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DISCURSO
DEl
ILMO. SR. D. EDUARDO CARRETERO MARTÍN
LA ESCULTURA: ARTE Y MEMORIA
Apasionados
Altura 53 cm.
Señor Director,
Señores Académicos,
Señoras y Señores:
N
uevamente la generosidad
de esta ilustrada corporación me trae a
Granada, mi cuna, para recibir un honor que entiendo se ofrece en
mi persona al arte de la escultura, por el que fui elegido hace tanto
tiempo y al que he consagrado lo mejor de mi esfuerzo en la plenitud, y en
todo momento pensamiento y voluntad. De ellos surge la reflexión que deseo
compartir con los miembros de esta Institución, cuya preocupación por la
Ilustración y la cultura tan plenamente comparto.
La permanencia –inseparable de la materialidad– ha constituido históricamente la razón poética de la escultura. Su función resulta asimismo de la
necesidad humana de expresarse más allá del propio tiempo. De ahí la vocación
monumental de la escultura, que se asocia con la función rememorativa del
arte teorizada por el gran historiador vienés Alois Riegl. Es su capacidad de
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permanecer, o su confianza en los valores de la permanencia, lo que hace que
en el pensamiento y la cultura la plástica se asocie con las ideas de arte de la
memoria por excelencia y permanencia patrimonial.
El resto de las expresiones artísticas parece siempre en una primera apreciación responder a realidades materiales más fungibles, más perecederas,
más llamadas a desaparecer en la hipótesis de una catástrofe o ante la acción
destructora del tiempo, frente a la presencia sustancial de lo escultórico, que
se aparece dotado de una cualidad material y una fuerza poética y expresiva
–aún incompleto o reducido a fragmentos–, que semejan capaces de resistir
el tiempo o de darle un nuevo significado.
Ésta es la razón por la que el primer objeto de la plástica es lo sagrado.
Los cambios que modernamente se han producido en la significación y la
valoración del sentimiento religioso no pueden ocultar ni cancelar el hecho de
su carácter natural en el ser humano, de la cualidad espiritual que conforma
la naturaleza humana. Un sentimiento inseparable del deseo de permanecer
que la trascendencia representa. Por ello la imagen de la divinidad en las más
diversas culturas, o los exvotos, así como el conjunto de los signos del rito y
la devoción, se confiaron a la piedra y a la expresión escultórica.
También recurrió a ella el poder en su voluntad de permanencia y la imagen
de lo social siguió vías idénticas. Porque desaparecido el poder permanece el
arte. De la democracia de la Grecia antigua el signo más vivo es la estatuaria.
Caídos regímenes y civilizaciones, destruidos pueblos, quedan restos escultóricos que proporcionan un imborrable testimonio de su vida. El monumento
plástico resulta de una voluntad histórica, pero la trasciende; a la función de
conmemorar el poder sucede otra forma de la memoria, no política sino artística.
Cuando concluye la memoria del hecho histórico que diera lugar al monumento queda la escultura. La ambigüedad significativa de la Victoria de
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Samotracia deriva de la pérdida de información sobre su conmemoratividad,
ofreciéndose como escultura, con el valor de un símbolo artístico y una función
esencialmente estética. Si la Memoria tiene una vigencia limitada y cambiante
el signo plástico posee el sentido de la ilimitación y la universalidad, así sucede con los burgueses de Calais que simbolizan la tragedia humana universal
independientemente del episodio histórico que los origina.
La escultura de la Memoria por excelencia, nacida con la Antigüedad,
perdió prestigio entre el público y la crítica en la segunda mitad del siglo
XX. (Un desprestigio del que ahora se recupera, y lo logrará si no cae en el
error de llenar las ciudades y rotondas de expresiones banales). La razón de
su devaluación fue el prejuicio adverso hacia la escultura burguesa del siglo
XIX que alimentó la modernidad, en el deseo de matar al padre, cometiendo,
por ejemplo, la manifiesta injusticia de negar a Benlliure. En la que entra la
aversión a las Exposiciones Nacionales, aunque éstas mantuvieran vivo el arte
y alimentaran la inquietud creativa antes de que el mercado los dominara, y el
artista quedara a su merced. La sociedad por esta vía terminó confundiendo
valor y precio.
Es necesario poner a dialogar la tradición con la modernidad como ya
hicieran los hombres de la Generación del 27. Y sobre todo recordar que es
para el hombre para quien se crea. La obra de arte es la forma más alta de humanización. Al proyectar un monumento, en el proceso de construcción de la
memoria artística, ésta es la primera idea que debe dominar la concepción de
la obra. Que está destinada al hombre, a la vida no al crítico o al conocedor,
o a ser vista con la mirada de los museos. Debe responder a las exigencias
del lugar y a las del objeto de la representación. La piedra y el pensamiento
deben conducir su traducción en idea plástica. Y finalmente llevar a su expresión formal.
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En este proceso se hace necesaria una reflexión. El material tiene memoria
propia, ésta es inseparable del medio, de la Naturaleza y su Historia. El creador
tiene necesariamente que interpretar la cualidad de la materia que utiliza. Del
rigor en esta interpretación resulta algo tan esencial como la adecuación entre
obra e Historia y Naturaleza. Esto hace que la piedra y el pensamiento sean
la esencia de la creación no el crítico o el museo.
La escultura monumental junto al retrato va a constituir lo esencial de la
obra de quien les habla. Emociona el recuerdo de la etapa juvenil en que la
realidad se mira con ojos permanentemente nuevos, que en nuestra generación
prestaba la modernidad, que será la de los primeros retratos realizados. Era
una adolescencia primaveral, previa a la memoria. Ésta se haría presente con
el drama civil. La guerra me pondría ante el primer proyecto monumental,
el monolito a los caídos de las Brigadas Internacionales en el escenario de la
batalla del Jarama. Una obra que desaparecería, tal vez simbólicamente, como
las esperanzas de juventud histórica que interpretaba.
La posguerra significó una difícil madurez, que participaba de los rasgos
morales y el estado de ánimo de la sociedad. La imposibilidad de estudiar en
la Academia, que forzaba a crear un modelo de autoformación, con una estética realista, la del retrato de mi hermano, los autorretratos, y finalmente el
proyecto monumental de los Evangelistas del Colegio Isabel la Católica, del
arquitecto Wilhelmi, en Granada.
La relación arquitectura-escultura es, según he llegado a entender, de una total complementariedad. La que mantuve con Fisac, Fernández del Amo, Gortari
o Ignacio Gárate representó un proceso importante en mi comprensión de la
plástica monumental. Mi aprendizaje junto a Fernández del Amo, que derivó en
un afecto familiar, supuso una extraordinaria experiencia en un tiempo difícil.
Encargado por el Arzobispado de evaluar los daños en las iglesias de las Alpu-
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jarras, viajamos por la comarca y compartimos conversaciones sobre arte. La
figura del arquitecto, premiado y valorado internacionalmente, se corresponde
con la de un extraordinario pensador enamorado de la arquitectura, en todo
original, pero sobre todo en la defensa de la que él denominaba “arquitectura
sin arquitectos”, la para él inagotable fuente de la arquitectura popular.
La colaboración con Fernández del Amo se produjo en un tiempo de difícil
recuperación del reciente drama histórico. Comenzó en Regiones Devastadas,
en Almería y Granada siguió con la valiosas experiencias propiciadas por el
Instituto Nacional de Colonización. El poblado de Vegaviana en Extremadura,
por citar tan sólo algún ejemplo, fue premiado por el respeto a la naturaleza,
conservación del arbolado, y por partir de una rigurosa concepción de la
arquitectura popular. La visión de aquel momento ha presidido mis propias
experiencias constructivas y mi relación con el pueblo de Chinchón en que
habito y sus naturales.
La planificación urbana, la arquitectura y la escultura que la adornaba
fueron fieles a la convicción, en una era difícil, de que tales técnicas y artes
humanizan el espacio, mejoran la vida humana. El programa de del Amo era
de indiscutible arquitectura moderna respetando las tradiciones populares. La
escultura también optó por la modernidad. En los proyectos y el arte religioso,
por ello, abundaron los conflictos con el gusto conservador de cierto clero que
no se identificaba con las tipologías de las iglesias y el nuevo arte religioso por
excesivamente modernos. Para que prosperara esta estética resultó decisivo
el apoyo de un eclesiástico de gran inteligencia y discernimiento como Don
Maximino Romero de Lema, Secretario de la Congregación del Clero en Roma.
Creo que Fernández del Amo era un hombre espiritual y moderno a la vez,
capaz de persuadir sobre la necesidad de expresar los valores religiosos a través del lenguaje artístico moderno como única vía para asegurar su verdadera
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vigencia y actualidad. Sólo el arte que se concibe como un pensamiento y
una realidad vivos puede permanecer. También quien les habla, que en tales
tiempos abordó ampliamente el arte monumental religioso, lo hizo con plena
convicción. Cualquiera que sea la valoración histórica que alcance aquella
obra nada borrará la conciencia con que se viviera, la de que la experiencia
religiosa representa una realidad que eleva la vida humana y la perfecciona.
Idea que se halla en la base de la inspiración de aquella escultura.
Los años cincuenta y sesenta del pasado siglo fueron los de una gran
actividad consagrada a la escultura monumental vinculada a proyectos arquitectónicos tan variados como significativos. Desarrollada en la soledad del
taller de los Nuevos Ministerios manejando enormes bloques, materia de la
creación en este arte, por tantas razones exigente, en medios económicos y
esfuerzo físico, que sobrepasan la voluntad artística individual y reclaman de la
iniciativa social, haciendo que gran parte de la obra pensada quede en el boceto.
Valgan como recuerdo de la época y los trabajos de ese momento de recuperación de la cultura y la sociedad españolas la mención del programa
escultórico para la iglesia de San Francisco Javier en Pamplona, proyectada
por Miguel Gortari; la Asunción y el Apostolado de la fachada, las esculturas
de San Ignacio y San Francisco Javier, o los relieves de la vida de este último. O bien Los Peregrinos de Roncesvalles. En arquitectura civil el ciclo de
la historia de la escritura para el edificio de la Editora Nacional. Una amplia
serie de relieves con una compleja iconografía, que va desde las huellas de
manos o la piedra Rosetta, pasando por los escritorios medievales, hasta la
rotativa. O el de las Artes y la Industria para el edificio Huarte del paseo de la
Castellana en Madrid.
Junto a la monumentalidad arquitectónica la urbana, también con una necesaria diversidad temática, el monumento a Pablo Sarasate en Pamplona o el
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de Rosa Luxemburgo en San Sebastián de los Reyes. Pero también los que se
erigen para la memoria de una humanidad no elegida por la Historia ni elevada
de su condición, no por humilde menos sagrada. Como La Maternidad con
hijo enfermo ante el hospital de Manzanares o El mosaico con los novios que
no tuvieron foto de bodas. O finalmente el boceto, que junto a tantos otros
permanece en el silencio del taller, de un monumento a las víctimas civiles de
la guerra.
El retrato es memoria privada, cuyo fin es alargar la existencia moral del
sujeto. Cuando concebí el de García Lorca en 1940 aspiré a proporcionar
una vera efigie del poeta, con el testimonio de la madre de Isabel Roldán, que
aportó toda clase de detalles fisonómicos y psicológicos. Lo que aseguró la
presencia corpórea del poeta. Creo que si algún día llegara la catástrofe que
estamos perpetrando el retrato escultórico asegurará la pervivencia de la fisonomía humana como ésta fuera históricamente.
El monumento permanece gracias a la Memoria de lo humano, por lo que
reclama una forma plástica estéticamente adecuada en la que se halle su presencia. Una cualidad que resulta imprescindible para la permanencia de la
obra. Éste es el pensamiento que guía el monumento al padre Llanos, a quien
había conocido en la casa de Fernández del Amo y encontrado en distintas
ocasiones en Madrid. Figura histórica que no precisa presentación. Educado
en el refinamiento, perteneciente a la elite social y eclesiástica, con acceso
directo al poder en su más alta expresión. Y, sin embargo, inmerso por propia
voluntad en la miseria del Pozo.
La invitación a participar en el concurso y el posterior encargo suponían un
compromiso con la ejemplaridad moral, una obligación a la sinceridad artística
y a una concepción civil de la memoria. Cualquiera que sea el grado de acierto
en la idea plástica ello me llevó a su expresión en una gran piedra con brazos
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que abrazan y un medallón con un retrato e inscripciones con su palabra. El arte
no divide y la memoria artística lejos de la política trata de humanizar y unir.
Los ejemplos de humanidad excepcional, como los que ofrecen el Arte y la
Ciencia, tienen una monumentalidad propia, de cualidad moral. Al concebir la
cabeza de Don Santiago Ramón y Cajal ante al edificio del hospital madrileño,
entendí que debía representarse como una gran piedra, que se corresponde con
la voluntad y la fuerza del científico, su superación constante de la adversidad.
Su fisonomía emerge de la piedra, pero debía permanecer como una gran roca.
El encargo inicialmente fue el de un busto de 50 centímetros, pero percibí
la inadecuación del proyecto y su escala, lo que me llevó a la realización de
la escultura al tamaño de tres metros y medio de altura, más acorde con la
monumentalidad de la idea y la significación de la alta memoria del científico
ejemplar y el hombre sabio.
Otros retratos-monumento son los de Ganivet o Fernando de los Ríos, a los
que hay que unir una innumerable galería de amigos, tan presentes en mi vida
como en la cultura contemporánea de nuestro país: Antonio Espina, Rafael
León, Meneses, Manuel Alvar o Caballero Bonald. Imposible nombrar esta
iconografía tan extensa como evocadora. Pero permítaseme una excepción
con la figura de Don Manuel Orozco Díaz, sabio médico y humanista, mi
valedor ante esta Academia, del que tan vivamente siento la ausencia, en este
momento de mi vida tan pródigo en ellas. Tampoco cabe precisar el número
de los retratos femeninos, en el que ocupan un lugar central los dedicados a mi
esposa Isabel Roldán García, artista sensible. Pero sin ceder a la melancolía,
que es estado de ánimo distinto de la memoria, quiero señalar que el deseo
de trascender el propio tiempo que la plástica significa me ha llevado en esta
etapa a la realización de un ciclo sobre La memoria esculpida de Chinchón,
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que no es otra que la que representa una serie de retratos de mis convecinos,
monumento vivo y Memoria de futuro.
Concluyo agradeciendo el honor que me otorga la Corporación, alentándola
en sus tareas y pidiendo, que dentro de mis limitadas facultades y fuerzas, me
tenga a su servicio.
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CONTESTACIÓN
DEl
ILMO. SR. D. IGNACIO HENARES CUÉLLAR
Señor Director,
Señores Académicos,
Señoras y Señores:
C
umplo la responsabilidad de responder al nuevo Académico Honorario,
Don Eduardo Carretero, en el nombre de la Corporación que lo acoge
gozosa en el día de hoy, con la satisfacción de ser partícipe de un
indudable acierto histórico. El de la Institución que, fiel a su tradición, hace
crecer la nómina ilustre de personajes de las artes y el pensamiento honrados
por la misma. Representan tales reconocimientos un excepcional censo que
resulta expresión de los ideales académicos de Ilustración y su entendimiento
por parte de la Academia granadina. Cada uno de los Académicos Honorarios constituyen un símbolo vivo de los valores estéticos e intelectuales que
soportan esta Corporación, y lo es en un estadio de probada culminación en
su vida y su obra.
La dilatada carrera artística de Don Eduardo Carretero posee en un muy alto
grado esta cualidad simbólica. Representa la presencia histórica en la Academia
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de la escultura de la modernidad. Un tiempo y una cultura que desde el pasado fin de siglo venimos conociendo, por influjo de la posmodernidad, bajo la
paradójica denominación de “tradición moderna”. Su biografía, su trayectoria
y el discurso que acaba de pronunciar el nuevo Académico Honorario forman
parte de una experiencia inscrita en un tiempo y un espíritu marcados por un
intenso agonismo.
Significativamente la mundivisión del artista viene a coincidir con la del
más lúcido historiador de la pasada centuria, testigo vital e insobornable de
su tiempo, un nonagenario tan encantador como imprescindible, el historiador
británico Eric Hobsbawn. Como él, Eduardo considera el XX un siglo difícil,
y hasta cruel, política y socialmente, sorprendentemente fecundo en el pensamiento, la ciencia o el arte. La memoria del escultor está dominada por la
percepción de una constante lucha en la creación en defensa del individuo y
la libertad. La modernidad vivida no como una realidad canónica y confortable sino como un profundo conflicto. Así la esperanza juvenil va a concluir
con el hecho doloroso de la demolición del primer monumento del escultor
en ciernes. El que coronaba el cementerio de los brigadistas internacionales,
junto al que por las razones que le imponía su destino artístico vendrá a residir
más tarde el artista. Y desaparecido este primer hito, el silencio. Quien hoy
nos ilustra sobre la relación entre Arte y Memoria conoce bien algunas de las
más habituales y menos deseables especies de esta última, como la memoria
censurada o la memoria impuesta.
Pero, lejos de cualquier claudicación y de la aceptación fatalista de la cualidad de generación perdida, la de los adolescentes de 1936 llevaría a cabo una
tarea fundamental en la historia de un tiempo difícil, la que quien les habla ha
calificado como “restauración de la razón y reinvención de la modernidad”,
siguiendo en la primera premisa de este juicio al maestro Elías Díaz. Ante la
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adversidad del autoritarismo y su hostilidad hacia la modernidad de preguerra, el arte de creadores como Eduardo Carretero rasga el silencio con una
voz clara de inspirado acento moderno. La experiencia del Instituto Nacional
de Colonización a la que tan vinculada se halla la figura de nuestro escultor,
considerada en todos sus extremos un proceso constructivo y artístico ejemplar
por la crítica de nuestros días, representa desde el punto de vista cultural una
modélica renovación del feliz acuerdo de la Generación del 27 entre tradición
y modernidad. La recuperación de aquella con un espíritu en todo ajeno a
cualquier casticismo y la comprensión de lo moderno dentro de una mundivisión propia. Siento una profunda admiración por el arte religioso de Eduardo
Carretero realizado en esa época, por la forma en que consigue emocionar
estética y espiritualmente. Su concepción de la espiritualidad representa un
profundo diálogo entre trascendencia y humanidad, constituyendo una rigurosa expresión del valor que G. Gusdorf denominara transdescendencia, la
inmanencia de la devoción cristiana moderna, valor estético supremo del arte
religioso contemporáneo.
Creo que una recta conciencia estética de la Memoria juega un papel fundamental en este proceso. En este momento, en que la Academia granadina está
escribiendo una página de la Historia de la escultura española contemporánea
y señalando la vía a seguir en el necesario esfuerzo de su elaboración crítica,
del pleno conocimiento de artífices y contribuciones a este arte en nuestro
país, por segunda vez en este marco académico Don Eduardo Carretero con su
pensamiento y su palabra nos enriquece con una importante reflexión teórica
en torno a un problema esencial de la estética escultórica.
Al centrar su discurso en el topos de la permanencia de la escultura el artista
contribuye a la superación de uno de los prejuicios críticos fundamentales de la
modernidad en relación con esta disciplina artística, el de la antimonumentali-
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dad. Carretero proporciona las tesis poéticas más valiosas para la comprensión
moderna del monumento, una de las cualidades y función que han constituido
la plástica desde sus orígenes y en su desarrollo histórico, y que no puede en
modo alguno considerarse cancelada en las corrientes escultóricas modernas.
Georg Simmel, el filósofo de la cultura de cabecera de Ortega y Gasset y Jean
Starobinski e inspirador en todo momento de mi propia crítica social de la
cultura desde mi iniciación en la Sociología política en esta Facultad de Derecho, en su obra El individuo y la libertad reflexiona sobre lo que denomina
“estética sociológica” y desarrolla una de sus más importantes tesis, que creo
es aplicable en todo a la comprensión del planteamiento de Eduardo Carretero.
Para el filósofo la experiencia estética y su necesidad derivan de un momento
de humanidad original en que el sentimiento que ahora experimentamos como
estético fue útil para el hombre y la comunidad. El origen de lo artístico es,
por tanto, un hecho esencial, la utilidad, que estando inscrito en aquél deja
de ser perceptible, se diluye en la función ideal del arte. La memoria poética
que centra la reflexión de Carretero obedece a esa realidad antropológica, al
origen utilitario de la artisticidad que deviene más tarde estético. La memoria
plástica se genera en la necesidad de representación de lo totémico o lo mítico
y sacral, que generalizan la experiencia colectiva, cohesionan la comunidad
y aseguran su permanencia. De ahí la doble función que el arte cumple para
el hombre, la de acercar la realidad, naturalismo, y la de producir al mismo
tiempo una esencialización de la misma.
El escultor acaba de proponernos una consideración de su arte bajo el prisma de la función mnemónica, entendida dentro del esencial legado rodiniano.
Dos riesgos fundamentales acecharían en su opinión la recta comprensión del
monumento escultórico, la memoria impuesta y la banalidad. El discurso ha
fijado como realidades disimétricas la memoria política y la memoria artística.
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Como señalara Alois Riegl en su Culto moderno de los monumentos (1903),
sobre la intención originalmente política de la conmemoración prevalecen los
valores de antigüedad y estético, sólo ellos fundan la Memoria de futuro, otro
concepto reelaborado por un orteguiano como Rosario Assunto. Carretero comparte sin restricciones la tesis de Norberto Bobbio, para quien “la arquitectura
es lo que queda de la política”. Que puede afirmarse por extensión, y así lo
hace el nuevo Académico Honorario, de la escultura monumental.
En relación con la aversión que el mismo siente por la banalidad, a la que
considera en alguna medida el nuevo mal del siglo, convendría recordar que
el artista moderno como nuevo Odiseo ha sido un nauta que ha progresado
con dificultad entre Scylla y Caribdis, entre las imposiciones del poder y las
derivadas del halago a las masas. Un humanista inequívocamente sensible
a la necesidad humana del arte, atento al valor superior de lo popular en la
estética, expresa de forma permanente su reserva ante la tentación del poder
por provocar el letargo social, amordazar con el “pan y fútbol” y convertir la
cultura pública en un interesado parque temático, consagrado a la conmemoración ideológica. No en vano la idea de educación moderna y popular, incluida
la artística, constituye el principal de los ideales imprescriptibles de nuestro
artista. En lo que se aproxima al pensamiento de un idealista como Rosario
Assunto, que trata de resolver la aporía orteguiana de la relación entre la cultura
y las masas afirmando orgullosamente que la experiencia estética puede hacer
de cada hombre un príncipe, y reclamando, por lo mismo, que no se manipule
ni se degrade la cultura popular en la moderna sociedad de masas.
En mi convivencia con Eduardo Carretero he podido constatar dos importantes realidades, la calidad de su biblioteca y su cultura literaria, y la solidez
de su credo, de un cuño humanista moderno. Una de sus figuras-símbolo es
Don Francisco Giner de los Ríos, antídoto contra la banalidad y la demago-
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gia. En una ocasión el escultor me leyó emocionado la semblanza de este
paradigma de la contemporaneidad, verdadero gigante moral, hecha por Juan
Ramón Jiménez, y recogida en una obra titulada Cumbres de la civilización
española: “[...] una alegre llama condenada a la tierra, llena de pensativo y
alerta sentimiento; [...] Y sus lenguas innumerables lo lamían todo (rosa, llaga,
estrella) en una caritativa renovación constante [...] era [...] niño en el niño,
mujer en la mujer, hombre en cada hombre, el joven, el enfermo, el listo, el
peor, el sano, el viejo, el inocente; y árbol en el paisaje, pájaro y flor, y más
que nada luz, graciosa luz, luz”.
Ésta es una forma habitual de expresión del propio pensamiento de un
artista tan sobrio como atento a la realidad de su tiempo, la de acudir al libro
o al tipo histórico amados. Siente una profunda devoción hacia el proyecto
educativo y moral de la Institución Libre de Enseñanza. Hacia el ideal humano
moderno que ésta representa, la España que pudo ser, y que, no obstante trazó
sendas y dejó un germen que Eduardo Carretero considera con esperanza aún
pueden seguirse y hacer fructificar. Este ideal es el que nutre su concepto de
monumentalidad, sólo la Memoria artística y de lo humano esencial merecen
y alcanzan el futuro. Es en este sentido donde su reticencia a la banalidad le
aproxima más al legado rodiniano. A las razones poéticas de quien tan profundamente revolucionara la escultura moderna analizadas por Simmel, cómo no,
en sus Recuerdos de Rodin, que evocan los de su visita en 1905 a la villa del
artista en Meudon, lejos del ambiente mundano y el ajetreo público del taller
parisiense, en el sagrado del gran creador.
El filósofo comenta la sorpresa que le produjera la afirmación del escultor
de que tanto su arte como algunas obras griegas o del Egipto antiguo de su
propiedad eran “naturalistas”. Y ello era así porque para el artista la creación
a partir del espíritu había devenido perfectamente “natural”. La poética para
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tan ingente creador se fundamentaba así, en la opinión de Simmel, en un concepto que se refería no a la realidad inmediata particular, sino precisamente al
auténtico ser encubierto por ésta, “es sólo un ideal vislumbrado interiormente
que antes indica cómo debería ser la realidad que como es”. Como quiera que
el rodiniano es un mandato imprescriptible en la escultura moderna, esta profunda convicción en el ideal poético y en su carácter esencial que ha presidido
el pensamiento y la creación de Eduardo Carretero constituye el arma más
eficaz contra la banalidad, que sí invalida la razón del monumento. De donde
el extraordinario valor de la concepción personal de éste y sus exigencias de
la que nos ha hecho partícipes el nuevo Académico Honorario.
Sin duda el lugar donde brilla más nítidamente el humanísimo concepto
del monumento de Eduardo Carretero es el mágico jardín de su casa, en el
madrileño y goyesco Chinchón, elegido por su vecindad con la cantera de Colmenar, la piedra amada de tantas esculturas. Verdadero jardín de la memoria,
microcosmos simbólico, reúne en una insólita galería escultórica toda la iconografía del maestro, dispuesta en un aparente desorden. Su sentido resulta de la
reunión azarosa de imágenes y temas artísticos extraordinariamente diversos,
al aire libre y a merced de los elementos y la Naturaleza, que colaboran en las
texturas y la calidad variable de la obra y la enriquecen con las más inesperadas
pátinas. Al busto de Rafael Alberti el moho le ha patinado la melena, pero sobre
todo la hiedra alrededor de su pedestal le ha proporcionado el verde aire de un
retablo natural que envidiaría el propio cenotafio roussoniano de Ermenonville.
Todo el jardín se halla lleno de presencias que significan la ejemplaridad
humana en los más varios modelos, bocetos en piedra de Picasso o de Federico
García Lorca y Falla, autorretratos, maternidades, el boceto de la madre con
el hijo enfermo, parejas unidas en un abrazo, junto a verdaderas naturalezas
muertas, un gran prisma de piedra o cantos rodados, adornados por la obra
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de la naturaleza. Sin embargo, en esta aparente casualidad hay dos obras que
imponen una precisa jerarquía sentimental y estética, el retrato de la esposa
del escultor, la delicada artista Isabel Roldán García, culminación emocional
de este espacio, en un íntimo testero, bajo el dosel verde de las trepadoras,
completado siempre por la imprescindible ofrenda floral en su sobrio pedestal.
La otra es la Virgen con ángeles, obra monumental inconclusa, que cobra vida
al sol, al mover el aire las ramas y las hojas del árbol, animando los ojos de los
ángeles que se dirigen a la Señora. Sencilla amabilidad y tierna ironía aportan a
este conjunto la fuente de los pájaros o la colorida, móvil y sonora instalación
de las garrafas azules de Solán, que como Eduardo significa tienen derecho a
su presencia porque antes que nada son formas hermosas.
Los límites de esta laudatio proceden de la circunstancia de haber sido
encargada a un historiador, que por exigencias científicas no tiene permitidas
libertades conceptuales ni alegrías literarias, sintiéndose permanentemente
sometido a la metodología en el pensamiento y al rigor en el concepto. El
discurso del historiador del arte, en su búsqueda de la objetividad, carece de
la alegría y el color que les están permitidos al cognoscenti informado o al
aficionado al arte esclarecido. Mi preocupación esencial no ha sido otra que
la de mostrar la modernidad de la figura, de su estética, y sobre todo de su
singular e inapreciable concepción moderna de la monumentalidad escultórica.
Por lo que me produce un inefable placer, que creo será ampliamente compartido por todos los presentes, imaginar lo que hubiera sido la contestación
del gran amigo de Eduardo Carretero, añorado Académico y extraordinario
humanista, que fuera Manuel Orozco de haber vivido y podido participar en
este acto, en el que se halla , sin duda moral y espiritualmente presente. ¡Cuánto
habríamos podido esperar de su extraordinario ingenio y profundo estro! En
justificación de mi cometido quiero significar que he tratado de llevarlo a tér-
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mino con ciceroniano afecto y pascaliana efusión, y por razones de método he
pretendido fundamentalmente establecer las razones historiográficas y estéticas
por las que un protagonista artístico, una obra inmarcesible y un pensamiento
de extraordinaria elevación han hecho al escultor Eduardo Carretero acreedor
a la más alta distinción de esta Academia.
Muchas gracias.
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Depósito Legal: GR/2.563-2010
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