¿Qué modelo de juez? - Jueces para la Democracia

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¿Qué modelo de Juez?
por Perfecto Andrés Ibañez
Exponentes de la actual mayoría en el Consejo General del Poder Judicial han hecho algunos
pronunciamientos expresivos de que entre sus proyectos se encuentra la reforma del plan de
estudios vigente en la Escuela Judicial para la formación inicial de los jueces. Lo cuestionado
es la validez de la línea seguida en ese centro. Entre otras cosas, se dice, por su inspiración
francesa, supuestamente inadecuada al perfil de los jueces españoles en ciernes, que al haber
superado una oposición son ya, por su nivel de conocimientos, auténticos profesionales.
Para ingresar en la magistratura francesa es preciso, tras la licenciatura, cursar una especie de
master impartido en ciertas universidades que habilita para concurrir al examen de acceso a la
Escuela Nacional de la Magistratura, con sede en Burdeos. Tal prueba incluye cuestiones de
cultura general y específicamente jurídicas. Y es, obviamente, en ese centro donde se imparte
y adquiere la formación específica para el ejercicio de la jurisdicción.
La Escuela española actual, con sede en Barcelona, trae parte de su inspiración, es cierto, de
la francesa: algo por demás sensato cuando ésta concentra la experiencia más acreditada en
la materia, y, además, se inscribe en una corriente de cultura de la jurisdicción que tiene mucho
que ver con la nuestra. Pero, en contra de lo que parece insinuarse, la formación actual de los
jueces españoles no se hace de espaldas al dato de que han ganado una oposición, sino todo
lo contrario. Precisamente se parte de él, con objeto de aportar al bagaje del juez-alumno lo
que la oposición no le da. Y también para contribuir a desterrar ciertos hábitos no deseables
que son fruto de una disciplina de aprendizaje profundamente irracional. Porque la oposición se
funda en la asimilación memorística de una cultura jurídica de manual, que poco tiene que ver
con la compleja realidad actual de los modernos ordenamientos y con la calidad de las
respuestas que nuestras sociedades, particularmente ricas en problemas, demandan de sus
jueces.
De la oposición suele afirmarse como ventaja que favorece el conocimiento del derecho y la
objetividad de la valoración en el acto del examen. De este modo, se la presenta como si se
tratase de un mero expediente técnico sin otras implicaciones. Pero el asunto dista mucho de
ser tan simple y, además, presenta algunos perfiles decididamente negativos.
Ese sistema de selección, de tan rancia ejecutoria entre nosotros, está asociado a un dudoso
modelo de juez y a una opción organizativa y cultural de la magistratura que deja bastante que
desear. En efecto, uno y otra responden a la concepción napoleónica de la administración de
justicia, articulada de una forma piramidal, cuyo vértice se integra en el poder ejecutivo a través
de una élite judicial designada políticamente: las viejas Cortes o Tribunales Supremos, con
relevantes funciones de control ideológico, por la vía del gobierno de la carrera. En semejante
contexto, el juez, siempre marcado de cerca por el superior jerárquico, que dispone de sus
expectativas de promoción, es concebido como un dispensador casi mecánico, de respuestas
codificadas. Por eso su formación puede reducirse a memorizar un catálogo cerrado de éstas
bajo la direción del preparador, magistrado que escucha temas a quien -'encerrado en casa y
sin salir más que a misa los domingos y fiestas de guardar, hasta nueva orden' (Ríos
Sarmiento)- protagoniza no sólo un cuestionable trámite formativo sino casi una liturgia
penitencial. Que tiene un desarrollo coherente en la atribución de cierto tinte de consagración a
la investidura formal del ingreso. Es así como se explica el sentido y la función de la Escuela
Judicial entre nosotros durante la segunda mitad del pasado siglo. Un centro, no de formación,
sino de confirmación de profesionales que sólo precisarían del aprendizaje de algunas rutinas
burocráticas, de la adquisición de ciertos saberes de arte menor, poco más que simples reglas
de cortesía institucional.
Pues bien, si algo sugiere una reflexión sobre las vicisitudes de estos años en materia de
justicia, es la clara inviabilidad actual de ese diseño de formación judicial y de juez (por lo
demás, de conocida funcionalidad a proyectos políticos autoritarios). Porque no prepara para el
ejercicio de la independencia; porque el derecho realmente vigente no es reductible a esa
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suerte de recetarios que son los libros de contestaciones; porque su aplicación está lejos de
agotarse en la mecánica del tópico silogismo. Y porque el ejercicio de la jurisdicción en medios
sociales tan dinámicos, plurales y conflictivos como el actual es algo que no se aprende sólo en
los libros, ni en el aislamiento del cuarto de estudio, ni desarrollando pacientemente la habilidad
de recitar temas a ritmo de vértigo.
No hay que ser un lince para darse cuenta de que los clásicos reproches de ritualismo vacío,
exceso de burocratización, hermetismo del discurso, dificultades de comunicación, dirigidos a
los jueces, más que expresivos de alguna patología ocasional, tienen ciertamente que ver con
el aludido estereotipo, celosamente reproducido y cultivado. E implícitamente reivindicado en
las insinuaciones críticas del actual proyecto docente de la Escuela de Barcelona.
A estas alturas, existe cierto consenso acerca de que el tradicional sistema de oposiciones no
es una panacea. Incluso quienes lo defienden propenden a reconocer que su virtud es la (bien
modesta) del mal menor. Y es cierto que, comparado con procedimientos de selección como el
que rige en los medios universitarios, ofrece algunas garantías de objetividad en la valoración y
representa un freno al nepotismo en la política de nombramientos. Pero, si es verdad que esa
ventaja justificaría la pervivencia del modelo, en tanto pudiera habilitarse -con la necesaria
reflexión- otro más apto, no es argumento bastante para su perpetuación sine die y, sobre todo,
sin correctivos de fondo.
El problemático modelo español, en el que, en general, no se puede llegar a ser juez si no se
adquiere la capacidad de disparar irreflexivamente -pensar está reñido con el cronómetrocierto número de temas en un tiempo récord, no es en sí mismo defendible. Esencialmente,
porque no asegura la clase de aptitudes necesarias para ejercer adecuadamente la
jurisdicción. En efecto, cifrarlo todo en el desarrollo de la memoria no confiere, desde luego, la
mejor habilitación para resolver situaciones de conflicto, valorar cuadros probatorios complejos,
aplicar un orden normativo no siempre claro en sus prescripciones, dictar sentencias cuyo
alcance trasciende cada vez con más frecuencia el horizonte del caso... Y hacerlo, casi de
manera habitual, con el inevitable plus de tensión que aporta el saberse objeto del interés de
los media.
Así las cosas, no puede ser más claro que el papel de la Escuela Judicial cobra una relevancia
de primerísimo orden: porque tiene que aportar aquello que no cabe esperar de la oposición; y
porque, paradójicamente, deberá contribuir a neutralizar algunos perniciosos efectos de ésta.
Aceptando, es una hipótesis, que el que ha superado esa prueba sabe todo -o al menos lo
esencial de- lo que tendría que saber, se habrá de convenir que lo sabe de una forma no sólo
imperfecta, sino incluso inadecuada; puesto que en el peculiar aprendizaje no ha habido lugar
para el desarrollo de la capacidad de operar reflexivamente con los conocimientos adquiridos.
De aquí suele concluirse, con simplismo, que la oposición forma teóricamente, por lo que el
déficit sólo sería de habilidades prácticas, es decir, accidental. Pero únicamente quien esté
dispuesto a engañarse podía confundir almacenamiento pasivo de datos inertes con saber
realmente practicable, ya que cultivar la memoria no es formar la cabeza.
Pues bien, de esto es de lo que se trata: de enseñar a discurrir operativamente con categorías
jurídicas hasta la fecha sólo asimiladas in vitro; de recuperar para éstas una dimensión
problemática esencial artificiosamente amputada; de generar hábitos de reflexión que, junto al
referente normativo, integren la consideración equilibrada de los intereses de las partes en
conflicto y de las posibles consecuencias de la decisión. A lo que hay que agregar que no basta
decidir bien, en conciencia, sino que la resolución deberá construirse como texto
suficientemente explicativo, en cuanto dotado del necesario rigor argumental. No parece, pues,
que lo pendiente tras la oposición sea un mero complemento. Y si no lo es en el plano de la
formación jurídica, menos aún en el de la educación de la sensibilidad en la vertiente humana
(individual y social) de los problemas; materia ésta en la que los jueces tienen, desde antiguo,
una asignatura pendiente, que no es precisamente una maría.
La Escuela Judicial en su versión actual representa un esfuerzo -el primero creíble, diríarealmente serio para compensar el déficit de formación inicial de los jueces; que, precisamente,
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recién ingresados tienen que afrontar la etapa más difícil de su vida profesional, la de los
órganos unipersonales de competencia mixta, civil y penal. Y constituye una propuesta que va
mucho más allá de la mera importación mimética de alguna fórmula extraña, como, con
ligereza indisculpable, habría tratado de sugerirse; puesto que, con racionalidad y eficacia, sale
al paso de carencias bien reales del juez actual de nuestro país. A esto habría que agregar que
tal esfuerzo lo ha protagonizado un equipo docente francamente plural en su composición; en
el que ese ingrediente de diversidad de las procedencias y las posiciones, en vez de
representar un obstáculo para el entendimiento, se ha integrado como factor de dinamismo
cultural.
Pues bien, son buenas razones para reclamar a la mayoría del Consejo que, antes de poner en
riesgo lo que seguramente es la más feliz aportación a la mejora de la justicia, de todos estos
años, abra un prudente espacio público de reflexión a muchas voces, haciendo explícito,
primero, con total transparencia el modelo alternativo que se sugiere, si es que realmente
existe.
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