CIEGOS QUE VEN Y VIDENTES QUE NO QUIEREN VER

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CIEGOS QUE VEN Y VIDENTES QUE NO QUIEREN
VER
P. Jesús Álvarez
Domingo 4° cuaresma- A /3 abril 2011
En aquel tiempo, al pasar vio Jesús a un hombre ciego de
nacimiento. Jesús hizo un poco de lodo con tierra y saliva, untó con
él los ojos del ciego y le dijo: Vete y lávate en la piscina de Siloé
(que quiere decir el Enviado). El ciego fue, se lavó y, cuando volvió,
veía claramente. Sus vecinos y los que lo habían visto pidiendo
limosna, decían: ¿No
es este el que se
sentaba aquí y pedía
limosna? Unos decían:
Es
él.
Otros,
en
cambio: No, es uno
que se le parece. Pero
él afirmaba: Sí, soy
yo. Le preguntaron:
¿Cómo es que ahora
puedes ver? Contestó:
Ese hombre al que
llaman
Jesús
hizo
barro, me lo aplicó a
los ojos y me dijo que
fuera a lavarme a la
piscina de Siloé. Fui, me lavé y veo. Los judíos no quisieron creer
que el era ciego de antes y que había recobrado la vista, hasta que
no llamaron a sus padres. Y les preguntaron: ¿Es éste su hijo? ¿Y
ustedes dicen que nació ciego? ¿Y cómo es que ahora ve? Los
padres respondieron: Sabemos que es nuestro hijo y que nació
ciego. Pero cómo es que ahora ve, no lo sabemos, y quién le abrió
los ojos, tampoco. Pregúntenle a él, que es adulto y puede
responder de sí mismo. Jesús se enteró de que habían expulsado
de la sinagoga al ciego. Cuando lo encontró, le dijo: ¿Tú crees en el
Hijo del Hombre? Le contestó: ¿Y quién es, Señor, para que crea en
él? Jesús le dijo: Tú lo has visto, y es el que está hablando contigo.
El entonces dijo: Creo, Señor. Y se arrodilló ante él. (Jn 9,1-41).
Jesús se presenta como luz del
mundo y confirma con hechos lo
que dice de palabra: da luz a los
ojos de un ciego de nacimiento. Con
1
barro y saliva le unta los ojos al
ciego, que obedece a la orden de
lavarse a la piscina,
y vuelve
curado.
La noticia de la curación se
difundió rápidamente entre la
gente, que se dividió en dos
bandos: los que aceptaban
que la curación era real y
obra de Dios, y los que se
negaban a creer, porque
había sido curado en sábado,
alegando que la ley de Moisés
prohibía trabajar en sábado.
Los judíos tienen todas las pruebas
evidentes del milagro, sin embargo
se niegan a creer. Tremenda
realidad que sigue sucediendo en
nuestros días, y probablemente
entre nosotros.
Resulta fácil creer mientras la
fe no exije mejorar la forma
de pensar, esfuerzo, renuncia
y
trabajo,
purificar
las
relaciones
humanas,
escuchar
el
grito
del
necesitado, cambiar ciertas
costumbres... Pero cuando se
decide renovar la vida, mirar
y
tratar
al
Resucitado
presente, ayudar al pobre
también
cuando
duele,
entonces la fe deja de ser
una apariencia inútil.
Es grande y muy real el riesgo de
conformarse con una fe que no
tiene a Jesús como centro. Entonces
resulta una fe sin consistencia y sin
sentido, que no puede salvar,
porque excluye al único Salvador.
Es una pretensión fatal el
creer que se puede ser
cristianos prescindiendo de
Cristo; pretensión que es
mucho más frecuente de lo
que se pudiera pensar. Es
fariseísmo que impide ver y
creer. Vale la pena cuestionar
nuestra
fe
y
nuestro
cristianismo, no sea que
estemos
viviendo
una
religiosidad falsa, que nada
tiene que ver con salvación y
la fe cristiana, de la cual
Cristo es centro.
¿Somos ciegos que no quieren ver,
o videntes por la fe en Cristo Jesús,
en su Persona presente y en su
palabra, proclamando con verdad
como el ciego de nacimiento: “Creo,
Señor?” La fe es adhesión amorosa
a Cristo vivo y siempre presente; es
trato amistoso y unión real con él y
amor al prójimo en quien Cristo
vive. Cuando se ama, sobran
razones para creer; cuando no se
ama, no bastan todas las razones ni
todas las evidencias del mundo.
Las celebraciones y la oración
nos unen a Cristo si estamos
presentes a él y al prójimo
por el amor. Nos alejan, si
repetimos ritos vacíos y
fórmulas sin corazón, por
rutina,
costumbre,
cumplimiento, sin fe hecha
obras por amor...
Samuel 16, 1. 5-7. 10-13 - El
Señor dijo a Samuel: «¡Llena tu
frasco de aceite y parte! Yo te
envío a Jesé, el de Belén,
porque he visto entre sus hijos
al que quiero como rey».
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Samuel fue, purificó a Jesé y a
sus hijos y los invitó al
sacrificio.
Cuando
ellos
se
presentaron, Samuel vio a Eliab
y pensó: «Seguro que el Señor
tiene ante Él a su ungido». Pero
el Señor dijo a Samuel: «No te
fijes en su aspecto ni en lo
elevado de su estatura, porque
yo lo he descartado. Dios no
mira como mira el hombre;
porque
el
hombre
ve
las
apariencias, pero Dios ve el
corazón». Así Jesé hizo pasar
ante Samuel a siete de sus
hijos, pero Samuel dijo a Jesé:
«El Señor no ha elegido a
ninguno de estos». Entonces
Samuel
preguntó
a
Jesé:
«¿Están
aquí
todos
los
muchachos?»
Él
respondió:
«Queda todavía el más joven,
que ahora está apacentando el
rebaño». Samuel dijo a Jesé:
«Manda a buscarlo, porque no
nos sentaremos a la mesa hasta
que llegue aquí». Jesé lo hizo
venir: era de tez clara, de
hermosos
ojos
y
buena
presencia. Entonces el Señor
dijo a Samuel: «Levántate y
úngelo, porque es este”. Samuel
tomó el frasco de óleo y lo ungió
en presencia de sus hermanos.
Y desde aquel día, el espíritu del
Señor descendió sobre David.
Dios elige a David como sustituto
de Saúl, que había contrariado a
Dios y por eso fue rechazado. Dios
no se apoya en las apariencias para
elegir a David, sino en su corazón,
semejante al corazón de Dios. Y al
ser ungido por Samuel, se llena del
Espíritu del Señor -al igual que
Jesús en el bautismo y los apóstoles
en Pentecostés-, habilitándolo para
la misión que le confiaba: pastorear
y guiar al pueblo de Dios.
Pero David, ¿fue siempre
conforme al corazón de Dios,
como el mismo Dios dijo de
él? Fue adúltero y capaz de
planificar la muerte de Urías
para ocultar su adulterio con
la esposa de éste, Betsabé.
Enemigo de toda venganza
personal, hasta perdonarle la
vida a Saúl que lo perseguía a
muerte, pero luego entrega a
la
muerte
a
siete
descendientes suyos.
Con todo, su vida tiene más luces
que sombras. Sabe reconocer sus
culpas,
humillarse,
pedir
sinceramente perdón, convertirse y
reparar. El mismo David expresa así
la experiencia del perdón de Dios:
“Feliz el hombre a quien Dios no le
tiene en cuenta su delito”. Y por eso
le llamamos “el santo rey David”.
El
pecado
reconocido
y
detestado,
no
debe
desalentarnos, porque “Dios
no quiere la muerte del
pecador,
sino
que
se
convierta y viva”. El pecado
se hace entonces motivo de
humildad y amor agradecido
a
Dios
por
su
perdón
inmerecido. Dios mira más el
corazón y las obras de bien
que los pecados.
3
Efesios
5,
8-14
Hermanos: Antes, ustedes eran
tinieblas, pero ahora son luz en
el Señor. Vivan como hijos de la
luz. Ahora bien, el fruto de la luz
es la bondad, la justicia y la
verdad. Sepan discernir lo que
agrada al Señor, y no participen
de las obras estériles de las
tinieblas;
al
contrario,
pónganlas en evidencia. Es
verdad que resulta vergonzoso
aun mencionar las cosas que
esa gente hace ocultamente.
Pero cuando se las pone de
manifiesto, aparecen iluminadas
por la luz, porque todo lo que se
pone de manifiesto es luz. Por
eso se dice: «Despiértate, tú
que duermes, levántate de entre
los
muertos,
y
Cristo
te
iluminará».
Las tinieblas son el pecado, tanto
original como personal y social.
Pero la luz de Cristo en persona es
capaz de eliminar el pecado e
iluminar la vida, la mente, el
corazón. La unión efectiva y
afectiva con Cristo nos enciende en
su luz y nos hace verdaderos
cristianos y a la vez nos convierte
en luz para los demás.
¿Cómo saber si somos o no
verdaderos cristianos y luz de
Cristo para los demás? Por
los frutos de la luz nos
conoceremos: la bondad, la
justicia, la verdad, el amor a
Dios y al prójimo, y por la
capacidad real de discernir
entre lo que agrada a Dios y
las obras inútiles de las
tinieblas del pecado.
Es
necesario
sacudirnos
y
despertarnos del posible sueño
tenebroso que nos
oculta las
acciones,
actitudes,
deseos,
relaciones que nos ponen en una
peligrosa y vergonzosa vida de
tinieblas.
Solamente la unión con Cristo
resucitado nos hace hijos de
la luz, y a la vez nos hace luz
que refleja a Cristo para los
demás.
P. Jesús Álvarez, ssp
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