Tres preguntas que nos plantea el sufrimiento

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ENFOQUES
Aba�dos pero no destruidos
Tres preguntas que
nos plantea el sufrimiento
REVISTA KAIROS
por Nancy E. Bedford
Nuestro sufrido contexto la�noamericano hace que sea imposible eludir la realidad
del sufrimiento, ya que nos rodea, nos presiona y pareciera por momentos amenazar
con aplastarnos. ¿Puede decirse que el sufrimiento sea una virtud cris�ana? ¿Por
qué un Dios bueno y poderoso permite que sufran los inocentes? ¿De qué manera
la iglesia puede ayudar a aliviar el sufrimiento de la gente? Tres interrogantes que
no admiten posturas simplistas ni opiniones improvisadas.
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E
l sufrimiento se evidencia tanto en
nuestras tragedias personales (la muerte
prematura de un hijo) como en injusticias
estructurales (pobreza endémica, falta de
trabajo) e inclusive a nivel cosmológico: la tierra
misma sufre abusos, que a su vez magnifican
los sufrimientos humanos al traducirse en
enfermedades, hambrunas o catástrofes. Al
referirnos, pues, al sufrimiento, apuntamos a
una realidad multifacética que afecta en mayor
o en menor medida a todas las criaturas de Dios.
Hablar de tal realidad es un ejercicio osado pues,
ante el dolor, especialmente ante el sufrimiento
ajeno, a veces conviene más callar y acompañar
solidariamente al sufriente en lugar de teorizar.
Siempre hay una dimensión del sufrimiento que
supera todo intento explicativo pues, aunque
podamos desmenuzar el origen de un dolor
dado (por ejemplo, médica o socialmente), la
explicación no le da sentido al dolor ni hace que
sea más fácil de soportar. Acaso por eso también
los amigos de Job, de la Biblia, finalmente hayan
dejado de hablar y permanecido en silencio (Job
32.1). Si hablamos del sufrimiento, sólo podrá
ser con suma cautela, sin querer minimizar o
justificar el dolor de los que sufren con nuestros
razonamientos.
¿Puede decirse que el sufrimiento
sea una virtud cris�ana?
Sufrir por sufrir no constituye virtud alguna.
Éste es el error del «dolorismo»: pensar que el
dolor en sí mismo pueda ser virtuoso, cuando
en realidad el único sentido posible que se le
encuentra al sufrimiento jamás radica en el
sufrimiento mismo sino que lo trasciende. El
seguimiento de Cristo, por ejemplo, puede
conllevar la persecución y el sufrimiento (Marcos
10.30), pero buscar padecer simplemente por
creer que el sufrimiento posea una supuesta
virtud intrínseca no significa seguir a Cristo sino
que constituye un comportamiento enfermizo y
masoquista.
contra el sufrimiento causado por el pecado y
la injusticia suele llevar a la persecución y, por
ende, al sufrimiento de quien quiere aminorar
el sufrimiento ajeno.
Es significativo que en el Evangelio según
Mateo, inmediatamente después que Jesús envía
a sus doce discípulos para que sanen enfermos,
resuciten muertos, limpien leprosos y expulsen
demonios, es decir, para que combatan las
raíces del sufrimiento ajeno, Cristo habla de la
inevitabilidad de las persecuciones venideras
(Mateo 10.5-25). Tal sufrimiento por causa de
la justicia no puede ser evitado, como a veces
quisiéramos. Por eso hay que admitir que la fe
cristiana comprometida y consecuente nunca es
un analgésico ni tampoco una especie de seguro
celestial contra el dolor.
En Juan 16.33 Jesús lo expresa lapidariamente:
«En el mundo tendréis aflicción», y luego
agrega «pero ¡tened valor: yo he vencido al
mundo». No es, entonces, que sean deseables
las persecuciones y los padecimientos en sí
mismos, aunque sí pueden ser la señal de que
vamos tras las pisadas de Jesús y que, como él,
sufrimos en carne propia la violenta reacción de
un sistema idolátrico regido por falsos dioses
como Mamón (dios del dinero).
Éste es el sentido de las palabras del apóstol
Pablo acerca de participar de los sufrimientos de
Cristo: no se trata de una concepción «dolorista»
ni de una unión mística sino de una estimación
realista. Por predicar a Cristo e imitar su praxis,
Pablo comparte el destino de su Señor y, a su
vez, la comunidad de fe sufriente comparte el
destino de ambos (ver 2 Corintios 1.6). Este tipo
de sufrimiento no es una «virtud», pero sí una
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REVISTA KAIROS
Jesús, quien luchó activamente por aliviar
los sufrimientos ajenos (Marcos 1.34), no buscó
entusiastamente su propio sufrimiento en la
cruz ni vio en el dolor mismo una virtud (ver
Marcos 14.34-36), aunque en solidaridad con
nosotros haya estado dispuesto a afrontarlo.
En la actitud de Jesús se perfila una de las
paradojas de la vida cristiana: la misma lucha
El único sentido posible que
se le encuentra al sufrimiento jamás
radica en el sufrimiento mismo sino
que lo trasciende Buscar padecer
por creer que el sufrimiento posea
una supuesta virtud intrínseca no
significa seguir a Cristo sino que
constituye un comportamiento
enfermizo y masoquista.
El «poder» del Dios bueno
del cual nos habla la Biblia no
está constituido por una fuerza
mágica que permita obviar el mal
y sus consecuencias. Más bien, se
manifiesta en la aparente debilidad
del amor que, sin embargo, triunfa
sobre el mal, asumiendo
el sufrimiento si es necesario.
posible consecuencia de «buscar primeramente
el reino de Dios y su justicia».
¿Por qué un Dios bueno y poderoso
permite que sufran los inocentes?
La forma clásica de plantear este problema
es la siguiente: puesto que existen el mal y
el sufrimiento, no puede ser que Dios sea
tanto bueno como omnipotente. O Dios es
omnipotente pero no bueno (y por ende
permite el sufrimiento), o Dios es bueno pero
no omnipotente (y, por lo tanto, es incapaz de
poner fin a los padecimientos).
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Es significativo que los autores del Nuevo
Testamento no partan de un planteo filosófico
de este tipo, ni les interese justificar teóricamente
a Dios ante la existencia del mal (teodicea).
Simplemente aceptan con gran realismo que el
sufrimiento existe y buscan integrarlo en la vida
cristiana y superarlo positivamente. Parten de
una vivencia concreta: el Dios de Abraham y
Sara, de Isaac y Rebeca, de Jacob, Lea y Raquel,
el Dios liberador del éxodo y de los profetas, el
Dios cuyo Hijo Jesucristo anduvo entre nosotros
«haciendo el bien» (Hechos 10.38), es un Dios
solidario con los seres humanos, que demuestra
una especial ternura con los más débiles y con
aquellos que sufren.
En Cristo, por la fuerza del Espíritu Santo, Dios
asume en solidaridad las vicisitudes humanas,
hasta las últimas consecuencias. En el centro de
la fe cristiana hay, pues, un inocente condenado
y crucificado que no mereció tal muerte cruel,
quien pronto se identificó como «siervo
sufriente». Fue un «varón de dolores», y supo
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lo que es el sin-sentido del sufrimiento humano,
pero ése no fue el fin de su historia. En el centro
de la fe cristiana está también su resurrección,
es decir, un triunfo sobre el sufrimiento, el sinsentido, la alienación y la misma muerte, que
a la vez anticipa una victoria general sobre la
muerte que todavía ha de venir. Tal triunfo no
se consigue obviando el sufrimiento, pues en
nuestro universo tal como es, el amor siempre
conlleva la posibilidad de sufrir, también para
Dios. Pero tal sufrimiento no constituye el fin
sino que más bien es análogo a los dolores de
parto que finalmente darán lugar a una nueva
vida para toda la creación.
Por cierto, con esto no se pretende proporcionar una respuesta teórica a «por qué
sufren los inocentes», pero sí afirmar que la
presencia y la compañía del Dios trinitario
da enormes fuerzas en la vida real a aquellos
que se ven afectados por el sufrimiento de los
inocentes y que son acompañados, renovados
y rehabilitados para la vida por el Dios amante,
sufriente, solidario con los sufrientes. Al parecer,
el «poder» del Dios bueno del cual nos habla la
Biblia no está constituido por una fuerza mágica
que permita obviar el mal y sus consecuencias.
Más bien, el poder de Dios se manifiesta en la
aparente debilidad del amor que, sin embargo,
triunfa sobre el mal, asumiendo el sufrimiento
si es necesario. Éste no es un camino fácil, pero
el hecho de que sea un camino transitado por
Dios mismo en Jesucristo lo transforma en una
vía fructífera para el cristiano, que sabe que
puede ser «abatido, pero no destruido» (ver 2
Corintios 4.7-12).
¿De qué manera puede la iglesia
ayudar a aliviar el sufrimiento
de la gente?
La vocación de la iglesia como fuerza terapéutica y vivificadora en un mundo sufriente
tiene muchas facetas: va desde la atención a las
necesidades individuales (físicas y espirituales)
de los sufrientes, a la lucha activa por estructuras
económicas y sociales acordes con la ética del
Reino anunciado por Jesús, a los esfuerzos por
restablecer la armonía ecológica donde ha sido
distorcionada por los abusos humanos. Se trata
de un esfuerzo realmente «multidisciplinario»,
o por usar un lenguaje más bíblico, un esfuerzo
de todo el «cuerpo» cuya «cabeza» es Jesucristo,
en el cual todos los dones presentes en la iglesia
son necesarios, así como la disponibilidad a unir
fuerzas con aquellos que no son cristianos.
Sin embargo, para que la iglesia sea una
fuerza verdaderamente terapéutica en el
mundo tendrá que ser en primer lugar una
comunidad de fe, y no un conglomerado de
individuos que no comparten sus alegrías y
tristezas. Justamente uno de los factores que
empeora el sufrimiento es el individualismo y
el consiguiente aislamiento de las personas, que
quedan absolutamente solas en su dolor.
Esto puede ocurrir también en el seno de
una congregación, cuando rehuimos el contacto
con el sufriente por no saber qué decir o hacer.
Aquí es importante recordar un principio
recordado por el apóstol Pablo, y que podría
reformularse en las siguientes palabras: aunque
el sufrimiento y la tribulación son desagradables
y alienantes en sí mismos, cuando sufrimos y
luego experimentamos la consolación que
Dios da, nos transformamos en personas
especialmente equipadas para acompañar y
equipar a aquellos que sufren (ver 2 Corintios
Si somos fieles y eficaces en
nuestros pequeños intentos eclesiales
de solidaridad en y ante el dolor,
también lo podremos ser en
el gran panorama de responder en
justicia, en alguna medida,
al sufrimiento personal, estructural
y cosmológico que nos rodea.
1.3-7). Por eso expresamos anteriormente que
el sentido del sufrimiento no se encuentra en
el sufrimiento mismo sino que lo trasciende:
aparece cuando podemos ayudar a otros en
su momento de dolor, gracias a haber sufrido
algo parecido nosotros mismos. Cuando esta
dinámica ocurre en la iglesia, la comunidad de fe
se torna una comunidad abierta a la solidaridad
con los sufrientes, es decir, un lugar donde la
gente no experimenta condenas moralistas ni
insinuaciones de que si sufre «por algo será»,
sino la gracia del Dios amante y solidario, quien
nos enseña a ser «compañeros en las aflicciones
como también en la consolación» (2 Corintios
1.7).
Ante el masivo sufrimiento propio y ajeno
no estamos llamados a pretender resolver todos
los problemas a nivel práctico ni a «justificar»
teóricamente al Dios bueno ante la existencia del
mal, pero sí a seguir los pasos de Jesucristo en
la fuerza del Espíritu, aprendiendo así a vivir en
comunidad, según el amor del Dios solidario y
sufriente que nos promete la victoria. Si somos
fieles y eficaces en nuestros pequeños intentos
eclesiales de solidaridad en y ante el dolor,
también lo podremos ser en el gran panorama
de responder en justicia en alguna medida al
sufrimiento personal, estructural y cosmológico
que nos rodea. Tal desafío es una parte integral
de la vocación específica y de la esperanza de la
iglesia de Cristo.
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REVISTA KAIROS
Nancy E. Bedford es profesora de teología sistemá�ca
en el seminario metodista Garre�-Evangelical de las
afueras de Chicago, EE.UU. Es autora de La por�a de
la resurreción (Ediciones Kairós, 2009). Es miembro
de una iglesia menonita.
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