El movimiento popular, la UP y el Golpe. Mario

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El movimiento popular, la Unidad Popular y el golpe
Mario Garcés Durán.
Publicado en PF Nro 552
5 páginas
Evidentemente la Unidad Popular no fue sólo
resultado de un acuerdo político que permitió la
unidad de la Izquierda y que llevó a Salvador
Allende a la presidencia el 4 de septiembre de
1970. Tampoco el fin de la Unidad Popular puede
ser visto sólo como el quiebre de nuestro sistema
democrático resultado de la polarización social y
política y de los callejones sin salida del sistema
político chileno. Ambos hechos son importantes,
pero cada uno de ellos completamente
insuficiente para explicar tanto el origen como el
fin de la UP.
En verdad a la Unidad Popular, desde un punto
de vista histórico, hay que verla como el
resultado de largas luchas populares que se
remontan a mediados de siglo XIX, cuando la
Sociedad de la Igualdad bajo el liderazgo de Arcos
y Bilbao ya se había planteado la necesidad de
una transformación profunda de la sociedad
chilena.
Y, por otra parte, el fin de la Unidad Popular se termina de explicar como la
reacción de los grupos dominantes nacionales y extranjeros -y de importantes
segmentos de la clase media- frente a la movilización popular, es decir, a la
revolución que venía “desde abajo”. De este modo tanto las luchas históricas del
movimiento popular en Chile como sus movilizaciones en los años de la Unidad
Popular, son fundamentales para entender la Unidad Popular y el golpe de
Estado del 11 de septiembre de 1973.
LA UP COMO RESULTADO DE LUCHAS POPULARES HISTORICAS
Desde un punto de vista histórico, la primera reflexión es que la sociedad chilena
es una sociedad fracturada en su origen: surge de la invasión y de la conquista
española. En segundo lugar, la conquista da lugar a un rígido orden social, que
define clara y rigurosamente la posición de ricos y pobres, blancos, indios y
mestizos; en tercer lugar, el proceso de independencia no modificó
sustantivamente el orden económico y social y dio lugar a un orden político
definidamente autoritario (el régimen portaliano, el del peso de la noche, de la
autoridad obedecida, etc.). De este modo, tanto en la etapa colonial como en gran
parte del primer siglo de la república, el pueblo estuvo fuera de la política y no
participa de ella, al menos en un sentido formal.
Esto no quiere decir, sin embargo, que el pueblo no desarrollara “acciones
colectivas” que lo fueran constituyendo en “sujeto colectivo”. Por ejemplo, como
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ha demostrado el historiador Gabriel Salazar, importantes segmentos del pueblo
emigraron del campo a la ciudad en la segunda mitad del siglo XIX: los peones
necesitaron “echarse al camino” para “probar suerte”, buscando dejar atrás la
tradicional estructura agraria que les impidía desarrollarse como campesinos. En
este proceso de “descampesinización”, unos devinieron en pirquineros, otros en
artesanos, otros en comerciantes ambulantes y otros en vagabundos o
bandoleros. Un rico y dinámico proceso identitario se puso en movimiento y la
élite fue evolucionando del “miedo al indio”, propio de la primera etapa colonial,
al “miedo a los pobres”, que ya se había hecho manifiesto a mediados del siglo
XVIII, cuando se crearon los primeros cuerpos de policía en la ciudad de Santiago
(en realidad, los llamados problemas de “seguridad ciudadana” no son tan
nuevos, como se pretende).
Pero junto a los procesos sociales de cambio que tenían en su base la
permanente búsqueda de la sobrevivencia del pueblo, ya en 1850 se desarrolló la
primera experiencia de organización sociopolítica del pueblo a través de la
Sociedad de la Igualdad, experiencia democratizadora de corta vida por obra y
gracia del estado de sitio y la represión del ministro Antonio Varas. Gran parte de
la segunda mitad del siglo XIX fue de ensayos organizativos, muchos de ellos con
gran autonomía del Estado, hasta que, en los inicios del siglo XX estalló la
“cuestión social”: por una parte se hicieron cada vez más visibles e insoportables
las deterioradas condiciones de vida de la mayoría del pueblo y por otra, emergió
con inusitada fuerza y extensión la protesta social. Un ciclo de huelgas y motines
abrió el siglo XX chileno, desde la huelga portuaria de Valparaíso, en 1903, hasta
la movilización obrera a lo largo y ancho de la pampa salitrera, que culminó en la
masacre de la escuela Santa María de Iquique, en 1907.
Así se inició el siglo XX, con la entrada en la escena política del movimiento
popular chileno. Desde un punto de vista social, en cierto modo, un siglo XX
corto, que corre desde 1903 a 1973, desde la huelga portuaria de Valparaíso
hasta el golpe de Estado. En estos 70 años el movimiento popular se fue
nutriendo y ensanchando con diversos movimientos sectoriales: el obrero, el
campesino, el de los estudiantes, el de los profesores, los empleados públicos y
más tarde, los pobladores, las mujeres en sus diversas vertientes, los jóvenes, los
cristianos, etc. En estos 70 años diversas coyunturas marcaron el desarrollo del
movimiento popular: en los 20, desde las marchas del hambre articuladas por la
Foch hasta la primera Asamblea Constituyente de Obreros e Intelectuales, de
1925; en los 30, desde las huelgas ferroviarias de 1935 y 1936 hasta la
constitución del Frente Popular; en los 40, desde el reconocimiento e integración
de la Izquierda al sistema político hasta la represión de los mineros del carbón y
la ley maldita; en los 50, desde la fundación de la CUT, pasando por la toma de
La Victoria hasta la casi elección de Salvador Allende en 1958; en los 60, desde
las huelgas de la educación, la salud, las tomas de fundos y sitios hasta, ahora
sí, la elección de Allende en 1970.
En cada una de estas coyunturas lo que estuvo en juego fueron demandas de
justicia social y de democratización política, horizonte ya previsto por Recabarren
y sus cercanos en 1912, cuando afirmaron que no bastaba la democracia política,
sino que se requería de la democracia social y económica para hacer posible el
socialismo y la “felicidad del pueblo”. Para luchar en esta perspectiva fundaron el
Partido Obrero Socialista. En las diversas coyunturas de movilización popular
que recorren el siglo XX se ensayaron diversas estrategias, en que convivían
formas de organización y de lucha que ponían el acento en la reivindicación al
Estado así como en la autonomía de los movimientos y sus capacidades de
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producir cambios con o sin el Estado. Esta tensión, entre la autonomía del
movimiento y su dependencia del Estado y del sistema de partidos, que recorre la
historia del movimiento popular, se hizo presente muchas veces y alcanzó un
punto crítico durante la Unidad Popular.
En efecto, en los años veinte, cuando se aprobaron las primeras leyes laborales,
el movimiento obrero debió optar entre mantener sus viejas organizaciones -que
había gestado con anterioridad a la ley- o aceptar la legislación, lo que por lo
demás formaba parte de sus propias demandas. El problema estaba en que la
legislación laboral junto con reconocer derechos a los trabajadores (al contrato, la
huelga, la sindicalización, etc.) al mismo tiempo limitaba las prácticas y
orientaciones políticas del movimiento obrero. La salida a esta disyuntiva en los
años 30 fue aceptar la legislación “sin renunciar a la lucha de clases”, con lo que
se debía admitir una suerte de “autonomía relativa” del movimiento, que
tensionaría su propio desarrollo.
Consideremos otro ejemplo, que da cuenta de problemas semejantes. En los años
cincuenta todo el mundo sabía que el problema habitacional era un problema
social de envergadura. Bastaba acercarse a los conventillos que se habían
multiplicado en varios sectores de Santiago o recorrer las riberas del Mapocho o
el Zanjón de la Aguada, donde miles de familias vivían en poblaciones callampas.
Los pobladores entonces debieron confiar en sus propias capacidades
organizativas, establecer alianzas con los partidos políticos y sectores
progresistas de la Iglesia e inventar una estrategia de salida al problema de la
vivienda: las “tomas de sitios”, que combinaban acciones ilegales (tomar un sitio
era una forma de “acción directa” al margen de la ley) con acciones legales y de
apoyo institucional (se demandaba seriamente a las autoridades y se solicitaba a
los parlamentarios que se hicieran presente en el lugar de la toma, para impedir
o neutralizar la acción represiva de Carabineros). Es decir, el movimiento debía
ser capaz de transitar en una delgada franja que separaba lo institucional de lo
extra institucional. Los ejemplos se pueden multiplicar si se considera
sectorialmente a los movimientos; los campesinos muchas veces debieron
recurrir a la toma de los fundos para que se aplicara la ley de reforma agraria, o
los estudiantes a medidas de fuerza para hacer posible la democratización de las
universidades..
Pues bien, estas tensiones que acompañan el desarrollo del movimiento popular
no constituían sólo problemas de principios o de eficacia política, sino que daban
cuenta de las enormes dificultades de los movimientos para producir el cambio
social y mejorar sus condiciones de existencia social, en el sentido de una
sociedad no sólo desigual sino que con un régimen institucional débilmente
democrático. Es decir, un régimen sobre el cual sólo se podía incidir mediante
fuertes presiones -que éste siempre veía como una amenaza al orden establecido,
por eso la Ley de Seguridad Interior del Estado- y en donde la lógica de
representación constituía a los partidos políticos como los principales
interlocutores válidos para producir el cambio en el campo institucional.
Este último aspecto, el papel de los partidos políticos, no es nada menor y tendrá
variados efectos sobre los propios movimientos de base. Si producir cambios
implica afectar el sistema institucional, entonces los partidos adquieren un papel
central, lo que plantea a los movimientos también una tensa relación de
colaboración, autonomía y dependencia. Los partidos, por su parte, habiendo
aceptado el juego político democrático, sobre todo los de la Izquierda política,
buscarán ejercer su papel de representantes de los movimientos, aunque en rigor
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habida cuenta del marxismo dominante, de representantes de la clase. En este
contexto, la articulación de una alianza política, como la Unidad Popular, resulta
fundamental para poner en marcha un proceso de cambios de tipo estructural,
más radical y consecuente que lo que había sido el Frente Popular en los años
cuarenta.
LA REVOLUCION “DESDE ABAJO” O EL INCREMENTO DE LAS LUCHAS
POPULARES DURANTE EL GOBIERNO DE LA UNIDAD POPULAR
En la tensión, por decirlo así, constitutiva del movimiento popular con su
autonomía relativa del Estado, la UP representó un momento en que se
incrementaron todas las luchas populares, las más históricas y las más nuevas,
multiplicándose los sujetos y los actores del cambio. Ya en los sesenta la DC
había proclamado que “todo Chile tiene que cambiar” y la estrategia de cambio
“desde arriba” había mostrado sus límites hacia fines del gobierno de Frei: éste se
veía sobrepasado por las demandas y las movilizaciones populares. Nunca el
pueblo de modo tan masivo como en la UP comenzó a hacerse protagonista de su
propio destino, pero también nunca como en la UP la actividad del pueblo fue
percibida como una amenaza tan radical por los grupos sociales tradicionales,
cuando los viejos miedos se multiplicaron y fueron eficientemente exacerbados
por la prensa de la derecha.
Durante la UP la tensión histórica del movimiento popular se hizo más radical.
Ahora el pueblo contaba con el gobierno como un aliado en sus luchas, pero el
gobierno sería muy pronto sitiado por los poderes tradicionales, tanto externos
como internos y entonces el movimiento popular se vería atrapado en la
disyuntiva de seguir los ritmos y los tiempos del gobierno (es decir, del cambio
institucional siempre trabado y de la negociación política, cada vez más difícil de
concretar) o confiar y acelerar sus aprendizajes de autonomía para afianzar y
expandir sus posiciones de poder en la sociedad. La coyuntura que hizo
expresivas estas contradicciones fue la que va desde el paro de octubre de 1972
hasta la mañana del golpe de Estado, el 11 de septiembre de 1973.
En esos días y meses, la derecha asociada con los gremios (transportistas,
colegios profesionales, comerciantes, etc.), puso en marcha una estrategia de
ingobernabilidad encaminada a producir un golpe de Estado con apoyo social; el
gobierno de Allende recurrió a todos los medios para conjurar “la sedición”,
mientras que el pueblo movilizó todos sus recursos para impedir que el país se
paralizara, propósito buscado por el movimiento antisocialista. La movilización
popular fue bastante exitosa, pero evidentemente no sobrepasó las previsiones
del gobierno y de la propia UP sobre sus alcances. La movilización popular a
estas alturas comenzaba a desencontrarse con el gobierno afirmando su propia
lógica: la del “poder popular”.
Sin embargo, en este mismo proceso de “agudización de la lucha de clases” la
tragedia comenzó a dibujarse en el horizonte. El gobierno de la UP debía
enfrentarse a una derecha crecientemente golpista, lo que estrechaba y hacía
imposible la negociación política que era lo que los partidos políticos sabían
hacer, mientras que el pueblo (y la Izquierda) se tensionaba y dividía frente a la
necesidad de apoyar al gobierno y por otra parte asegurar sus logros en la base y
las posibilidades del socialismo.
La división de la Izquierda, por su parte, era expresiva de los viejos problemas
estratégicos no resueltos por el propio movimiento popular, entre otros el de su
propia autonomía frente al Estado, de tal suerte que el golpe lo sorprende sin las
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orientaciones capaces de enfrentar la emergencia que se le venía encima.
La percepción de un camino a esas alturas sin salida quedó claramente
expresada en un carta que enviará al presidente Allende la Coordinadora de
Cordones Industriales de Santiago, el 5 de septiembre de 1973:
“Antes, teníamos el temor de que el proceso al socialismo se estaba transando
para llegar a un gobierno de centro, reformista, democrático burgués que tendía a
desmovilizar a las masas o a llevarlas a acciones insurreccionales de tipo
anárquico por instinto de preservación. Pero, ahora, analizando los últimos
acontecimientos, nuestro temor ya no es ese, ahora tenemos la certeza de que
vamos a una pendiente que nos llevará inevitablemente al fascismo”.(1)
Y llámese fascismo o dictadura, este fue el destino que finalmente se impuso,
haciéndose evidente no sólo el carácter débilmente democrático del sistema
político e institucional chileno, sino que también el carácter aún precario y
germinal de una alternativa madurada y sostenida desde el movimiento popular.
En este contexto, cuando colapsaron los partidos, como representantes o
conducción política, colapsó también el movimiento popular
MARIO GARCES D.
Historiador
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