evolución: la prueba que falta

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EVOLUCIÓN: LA PRUEBA QUE FALTA
Tom Bethell
Traducción de Mario Lamberti
Tomado de:
“Guía políticamente incorrecta de la Ciencia”
Capítulo 9
¿Cuál es la prueba de que la evolución haya tenido lugar? «Evolución» debe significar aquí algo más que
«cambio en el tiempo». Los dinosaurios existieron en una época, pero ya no existen. Así pues, el reino animal
ha cambiado, seguramente, a lo largo del tiempo. Pero no es eso lo que entendemos por evolución. Sabemos
que, en conjunto, la composición genética de una población cambiará con el tiempo. Pero tampoco es eso lo
que queremos decir. Sabemos también que aumentó el porcentaje de ejemplares melánicos, o de tono oscuro,
en la población de ciertas especies de polilla de la especie «manchada», o más clara, en zonas de la Inglaterra
industrial, durante el siglo XX. ¿Demuestran estos ejemplos que la evolución es un hecho? Seguramente no.
Los cambios en los ratios genéticos son indudables, omnipresentes y triviales. La evolución implica algo más
que eso. El genetista Thomas H. Morgan dijo hace un siglo que «la evolución significa hacer cosas nuevas que
no tengan que ver con las ya existentes». Tanto las variedades «melánica» como «manchada» de la polilla, ya
existían antes de que sus porcentajes hubieran cambiado. La evolución significaría, en este caso, la aparición de
un nuevo tipo de polilla. Para el lego, la evolución implica el hecho de que una especie se encuentre vinculada a
otra mediante una cadena ancestral. O quiere decir que un grupo de organismos que se encuentran
innegablemente relacionados, como los murciélagos, los osos y las ballenas —todos ellos mamíferos—
comparten sus estructuras comunes porque todos ellos descienden del mismo mamífero ancestral. Si el biólogo
evolutivo quiere convencernos de que la evolución es un hecho, entonces hemos de esperar que nos ofrezca
auténticas pruebas de sus afirmaciones. Una de las discusiones más notables sobre lo que sabemos de la
evolución tuvo lugar en el Museo Americano de Historia Natural, en Central Park West, en la ciudad de Nueva
York. El orador fue Colin Patterson, un veterano paleontólogo del Museo Británico, que por entonces estaba de
visita en Estados Unidos.
En noviembre de 1981 se puso en contacto con el Sistematics Discussion Group, una institución
compuesta en su mayor parte por biólogos profesionales y ejecutivos de museos que mostraban un interés
particular por la clasificación animal. Este grupo se reunía una vez al mes en un aula que se encuentra frente a
la sala de los dinosaurios del Museo de Historia Natural. Patterson ya había sostenido una polémica tres años
antes, al decir en un escrito publicado por el Museo Británico que «si la teoría de la evolución es cierta». El
documento produjo semanas de agitación y un alud de cartas al Nature. Patterson siempre hacia hincapié en
que no pertenecía a ninguna doctrina religiosa; la religión, dijo en cierta ocasión, no era más que «un paquete
de mentiras». A lo que se oponía de la manera más contundente era a la confusión del conocimiento y la fe. Un
1
devoto darwiniano, que se sintió sorprendido por su escepticismo, le preguntó en una ocasión si «creía en» la
evolución. Patterson dijo que sí; pero añadió que se suponía que las afirmaciones científicas no eran materia de
fe. La trascripción de la conferencia de Patterson fue posteriormente revisada y corregida por su amigo Gary
Nelson, que estuvo presente aquel día. Nelson era por entonces decano del Departamento de Ictiología del
Museo de Historia Natural. Veamos cómo empezó Patterson su charla: Ahora pienso, que a lo largo de mi vida,
siempre que iba a hablar sobre un tema me sentía muy seguro de una cosa: de que sabía sobre ese tema más
que nadie de los que me escuchaban, porque había trabajado mucho sobre ello. Bueno, pues esta vez eso no es
cierto. Voy a hablar sobre dos temas, evolucionismo y creacionismo, y me parece que debo decir que no sé nada
sobre ninguno de los dos. Ahora bien, una de las razones por las que adopté esta visión antievolucionista o,
digamos más bien, no evolucionista, se me presentó el año pasado cuando tuve una repentina comprensión.
Durante veinte años había pensado que, de alguna manera, trabajaba en la evolución. Una mañana me
desperté y sentí que algo debía haber sucedido por la noche, porque tuve la desagradable impresión de que
había estado trabajando en esa materia durante veinte años y no sabía ni una sola cosa de ella. Aquello fue un
completo shock para mí; darse cuenta de que uno puede estar tan despistado durante tanto tiempo. Así que
pensé que o bien había algo equivocado en mí, o había algo equivocado en la teoría de la evolución. Por
supuesto, sé muy bien que no hay nada que funcione mal en mí. Así que durante las últimas semanas he venido
haciendo una sencilla pregunta a distintas personas y a diferentes grupos. La pregunta es: ¿puede decirme algo
que sepa sobre la evolución; cualquier cosa, una cosa tan sólo que crea cierta? Hice esa pregunta al equipo
directivo del Museo de Campo de Historia Natural, y la única respuesta que conseguí fue el silencio. La hice
nuevamente a los miembros del seminario de Morfología Evolutiva, de la Universidad de Chicago, un grupo
muy prestigioso de evolucionistas, y todo lo que obtuve fue un silencio muy prolongado. Finalmente una
persona se levantó y dijo: «Sí, sé una cosa. Pienso que eso es algo que no debiera enseñarse en el bachillerato».
(Risas)
Patterson conocía a muchas de las personas que formaban parte de la audiencia, algunos de los cuales
eran amigos suyos. Hubo hipérboles y mucho humor en sus apreciaciones. Pero nadie se sintió preparado para
argumentarle cuando, uno o dos minutos después, añadió que «parece que el nivel de conocimientos que
tenemos sobre la evolución es notablemente escaso». Por entonces, ya había escrito un texto introductorio
titulado Evolution, que había sido publicado por el Museo Británico. Cuando salió a la luz, un lector interesado
le escribió preguntándole por qué no había incluido en el libro ninguna «ilustración directa de las transiciones
evolutivas». Patterson le contestó: Dice usted que, al menos, debiera «mostrar una foto del fósil del que
procede cada tipo de organismo». Debo decirle al respecto que no existe ese fósil sobre el que se pudiera
establecer un argumento sólido. La razón es que las afirmaciones sobre ancestros y descendencias no son
aplicables a los fósiles. ¿Es el Archaeopteryx el antecesor de todas las aves? Quizás sí, quizás no; no hay forma
de contestar a esa pregunta. Resulta bastante fácil establecer historias sobre cómo una forma de vida dio origen
a otra y encontrar razones para explicar el proceso que debió favorecer la selección natural. Pero tales historias
no forman parte de la ciencia, porque no hay manera de ponerlas a prueba.1 La grabación de la conferencia de
Patterson fue realizada por un asistente sin conocimiento del conferenciante que, posteriormente, dijo que en
ocasiones se le había citado de forma inexacta. Pero nunca negó sus afirmaciones; y, de hecho, las volvió a
sustentar en una segunda charla, dada en Londres en 1993. En esta ocasión, pareció arrojar dudas incluso
mayores sobre lo que sabemos; al menos, de los datos sobre moléculas, y si eso nos puede decir algo sobre la
evolución. De ambas charlas se puede conseguir una trascripción en la página del Access Research Network; y
los interesados pueden conseguir una copia, tanto en CD como en cinta.
No hay medios murciélagos
Colin Patterson, fallecido en 1998, pertenecía a la escuela de los taxonomistas llamados
«transformados» o dadistas del «modelo». Su argumento principal es que todo lo que vemos en los registros
fósiles son modelos (de similitud o de diferencia), y en sí mismos esos modelos no nos dicen cómo surgieron.
Resumiendo, no podemos deducir un proceso partiendo de un modelo. El fundador de los cladísticos fue un
entomólogo alemán, Willi Henning que hizo numerosas observaciones y descubrimientos en el campo de la
sistemática (estudio de las interconexiones entre distintos grupos). La terminología de los cladísticos es con
frecuencia oscura, pero una de las observaciones más importantes de Hennings puede entenderse fácilmente.
También fue hecha por Aristóteles. Dijo Hennings que muchos grupos se definen por una ausencia de
características y que ésos no son verdaderos grupos. El más conocido es el grupo de los invertebrados.
Cualquier cosa puede determinar que un ser vivo no sea vertebrado. Al considerar este punto, y al estudiar los
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datos de los fósiles y las afirmaciones que se hicieron sobre ellos por parte de los evolucionistas, Patterson hizo
un notable aserto. Dijo que todos los grupos ancestrales bien conocidos por la biología evolutiva pertenecen a
este tipo; todos ellos están definidos por una ausencia de características. Y añadió que las afirmaciones que se
hagan para identificar tales grupos como antecesores de otros son tautologías enmascaradas. Son tan solo
verdad por definición. Estudiemos la afirmación de que los «vertebrados evolucionaron a partir de los
invertebrados».
Tal cosa es simplemente un circunloquio con el que se pretende decir que el antepasado del primer
vertebrado no era vertebrado, lo cual es verdad por definición; de otro modo, el «primer» vertebrado no sería
el primero. «Los gatos evolucionaron de los no-gatos» podría ser una afirmación comparable; y si usted piensa
en eso durante unos segundos se dará cuenta de que tal cosa no lleva a ningún conocimiento real. Una relación
lógica se reviste de afirmación empírica. Los evolucionistas creen que ellos conocen el proceso que crea
similitudes, llamadas algunas veces «homologías». Si dos animales diferentes tienen, por ejemplo, columnas
vertebrales semejantes, se dice que comparten esa característica porque también compartieron un antepasado
común del que heredaron ese rasgo. La similitud entre estructuras de diferentes especies es a menudo tan
grande que no se puede creer que sea accidental; por ejemplo, el elemento primordial de los mamíferos. La
forma compartida de las alas del murciélago, la aleta de la marsopa y la mano humana resultan tan
sorprendentes que son indiscutiblemente la «misma» cosa, aunque difieran en tamaño y proporción. ¿Cómo
surgió esa similitud? Ésa es la pregunta más importante de la biología evolutiva. Tiene que haber una causa.
Antes de Darwin, y antes de la aceptación de la teoría de la evolución, anatomistas como Richard Owen
atribuyeron las homologías a un «arquetipo» compartido. Esto fue concebido de varias maneras, como una
idea platónica incorpórea o como un plan en la mente del Creador. Implicaba una causa y un diseño
inteligentes.
Pero Darwin construyó la homología como prueba de un ascendente común. Hubo una criatura original
con ese elemento primordial característico, y al cabo de muchas generaciones sus descendientes fueron
transformándolo lentamente en murciélagos, marsopas, o seres humanos, aunque reteniendo el mismo plan
corporal básico. Esta explicación puramente naturalista hace superfluas a todas las demás. No tenemos por qué
entretenernos más tiempo con ideas de arquetipos, diseños o diseñadores. Resumiendo, Darwin tomó las
estructuras homologas como una prueba de la evolución. Eso no fue lo único que ofreció como tal en El origen
de las especies pues no era más que una parte poco importante de sus argumentos (según dijo, «todo su libro
era un completo argumento»). Sin embargo, más recientemente se ha producido un cambio sutil. Ernst Mayr,
quizás el biólogo evolutivo más eminente del siglo XX, decidió que había llegado la hora de definir la homología
como una característica encontrada en dos o más grupos que había «derivado de la misma (o de una
correspondiente) característica de sus antepasados comunes». Éste es un cambio que podría considerarse
trivial, pero no hay que pasar por alto la sutil manipulación. Lo que Darwin había propuesto como la
explicación de la homología, se había convertido ahora en su definición. Esto se basaba en la suposición de que
no tenemos otra forma de identificar los ancestros comunes más que la de estudiar sus huesos fósiles. El
argumento de Mayr implicaba que poseemos un árbol familiar de especies interconectadas; algo equivalente a
un inmenso mapa mural de millones de años que nos permite observar a voluntad a nuestros antepasados
comunes. Pero la verdad es que no disponemos de semejante mapa. Todo lo que tenemos son unos huesos
desperdigados por el barro. Al apoyarnos en los fósiles, como es natural, no tenemos otra forma de identificar a
los antepasados comunes más que contemplando sus estructuras homologas. El triunfo de Mayr consistió en
haber insinuado lo que él quería creer y haber dedicado su vida a promocionar su idea: que la evolución ya
había sido establecida como un hecho (Mayr, profesor de Zoología en Harvard durante muchos años, murió en
2005 a los cien años de edad). El problema que se presenta al argumentar que la similitud de estructuras es
una prueba de la evolución es el siguiente: existen algunas notables similitudes de estructura que ni siquiera los
biólogos darwinianos atribuyen a un antepasado común.
«La estructura del ojo de un octópodo es notablemente parecida a la de un ojo humano —escribió
Jonathan Wells—, sin embargo, los biólogos no creen que el antepasado común de los octópodos y de los
humanos poseyera tal ojo»4. Aun cuando exista un modelo congruente de similitudes en grupos diferentes,
como sucede con el murciélago, la marsopa y el humano, y los biólogos atribuyan dicha similitud a un
ascendiente común, no están más que haciendo conjeturas. No sólo no poseemos una cadena de fósiles que nos
lleven a ese antepasado común, sino que a duras penas poseemos algún tipo de eslabón en esa cadena. Por eso
dijo Patterson que «las afirmaciones de antepasados y descendientes no son aplicables a la línea de los fósiles».
Los fósiles más antiguos de especies particulares tienen con frecuencia un repentino modo de aparecer, como si
surgiesen a la vida ya completamente formados. Los murciélagos, de los que hay 1.100 especies vivas (20 por
ciento de todos los mamíferos) son los únicos mamíferos capaces de volar y, no obstante, los fósiles más
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antiguos ya poseían un sistema de sonar. Tanto ese sistema de sonar como su capacidad para volar surgieron al
mismo tiempo y de forma repentina. «El linaje de los murciélagos estaba, por tanto, caracterizado por dos
especializaciones muy notables que no se encuentran en ningún otro orden de mamíferos», según se dice en un
reciente análisis aparecido en Science. El sonar es un elemento extraordinariamente sofisticado que incluye
adaptaciones simultáneas del oído, del cerebro, la musculatura y el sistema respiratorio.
Se podría pensar que si todo ello emergiese como la acumulación de muchos pasos accidentales, cada
uno de los cuales beneficiaría la evolución del murciélago, como apuntan los darwinistas, entonces aparecerían
fósiles de medio-murciélagos, murciélagos aproximados y casi-murciélagos. Habríamos logrado observar un
sistema de sonar evolucionado, etcétera. Pero nunca hemos encontrado nada parecido. «No existen los mediomurciélagos», como dijo en una conferencia de biólogos profesionales, J. D. Smith, un eminente experto en
murciélagos. A decir verdad, pocos son los animales que se han conservado, pero aquellos que se muestran
menos desarrollados comparados con sus sucesores mejor adaptados (para seguir la argumentación de
Darwin) habrían tenido más probabilidades que sus competidores «más recientes y mejorados» de caer en
pantanos y charcos de alquitrán, y poder así ser conservados. Henry Gee, autor de In Search of Deep Time y
editor de Nature (durante algún tiempo trabajó como ayudante de Colin Patterson), escribió que «el intervalo
de tiempo que separa a los fósiles es tan enorme que no podemos decir nada definitivo sobre sus posibles
conexiones, en lo referente a su linaje y descendencia». Cada fósil es un «punto aislado», añadió, con «una
conexión desconocida con otros fósiles dados». Todos se hallan inmersos «en un inconmensurable mar de
dudas»6. Toda la evidencia física de la evolución humana, suficiente para llenar diez mil sorprendentes
titulares y primeras páginas de revistas «puede meterse, sin demasiadas apreturas, en un solo ataúd», según
manifiesta Lyall Watson. («Una pequeña caja», dice Gee). Por un lado no hay «fósiles de chimpancés»; por
otro, no hay «cráneos de chimpancés fosilizados». Todo son conjeturas. No tiene mucho valor leer algo sobre el
fragmento de fémur encontrado el año pasado en Serengeti, porque el año próximo habrá otro nuevo
fragmento y otros nuevos titulares y otros nuevos árboles genealógicos de recambio en las páginas interiores de
los periódicos. Todos esos árboles genealógicos comparten la misma estructura. Identificarán especies en la
parte superior del ábol —especies vivas o extinguidas, como los monos o los lémures—, pero se negarán a
localizar ninguna especie identificable en cualquier rama del árbol genealógico. Uno de los máximos defensores
del diseño inteligente es Jonathan Wells, miembro del Instituto Discovery, doctor en Biología Molecular por la
Universidad de Berkeley. «Aunque los archivos fósiles estuvieran completos, y conservaran todos los caracteres
deseados, no establecerían que la homología se debe a un antepasado común», escribió en Icons of Evolution.
El problema fue ilustrado, de forma involuntaria, por Tim Berra, profesor de Zoología del Estado de Ohio. En
un libro escrito en 1990, en el que Berra defendía la evolución darwiniana contra sus críticos, comparaba los
registros fósiles con una serie de modelos de automóviles. «Todo evoluciona, en el sentido de "descendientes
con modificaciones", tanto si se trata de política gubernamental, coches deportivos u organismos», escribía
Berra.
Su argumento era éste: Si usted compara un modelo Corvette de 1953 con otro de 1954, parte por parte,
y después un modelo de 1954 con otro de 1955 etcétera, el más reciente mostrará evidentemente unas
modificaciones superiores. Esto es lo que (los paleontólogos) hacen con los fósiles, y la prueba es tan sólida y
comprensible que no puede ser negada por una persona razonable? (El énfasis figura en el original). Esto
muestra la dimensión de la dificultad que tienen los evolucionistas para creer algo que se halle fuera de su
cajita particular. Como hacía notar Jonathan Wells, Berra «presenta, en realidad, la utilización de una
secuencia de similitudes como prueba de la teoría de Darwin. Todos sabemos que los automóviles se fabrican
según arquetipos (en este caso, proyectos diseñados por ingenieros); por consiguiente, está claro que puede
haber otras explicaciones para una secuencia de similitudes, además de estos "descendientes" modificados».
Phillip E. Johnson identificaba esto como «el disparate de Berra». La secuencia del automóvil Corvette,
escribía Johnson, «no ilustra en absoluto la evolución natural. Ilustra lo inteligentes que son los diseñadores, al
lograr sus objetivos añadiendo variaciones al proyecto básico. Sobre todo, dichas secuencias no constituyen
prueba alguna que apoye la afirmación de que no hay necesidad de un Creador... Por el contrario, demuestran
que lo que los biólogos presentan como una prueba de la «evolución», o «antecesor común», resulta tan
probable como lo es la prueba de un diseño común»9. La obra de Wells Icons of Evolution: Science or Myth?,
igual que la obra de Behe, representó un hito en el movimiento del diseño inteligente. En lugar de apuntar
simplemente a las dificultades, Wells atacaba. El subtítulo del libro era «Por qué está equivocado lo que
enseñamos sobre la evolución». He aquí algunos de los ejemplos presentados por Wells, que muestran en
dónde se inventaron, o se representaron inadecuadamente, las pruebas; o en dónde se suprimieron las pruebas
contradictorias.
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El embrión de Haeckel
Darwin pensó que «con mucho, la clase más fuerte de hechos», a favor de su teoría, procedía de la
embriología. Se apoyaba en el biólogo alemán Ernst Haeckel, cuyos dibujos de embriones de diferentes clases
de vertebrados los mostraban idénticos en sus primeros estadios. Solamente se iban haciendo apreciablemente
diferentes a medida que se desarrollaban. Éste era el modelo que Darwin encontraba tan convincente. A lo
largo de todo un siglo los biólogos han podido saber que los embriones de los vertebrados nunca se parecen
tanto como los que dibujó Haeckel. Está claro que en algunos casos Haeckel utilizó simplemente el mismo
grabado en madera para embriones que fueron representados después como pertenecientes a clases diferentes.
En otros casos, adecuó sus dibujos para hacer que los embriones aparecieran más semejantes de lo que
realmente eran. Los contemporáneos de Haeckel criticaron su trabajo, y los cargos de fraude que se le hicieron
durante su vida fueron abundantes. En 1997, el embriólogo británico Michael Richardson y un equipo
internacional compararon los dibujos de Haeckel con fotografías de vertebrados actuales, demostrando de
forma concluyente que aquellos dibujos no representaban la verdad. Richardson decía en Science: «Parece que
se está convirtiendo en uno de los mayores fraudes realizados en biología»10. No obstante, los dibujos de
Haeckel se podían encontrar en la mayoría de los textos de biología, cuando salió a la luz la obra de Wells ( y
posiblemente se pueden encontrar hoy día). Stephen Jay Gould escribió que deberíamos «sorprendernos y
avergonzarnos por los cientos de copias sin sentido a que han dado lugar esos dibujos en un gran número, si no
en la mayoría, de los modernos textos»
Las polillas moteadas
Darwin no tenía pruebas directas de la selección natural cuando escribió El origen de las especies, por lo
que tuvo que dar libre curso a ilustraciones imaginarias. En los años cincuenta del siglo XX, Bertrand
Kettlewell creyó encontrar pruebas concluyentes de la selección natural en Gran Bretaña. Durante el siglo
anterior, la mayoría de las polillas moteadas de Inglaterra habían pasado de tener unas manchas claras a unas
manchas oscuras. Se creyó que la coloración oscura les proporcionaba un mejor camuflaje en los troncos de los
árboles, asimismo oscurecidos por la polución, protegiéndolas de las aves predadoras. Para demostrar esto,
Kettlewell soltó polillas, oscuras y claras, cerca de árboles en bosques polucionados y no polucionados, y
después observó qué tipo de polillas comían preferentemente los pájaros. Tal y como se esperaba, las aves
capturaban las polillas más claras en los bosques polucionados y las más oscuras en los que estaban menos
polucionados. Kettlewell llamó a esto, en la revista Scientific American, «la prueba que le faltaba a Darwin».
Las polillas moteadas se convirtieron pronto en el mejor ejemplo de la selección natural en acción y la historia
fue mencionada en los textos de biología, ilustrada por fotografías de las polillas sobre los troncos de lo s
árboles. Sin embargo, durante la década de 1980, los investigadores descubrieron que las polillas moteadas no
se posaban normalmente sobre los árboles. Volaban durante la noche y, aparentemente, se escondían bajo las
ramas durante el día. Al soltarlas sobre los troncos a la luz del día Kettlewell había creado una situación
artificial, por lo que muchos biólogos consideran ahora que sus resultados no son válidos. Por lo que se refiere
a las fotografías de las polillas sobre el tronco de los árboles, todas ellas estaban trucadas. Los fotógrafos
incluso habían pegado a los troncos polillas muertas. Las personas que hicieron esos montajes pensaron que
estaban representando una situación auténtica, pero se equivocaban. Sin embargo, todavía se utiliza esto como
prueba de la selección natural en los textos actuales de biología.
El árbol de la vida
Como todos los seres vivos van modificando a sus descendientes partiendo de una, o de pocas, formas
originales, el darwinismo afirma que la historia de la vida debería parecerse a un árbol lleno de ramas. Pero se
ha demostrado que esto no es verdad. Los registros fósiles muestran que importantes grupos de animales
aparecieron totalmente formados casi al mismo tiempo en una «explosión cámbrica», en lugar de descender de
un antepasado común. Darwin lo sabía y lo consideró una seria objeción a su teoría. Pero lo atribuyó a la
imperfección de los registros fósiles y creyó que la investigación futura supliría a los antepasados que faltaban.
Pero casi 150 años de recolecciones de fósiles han agudizado el problema. En lugar de ser al principio cuando
aparecieron pequeñas diferencias, las mayores surgieron justamente desde el principio. Algunos expertos en
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fósiles advierten que esta «evolución de arriba-abajo», contradice el modelo presentado por la teoría de
Darwin. No obstante, la mayoría de los textos de biología no mencionan la explosión cámbrica, y mucho menos
señalan el reto que significa para la teoría darwiniana de la evolución. El biólogo molecular canadiense, W.
Ford Doolitle, no cree que el problema desaparezca, y en 1999 especuló que los científicos «han fracasado a la
hora de encontrar el "auténtico árbol". A pesar de ello, los textos de biología continúan asegurando a los
estudiantes que el Árbol de la Vida de Darwin es un hecho científico absolutamente confirmado por las
pruebas. Sin embargo, al juzgarlo por las auténticas pruebas fósiles y moleculares, se trata de una hipótesis
disfrazada de hecho.
Construyendo edificios... en un frasco
En 1953 se informó ampliamente de que los científicos Stanley Miller y Harold Urey habían logrado
crear «los bloques fundacionales de la vida» en un frasco. Imitando lo que se creía que habían sido las
condiciones naturales de la atmósfera primaria de la Tierra, y añadiendo una chispa eléctrica a la mezcla,
Miller y Urey habían formado aminoácidos simples. Como éstos eran los «bloques fundacionales » de las
proteínas, y las proteínas eran «los bloques fundacionales» de la vida, se creyó que los científicos podían haber
creado organismos vivos. Parecía una dramática confirmación de la evolución. Después de todo, la vida no era
«un milagro». No era necesario ningún agente externo ni ninguna inteligencia divina para crearla. Júntense los
gases adecuados, añádase una chispa eléctrica, y la vida estará a punto de aparecer. Cari Sagan podía predecir
confiadamente en la televisión que los planetas que orbitaban esos «billones y billones» de estrellas del espacio
deberían estar rebosando vida. Había un problema, sin embargo. Los científicos, en su experimento, nunca
fueron capaces de crear más allá de sencillísimos aminoácidos; y la creación de proteínas empezó a verse no
como un pequeño paso, o unos pocos pasos, más, sino como un gran paso, tal vez, inabordable. Un aminoácido
es con respecto a un organismo viviente lo que una letra del alfabeto a una obra de Shakespeare.
Posteriormente, durante los anos setenta, los científicos empezaron a creer que la atmósfera primordial de la
Tierra no tenía nada que ver con la mezcla de gases utilizada por Miller y Urey. En lugar de un medioambiente
rico en hidrógeno, probablemente consistiera en gases emitidos por los volcanes. Se pusieron esos gases en el
aparato ideado por Miller-Urey, pero el experimento no funcionó en absoluto. A pesar de ello, los textos
continúan utilizando el experimento de Miller-Urey para argumentar que los científicos han demostrado un
primer paso en el descubrimiento del origen de la vida. En estas afirmaciones puede incluirse The Molecular
Biology of the Cell, obra de la que es coautor Bruce Alberts, presidente de la Academia Nacional de Ciencias.
Pero se omite decir que los mismos investigadores reconocen ahora que siguen sin comprender el auténtico
origen de la vida.
Las especies de Darwin
Veinticinco años antes de que Darwin publicara El origen de las especies, ya formulaba sus ideas de
naturalista a bordo del buque británico de investigación, Beagle. Cuando el buque visitó las islas Galápagos en
1835, Darwin recogió especímenes de la vida salvaje local, incluyendo algunos pinzones. Aunque los pinzones
tengan muy poco que ver con el desarrollo de la teoría de Darwin, han atraído una considerable atención de los
biólogos modernos como una prueba de la teoría de la selección natural. En los años setenta, Peter y Rosemary
Grant advirtieron un 5 por ciento de aumento en el tamaño del pico de los pájaros, después de una notable
sequía, debido a que las aves habían tenido que alimentarse exclusivamente de semillas de cascara dura. El
cambio, aunque era significativo, resultaba pequeño. Sin embargo, algunos darwinistas afirmaron que esto
explicaba cómo las especies de pinzones se habían originado por primera vez. En 1999, un folleto publicado por
la Academia Nacional de Ciencias describía a los pinzones de Darwin como un «ejemplo particularmente
contundente» del origen de las especies. Al citar el trabajo de Grant, el folleto explicaba cómo «un solo año de
sequía en las islas puede llevar a cambios evolutivos en los pinzones». Y se calculaba que «si las sequías se
producen en las islas aproximadamente una vez cada diez años, podrían surgir nuevas especies de pinzones en
tan solo un par de siglos». Pero no se decía que los picos de los pinzones volvieron a su tamaño normal cuando
de nuevo llegaron las lluvias. No se había producido ninguna auténtica evolución. De hecho, varias de estas
especies de pinzones parecen haber surgido más por hibidración, que por la selección natural que apoya la
teoría de Darwin. El deseo de mantener las pruebas, a fin de dar la impresión de que los pinzones de Darwin
confirmaban la teoría evolutiva, bordeó el fraude científico. Como escribió Phillip Johnson en el Wall Street
6
Journal, en 1999: «Cuando nuestros científicos más eminentes tienen que recurrir a este tipo de distorsiones,
que llevarían a la cárcel a cualquiera que explotara tales historias, uno se da perfecta cuenta de que tienen
problemas».
Sobre la tendencia a formarse infinidad de variedades partiendo de un tipo original
En una carta que Alfred Russell Wallace envió a Darwin en 1858, le proponía algo muy parecido a la
propia teoría darwiniana. El documento de Wallace se presentó en la Sociedad Linneana un año después, junto
con escritos tempranos de Darwin que establecían un descubrimiento compartido. La contribución de Wallace
se tituló «Sobre la tendencia a formarse infinidad de variedades partiendo de un tipo original». Esta supuesta
tendencia se encuentra implicada en la teoría de la evolución, una «desviación indefinida» constituye una
predicción de la teoría. Si la evolución desde el magma primordial hasta los animales vivos de hoy día es
verdad, entonces tiene que haber ocurrido la desviación indefinida a partir del tipo original. Los evolucionistas
no han sido capaces de demostrarlo en el laboratorio, pero no por falta de pruebas. Tanto Wallace como
Darwin establecieron su teoría de la selección por analogía con los experimentos de los criadores de animales.
Darwin crió palomas por su cuenta y se pasó mucho tiempo con los criadores. Estaban interesados en
desarrollar ciertas características (longitud de las alas, grosor), y advirtieron que las crías de una pareja
seleccionada enriquecían los rasgos que mostraban sus progenitores. Pero los cuidadores notaron que si
seguían «empujando» al animal, mediante repetidas selecciones, para lograr determinados rasgos, la
descendencia tendía, al cabo de algunas generaciones, a volver a sus rasgos más pobres. Había un límite de
variabilidad más allá del cual era difícil, quizás imposible, empujar a las especies. Podían moverlos en torno a
un círculo —flexible, en el caso de los perros— pero no se podía salir de él. Wallace respondió a esta objeción
diciendo que los animales que se cuidaban estaban muy mimados y, por consiguiente, no habían tenido que
pelear. Los granjeros y cuidadores los protegían demasiado. En la vida salvaje, en la que tenían que enfrentarse
a la «lucha por la existencia», los animales ejercitaban todas sus potencialidades. Darwin respondió yéndose
por la tangente, apelando a la retórica: «¡Cuán pasajeros son los anhelos y esfuerzos del hombre! ¡Cuán breve
es su tiempo! Y, consecuentemente, ¡cuán pobres serán sus producciones, comparadas con aquellas que
acumuló la Naturaleza durante periodos geológicos completos!».
Los cuidadores se limitaban a poner a los animales en un corral y a dejarlos tranquilos en él. La
naturaleza, por su parte, estaba «escrutándolos cada día, cada hora», «trabajando callada e insensiblemente...
en el mejoramiento de cada ser orgánico». Y por tanto la selección natural podía hacer lo que la selección
humana había sido incapaz de mostrar. En resumen, la experiencia de los cuidadores era rebatida por la
retórica, la analogía y la extrapolación. Darwin argumentaba en la primera edición de El origen de las especies,
que, con tiempo suficiente, no sería exagerado afirmar que los osos podrían convertirse en ballenas. Los
experimentos empezaron en la mosca de la fruta hace unos cien años, y desde entonces han proseguido. Con un
ciclo de vida de dos semanas, la mosca de la fruta es el insecto experimental ideal. Las hembras producen
cientos de huevos, su genoma ya ha sido «descodificado» y ha mostrado tener la mitad de los genes que poseen
los humanos. La mosca de la fruta ha sido el instrumento escogido para estudiar los efectos de la presión del
proceso selectivo, en cientos de generaciones y decenas de miles de experimentos. Tanto la temperatura como
muchos otros factores medioambientales han sido modificados. En 1926 el genetista Hermann J. Muller hizo el
famoso descubrimiento de que los rayos X modifican los genes. Durante un buen número de años se pensó que
el tratamiento de rayos X en la mosca de la fruta podría constituir uno de los métodos más prometedores para
observar la transformación del insecto en algo que ya no fuese mosca de la fruta. Las esperanzas puestas en el
posible descubrimiento eran elevadas. «Un nuevo descubrimiento acelera la evolución», informaba en 1928
Scientific American. «Los experimentos del profesor Muller significan (que) los cambios evolutivos, o
mutaciones, pueden producirse 150 veces más deprisa con la utilización de los rayos X que través de los
procesos ordinarios de la naturaleza». Así pues se encontraban en el buen camino, o al menos eso parecía. Pero
la mayoría de las moscas murieron directamente, y sus descendientes, que quizás sugiriesen alguna
«incipiente» especialización, no se mostraron muy interesadas en seguir con el juego. Muller produjo una
mosca de la fruta «sin ojos»; pero al cabo de diez generaciones se encontró que los descendientes habían
regresado a la normalidad. ¡Habían vuelto a tener ojos! De todos modos, Muller consiguió el Premio Nobel en
1946. Mientras tanto seguíamos oyendo hablar de los cuidadores y de los horticultores, el más famoso de los
cuales fue Luther Burbank. Se pasó lo mejor de sus cincuenta años cruzando flores y frutas en Santa Rosa,
California. Tuvo ocasión de observar una «ley» completamente distinta, la ley de regreso al promedio. Su
experiencia muestra un agudo contraste con la teoría de los evolucionistas, todavía sin comprobar, de la
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«marcha indefinida». Por mi experiencia sé que puedo desarrollar una ciruela de cualquier tamaño, desde un
centímetro y medio a más de cinco, pero he de admitir que no he logrado obtener una ciruela que sea tan
pequeña como un guisante o tan grande como un pomelo. Tengo margaritas en mis jardines tan pequeñas
como la uña de un dedo y otras que llegan a medir más de quince centímetros; pero no he logrado desarrollar
una que sea tan grande como un girasol, y creo que nunca lo lograré. Tengo rosas que florecen durante seis
meses al año, pero no tengo ninguna que pueda florecer durante los doce meses, y creo que jamás lo
conseguiré. En resumen, existen límites para un desarrollo posible; y esos límites obedecen a una ley.
Pero, ¿qué ley? Y ¿por qué? Los experimentos llevados a cabo nos han dado pruebas científicas de lo
que ya habíamos adivinado por la observación; es decir, que las plantas y los animales tienden a volver, a lo
largo de sucesivas generaciones, a un tipo de desarrollo medio... Es indudable que hay una tendencia hacia ese
promedio, que mantiene a todos los seres vivientes dentro de unos límites más o menos fijos. No hubo ningún
premio Nobel para Luther Burbank. No era una persona religiosa, e incluso publicó un folleto titulado «Por qué
soy un incrédulo», por el que fue muy denostado. Fue seguramente un científico; y hoy, tras cien años de
experimentos infructuosos con la mosca de la fruta, tenemos la impresión de que su Ley de la Reversión al
Promedio puede verse mejor confirmada que la ilusoria tendencia a formarse infinidad de variedades partiendo
de un tipo original. Los floricultores siguen buscando una rosa azul (no teñida), o un tulipán negro, los premios
codiciados, pero elusivos, de la floricultura. Al discutir el prolongado fracaso de los darwinianos para
demostrar la especialización, Jonathan Wells dijo: A pesar de los muchos y heroicos experimentos realizados
durante los pasados cuarenta años, lo mejor que se ha podido lograr son reproducciones parcial o
temporalmente aisladas. Tras décadas de intentar infructuosamente encontrar pruebas para una
especialización neodarwiniana, los neodarwinistas han llegado ahora a la conclusión de que no hay que esperar
encontrar tales pruebas porque la especialización lleva mucho tiempo. Y añadía el siguiente comentario:
Afirman los darwinistas que sus teorías están tan completamente confirmadas por pruebas abrumadoras que
es un «hecho» incontrovertible que debe estudiarse sin discusión en las clases de biología y de ciencia. No
obstante, toda la evolución darwiniana depende de la teoría del origen de las especies. Pero, ¿cómo puede
hablarse de la evolución darwiniana desde las amebas a los mamíferos, si ni siquiera se ha podido demostrar el
origen de una especie de mosca de la fruta a partir de otra especie de moscas de la fruta? El origen de las
especies es el punto de partida de todas las aparatosas afirmaciones sobre la «descendencia con modificación»,
incluyendo un antepasado común y el poder creativo de la selección natural.. Ésta es la razón por la cual
Darwin tituló su obra magna Sobre el origen de las especies y no «Cómo se modifican en el tiempo las especies
existentes. Se acostumbra a hablar del «eslabón perdido». Hoy día no está claro que haya ningún eslabón.
Tiran y empujan, elevan la temperatura y la vuelven a bajar, y estudian durante un centenar de años a las
moscas de la fruta. Trabajan con los rayos X y no paran de enredar con sus ordenadores; deletrean punto por
punto los criterios del genoma. Pero la mosca de la fruta y su descendencia, las únicas que sobreviven al calor y
a los rayos X, siguen volando en el laboratorio, alimentándose como siempre de frutas estropeadas y esperando
que les suceda algo más interesante. Los científicos también aguardan un milagro, diciéndose que la evolución
es un hecho; disfrutando de su monopolio y asegurando a todo el mundo que no debería enseñarse el
creacionismo en los colegios, porque eso es religión y no ciencia.
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