideran salvajes. Francia, Alemania, Rusia, Italia, la misma Inglaterra, en
el asunto del Transvaal, todas las naciones
proceden de igual modo. ¿Dónde encontrar
un pensamiento de verdadera civilización
en la obra colonizadora de Europa?
Las invenciones modernas no prueban
nada en favor del desenvolvimiento de la
moralidad humana. Yo no soy m u y seusi
ble para los caminos de hierro, el telégrafo,
el teléfono y todas esas conquistas por las
cuales el hombre piensa demostrar el progreso, y que no atestiguan en él más que
un egoísmo refinado.
Nosotros nos asombramos ante las P i rámides, preguntándonos con extrañeza;
«¿Con qué fin se realizaron estos prodigiosos amontonamientos de piedras?...»
Y bien; todas esas invenciones de la civilización son nuestras Pirámides. T a l vez
dentro de algunos miles de años vendrá u n
pueblo que, al encontrar sus vestigios, se
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dirá: «¿Qué gentes eran aquellas tan singulares, que se imaginaban que el i r rápidamente de un punto á otro era una función
esencial de la vida?...» Y ese pueblo tendrá
razóu. Yo no he comprendido nunca la utilidad de los viajes.
Los viajes, cuando no tienen u n fin inmediato de trabajo, sólo sirven para que
los hombres pierdan su tiempo. No es
cierto que infiuyan sobre el pensamiento.
El verdadero pensamiento es planta que
crece entre las rocas salvajes. Se nutre de
sí mismo y es el producto de su propia
substancia. Epicteto, Sócrates y Platón no
iban en ferrocarril. Spinoza vivía en su
agujero. Descartes junto á su estufa y K a n t
era un solitario. E l pensamiento es la obra
suprema del trabajo, y el trabajo no es posible n i fecundo más que en el silencio y el
retiro.
Algunos se preguntan con horror cuál
sería la suerte de Rusia si los hombres
arrancados al trabajo por la movilización
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militar se negasen á tomar las armas y á
hacer la guerra.
Yo declaro que esto sería una gran victoria para la civilización y la humanidad.
M i conciencia me dice que el matar, sea
cual fuere la forma de que se revista y el
pretexto que lo encubra, es execrable: que
la guerra es una vergüenza monstruosa,
una aberración sanguinaria, y que todo el
que prepara la guerra es digno de condenación.
No; no hay nada más vergonzozo que
ese servicio militar obligatorio, que alista á
todos los hombres, contra su voluntad, á la
edad de la ternura, para trabajo de criminales. ¡Jamás ha visto el mundo nada semejante! E n los bárbaros tiempos de Gengis K h a n no mataban más que aquellos que
tenían afición á la carnicería. Las gentes
gozaban el derecho de quedarse en sus casas, de cultivar sus tierras, de v i v i r en paz,
de soñar, de hacer el bien.
E l mundo moderno, vuestro mundo civilizado, es más feroz que Gengis-Khan. A
todo hombre le pone un fusil en las manos;
á todo hombre le da la orden de matar; y
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si el hombre arroja el arma y rehusa ser
homicida, se le trata como si fuese u n de
lincuente. ¿Cómo aceptar esto? ¿Cómo no
se revelan las conciencias? ¿Cómo no se fija
el mundo en el escándalo de esta tiranía
asesinadora?... ¿Y qué hacer, qué intentar,
mientras dure este estado de cosas? ¿Cómo
ennoblecer las almas mientras ellas se encorven bajo tal servidumbre? Esto produce
inmensa aflicción. No, no; basta de compromisos con el servicio militar. Todo hombre,
sea quien sea, si tiene la noción de su deber
y el respecto de su conciencia, debe, ante
todo, y cueste lo que le cueste, rehusar t a l
servidumbre.
Si en la vida normal se propone á cualquier persona que coja u n cubillo y asesine al primer desconocido que pase por la
calle, no lo hará, porque moralmente le
será imposible. Si el deber cristiano estuviera en el fondo de las conciencias, le sería del mismo modo imposible á todo hombre el tomar u n fusil y servirse de él contra
sus semejantes que ningún daño le han
hecho.
¡Ah! Es necesario que yo sea sincero.
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Yo no me siento en el fondo de m i ser
completamente libertado de la noción del
patriotismo. Por atavismo, por educación,
persisten en mí, contra m i voluntad, los
restos de un sentimentalismo egoísta. Me
es preciso hacer intervenir á m i razón y
recordar m i deber esencial, y entonces es
cuando me digo, sin ninguna reserva de m i
conciencia, que no existe ninguna razón en
el mundo que sea superior á la razón de
humanidad.
Esforzándome para hacer amar á los
hombres la paz y la concordia, no he soñado, sin embargo, jamás que estas exhorta
ciones puedan producir frutos inmediatos;
yo no he creído nunca que el mundo pueda
ser conquistado de un golpe por la fraternidad universal. Es más, si el muudo marchase ya por el camino de la paz, m i esfuerzo sería pueril y vano.
L a guerra actual no es más que una
manifestación de la locura homicida de los
hombres.
Ella debe afligir á todos los seres de
conciencia y de deber sin sorprenderles
gran cosa.
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El prodigio maravilloso sería que nos
fuese dado asistir á la reconciliación definitiva entre los hombres.
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Yasnaia Poliana, Septiembre 1904.
TOLSTOI.
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