Violencia y misión en la antigua provincia del Paraguay MARTÍN M. MORALES SJ Introducción El espacio que abre la violencia es un desafío peculiar para la reflexión historiográfica. Este desafío pareciera ser aún más arduo cuando la violencia se instala en el corazón de la acción misional. Los pueblos de guaraníes fundados por los jesuitas en la antigua provincia del Paraguay en la zona del Guayrá1, a pocos años de establecidos (1610), comenzaron a ser víctimas de la agresión de grupos armados de vecinos de la ciudad de San Paolo. Estas razias, destinadas a obtener mano de obra cautiva, adquirieron grandes proporciones a partir del primer al mando de Manuel Preto y del capitán Antonio Raposo Tavares y generaron una abundante documentación y bibliografía. Las armas entraron en las Reducciones y los grupos defensivos poco a poco se fueron convirtiendo en un ejército regular al servicio de la Corona. Esta militarización de la vida de las misiones guaraníticas no sólo fue una estrategia defensiva y política sino que se fue convirtiendo en un espacio táctico del indio ante el ejercicio del poder civil y religioso. La operación historiográfica, entre otras cosas, intentará explicar la continuidad con un pasado que se retira y que necesariamente, para ser objeto de la reflexión histórica, deber ser diferenciado del tiempo presente. Esta ausencia, que deberá ser denominada, será la labor de la historiografía, que a partir de la incipiente modernidad, tratará de unir la realidad y su discurso2. En la fatiga por unir éstos términos antinómicos el trabajo del historiador se alternará entre la posibilidad de hacer pensable un cuerpo documental o bien tratar de resucitarlo elaborando una historia modelo funcional al presente que trata de iluminar. Este esfuerzo se hará también evidente en la historia de las misiones donde la noción de continuidad será esencial para constituir la identidad y para establecer la filiación, de la acción misionera, a lo largo del tiempo, con el “id y enseñad” evangélico. Joseph Schmidlin (1876-1944) ya había llamado la atención en su Katholische Missionsgeschichte (1917) acerca de la necesidad, que la historia de las misiones se independizara de aquella “atmósfera de simpatía y de entusiasmo por los ideales católicos” que había sido creada por el Romanticismo. La corriente que él mismo llamó “apologético-panegírica” tenía que adaptarse a las exigencias “críticas” de aquellos años. La confianza en un uso de la documentación sin ambages, como 1 La región del Guayrá era una extensa zona que estaba situada, con el actual estado de Paraná, Brasil. 2 Esta concepción historiográfica es la que inspiró la obra de Michel de Certeau en La escritura de la Historia. estrategia a partir de la cual emergiera la verdad histórica y por lo tanto la “mejor” defensa que pudiera hacerse de la institución eclesial, fue la que animó la aparición de una serie de ediciones de fuentes. La obra de Robert Streit (1875-1930), Bibliotheca Missionum, nació de este “espíritu crítico”. Algunos años antes, el historiador alemán Johannes Janssen había sugerido (1884) al P. Bernardo Dhur SJ la publicación sin retaceos de los documentos fundacionales de la Compañía de Jesús como la mejor forma para acabar con las “leyendas” contra la Compañía3. Es en continuidad con este movimiento que ven la luz los volúmenes de Monumenta Historica Societatis Iesu y de Monumenta Missionum editados por el Instituto Histórico de la Compañía de Jesús. Cuánto este espíritu crítico haya implicado un cambio de paradigma, un diverso régimen de historicidad y el establecimiento de un nuevo punto de observación puede deducirse del mismo razonamiento de Schmidlin en la introducción a su historia de las misiones católicas. En el “método crítico” hay, de todas maneras, un lugar establecido, a la vez que supuesto, una escritura previa y no siempre descifrable desde dónde observar y construir el relato histórico: los trazos de la divina Providencia. Es a partir de este supuesto desde dónde el historiador alemán entiende que, a pesar de sus luces y sus sombras, la historia misional ha implicado un “progreso” incesante. Desde ese lugar hermenéutico todo aquello que pudiera amenazar la continuidad y aparecer como una ruptura no es más que un desvío hacia un cumplimiento inexorable. Schmidlin mismo reconoce que, aún no queriendo entrar en la línea de una historia apologética de las misiones, a partir de este principio providencialista puede hacerse abstracción de algún que otro aspecto negativo y considerar la historia de las misiones como: “una demostración viviente de la fuerza del cristianismo y de la Iglesia en la conquista de todo el mundo”4. Cómo hacer pensable la violencia5 A menudo para la historiografía, producida en el ámbito de la Compañía o fuera de ella, la violencia y la militarización de la vida de los pueblos guaraníes, fueron vistas no sólo como parte integrante del sistema misionero sino que revelaron uno de sus aspectos más heroicos. Esta percepción de la violencia como algo sublime y ejemplar, que se irá a su vez transformando a lo largo del siglo XX, se manifestó de otra manera en las elaboraciones historiográficas y en el cuerpo documental de los siglos XVII y XVIII. Estas mutaciones revelan, por una parte, aquello que cada sociedad puede observar y diferenciar y por otra, la contingencia del discurso que 3 D. FERNÁNDEZ ZAPICO, P. LETURIA, Cincuentenario de Monumenta Histórica S.I. (1894-1944) en AHSI 13 (1944), pp. 1-61. 4 J. SCHMIDLIN, Manuale di storia delle missioni cattoliche, Pontificio Istituto Missioni Estere, Milano, 1943, vol I, pp. 13. 5 Una introducción al pensamiento de Michel de Certeau respecto a la escritura de la historia es el trabajo de Alfonso Mendiola, “La inversión de lo pensable” en Historia y Grafía 7(1996), pp. 31-57 produce. La aproximación a sociedades, cuyos esquemas de referencias no son ya los nuestros, se realiza a través de la inversión de lo pensable6. La violencia que se instala en las misiones es una violencia que se genera en los siglos XVI y XVII o sea en el momento decisivo de una crisis de la cual las “guerras de religión” son su manifestación más dramática. Es a partir de lo que modernidad rechaza, esto es lo religioso, desde dónde esta violencia debería ser considerada. La violencia de aquellos siglos en general y su radicación en el espacio misionero, más allá de la racionalización que de ella pueda hacerse en cuanto acción defensiva, está de alguna manera en un entre deux establecido por un desvanecimiento en la sociedad pre-moderna de los criterios de certeza y la aparición de “nuevas” certezas. Podría pensarse las Reducciones de la antigua provincia del Paraguay como pertenecientes a una frontera donde conviven un cierto universo religioso y una incipiente modernidad. Del convencimiento y seguridad de las referencias teológicas se pasará a un nuevo marco referencial de tipo político que encontrará su expresión en la “razón de estado”. Reducir el fenómeno de la violencia en el ámbito misionero a un juicio acerca de las razones de la “guerra justa” y a su oportunidad política, aunque si fuera posible considerar una continuidad y homogeneidad en dicha doctrina, es quitar el problema de su alveolo originario. Es precisamente este espacio originario el que se ha hecho difícilmente pensable. En este sentido, las interpretaciones de algunos autores acerca de la convivencia entre el anuncio del Evangelio y el uso de las armas puede ayudar a establecer la distancia necesaria para reconocer lo olvidado, lo que funda, pero que al mismo tiempo no nos pertenece porque situados en la modernidad avanzada. Así, para Antonio Astrain7, que los jesuitas hayan industriado a los indios en el arte militar, formó parte de lo que podría llamarse una “educación integral”, que comenzaba por la fe y buenas costumbres, continuaba con la agricultura y las artes útiles de Europa. Según el historiador jesuita, los miembros de la Compañía en la antigua Provincia del Paraguay vivieron la guerra como algo ineluctable y no encontraron otro camino que el uso de las armas de fuego para mantener a los pueblos en vida. En este sentido queda fuera de la consideración del autor jesuita todo el debate interno a la Compañía de Jesús que generó la admisión del uso de las armas y en general el recurso a la violencia. Es probable que la concepción de la guerra que subyace en la escritura de Astrain sea más propia del siglo XIX y principios del XX y testimonie una pensamiento que podría identificarse con Joseph de Maistre (1723-1821) y con las relecturas que hiciera de él, el jesuita Yves de la Brière en los mismos años en que Astrain escribía su historia: ¿Cuál es la idea dominante de la paradoja de Joseph de Maistre acerca del carácter divino de la guerra? Que la efusión de la sangre humana, a través de las armas, pueblo contra pueblo, tenga un valor especial para la expiación providencial 6 Es éste el titulo de la segunda parte, capítulo tercero, de la obra de M. DE CERTEAU, L'Ecriture de l'Histoire, Editions Gallimard, 1975. 7 A. ASTRAIN (1871-1928). Su obra Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España (7 vol.), Madrid, 1902-1925, es aún indispensable para adentrarse en la historia de los jesuitas en esos territorios. En el volúmen V de su historia, pp. 534 y ss. dedica algunas consideraciones a los aspectos militares de los pueblos jesuíticos. de los pecados del género humano y que esta expiación pueda obtener para el pueblo que la padece el secreto misericordioso de su regeneración moral. Ahora bien, esta concepción nos parece profunda, y se nos permita decirlo, magnifica8. Esta cristianización de los ejércitos, que resurge durante el período de la Restauración, se extenderá hasta la primera mitad del siglo XX. Para Astrain, es en el crisol de la guerra donde aparece la desigualdad natural entre el indio y el español, una línea más desde donde podrá ser posible establecer de las diferencias entre ellos y nosotros. Los guaraníes, según él, carecían del valor audaz y acometedor tan propio de los antiguos aventureros españoles, mucho menos tenían cualidades de previsión, buen orden y acertada dirección, al contrario, eran dóciles y resistentes. Concluye afirmando que el valor del guaraní provenía de su corta capacidad, que no les permitía ver el peligro de la muerte a la que muchas veces se exponían y por no saber el castellano necesitaban siempre del jesuita que interpretara las órdenes. Podría parecer un juego de paradojas agregar a estas afirmaciones del jesuita español que la traducción del nombre de la etnia “guaraní” significa guerrero. Por su parte, también el historiador jesuita Pablo Hernández9 dedicó algunas páginas al tema de la guerra en las misiones del Paraguay. Luego de haber descrito la organización militar intenta una reflexión de fondo. En primer lugar, se solidariza con el lector que quede extrañado que los misioneros se hayan mezclado en cuestiones de guerra. De alguna manera, para corroborar este asombro, dice que aún el P. general Goswino Nickel (1582-1664) se maravilló de esta novedad. Pero intenta resolver esta extrañeza afirmando que, desde lejos, desde Roma, era natural que el superior general se preocupara por la perfección religiosa, pero teniendo presentes todas las circunstancias, cesa la extrañeza y en su lugar aparece la necesidad. En las reducciones, recuerda, no había españoles, estaban distantes de las ciudades, los enemigos estaban cerca, los indios eran incapaces de hacerse cargo de los pueblos, por tanto la organización militar con sus consecuencias fue inevitable. Una vez más se desdibujan las sombras de cualquier debate interno y, esta vez, una especie de “razón de estado” local no sólo tiende a calmar las dudas del lector moderno sino que no da voz a las dudas de las conciencias de los actores históricos. En el análisis coyuntural y estratégico se anula la complejidad de la dialéctica entre discernimiento y obediencia, las dudas, el gesto heroico del que renunció a toda violencia o de quien entregó su vida pensando de defender una causa justa. Para lograr una historia que no sorprenda al lector moderno no se teme sacrificar ni siquiera al gobierno central de la Orden, que distante, no comprendía las razones de allá, como decir que toda la urdimbre epistolar con la que los jesuitas se conformaban en cuerpo se había fragmentado. No se sabe qué es más dramático para Hernández si salvar la “ineluctabilidad” de la presencia de las armas de fuego en las Reducciones o admitir la ingobernabilidad de la institución. 8 Y. DE LA BRIÈRE, “La guerre et la doctrine catholique”, in Etudes (ott-nov) 1914, p. 202. P. HERNANDEZ Y GIMENO (1852-1921). Entró a la Compañía de Jesús en 1872. Escribió la Organización social de las doctrinas de Guaraníes. Barcelona, 1913, 2 vols. 9 Este tipo de argumentación llegó a su paroxismo en otro autor jesuita, el P. Constancio Eguía Ruiz10, quien en 1944, aún durante la segunda guerra mundial, escribió un artículo intitulado: El espíritu militar de los jesuitas en el antiguo Paraguay español11. Este trabajo se abre con una frase del Papa Benedicto XV quien, refiriéndose a la guerra europea, la definió como “una horrible carnicería, y un azote espantoso, y un furioso huracán”, para recordar luego las palabras de Pío XI: “dissipa gentes quae bella volunt”. Estas afirmaciones “incontrovertibles” sirven, sin embargo, de introducción a la argumentación central de todo el artículo: la guerra “es hija directa del pecado” a la vez que medio de expiación impuesto por Dios. “He aquí –afirma impávido el autor- la razón porqué tanto estimamos nosotros las virtudes guerreras de los hombres y de los pueblos; porque creemos que esas virtudes constituyen una gloria inmarcesible de sus historias.” Luego de una reseña de textos que van desde el Antiguo Testamento, pasando por las cartas paolinas, llega a la figura del “capitán” San Ignacio de Loyola quien opone su milicia ante el caudillo de unas “huestes heréticas” que, aunque no lo nombra, no es difícil sospechar se trate de Martín Lutero. Esta concepción del fundador de la Compañía de Jesús como soldado es, según Eguía, el hilo con el que se teje la trama de la organización de la Orden, concebida como milicia espiritual. De la experiencia y sentido militar sacó Ignacio los mejores ejemplos para exhortar a la perfección, como sucedió en la carta a los estudiantes de Coimbra, en la que los jóvenes dedicados al estudio deben pensarse como soldados que se preparan para futuras batallas. Pero sobre todo, el sentido bélico de la vida de Ignacio fue el que modeló su experiencia mística, en la cual Cristo es llamado capitán e invita a enrolarse bajo su bandera. Los votos del jesuita, según el autor, son equivalentes a la jura de la bandera que realiza el soldado. Obviamente la Compañía de Jesús -argumenta Eguía- lleva adelante sus batallas con el saber, con los libros, con las misiones, porque de batalla espiritual se trata. Pero no se deben espiritualizar demasiado las conquistas misioneras y “creer que sólo con espíritu y como milagrosamente” han triunfado las misiones de la Compañía: “las armas materiales que allanaron primero los caminos, respaldaron siempre la obra de los ministros de la fe.” Una prueba de este triunfo fue el ejército de las Reducciones de la antigua provincia del Paraguay. Este ejército alcanzó categoría espiritual. Las milicias guaraníticas no fueron conducidas por los indios, no lo hacían los padres, sino el Señor de los Ejércitos, argumenta bíblicamente Eguía. Si algo negativo se ha dicho sobre este ejército lo han hecho los enemigos de la Compañía y si alguna disonancia causaron las armas en la mente de los PP. Generales era porque les faltaba la explicación adecuada. El punto central de la argumentación de Eguía se centra en la experiencia militar de los guaraníes: “La guerra, lejos de dañar a los indios, según su propia confesión, los hacía mejores. Porque es 10 C. EGUÍA RUIZ (1871-1954). Fue redactor del Mensajero del Corazón de Jesús. Luego de vivir momentos dramáticos en España, con motivos de las persecuciones religiosas desatadas durante la guerra civil española, fue a Roma. Fue miembro del Instituto Histórico de la Compañía de Jesús. Residió en la Argentina desde 1938 al 1942, donde despertó su interés por el tema de la antigua provincia del Paraguay. 11 Revista de Indias 5(1944), 267-319. innegable: “la tribulación, el sacrificio, aun la muerte cuando se ve próxima y frecuente, acercan a Dios.” Para Eguía la historia de la orden jesuita, a partir de su fundador, es construida alrededor de la guerra. Hasta la experiencia mística de Ignacio de Loyola, que es las fuentes coevas encuentra con dificultad la palabra precisa y la escritura definitiva, se resume en la figura de un “Ignacio soldado”. El Ignacio militar fue una reescritura de la biografía que alcanzó una gran difusión en la tradición hagiográfica de los jesuitas. La apología de la guerra de Eguía convive con la denostación que de ella hizo el papa Benedicto XV, así como por esos años convivieron las declaraciones pontificias contra la primera guerra mundial junto con los elogios nacionales de la guerra como fuente de expiación. Quizás el caso más dramático de esta convivencia puede estar representado en la carta pastoral para la Navidad de 1914 del arzobispo de Malinas, el futuro cardenal Desiré Joseph Mercier. La razón de la fuerza Como queda dicho los ataques de los portugueses de San Paolo a las reducciones del Guayrá y posteriormente a los pueblos fundados en el Tapé, centro actual del estado brasileño de Rio Grande do Sul (Brasil), generaron una abundante documentación, la cual a su vez sirvió para establecer una gran variedad de relatos hasta el día de hoy. Dicha documentación debe ser recibida según su dimensión retórica propia de los siglos en los cuáles fue escrita. Se trata de observaciones hechas en y desde una determinada sociedad, que no es la nuestra, y a ella deben ser atribuidas más que a un sujeto individual. El tejido documental no representa percepciones individuales sino comunicaciones en cuanto resultado de una serie de observaciones de un sistema social. Por tanto, la comprensión de las mismas implica la reconstrucción de las normas retóricas que regían en dicho sistema. No bastaría leer junto con las informaciones producidas por los jesuitas, aquellas provenientes de otras órdenes religiosas, de los vecinos, de las autoridades civiles o religiosas, quienes emblemáticamente se encontraban habitando la frontera junto con los jesuitas, para obtener una escritura de la historia más verdadera. La función del investigador es observar las observaciones realizadas, en este caso, por la sociedad del siglo XVII y descubrir aquello que quedaba latente para el observador de primer orden. En este sentido toda la documentación producida alrededor del tema de la violencia en las misiones y de la militarización de la vida en los pueblos presentan un contenido contingente y no necesario. Algunos jesuitas para prevenir mayores males deshicieron las reducciones de Encarnación, Jesús María, San Pablo, Arcángeles y Santo Tomás Apóstol. Dos de los más célebres misioneros como fueron los PP. Justo Mansilla y Simón Mascetta, y luego hasta el mismo Ruiz de Montoya debieron reconocer que el haber puesto los indios en reducción no había hecho otra cosa que facilitar los apremios de los portugueses para con los indios reducidos. Así lo manifestaron al Rey y al P. General. En la versión del informe de Mansilla y Mascetta dirigido al Provincial este párrafo no existe: Aquí se advierta que el haberse reducido y juntado estos indios en pueblos para recibir la ley de Dios les fue causa que fuesen cautivados para esclavos y que si no estuviesen debajo de la doctrina de los Padres tuvieran todos o la mayor parte de ellos la libertad en la cual Dios nuestro Señor los crió siendo así que los otros de aquel distrito que aún estaban para reducirse quedaron libres en sus tierras [...]por haber nosotros sido causa de que estén cautivos, y maridos, mujeres y hijos, por fuerza apartados unos de otros y repartidos entre muchos dueños y vendidos, habiéndoles juntado debajo de nuestra palabra, que les dimos, que estando con nosotros en nuestras aldeas para ser cristianos estarían seguros de los portugueses y del cautiverio, con que se juntaron, y sino les hubiéramos prometido tanta seguridad, no se hubieran juntado tan presto la mayor parte de ellos, y por consiguiente probablemente estarían libres12. La disolución de los pueblos, como alternativa a la defensa armada, no prosperó entre los misioneros, y se perdió de esta alternativa todo rastro en la posterior escritura de la historia misional, ya que probablemente hubiera sido leída bajo el signo del fracaso. La mudanza de los pueblos fue otro tipo de opción para evitar el encuentro armado, pero se convirtió en una trampa mortal de la cual a penas quedó alguna huella en la historiografía; en parte, el motivo de esta ausencia fue que el responsable de dicha mudanza fue el P. Antonio Ruiz de Montoya que la historiografía jesuítica presentó como un ejemplo sin tacha de misionero. La migración de los indios de Pirapó e Ypaumbucú, establecidos en las reducciones sobrevivientes de San Ignacio Miní y Loreto, hacia el sur, a orillas del Yabebirí, tubo dramáticos efectos. Según el historiador Nicolás Del Techo (1611-1685)13, murieron unos 9.000 indios. Desde el comienzo de estas invasiones los jesuitas organizaron la defensa de las Reducciones y lo hicieron desde dos frentes. Uno fue el de la defensa armada contra las bandas de los paulistas y el segundo ante la Corte de Madrid solicitando que a los indios de los pueblos se les autorizase las armas de fuego. Gracias a las gestiones del P. Antonio Ruiz de Montoya en Madrid, se concedió, por RC del 21 de mayo de 1640, la autorización jurídica para que los indios pudieran disponer de armas de fuego. Dicha ley fue emanada en modo suspensivo y dejando su aplicación según el criterio del Virrey del Perú. El 19 de enero de 1646 el Virrey dispuso enviar 150 bocas de fuego a los indios guaraníes, las cuales se deberían guardar en la armería del pueblo, los curas fueron designados los responsables de su tenencia. La participación del algunos jesuitas, según la documentación, fue activa en las batallas. Con tintes dramáticos relató el P. Diego de Boroa la defensa que durante cinco horas, el 4 de marzo de 1637, llevaron a cabo los PP. Pedro Romero, Pedro de Mola, los Hermanos Antonio Bernal y Juan de Cárdenas contra la bandeira de 12 Relación de los agravios que hicieron unos moradores de la Villa de San Pablo de Pyratinga de la Capitanía de San Vicente del Estado de Brasil saqueando las aldeas de los Padres de la Compañía de Jesús de la Provincia del Paraguay en la misión de Guairá. 25 de septiembre de 1629. ARSI, Paraq 11, 218v-219v. Una relación con algunas variantes textuales se publicó en MCDA, I, p. 310 y ss. 13 Autor de la Historia Provinciae Paraquariae Societatis Iesu, Lieja, 1673. Raposo Tavares que cargó contra la reducciones del Tapé14. Muchos de estos detalles no aparecen en la carta anua que escribió en ese año, a pesar de haberlo declarado, quizá por entender que no correspondían al estilo edificante de la anua. No es raro ver en las informaciones que los padres y hermanos no sólo animaron a los indios sino que dispararon con algunos mosquetes juntos con algunos guaraníes que habían aprendido el uso de estas armas. La batalla se convierte en un lugar donde puede testimoniarse la protección divina. En una ocasión el hermano Antonio Bernal recibió un balazo en la mano que le perforó luego el pecho, en el sitio preciso donde llevaba una medalla de la Purísima Concepción la cual milagrosamente le salvó la vida. El hermano Cárdenas recibió dos disparos, el P. Mola fue herido en la cabeza y al P. Romero un proyectil le rozó la cara. Según el autor de la carta todos ellos salvaron sus vidas milagrosamente. También en la defensa de los pueblos del Tapé, dos años más tarde, en la batalla de Caazapá-guazú (17 de enero de 1639), perdió la vida el superior de dichos pueblos, P. Diego de Alfaro, y fue herido el Hermano Domingo de Torres, quien había logrado matar, de un tiro de arcabuz, al capitán de la bandeira Fernão Dias Pais. La primera ocasión en la que el superior general, P. Muzio Vitelleschi, afrontó el tema de los jesuitas en la defensa de las Reducciones fue en una carta al P. Pedro Romero15. En ella solicitó que los jesuitas no defendieran las Reducciones more castrorum, sino con paciencia, humildad, y buen ejemplo, sin valerse de soldados; que para eso están allí los gobernadores seglares, a quienes será bien en tales casos avisar, que por su cuenta corren las armas corporales, como por la nuestra las espirituales. En los mismos términos se refirió al entonces Provincial, Francisco Vázquez Trujillo16. Esta defensa more castrorum, era una actitud no propia de religiosos y las dramáticas informaciones que se habían recibido en Roma no justificaban ese modo de proceder. A pesar de estas indicaciones y ante la participación activa de algún jesuita en la conducción de los indios de guerra, el P. General volvió a insistir ante el P. Romero que “no es decente que los nuestros capitaneen a los indios more castrorum”17 e informó al P. Vázquez Trujillo que había recibido informaciones de no pocos jesuitas de la Provincia que se lamentaban de ciertos excesos en la defensa de los indios y que con los españoles y portugueses no había habido la correspondencia necesaria. Además de estos tonos subidos, se le acusaba al P. Ruiz de Montoya que había demostrado “más aliento del que era justo”. Algunos habían escrito a Vitelleschi presentando al jesuita criollo y al P. Miguel de Ampuero como “espíritus belicosos”18. 14 J. CORTESÃO, Manuscritos da Coleção De Angelis, (=MCDA), Rio de Janeiro, 1951-1954, III, p. 144. 15 M. M. MORALES (ed), A mis manos han llegado. Cartas de los PP. Generales a la antigua provincia del Paraguay (1608-1639). PUC-IHSI, Madrid-Roma, 2006, p. 445. 16 Ivi, p. 448. 17 Ivi, p. 487. 18 Ivi, p. 500. En el despacho de 20 de enero de 1636 el P. General explicitó a un más su opinión a la vez que dio algunas sugerencias. En una carta dirigida al P. Diego de Boroa, provincial, Vitelleschi admitió que los indios no deberían resignarse a quedar inermes antes los ataques de manera que se dejen llevar “como corderos de los lobos”, y por lo tanto que era justo esgrimir una defensa natural y usar de medios proporcionados, y que en tal caso podían los jesuitas aconsejarlos, alentarlos, animarlos y esforzarlos. Pero una vez más recordó el precepto tantas veces enunciado: “lo que pretendo es que los nuestros no se hallen en la ejecución del negocio, ni sean como sus capitanes en las armas.” Para la conducción militar, sugería Vitelleschi, podían servirse de indios ladinos, de españoles o de criollos19. A pesar de estas repetidas declaraciones del General, la 6ª Congregación de la provincia del Paraguay, que sesionó del 18 de julio al 4 de agosto de 1637, sintió la necesidad de deliberar sobre el alcance de las declaraciones del P.Vitelleschi y si sus indicaciones daban algún margen concreto para que los jesuitas pudieran participar activamente en la lucha armada20. Como resultado de estas deliberaciones, los jesuitas de la provincia, presentaron, a través del Provincial, un memorial al P. General en el que se manifestaba la consolación de los misioneros por la clara admisión del principio de la defensa natural de los indios a la vez que formulaban algunas hipótesis de participación directa, por parte de los jesuitas, en la batalla21. La respuesta del P. General al memorial fue aún más tajante que las anteriores: Estos años he satisfecho a esta propuesta en las cartas de 1636 y 1637 [...] a las cuales me remito y ordeno se tenga por respuesta como si aquí fuera expresado lo que en ellas dije, a cuyo fin conviene las lea el P. Provincial, pero por haber entendido en virtud de las últimas cartas, la variedad con que se han declarado nuestras respuestas, digo y ordeno: que de ninguna manera se hallen los nuestros al tiempo de la pelea guiando y capitaneando los indios, que es cosa indecente y ajena de los varones apostólicos, de los cuales no sabemos hayan ejercitado empleo tal; así es razón se observe, y lo contrario ni lo juzgo por conveniente, ni por acción que está bien lo permita el general22. Por su parte el memorial que llevó el P. Díaz Taño, nombrado procurador, deja entender que la participación de los jesuitas había sido activa en lo que respecta a la defensa armada: Que V.P. se sirva declarar si el modo que se tubo ahora en defender a los indios del asalto de los vecinos de S. Pablo, es el que se debe guardar, para que se sepa de cierto lo que se debe guardar. El modo referirá el P. Procurador a V.P. como la Congregación se lo encargó23. 19 Ivi, pp. 519-520. ARSI, Congr. 64, 278r-286r. 21 ARSI, Congr. 67, 271r. 22 ARSI, Congr. 64, 229r. 23 ARSI, Congr. 67, 225v. 20 El “modo” seguramente era la participación activa y directa en la lucha, así se lo deduce de la firme respuesta de Vitelleschi: “Al P. Provincial respondo lo que siento en esta materia, remítome a ello, y a lo que en otras ocasiones les tengo escrito. Pero en una palabra digo que ni me agrada, ni puedo aprobar lo que últimamente se hizo en orden a defender a los indios”24. Estas indicaciones se siguieron repitiendo a lo largo de los años, lo cual prueba que algunos jesuitas, a pesar de lo dispuesto por el P. general, continuaron tomando parte activa en la lucha. Los informes que llegaron a Roma sobre ciertas actitudes del P.Ruiz de Montoya, y otros misioneros, fueron tales que Vitelleschi pensó quitarlo por un tiempo de las Reducciones y ponerlo en algún colegio. La militarización de la vida Una vez emprendido el camino de las armas el estilo guerrero invadió el ritmo cotidiano de los pueblos y se consolidó un estilo nuevo que perduró hasta su disolución en 1767. Los aspectos militares se hicieron presente en la fiestas y hasta en la liturgia. Este estilo bélico está presente en la descripción que hace el entonces provincial Francisco Lupercio de Zurbano de las celebraciones, tenidas en la ciudad de Córdoba en 1641, con ocasión del primer siglo de la Compañía de Jesús25. Una hidra de siete cabezas, que representaba la herejía, fue fulminada por un cohete disparado por una imagen de San Ignacio que sobre una columna enarbolaba victorioso el estandarte del nombre de Jesús. Luego se pasó a la representación de la vida de San Ignacio intitulada: el “Soldado Profético del siglo”, recorrido de la vida de San Ignacio en el que se subrayan los momentos sobresalientes, tales como el balazo de Pamplona, la vela de armas en Monserrat ... En Buenos Aires se realizó un desfile con soldados de las misiones acompañados de carros triunfales; dos de ellos representaban una nave y un castillo escoltados por indios músicos que bajaron para la oportunidad desde las Reducciones. Pero fue en los pueblos, donde las celebraciones, mostraron toda su fantasía bélica. En el pueblo de San Francisco Javier, patrono de las huestes indias, luego de las vísperas solemnes se echaron al vuelo las campanas y se dispararon arcabuces para convocar a la misa solemne. Al día siguiente los indios del Mbororé recordaron la victoria que alcanzaron contra los portugueses (1641) haciendo una representación vivísima de la batalla. En la Concepción la celebración del aniversario de la fundación de la Orden fue ocasión para que Don Alonso Ñienguirú recibiera, con motivo de la muerte de su padre Nicolás, el bastón de capitán de todas las Reducciones, entrega que fue acompañada de las salvas de la arcabucería, sonar de chirimías y clarines. Pero fue en la reducción de San Ignacio de Yabebirí donde la exultación militar de la fiesta llegó a su apogeo. Antes de la misa se formaron cuatro compañías de soldados cada una con su capitán y arcabuceros, delante de cada capitán un paje le llevaba la pica y delante de cada arcabucero su rodelero. Entre 24 ARSI, Congr. 67, 227v. E. MAEDER, Cartas Anuas de la provincia jesuítica del Paraguay (1641-1643), Resistencia, 1996, pp.136 y ss. 25 todos se distinguían los soldados de San José, con sus “caracoles y escaramuzas”. En la noche hubo otra representación, con 70 canoas, de la batalla de Mbororé. Las anuas del P. Zurbano, comienzan con una detallada descripción de la célebre batalla en la que un grupo de jesuitas, como nuevos Moisés, teniendo levantados en oración los brazos al cielo rogaban por el buen éxito de la armada guaranítica. Fue esta oración incesante, según el autor, la que guió el rumbo de la bala de un esmeril que al punto echó a pique tres canoas del enemigo matando a un par de portugueses y a un grupo de indios tupís. El poder de Dios, según el provincial, pudo comprobarse en los campos del Mbororé y por aquel bosque que quedó lleno de cuerpos muertos, principalmente de los indios tupís y de más de 120 portugueses y “hubieran acabados con todos”, avisa Zurbano, sino hubiera sido porque los guaraníes por el cansancio permitieron que el resto huyera. Es posible que algo de este lenguaje bélico haya motivado la advertencia que dirigió el P. general Vicente Carafa al P. Zurbano, en la que una vez más le recuerda la importancia de aquellas actitudes necesarias, no sólo para el cumplimiento de la misión del jesuita, sino para la conservación del propio cuerpo de la Compañía. La “caridad universal” era el fundamento para tejer las necesarias mediaciones políticas sobre todo en el momento del conflicto. Esta capacidad había sido plasmada en un texto de las Constituciones en el cual se exhortaba al jesuita a abrazar a “todas partes (aunque entre sí contrarias) en el Señor nuestro”26. En este sentido escribió el P. Carafa al provincial del Paraguay: “Se encarga la observancia de la regla 43 del Sumario y 30 de las comunes, no admitiendo plática de guerras, etc, y hablando bien de los príncipes cristianos”27. En la misma carta el P. General reprobó una representación burlesca contra los portugueses montada con motivo de la congregación provincial de 1644. Distintos aspectos bélicos aparecen en las Ordenaciones de los PP. provinciales y visitadores. A partir de mediados del siglo XVII el. P. Andrés de Rada dispuso que todos los domingos se hicieran alardes y ejercicios de armas a los que participan todos los adultos y hasta los niños mayores de siete años para ejercitarse en el uso de las boleadoras, de la lanza y una vez al mes se tirase al blanco con las flechas. Un grupo de mozos debía estar especialmente adiestrado en el uso de las armas de fuego. Cada pueblo tenía que tener 60 lanzas, 60 desjarretaderas, 7000 flechas de hierro, arcos, hondas y piedras en abundancia ya que en cada pueblo debería haber una compañía de pedreros. En todas las Reducciones se debía hacer pólvora y tener siempre listos unos 200 caballos para uso militar. Cada indio tenía que tener cincuenta flechas, dos arcos y cuatro cuerdas. Cada jinete debía tener un morrión y un peto de cuero de toro. Debían ser diestros en el uso de los machetes o espadines anchos “que tienen el golpe más seguro”. De manera regular se debían mandar al campo espías para que informen sobre los eventuales movimientos de los enemigos. Según algunos cálculos, al momento de la expulsión las reducciones poseían unas mil bocas de fuego. Todos sus pobladores se convirtieron en soldados. Al año siguiente se volvieron a reiterar algunas de estas ordenes pues con la paz de tantos 26 27 Constituciones [823] Xª, nº 11. Vicente Carafa a Lupercio Zurbano. Roma 30 de noviembre de 1646. APA. años y la falta de soldados veteranos ejercitados en las peleas y poco o ninguna experiencia de la gente moza vienen a estar al presente estas Doctrinas muy arriesgadas para cualquier invasión; y así es menester tomar este negocio con grandes veras28. Se renovó la “costumbre antigua”, que en los días de fiesta y los domingos, cuando todo el pueblo se haya reunido en la iglesia, los hombres deberían concurrir con sus armas para estar prontos a cualquier invasión29. Esta disposición fue reiterada años más tarde (1719) de manera aún más taxativa: Ordeno así mismo que todos los domingos entren en la iglesia hombres, y muchachos de siete años arriba con arcos, y flechas y a los que así no lo hicieren, que sean castigados de sus curas, los cuales deben asistir a la puerta de la iglesia a su registro30. La organización militar vertebró de tal manera la vida de las Reducciones que aún en los tiempos de paz no faltaron los avisos para mantener siempre la guardia alerta31. Más aún, las armas eran la condición necesaria para vivir en paz y en libertad: “También es convenientisimo para que vivan en paz, y gocen con libertad de los bienes que les da Dios, la destreza, que tienen el uso de las armas contra las injustas violencias, e invasiones, que tanto le fatigaron, antes que se pudiesen defender”32. La poca dedicación que demostraban los guaraníes a las armas de fuego y a los ejercicios militares en general, obligó más de una vez a reiterar la orden para que se entrenasen en el uso de los arcabuces para lo cual se podrían dar a los indios que así lo hicieren distintos tipos de premios. El asunceño Ignacio de Frías, quien fuera provincial del Paraguay de 1698 a 1702, fue entre los superiores más atentos para procurar el buen uso de las armas en los Pueblos. Una serie de ataques de indios charrúas contra algunas reducciones fue la ocasión para despertar el espíritu bélico. Para Frías, fueron los días de fiesta los 28 Carta del P. Provincial Andrés de Rada para el P. Superior de las Doctrinas. San Ignacio, 19 de diciembre de 1667. Ms 6976 BNM. 29 Carta del P. Provincial Andrés de Rada para el P. Superior de las Doctrinas. Córdoba, 17 de Noviembre de 1666. Ms 6976 BNM. 30 Preceptos y órdenes del P. Provincial Juan Bautista de Zea impuestos a estas Doctrinas del Paraná, y Uruguay en su primera visita de 1719. Libro de órdenes. Biblioteca del Colegio de San Estanislao, Salamanca (España). 31 Las armas de fuego en algunas Reducciones no las he visto con aquella curiosidad, y aseo, que solía haber antiguamente póngase en sus estantes con sus frascos, y banderolas, o medidas de cargas, y que estén de suerte que en todo tiempo se pueda usar de ellas, estando señalados dos para cada arma de fuego, y lo mismo los rodeleros. Límpiense a menudo, y finalmente todos lo tocante a los instrumentos bélicos este a punto para todo acontecimiento no nos haga confiados la seguridad, que parece al presente se goza. Háganse sus alardes los Domingos, y con especialidad un Domingo al mes, en que se tire al blanco, y de los dos padres señalará el P. Superior quien hubiere de cuidar de dichas armas, que pareciere mas apto para su manejo. Tomás Donvidas a los misioneros del Paraná y Uruguay. San Ignacio, 10 de diciembre de 1685. Ms 6976 BNM. 32 Carta del P. Gregorio de Orozco, Provincial de esta Provincia. Santiago (Misiones), 6 de febrero de 1689. Ms 6976 BNM. momentos privilegiados para que los indios se ejercitaran en el arte de guerra. Para el Provincial, el decaimiento del ejército es signo de que Dios retira su favor y que castiga a su pueblo. Y aunque la principal defensa es Dios, quiere su Majestad Santísima que nos valgamos de medios humanos mediante su divino favor, y por eso cuando Dios quiere castigar un Reino le quita los soldados, y es una de las terribles amenazas, que Dios hace a su Pueblo diciendo que quitará los varones esforzados, y guerreros: Así lo dice por Isaías: “Ecce nunc, dominator Dominus exerciturum auferet a te Jerusalem, validum ed fortem.” Y como si no se hubiera bastantemente explicado inculca que quitará el valeroso, y el fuerte, y varón guerrero (“Fortem et virum belatorem”). Y es de notar, que primero dice que quitará al varón esforzado, y guerrero, y luego que quitará los Jueces, Profetas, varones de autoridad, consejeros, sabios, etc.[...] Y estos varones esforzados, y guerreros que Dios tiene destinados para la [de]fensa de estos Pueblos, escogidos de estas misiones, en lo Espiritual, son V.R.as y en la corporal los Indios, y no lo podrán ser estos si VR.as debajo de cuya disciplina están, no los adiestran.33 No sólo cambió la vida de las Reducciones sino que la guerra impuso nuevos servicios y una nueva jerarquía en los mismos miembros de la Orden debiendo crear cargos ad hoc. Las tropas eran acompañadas por capellanes que exhortaban y animaban en la batalla y por médicos y enfermeros que se hacían cargos de los heridos. Así fue como surgieron también los superintendentes y los consultores de guerra. Al P. Goswino Nickel, en carta al Provincial Paraguay, P. Juan Pastor a la vez que renovó las disposiciones de sus predecesores en materia de participación a la lucha armada, le confesó su sorpresa y por la existencia de cargos tales como “consultores de guerra” o “revisores de armas”34 y le pedía le informase de la necesidad y los alcances de tales cargos y le sugería ver con sus consultores si era necesario mantenerlos. El P. provincial Ignacio de Frías no escatima detalles de cómo se debe usar el arcabuz o el mosquete y cuáles eran los defectos más comunes que cometían los indios: se ha reconocido no estar bien disciplinados [los indios]; pues a penas hay quien sepa tirar un mosquete o arcabuz, cómo se debe pegando fuego para disparar con algún tizón, o cuerda con la mano sin saber poner la cuerda en el serpentín, ni en la medida, y proporción que se requiere, ni tirar a la cara apuntando como se acostumbra para el acierto, y por eso, para que se aficionen al manejo de las armas, y se ejerciten en ellas con cuidado y emulación se les pondrán algunos premios, y se darán a los que con mas acierto, y destreza tiraren al blanco35. 33 Ignacio de Frías a los PP. Misioneros. Santiago, 28 de Agosto de 1701. Ms 6976, BNM. P. Gosvino Nickel al P. Juan Pastor. Roma, 12 de diciembre de 1652. APA. 35 Carta del P.e Provincial Ignacio de Frias de 30 de noviembre de 1699. Ms 6976 BNM. 34 Violencia e silencio La violencia en el espacio misionero podría significativa no tanto por aquello que manifiesta sino por lo que oculta. A la violencia guerrera que se instauró en los pueblos podría agregarse la violencia de los castigos y sus excesos que han sido poco estudiados en la bibliografía sobre las Reducciones de la antigua provincia del Paraguay y que pueden ponerse en relación por aquellos años. Como ya lo ha afirmado Alphonse Dupront respecto al movimiento de la Cruzada el historiador deberá recuperar una especie de “inocencia” que le permita organizar sin reconstruir, profundizar sin trasplantar ni violentar para poder afrontar una pasado altamente complejo. La violencia de los siglos XVI y XVII hablan de una sociedad en transformación que lo que no puede decir se lo encarga a la sangre derramada y participa de lo que el mismo Dupront ha llamado “la práctica de aquello que no se puede expiar”36. Algo de esta raíz profunda y obscura pareciera manifestarse en algunos de los autores citados que han puesto en relación la guerra con la expiación. Como el mismo historiador francés lo recuerda los tintes apocalípticos de ese dinámica aparecieron no sólo en el movimiento cruzado sino también con motivo de las guerras de religión de los siglos XVI y XVII, y para algunos jesuitas se volvieron a manifestar en los momentos previos a la Revolución francesa. La violencia guerrera en el ámbito de las Reducciones habla de un silencio, de una profecía que no es palabra que anuncia sino realización de un apocalipsis. El P. Francisco Rávago, confesor real, cuando la antigua provincia del Paraguay vive sus años más conflictivos luego de las consecuencias del Tratado de Madrid de 1750, y ve perderse en una guerra irracional miles de indios y siete de sus pueblos, se expresó de esta manera contemplando no sólo el espacio americano sino sobretodo el europeo: Gran tragedia es la de la Religión en Francia. La Corte corrompida, los togados y literatos ateístas, a reserva de pocos, las Religiones enfermas y aunque el pueblo está, por lo general, sano, pero presto seguirá a los demás: esta peste va cundiendo aunque muy oculta […] Las novedades de Francia sobre la religión son cada día más fatales y hacen temer el próximo cisma y separación de aquel reino de la cabeza de la Iglesia, y acaso de su Rey, según la insolencia con que le desprecian, y resisten a sus mandamientos. Se acerca el fin de este mundo y cuando papas con sus cardenales vivirán pobres y hambrientos por las grutas de los montes y “Nemo est qui recogitet [in] corde [suo]” (Is 57,1). […] Las cosas de Francia son fatales, y no dudo se vengan a una guerra civil, en que se atropelle la Religión, y se renueven los Martirios antiguos, en que las víctimas mas prontas serán los jesuitas y seguirán los demás. Dichosos serán ellos, pero infeliz aquel reino tan católico y florido en otros siglos37. 36 A. DUPRONT, Du sacré. Croisades et pèlerinages. Images et langages, Gallimard, Paris, 1987, p. 222. 37 C. PEREYRA (ed), Correspondencia reservada e inédita del P. Francisco de Rávago, confesor de Fernando VI, Aguilar, Madrid [s.f], pp. 305-307. La violencia significa el momento en el cual los contratos y los acuerdos no funcionan más y se impone la ruptura, así como lo recuerda Michel de Certeau38. La mutación en el orden establecido por los jesuitas, en sus pueblos, no se sólo verificó por el impacto de las así llamadas fuerzas enemigas, sino que también desde el interior del sistema se fueron abriendo espacios tácticos de resistencia y de disgregación. Queda aún todo un trabajo por hacer que ponga en relación el estancamiento y disminución de la predicación y de la acción misionera, según lo revelan numerosas cartas de los PP. Generales del siglo XVIII dirigidas a los provinciales del Paraguay, con el aumento de la violencia disgregadora. Si la violencia es equiparable al silencio, ésta ofrece también a aquellos que no han tenido voz activa en la estrategia misionera, los guaraníes en este caso, un espacio en el cual poder ejercitar las resistencias. Si la estrategia se juega en un lugar propio, como lo recuerda Certeau39, la táctica ha como espacio el lugar del otro, se desarrolla en el terreno extraño de quien ha impuesto la ley. Si la estrategia está relacionada con una voluntad y el ejercicio del poder en un determinado espacio, la táctica está emparentada con la metis griega, astucia sapiencial que opera a lo largo del tiempo. La ladinez fue la amenaza para la arcadia misionera, alternativa a aquello que era impuesto, espacio de fuga, una verdadera amenaza para la estabilidad de un sistema. A la visión del indio siempre infante y necesitado de maestros se irá lentamente superponiendo la del indio ladino capaz de moverse en los dos mundos. Entre los medios que ayudaron a esta movilidad del guaraní de las misiones fueron preponderantes el servicio militar y la música que lentamente fueron instaurando una serie de prácticas no previstas por el sistema. Los indios militares y los indios músicos fueron grupos que a menudo estuvieron por largos períodos fuera de los pueblos y a contacto con la variedad étnica de las ciudades. A través de ellos y con el paso del tiempo el aislamiento misionero conoció importantes grietas. El refugio de la lengua castellana ya no fue refugio seguro para los misioneros, el guaraní peligrosamente acortó las distancias. […] pues mal exhortaremos a la paciencia si ven que nosotros siendo sacerdotes y religiosos la perdemos y están ya tan ladinos, que ha llegado a mi noticia caso en que aconsejándoles el padre que tengan paciencia y caridad entre si han respondido: pues si vosotros que sois sacerdotes faltáis en eso como queréis, que nosotros la tengamos40. Domingo Muriel (1718-1795) historiador y provincial de los jesuitas del Paraguay en el exilio, cuenta en su historia las andanzas de aquel indio de la misión de San Tomé que cansado de las obligaciones cristianas y del trabajo ordenado que 38 M. DE CERTEAU, Lo straniero, o l’unione nella differenza, Vita e Pensiero, Milano, 2010, pp. 101102. 39 M. DE CERTEAU, L‘invenzione de lo cotidiano, Edizioni Lavoro, Roma, 2001. 40 Carta para los PP. Misioneros del P. Provincial Cristóbal Gómez en la visita del año de 1673. Libro de órdenes. Biblioteca del Colegio de San Estanislao, Salamanca (España), f. 88. tenía en su pueblo huyó a Buenos Aires y se hizo ladino. Con una carta dirigida a sus coterráneos bárbaros e idiotas los trató de convencer para que participaran del tecó aguiyé de los españoles, esto es, de la buena vida que en los pueblos de los jesuitas les era negada. Para Muriel, el indio, al volverse ladino, pierde su sencillez originaria; cuánto más se aleja de ella más astuto y mentiroso se vuelve41. Algo se va filtrando a través de la obediencia militar y de los ritmos de la disciplina, algo nuevo se va gestando. Antes que se presentasen las consecuencias devastadoras del Tratado de Madrid de 1750, la percepción entre los jesuitas del Paraguay, que informaron puntualmente de su visión de las cosas a Roma, y las de los superiores generales es que algo irremediablemente se está perdiendo. Una carta del P. general Francisco Retz, del 1736, al entonces provincial P. Jaime de Aguilar subraya la transformación de los pueblos, la cual no puede ser concebida sino como nuevo apocalipsis de aquello que en un momento se pensó como una nueva cristiandad. El P. Retz recibe los informes de los catálogos anuales que indican una impresionante caída demográfica. En cuatro años se perdieron más de 33.709 indios, entre muertos y huidos. Esta disminución continuó hasta 1740, de manera que respecto al año de 1732 pueden contabilizarse una pérdida del 45 por ciento de la población Las continuas guerras no sólo fueron ocasión de muerte sino que corrompieron las costumbres. La decadencia no sólo afectó a la población indígena sino que llegó hasta los mismos jesuitas que estimaron a las Reducciones “como cosa ya perdida”. No quisiera llegar a hablar sobre estas misiones y su infelicísimo estado espiritual y temporal ni sé qué remedio pueda darse a tantos y tan grandes daños como padecen y como le amenazan hasta el último exterminio de una cristiandad que siendo en el año 1732 compuesta de 141.252 almas, se veía en el año de 1736 reducido al solo número de 107.543, faltando así en el sólo espacio de 4 años 33.709 almas. Ni he podido leer sin una sentidísima aflicción la serie de males con que Nuestro Señor ha afligido esa cristiandad y los excesos, crueldad y violencias a que ella en mucha parte se ha relajado. Sé por las cartas de V.R. y de muchos otros las frecuentes pestes, extremas hambres y continuas guerras que esas misiones han padecido y padecen; lo que en sus costumbre se han viciado esos cristianos y la libertad que en la guerra han aprehendido; sus excesos y adulterios hasta robar las mujeres ajenas; sus impiedades aun con los cadáveres y sirviéndose de los huesos para sus hechizos; y finalmente, su apostasía de la fe en muchos de ellos, retirándose a los montes y gentilidad. Y si bien todo esto me contrista y aflige sumamente, no puedo negar se aumenta la aflicción y cuidado del fin de esas misiones con las noticias que me dan del sumo caimiento de ánimo, que todo esto ha causado en los misioneros queriendo muchos dejar las misiones y mirándolas otros con suma tibieza, y casi todos como cosa ya perdida42. 41 D. MURIEL, Historia del Paraguay (desde 1747 hasta 1767). Venezia, 1779. Traducida al castellano por el P. Pablo Hernandez (s.j). Madrid, Librería General de Victoriano Suarez, 1918; p. 75. 42 Francisco Retz al P. Jaime Aguilar, provincial. Roma, 15 de julio de 1737. APA. Presentar la guerra y la militarización de los Pueblos como un acto ineluctable no ayuda a valorar las diversas opiniones y opciones que los jesuitas asumieron y las preocupaciones que todos ellos tuvieron para defender aquella florida cristiandad. La implantación del sistema militar en los pueblos de guaraníes, si se acepta el desafío de su complejidad, puede ser un hilo a través del cual reconstruir la voz de aquellos que normalmente no escriben la historia ni aparecen como actores en la documentación pero que se mueven y construyen su destino en modo inexorable. Por la misma “ventana” que abre la violencia será posible comprender la autorepresentación que los jesuitas produjeron de sí mismo y que corre como un rio silencioso por debajo las “cartas anuales” y de la historiografía auto-celebrativa ofreciendo nuevas posibilidades de escritura de la historia. Siglas APA Archivo de la Provincia Argentina ARSI Archivum Romanum Societate Iesu. Roma, Italia BNM Biblioteca Nacional de Madrid, España MCDA Manuscritos da Coleção De Angelis. Rio de Janeiro, Brasil