mi vida en la terminal 2 del aeropuerto charles de gaulle

Anuncio
MI VIDA EN LA TE RM INAL 2
DE L A E RO P UE RTO
CHA RLE S D E G AU LLE
Para J.L.
Por aquellas fechas debía estar cruzando el
charco unas dos o tres veces al año para visitar
a mi novia Xuxa, quien estudiaba la maestría en
Núremberg. Tenía un tío piloto en Aeroméxico
al que solían sobrarle boletos sujetos a espacio
que la aerolínea le daba como prestación. Estoy
seguro de que gracias a esto, junto con Skype y
DHL, Xuxa y yo pudimos sostener ese romance
transatlántico que de otro modo hubiera
resultado imposible.
Aquél verano Xuxa y yo viajamos por Europa.
La encontré en Núremberg y mientras ella
concluía su tesis de maestría yo me levantaba
todas las mañanas para trotar hasta el
Reichsparteitagsgelände en donde los nacional
socialistas solían celebrar sus congresos anuales.
Fuimos a Moscú para visitar a sus padres y
nos llevaron dos semanas de campamento
al algo Celiger donde fuimos devorados por
mosquitos gigantes. Con dos amigos ucranianos
rentamos un automóvil estándar que uno de los
chicos me enseñó a conducir en las empinadas
calles de Salzburgo. Pasamos por el poblado
de Novo Mesto en Eslovenia y en la pequeña
biblioteca local hallé un libro sobre los soldados
yugoslavos que habían acompañado fielmente
a Maximiliano de Habsburgo hasta la caída de
Querétaro. Condujimos a Croacia en donde
nadamos desnudos en las aguas transparentes
de la costa Dálmata y escapamos sin pagar de
un hostal en Dubrovnik. Finalmente dejé a Xuxa
en Núremberg y como siempre nos despedimos
sin estar muy seguros de volvernos a encontrar.
Regresé a París donde debía tomar el vuelo de
regreso a casa para volver a mi trabajo como
profesor de historia.
Aquél mes en Europa se terminó prolongando
un par de semanas extra por causas ajenas a
mi voluntad y por supuesto, a mi billetera.
Quienes alguna vez hayan viajado con un
boleto sujeto a espacio sabrán a lo que me
refiero: subirse al avión en temporada alta es
definitivamente imposible. Me hallaba consciente
de éstas implicaciones y había sido previa y
oportunamente advertido por mi tío; pero
pudieron más las ganas de estar con Xuxa y
jamás llegué a imaginarme la magnitud de las
consecuencias. Era un fin de semana de agosto,
creo, y todos los estudiantes y profesores de la
República Mexicana teníamos que presentarnos
el lunes a primera hora para el inicio del ciclo
escolar. El mostrador de Aeroméxico contrastaba
con el de las demás aerolíneas y los nacionales
habían conseguido reflejar nuestra desordenada
herencia colonial y ese particular talento para el
caos. García Márquez tiene un cuento llamado
El Avión de la Bella Durmiente que se desarrolla
en el Charles De Gaulle. En el cuento hay un
pasaje que me gustaría citar: Gente de toda ley
habían desbordado las salas de espera, y estaban
acampadas en los corredores sofocantes, y aun
en las escaleras, tendidas por los suelos con sus
animales y sus niños, y sus enseres de viaje.
Sin embargo, el espectáculo no consiguió
desanimarme. Me abrí paso entre aquella
embajada de kermesse dominical y llegué
hasta una señorita quien, al enterarse de que
viajaba con boleto sujeto a espacio, me miró
con una mezcla de asco y lástima y me explicó
que el vuelo estaba sobrevendido y por lo tanto
lleno; pero que había una lista de espera y que
si lo deseaba (como dando a entender que no
había ningún caso) podía anotarme con los
pasajeros organizados. Señaló a mi izquierda,
al fondo de la sala y entonces el alma se me
cayó a los suelos. Congregados alrededor de
una única y pequeña banca estaba una comitiva
de unos treinta paisanos o más; preocupados,
desaliñados, ojerosos, sentados sobre sus
maletas con un semblante de ninguna esperanza.
Preguntando, hallé a la mujer que se había
instalado como lideresa del grupo; un ama de
casa de unos cuarenta y tantos años, amable
pero reservada, quien me pasó el cuaderno de
hojas cuadriculadas en el que se iban anotando
los viajeros con boleto sujeto a espacio. Me tocó
apuntar mi nombre en el número cuarenta y dos
de aquella lista.
Entendí que no volvería a mi país aquél día.
Entendí que probablemente no volvería a mi
país aquella semana. Una chica morena de
Puebla de nombre Mariana, de unos diecisiete
años, quien había estado estudiando en Francia
aquél semestre me comentó que la lista a veces
se movía y a veces no. Que si acaso había
lugares disponibles en el avión era cosa de uno,
o dos, a lo máximo, y que bien podía darse el
milagro de que algún miembro de la tripulación
se compadeciera de los viajantes y cediera su
asiento de descanso. Mariana llevaba cinco días
esperando. Empecé a hacer algunas cuentas
optimistas sobre el avance de la lista de espera
considerando que diariamente se subieran dos
pasajeros. En este caso, pensé, podría volver a
casa en aproximadamente un mes.
Aquél día, uno de nosotros consiguió subirse
al avión, un norteño grande que viajaba con
tres maletas repletas de zapatos más su equipaje
personal. Puesto que la aerolínea no le permitió
llevarse todo aquello, el norteño optó por
documentar el mayor número de zapatos posible.
Eran zapatos italianos carísimos, de marca, que
el tipo seguramente compraba en Europa a buen
precio y revendía en México. Más tarde me
enteré de que el pobre hombre había pasado dos
semanas durmiendo en el Charles de Gaulle.
El vuelo despegó a medio día y los mostradores
quedaron vacíos. Los empleados recogieron la
cordonería y apagaron las luces. La cosa era que
para seguir escalando posiciones en aquella lista
era necesario estar presente todas las mañanas a
las seis y anotarse. Tomar el tren del aeropuerto a
París costaba unos ocho euros, lo que significaba
desmañanarse y gastar dieciséis euros diarios
entre ir y volver. Todo en el Charles de Gaulle
estaba carísimo, lo cual incluía la comida que
por supuesto era una mierda de fast food. No
había facilidades higiénicas. Los pasajeros que
podían costeárselo pagaban los veinte euros
del hotel. Algunos de ellos eran solidarios y a
veces ofrecían el baño de su habitación por si
alguien quería tomar una ducha. Varios de los
mexicanos que llevaban más tiempo y menos
dinero ya olían mal y habían enfermado de gripa.
La falta de comodidades y la mala alimentación,
pensé, harían que la enfermedad empezara a
cobrar bajas entre los miembros del improvisado
campamento.
Lo primero que hice fue avisarle a medio mundo
que estaba varado en París y que no sabía cuándo
regresaría a casa. La única forma de acceder a
Internet era utilizando la Wi Fi del McDonald’s
de la Terminal 3. Mariana me prestó su laptop
y desde ahí escribí al trabajo y conseguí un
suplente. Notifiqué a mis padres y les pedí un
préstamo. Escribí a mí tío para preguntarle
cuándo volaba a París y que si podía darme un
aventón porque ahí todo era sencillamente un
cagadero. Redacté a Xuxa una epístola febril
desde el naufragio reiterándole mi amor y
asegurando que era esto lo que me permitía
enfrentar las situaciones más difíciles de la vida.
Por último actualicé mi estado de Facebook.
Salí a la calle para fumarme un cigarrillo. Estaba
oscureciendo. Ya no me quedaba más tabaco
americano. Tenía que resignarme a fumar
Belomorkanal, una mierda rusa que llevaba en la
maleta como suvenir. Basura exótica. Un viejo de
camisa blanca se me acercó. Era alto y se movía
con agitación. Lo primero que me dijo fue: —
life’s a shit you know? —, y me pidió un cigarro.
El tipo era de Lituania. Conversamos. Me dijo
que París le daba asco. Que le gustaría ver algo
diferente de Europa, especialmente de Europa
del Este. Que le daba rabia viajar por Polonia y
Rusia. Que Rusia era la tierra de las tinieblas.
Me explicó que en un principio las mujeres eran
hermosas en las dos Europas; pero las bellas eran
brujas y fueron quemadas indiscriminadamente
en la Europa del Oeste. El Este no hizo lo mismo
con sus hechiceras y por ello sus descendientes
continuaban haciendo que los hombres se
mataran entre sí. El viejo aplastó en el piso el
Belomorkanal a medio consumir y me dijo muy
apurado: —I have to go man, I have to take the
train to the center of Paris —, y se despidió con
un apretón de manos.
Existían dos problemas principales para dormir
en el Charles de Gaulle. El primero de ellos eran
las bancas cuyo diseño hostil, con descansabrazos
dividiendo los asientos individualmente,
volvían imposible que la ocuparan dos tipos de
personas: quienes padecían sobrepeso y quienes
querían acostarse en ellas. El segundo de los
problemas eran los yonquis; vagabundos que
venían de París y se pasaban una temporada
en el aeropuerto. Tal vez también eran viajeros
que habían quedado varados ahí hace muchos
años. Cogían un carrito de maletas y paseaban
sus enseres durante el verano. La Terminal 3
estaba infestada de yonquis. De alguna manera el
trazado del Charles De Gaulle me recordó al de
la Terminal de Autobuses de Querétaro, con salas
sofisticadas que iban transformando su número
hasta la decadencia. Los viajeros con boleto
sujeto a espacio pernoctábamos en la Terminal 2.
Debido al escaso número de bancas y sobre todo
a su diseño, era necesario que lo hiciéramos en
el piso. Por la noche, los yonquis de la Terminal
3 salían de su guarida y se iban a husmear por
el aeropuerto. Era imprescindible dormir con
las asas de las maletas atadas a pies y manos.
Antes de darnos las buenas noches, los viajeros
nos rifábamos las guardias. Más tarde uno de los
mexicanos me contó que una noche se quedó
dormido en su guardia. Lo despertó el carro
de la barredora que era operado por un chino.
Había un yonqui delante con una maleta en las
manos listo para echarse a correr. El chino de la
barredora le cortó el paso. El mexicano se levantó
por reflejo y al yonqui no le quedó de otra que
dejar la maleta en el piso. Entre nosotros se
hablaba de éste chino de la barredora que pocos
habían visto, pero que era considerado algo
muy cercano al ángel guardián de los mexicanos
varados en el Charles De Gaulle.
Las mañanas arrancaban temprano. A las 5.00
AM los empleados de la aerolínea encendían las
luces y comenzaban a golpear los tubos de metal
de la cordonería. El segundo día fue malo. Nadie
de la lista de espera consiguió abordar el avión.
Volví a pedir prestado el lap top de Mariana para
revisar mi correspondencia. Mi tío me dijo que
pasaría por París hasta dentro de dos semanas.
Mis padres me dijeron que me fuera de ahí, que
no tenía caso esperar en ese aeropuerto infecto.
Xuxa por su parte me respondió que pobrecito y
que me regresara a Núremberg junto a ella.
Salí a fumarme otro Belomorkanal. Esta vez
se me acercó un chico moreno que dijo ser
de Madagascar. Yo jamás había visto un ser
vivo de Madagascar. Me pidió un cigarrillo y
conversamos. Cuando se enteró que yo venía
de México le pareció tan exótico que me dijo:
—so do you live in an hacienda? —. Le pregunté
que si él tenía un lémur de mascota y se rió.
Me respondió: —you can invite me to Mexico
someday, and maybe we can have sex in your
hacienda—. Guardé silencio un momento y me
le quedé mirando. Al final le dije que eso no iba
a ser posible porque yo tenía una girlfriend in my
hacienda. Nuevamente se rió, me dio las gracias
por el cigarrillo y se fue.
Opté por volver a Núremberg con Xuxa. En
Internet hallamos una oferta para el lunes, así
que tuve que esperar un par de días más. El
boleto me lo pagó Xuxa de su propio bolsillo.
Mientras tanto pasé el tiempo leyendo y
escribiendo y paseando sin rumbo por el
aeropuerto más grande de Europa. Hubo
una noche en que los jóvenes del grupo nos
montamos una fiestecita. Mariana puso algo
de música en su lap top y yo abrí una botella
de vodka que había comprado en Rusia. Los
Belomorkanal se terminaron. Lo único que nos
faltó fue asaltar el mostrador de Aeroméxico y
encender una fogata con todos los documentos.
Consideré aquello como mi fiesta de despedida.
Regresé con Xuxa y disfrutamos el resto
del verano alemán en la piscina pública
del Borderseepark. Aquellas fueron unas
forzadas vacaciones extemporáneas en
las que seguí trotando por las mañanas al
Reichsparteitagsgelände. Era cierto que estaba
arruinado y que me sentía en deuda con todo el
mundo, así como el hecho de tener que hacerla
de amo de casa para ganarme el pan, el respeto
y el sexo. No puedo negar, sin embargo, que
aquello fue una bendición. Esas dos semanas
fueron la última vez en que Xuxa y yo estuvimos
juntos como pareja.
Una extraña nostalgia se apoderó de mí al dejar
el Charles De Gaulle. Empecé a extrañarlo como
viajero, como escritor y como ser humano. Ahí
todos los mexicanos náufragos formábamos
una especie de comunidad. Nos hermanaba
el ser menospreciados por los pasajeros con
billete completo. Después de todo no había
mucha diferencia entre nosotros y los yonquis
del Charles De Gaulle. Éramos el eslabón
perdido entre los yonquis y los pasajeros. Habían
algunos otros viajeros que pasaban la noche por
alguna conexión retrasada, pero sólo nosotros
estábamos ahí todos los días. Nosotros, los
yonquis y el chino de la barredora.
Pasadas aquél par de semanas regresé a París
para encontrarme con mi tío. Fuimos al
cementerio de Monparnasse y visitamos la
tumba de Porfirio Díaz. Con el dinero que
me sobraba lo invité a cenar en algún sitio de
Place de la Republique y le obsequié el libro
que llevaba en la maleta y que me acababa de
cambiar la vida; El Legado de Humboldt, de Saúl
Bellow. Salimos para México al día siguiente.
Todavía quedaban algunos viajeros con boleto
sujeto a espacio. Mariana y otros más ya se
habían marchado. Mi tío me cedió su asiento de
descanso en primera clase y me emborraché con
champaña para conseguir dormir las diez horas
del viaje transatlántico. Al final del vuelo me
despertó para invitarme a la cabina y presenciar
como hacía descender aquél monstruo entre los
edificios podridos de Tenochtitlan.
Antonio Tamez
Narrador, gestor cultural y profesor de historia.
Estudió el Diplomado en Creación Literaria
en la SOGEM de Querétaro en 2005; en 2011
fue licenciado en Historia por la Universidad
Autónoma de Querétaro. De 2006 a 2009
mantuvo el blog Neónidas,
www.neonidas.blogspot.com junto a Horacio
Lozano, José Velasco y Gerardo Arana. Como
escritor ha trabajado para la publicidad, la
educación y los medios libres. Como gestor
cultural ha sido coordinador del catálogo
Ciudad Q, www.ciudadq.mx, y ha montado dos
exposiciones en la Galería Libertad. Radica en
Santiago de Querétaro en donde imparte clases de
Historia de México.
Descargar