Un día en el InstItUto KIno

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Un día en el Instituto Kino
Fernanda Bastidas
Imagen: Víctor Ruiz
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N
ada fue como lo había imaginado. La cancha estaba tan sola y silenciosa que hasta me pareció aburrida. Pensé que encontraría un lugar desordenado y caótico, pero cuando entré al salón de clases, con solo varones, ya estaban sentados en sus respectivos asientos. Estaban poniéndose
crema, pues el maestro pasó por cada mesabanco con un frasco y les dio un
poco a cada uno. Después los roció con perfume. Desde ese momento noté
la diferencia entre el trabajo del instituto y el de una escuela ‘’tradicional’’.
Revista Universidad Kino
Imagen: Víctor Ruiz
El maestro les preguntó la fecha y todos reímos al
escuchar: ¡Hoy es miércoles. Mañana fue martes!, de
uno de los alumnos. La mayoría de 8 años o menos.
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El aula, de grandes ventanas por las que entraba la
luz del sol, paredes azul cielo y un estante al final en
el que había varios libros un poco descuidados, era
el lugar en el que estos niños pasarían gran parte de
su día, puesto que después de acabado el horario de
clases se quedan ahí para terminar sus tareas.
Una vez entrados en las actividades del día, el maestro
les pidió hacer una lista en el cuaderno de palabras
con “CL”. Siempre competían para veer quién terminaba primero. El maestro sacó de una cajonera de metal
varios lápices nuevos, que 2 horas después estaban
convertidos en miniatura porque en cada momento
se levantaban a sacarle punta.
No tardé en darme cuenta quién era el travieso del
grupo. Su nombre: Adolfo; quien alardeaba de la pelea
que había tenido un día antes con un compañer. Vendaje en la mano derecha, un tenis y una sandalia complementaban su vestimenta. Tarareando canciones de
Cepillín todo el tiempo y siendo constantemente regañado por eso, no perdía oportunidad para observar
mis apuntes. El short de Adolfo se estaba cayendo,
entonces el maestro sacó un pedazo de cuerda y le
hizo un cinto.
Llegó la hora de salir al recreo y los que no habían
terminado la lista de palabras con “CL” o se habían
portado mal estaban apuntados en el pizarrón y se
quedarían sin recreo. El primer apuntado: Adolfo.
Sonó la campana y todos los que terminaron la lista
salieron. Después de 5 minutos el maestro dejó salir
a todos.
La cancha, que cuando llegué parecía aburrida se
llenó de vitalidad, niños corriendo y jugando con el
balón por todo el lugar. El recreo es, sin duda, la mejor
parte de ir a la escuela.
Cuando sonó la campana para avisar el fin del recreo,
se formaron en la cancha y cada salón recibió material de limpieza.
Entraron al aula desordenadamente pero tomaron
asiento en cuanto el maestro se los pidió. Adolfo llegó
con una bolsa de celofán con palomitas que le habían
regalado en el recreo, las escondió debajo de su banco y comenzó a comerlas a escondidas.
El maestro leyó un cuento llamado “Los compadres”, e
hizo una serie de preguntas que tenían que contestar
en el cuaderno. Una vez revisadas las preguntas, el
maestro les enseñó las tablas.
De verdad intenté pasar desapercibida, pero fue una
tarea imposible. Una vez que el maestro se fue del salón para reportar a Adolfo porque no tomaba asiento,
tenía a mi alrededor a 5 niños, haciendo preguntas
sobre mi trabajo o pidiéndome ayuda para hacer la
tabla del 7. En especial Ángel, apodado “El burro” por
sus compañeros, quien terminó siendo ayudado por
uno de ellos. Me di cuenta que aunque compiten entre sí, se ayudan unos a otros.
El timbre anunció la hora de salida, tomé mis cosas y
me despedí de los niños, que me hicieron prometer
que regresaría.
El trabajo del Instituto va más allá de la enseñanza
conforme al sistema educativo, pues también cubre
una de las necesidades humanas más importantes:
el afecto.
Creemos que las donaciones que hacemos al Instituto son suficientes, pero ¿cuántos de nosotros hemos
pensado en ir a visitar y convivir con los niños? K
www.periodismounikino.mx
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