Seis debates sobre los Estados de Bienestar contemporáneos: capacidad de reforma, resultados, nuevos riesgos, globalización, sostenibilidad y alternativas de futuro Por Eloísa del Pino (IPP-CSIC) 1 1. La transformación del Estado de Bienestar como objeto de estudio científico y objeto de debate político Desde su surgimiento en Alemania a finales del siglo XIX, el Estado de Bienestar ha pasado por una fase de desarrollo y consolidación, la llamada Edad de Oro del Capitalismo entre 1940 y 1960, y una compleja “Era de la Austeridad”, de crisis para algunos, a partir de los años 70 que se prolonga hasta la actualidad (Pierson 20011). Hasta entonces el Estado de Bienestar había sido considerado como uno de los más significativos logros de los Estados modernos por su capacidad de proteger a los ciudadanos contra la pobreza cuando se encuentran en situaciones de riesgo, tales como la enfermedad, el desempleo, la vejez, la niñez o la ignorancia y su contribución a corregir las fracturas sociales. A partir de los años 80 comienza a aparecer en el debate político de las democracias occidentales la idea de su recorte o retirada (retrenchment). El Estado de Bienestar empezó a ser criticado especialmente desde la Nueva Derecha, los neoliberales y neoconservadores (véase Hayek 1982 y Crozier et al. 1975, respectivamente), por ser demasiado caro, ineficaz e ingobernable y dejó de ser visto como mecanismo para luchar contra los fallos del mercado, pasando a ser acusado de impedir el crecimiento económico y minar la independencia personal y colectiva. Por entonces, la vehemencia de los discursos de líderes tan influyentes como Margaret Thatcher y Ronald Reagan sobre los negativos efectos sociales y económicos del Big Government, hacia pensar que la hora del desmantelamiento del Estado de Bienestar había llegado. Sin embargo, tras analizar la reforma del bienestar en Reino Unido y Estados Unidos durante la década anterior, Paul Pierson en 1994 demostró que a pesar de los intentos de reducir el Estado de Bienestar, el recorte efectuado no había sido significativo. Se habló incluso de que determinados tipos o regímenes de Estado de Bienestar y algunas políticas, estaban “congelados” (Esping-Andersen 1996). Ya a finales de la década de los 90, sin embargo, algunas investigaciones empezaron a advertir de la necesidad de revisar ciertos aspectos metodológicos en relación a como se había medido el cambio en el Estado de Bienestar (Alber 1996, Clayton y Pontusson 1998). A partir de la de década de 2000, comenzó a aparecer evidencia mostrando que, al menos a partir de los 90, diferentes tipos de complejas reformas, algunas de la cuales podían considerarse recortes, no eran tan imposibles de implantar como parecía. Por ejemplo, (SeeleibKaiser 2008; Starke 2008; Palier 2010). Desde 2008, los Estados de Bienestar, Paper presentado en las Jornadas de Modernización no democrática: Estado y Actores Sociales. Instituto de Historia (CSIC), octubre de 2011. Posteriormente actualizado y completado este trabajo forma parte casi en su totalidad del capítulo siguiente: Del Pino, Eloísa y Rubio, MJª (2013) “El estudio comparado de las transformaciones del Estado de Bienestar y las políticas sociales“, en Eloísa del Pino y Mª Josefa Rubio (eds.) Los Estados de Bienestar en la encrucijada: políticas sociales en perspectiva comparada. Madrid. Tecnos. 1 1 especialmente los del sur de Europa, se han visto sometidos a nuevas presiones derivadas de la feroz crisis económica. Ya sea por las dudas sobre su capacidad de reforma, por su alcance y efectos, por los desafíos que afronta o por la incertidumbre sobre el futuro, los Estados de Bienestar y su cambio o transformación están en el centro del debate político y académico al menos desde 1970. En primer lugar, en el siguiente apartado, se introducen algunos conceptos sobre el alcance y los tipos de Estados de Bienestar que servirán para comprender los debates y la discusión académica a su alrededor, los cuales se presentan en el resto de los apartados. 2. Los sistemas de bienestar en perspectiva comparada: conceptos y tipos. Aunque la definición y tipología de Esping-Andersen sobre los tres “mundos” o “regímenes” del bienestar no está exenta de críticas, sigue siendo las más utiliza por los investigadores para aproximarse al estudio comparativo del Estado de Bienestar y es importante para entender el alcance de los debates actuales alrededor del mismo. Esping-Andersen parte de las aportaciones de Marshall y Titmuss. Tomando a Marshall, Esping-Andersen (1990:41) cree que la ciudadanía social y la concesión de derechos sociales son los elementos básicos del Estado de Bienestar. La ciudadanía ha evolucionado históricamente alrededor de una serie de derechos interdependientes. Como Esping-Andersen recuerda, a medida que los derechos civiles comienzan a cristalizar en el siglo XVII, se hizo evidente la necesidad de que pudieran ser salvaguardados por derechos políticos efectivos, los que finalmente fueron conquistados en el XVIII. Sin embargo, los derechos políticos solo podían hacerse efectivos una vez que se que garantizara, a través de los derechos sociales, cierta seguridad y recursos económicos adecuados (Masrshall 1950; Hicks y Esping-Andersen 2005:510). En opinión de Esping-Andersen (1990:41), si los derechos sociales se consideran inviolables y la concesión de los mismos se hace en base a la ciudadanía social y no al comportamiento real, esto supondrá una desmercantilización del status de los individuos respecto del mercado (es decir, que su supervivencia y su bienestar no dependerán enteramente de su participación en el mercado laboral, serán al menos parcialmente independientes del mercado, de la caridad o del apoyo familiar). Además, el concepto de ciudadanía social implica también la estratificación social, el estatus de un individuo como ciudadano competirá con su estatus o su posición de clase. El Estado de Bienestar puede reconfigurar el orden de clases sociales existente Esping-Andersen (1990:41). Titmuss (1958, 1970) puso de manifiesto la necesidad del estudio comparado para tratar de arrojar luz sobre el contexto y las razones del surgimiento y evolución posterior del Estado de Bienestar. Titmuss demuestra que éste está evolucionando de forma distinta en Gran Bretaña y los países nórdicos que en Estados Unidos, donde el sistema es menos generoso, la obtención de prestaciones sociales está sometida a condiciones relacionadas con la carencia de recursos por parte de los perceptores y el papel del mercado en el bienestar es más relevante. Distingue al menos entre tres modelos de política social: el modelo de bienestar residual, el modelo de logro-rendimiento y el modelo institucional redistributivo (Titmuss 1970:145-46). Tomando elementos de las aportaciones de Marshall y Titmuss, Esping-Andersen (1970:47; Hicks y Esping-Andersen 2005) pone el acento en el equilibrio entre tres fuentes de provisión del bienestar: el mercado, la familia y Estado. Distingue entre tres “regímenes del bienestar”. En el régimen liberal podrían incluirse Estados Unidos, Irlanda, Canadá, Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda. El Estado tiene un papel residual en la provisión del bienestar y predominan las prestaciones sociales modestas 2 en su cuantía, que se obtienen si se es elegible por cumplir estrictos criterios que reflejan el grado de penuria o necesidad. Esta situación obliga a los ciudadanos a ser más dependientes del mercado (existe un bajo nivel de desmercantilización) que en los otros regímenes y explícitamente se les anima por medio de incentivos a acudir a él para solucionar problemas relacionados con la cobertura de los riesgos (véase Colino y Del Pino 2013). En el modelo conservador (también llamado en la literatura corporativista, continental o bismarckiano), la familia y, en especial, el varón, como sustentador principal, y la mujer, como ama de casa, son los principales encargados del bienestar. Su principio básico es el de asegurar los riesgos y la posibilidad de hacerlo depende del estatus ocupacional, en concreto, de si participa en el mercado laboral por lo que el propio sistema tiende a perpetuar las diferencias de estatus. El nivel de desmercantilización es moderado. Según el autor, Francia, Italia, España, Alemania, Austria, Bélgica, Japón y Portugal, formarían parte de este tipo (véase Palier 2013). Finalmente, en el régimen socialdemócrata, presente en los países nórdicos, la desmercantilización y la universalización de los derechos sociales se han extendido a todos los ciudadanos. Se trata de un régimen generoso, con buenos resultados en cuanto a la redistribución de la riqueza y la reducción de la pobreza. Igualmente, en este régimen se hace un esfuerzo activo de desfamilización y remercantilización en el sentido de tratar de facilitar empleo para todos (Hicks y Esping-Andersen 2005; véase Rubio 2013). Los tres mundos del bienestar capitalista de Esping-Andersen han sido centrales para comprender que “no todos los Estados del Bienestar son del mismo tipo” que cada uno de ellos está estructurado “con su propia y diferente lógica de organización, estratificación e integración social” y que sus “orígenes se deben a distintas fuerzas históricas y siguen trayectorias de desarrollo cualitativamente diferentes” (EspingAndersen 1990:19). La contribución de Esping-Andersen ha recibido numerosas críticas y, en ocasiones, en un intento de corregir supuestas deficiencias, se han propuesto otras tipologías o simplemente se ha añadido algún tipo adicional a los regímenes existentes 2. La inclusión del tipo mediterráneo (o de los países del sur Véase Ferrera 1996, Bonoli 1997; Castles y Obinger 2008), Latin Rim (Leibfried 1992), reflejaría características como la impronta católica, su desarrollo tardío así como el fuerte papel de la familia en la provisión del bienestar en países como Italia, Grecia, Portugal y España (véase Moreno y Mari-Klose 2013) 3. Aunque Esping-Andersen incluye a Australia y Nueva Zelanda entre los países con un régimen liberal, otros como Castles y Mitchel (1993) consideran que estos países de las Antípodas tienen un enfoque más inclusivo en términos de cobertura que los países tradicionalmente considerados como parte del régimen liberal y en ellos la seguridad en el empleo y el control salarial tienen especial importancia para perseguir la redistribución. Algunos investigadores se han preguntando si distintos países donde podría confirmarse la existencia de un esfuerzo significativo por parte del Estado en la provisión del bienestar y que no fueron incluidos por Esping-Andersen en su tipología original, podrían encajar en ella. Se trata de países de otras partes del planeta como algunos del mundo islámico, África, América Latina, India y las economías altamente 2 Arts y Gelissen (2002:138 y ss.) realizan una síntesis de las críticas y tipologías. Véase también Moreno y Mari-Klose (2013) sobre las transformaciones actuales del régimen mediterráneo. 3 3 industrializadas del Este asiático (Corea del Sur, Taiwán, Singapur o Hong-Kong; recuérdese que Esping-Andersen incorpora Japón al régimen corporativista). Gough (2004:15) ha intentado reconceptualizar el paradigma de los regímenes de bienestar del Norte para tratar de comprender la naturaleza y diversidad de las políticas del Sur. Gough plantea la necesidad de reconocer que los Estados de Bienestar son solo una familia de regímenes de bienestar en un mundo donde existen otras. Distingue además entre los denominados regímenes de seguridad informal y los regímenes de inseguridad. En los regímenes de Estado de Bienestar predomina la economía capitalista y democracia liberal y el papel del Estado en la provisión es muy importante (auque, como hemos visto, desigual en función de si el régimen es el conservador, el liberal, el socialdemócrata o el mediterráneo). En el régimen de seguridad informal (Wood 2004), la división del trabajo no es solo de tipo capitalista y las familias utilizan estrategias diversas para su supervivencia y siguen desempeñando un papel importante en la provisión del bienestar ya que el Estado es débil y las relaciones son frecuentemente clientelares. Dentro de este régimen Barrientos (2004) detalla que pueden identificarse a su vez los regímenes liberales-informales de bienestar en America Latina y Gough (2004) los sistemas productivos en el Este asiático. Mientras que para Holliday (2005:148), el modelo asiático, el Estado está orientado al crecimiento y las políticas sociales están subordinadas a tal propósito, Hudson y Kühner (2011) creen que existen elementos sólidos para matizar esta idea tan extendida, que de alguna manera parece contraponer el régimen de los países asiáticos con el prototípico régimen socialdemócrata. Así algunos autores recuerdan que los gobiernos de Asia se interesan cada vez más por como los países europeos atienden los riesgos sociales y en particular por sus sistemas de pensiones y salud (Croissant 2004) y algunos países como Japón, Corea y Taiwan han extendido su sanidad o las pensiones de jubilación a sectores no productivos (Hwang 2011; Peng y Wong 2010). Finalmente, los regímenes de inseguridad, especialmente en el África Subsahariana se caracterizan por un modelo de capitalismo predatorio y un Estado que frecuentemente es corrupto o inexistente (Bevan 2004). 3. La capacidad de reforma de los Estados de Bienestar y sus condicionantes. La naturaleza de los factores que están detrás del origen y de la evolución del Estado de Bienestar y su capacidad para explicar los cambios en los distintos regímenes y políticas y, en especial, en todas las fases por las que ha travesado el Estado de Bienestar ha sido uno de los temas que ha suscitado más interés por parte de los científicos sociales. Se ha teorizado e investigado sobre los factores explicativos del Estado de Bienestar para dar razón de su surgimiento y crecimiento (entre 1890 hasta 1960), de su estabilidad y resistencia a las intenciones de reforma y recortes (1970 y 1995) y de su demostrada reforma a partir de entonces (1995 y hasta la actualidad). En concreto, una de las discusiones principales consiste en determinar hasta qué punto los factores explicativos sirven tanto para dar razón de la expansión como de los cambios que están ocurriendo en los Estados de Bienestar en las tres últimas décadas (Green-Pedersen y Haverland 2002). Para algunos autores, los factores que sirvieron para explicar la expansión, en particular, los de tipo socioeconómico y los relacionados con los actores sociales y partidos y las instituciones siguen siendo útiles (por ejemplo, EspingAndersen 1996 y otros). Sin embargo, Pierson (1994) y gran parte de literatura científica a partir de este autor sostienen que son necesarios nuevos enfoques. En relación con su surgimiento y primer desarrollo, se pueden destacar al menos tres grupos de teorías. Desde las perspectivas funcionalistas, el Estado de Bienestar sería el 4 resultado de la industrialización (Wilensky 1975; Giddens 1973). Con la emigración y la urbanización desordenada de las ciudades industriales, comenzaron a hacerse visibles nuevas necesidades sociales que ponían en riesgo la estabilidad social y el proceso de acumulación económica. Como respuesta a esta situación, el aparato del Estado empezó a proveer determinados bienes sociales ya que esto era posible en un contexto de crecimiento económico. Más que la importancia de la industrialización como desencadenante de procesos sociodemográficos que conducen al Estado de Bienestar, otros autores consideran que la relevancia de la industrialización tiene más bien que ver con la movilización social y política que produce (Flora y Heideneimer 1981). A pesar de que los primeros pasos en política social se dieron en países conservadores y autoritarios (Hicks y Esping-Andersen 2005), el enfoque de los recursos de poder resulta útil para explicar el crecimiento del Estado de Bienestar (Korpi 1983). Según este enfoque, el Estado(s) de Bienestar es el resultado del conflicto entre las clases sociales y, en particular, de la fortaleza de clase trabajadora defendida especialmente por los partidos social-demócratas y los sindicatos. Finalmente, la teoría institucionalista sostiene en esencia que la fragmentación del poder, la existencia de punto de vetos, retrasaría el desarrollo del Estado de Bienestar (Huber, Ragin y Sthephens 1993). Los Estados centralizados, con grandes e influyentes burocracias serían un caldo de cultivo adecuado para el desarrollo del Estado de Bienestar, mientras que Estados débiles o fragmentados habrían tenido más dificultades en desarrollarlo. Asimismo, distintos tipos de sistemas políticos, parlamentarios o presidenciales, centralizados o descentralizados o de sistemas de partidos generarían diferentes oportunidades para el desarrollo del Estado de Bienestar (entre otros Lijphart 1984, Orloff y Sckopol 1984, Inmmergut 1990; Rothstein 1998). Estos tres enfoques han sido cuestionados especialmente en lo que se refiere a su poder explicativo de la capacidad de reforma de los Estados de Bienestar en las últimas décadas. Buena parte de ello tiene que ver con el trabajo de Pierson, a su vez inspirado en el de Skocpol (1992) sobre el desarrollo del Estado de Bienestar en América y las ideas de Weaver (1986). Pierson explica que el Estado de Bienestar forma ya parte del corazón de las sociedades occidentales y ha generado compromisos difíciles de traicionar sin que los gobiernos sufran el castigo electoral. La población considera mayoritariamente que las políticas sociales, como sanidad o pensiones, son centrales para mantener su bienestar y creen, además, que esas políticas deben ser prioritarias sobre otras (Svallfors 2010). El aprecio que la ciudadanía siente por el Estado de Bienestar hace que las reformas sean objeto de conflictos sociales de la máxima importancia. Solo a partir de los años noventa se ha podido considerar realmente que los Estados de Bienestar se encuentran en proceso de reformas complejas que intentan reorganizar y reestructurar los arreglos de política social existentes pero para ellos los políticos han tenido que utilizar estrategias que persiguen esquivar la resistencia ciudadana (Weaver 1986; Vis y Kersbergen 2007; Wenzelburger 2011; véase en español Calzada y Del Pino 2013). En cuanto a los enfoques institucionalistas, Pierson cuestiona el hecho de que la concentración o la menor fragmentación del poder obstaculicen las reformas. Aunque la fragmentación proporciona vetos (por ejemplo, en un sistema de gobierno multinivel, los gobiernos subnacionales pueden vetar las políticas de reforma del gobierno central), es útil para difuminar la culpa (por ejemplo, un gobierno nacional puede acusar a la Unión Europea de obligarle a recortar). Además, otra crítica a los institucionalistas es que sus aportaciones son útiles para explicar la continuidad de las políticas, pero no lo son tanto para dar razón de las reformas o los cambios que claramente se han producido 5 en algunos Estados de Bienestar. Dicho de otro modo, predicen mejor la estabilidad que el cambio. En cuanto a la teoría de los recursos de poder, aunque se ha reconocido la importancia de los partidos de izquierda y sindicatos en la formación de las políticas sociales (Pierson 2001, Iversen y Stephens 2008), para Pierson (1994, 1996) la pérdida de poder de la socialdemocracia y de los sindicatos (la densidad sindical, por ejemplo, ha descendido en la OCDE de un 34 a un 18% desde 1975 hasta 2008, Pierson 2011) no puede explicar el hecho de que los programas públicos del bienestar continúen existiendo. Considera que el análisis debe cambiar el énfasis que pone en el movimiento obrero a las más variadas clientelas surgidas alrededor de los programas del bienestar, que se convierten en importantes actores políticos cuando tienen capacidad de movilización que pueda traer consecuencias electorales –por ej., los pensionistas(Pierson 1994). Esta perspectiva trata a la clase media (Baldwin 1990), los empleadores (Mares 2010), los movimientos de mujeres o a los trabajadores del Estado (De Swaan 1998), como colectivos que también pueden tener una postura favorable al desarrollo del Estado de Bienestar y prestar su apoyo a quienes lo defienden. Recientemente, los investigadores están especialmente interesados en determinar si hay diferencias entre las políticas de respuesta a la crisis que ponen en marcha los partidos socialdemócratas y los partidos liberales o conservadores en lo que atañe al Estado de Bienestar o si el único margen de maniobra que tienen los partidos es el de cómo explicar a la opinión pública reformas que les vendrían impuestas por las circunstancias. En relación con los enfoques funcionalistas y neofuncionalistas se argumenta que fenómenos como la postindustrialización o el envejecimiento de la población, puedan jugar un papel decisivo en la etapa actual de reforma de todos los Estados de Bienestar. Si ello fuese así, el resultado sería la convergencia en las reformas que realizan los diferentes países en sus estructuras de bienestar. Sin embargo, como se verá más abajo, distintos trabajos apuntan a que se pueden detectar diferentes grados de convergencia (o divergencia) y de ello cabe deducir que el papel de los decisores públicos y su capacidad de elegir las reformas, de los partidos y las instituciones existentes, que limitan las posibles reformas, es también importante (Castles y Obinger 2008). En los últimos años, y dada la insuficiencia de las teorías existentes para poder explicar las reformas del Estado de Bienestar, algunos estudios ha puesto el énfasis en el papel del discurso normativo y la presencia de una elite convencida de que es necesario construir socialmente de la necesidad de reformar (Cox 2001, Schmidt 2002, Roos 2000). El constructivismo enfatiza en factores cognitivos para explicar el comportamiento y los outcomes sociales y ha recibido distintas etiquetas como interpretivismo, hermenéutica y estructuración. Su punto de partida es que decisión de la reforma es política y no para todo el mundo resulta evidente su necesidad. La reforma necesita de un discurso capaz de vencer el escepticismo de los que se resisten para persuadirles de su necesidad, apelando a ventajas socioeconómicas de la misma pero también a los valores normativos presentes en cada sociedad. Solo así es posible “formar la senda” necesaria para encarnar la reforma (Cox 2001:475). Finalmente, Carnes y Mares (2007), cuestionan el poder explicativo de algunos de los enfoques mencionados aquí cuando tratan de dar razón del surgimiento o las características de Estados de Bienestar distintos a los usualmente estudiados (particularmente los europeos y los de América del norte). Estos autores han reclamado la necesidad de acumular más investigación, con más casos procedentes de otros lugares del planeta, sobre los factores explicativos de tipo político, la secuencia de desarrollo 6 del Estado de Bienestar o la necesidad de incluir nuevas variables explicativas, como el grado de apertura económica, u otros enfoques. 4. Los resultados de los Estados de Bienestar desde el punto de vista de la economía y la equidad social. El Estado de Bienestar tiene consecuencias respecto a las relaciones de género o entre grupos étnicos, entre generaciones y entre clases sociales. De manera más general, lo que principalmente se espera del mismo es que tenga un impacto positivo en la eliminación de la pobreza y la desigualdad, bien a través del incremento de los ingresos de una parte de los ciudadanos logrado a través de transferencias que serán financiadas mediante impuestos progresivos y contribuciones sociales o/y bien mediante la provisión de servicios públicos para la población. Además, especialmente en los últimos años, los científicos sociales también se han preocupado por el impacto del Estado de Bienestar en términos macro-económicos, el crecimiento económico, el empleo o la inflación, entre otros. Que el Estado de Bienestar tiene un efecto redistributivo ha sido confirmado por numerosos estudios a lo largo de tiempo (Saunders 2010). Sin embargo, en los años 60 del siglo XX, algunas investigaciones llamaron la atención sobre el hecho de que a pesar de la extensión del Estado de Bienestar, la pobreza y la desigualdad seguían persistiendo (Hicks y Esping-Andersen 2005). Ello suscitó el interés de los comparativistas que han tratado de explicar hasta qué punto esto puede generalizarse independientemente de los distintos regímenes de bienestar, de las diferentes modelos de políticas sociales o de la estructura y tamaño de los programas. La evidencia arroja resultados complejos. Por ejemplo, hoy sabemos que países con menor gasto en transferencias sociales como por ejemplo Australia, tienen mejores resultados en términos de pobreza que otros como España. Ello significa que no solo el volumen de gasto importa sino también las propias características de los programas de bienestar o incluso otros factores ajenos al propio Estado de Bienestar. Obviamente, este tipo de hallazgos es muy relevante para repensar el tipo de reformas que se deberían poner en marcha. Se ha demostrado que efectivamente el tipo de régimen de bienestar importa para explicar la pobreza y desigualdad. Para empezar, los Estados de Bienestar menos generosos y abarcantes, dejan lagunas sin cubrir en lo que se refiere al bienestar (Hicks y Esping-Andersen 2005). Por ejemplo, algunos regímenes de bienestar están incompletos en el sentido de que no han desarrollado alguno de los denominados “pilares” del bienestar, como, la atención a las personas en situación de dependencia, lo que limita su eficacia en términos de proteger a determinados colectivos. También existe un interesante debate sobre qué tipo de programas son más redistributivos. Podría pensarse que las políticas o programas más focalizados, ubicando los recursos en los más necesitados, son más redistributivos que los universales, que benefician a los ciudadanos independientemente de la clase social. Sin embargo, como han explicado Korpi y Palme (1999) en su “paradoja de la redistribución”, los programas focalizados, predominantes en el Reino Unido o Estados Unidos, los que benefician solo a unos pocos que cumplen determinados requisitos relacionados con su situación de necesidad, reciben menos apoyo por parte de ciudadanos. Ante estos programas focalizados, los ciudadanos pueden considerarse contribuidores netos al Estado de Bienestar porque pagan impuestos pero no se benefician de las prestaciones. Esto acaba ocasionando que los programas sean menos generosos y también más fáciles de recortar. Sin embargo, es conocido que los ciudadanos acostumbran a proporcionar más apoyo a los programas de los que se benefician (además de pagarlos), los 7 programas universales (Calzada y De Pino 2008). Además, existirá más presión para su generosidad y calidad. Igualmente este tipo de programas focalizados, generalmente poco generosos, proporcionan apoyo una vez que otras redes han fallado (quizá porque no existían o eran frágiles, por ej. no hay sanidad universal o atención a situaciones de desamparo como enfermedades sobrevenidas, no hay prestaciones por desempleo o políticas activas…), cuando el individuo está en una situación límite, de la que es más fácil entrar que salir. Con una lógica parecida, se viene discutiendo sobre la inconveniencia de sustituir programas financiados mediante contribuciones sociales, como las pensiones o el seguro de desempleo, por otros financiados a través de los impuestos. Como los beneficiarios de estos programas ya no podrían apelar a que en realidad se trata de un “salario diferido por el que ya han contribuido”, el Estado tendría más fácil realizar ajustes que además generarían menos resistencia. Igualmente existe evidencia sobre que, hoy en día, las transferencias sociales son más redistributivas que los impuestos y las contribuciones que las financian y que las prestaciones para aquellos en edad de trabajar tienen un efecto redistributivo mayor que las que se dirigen a los jubilados (Saunders 2010). Aunque se ha demostrado la relación entre los gobiernos de izquierdas y el volumen de gasto social destinado a prestaciones sociales hacia aquellos que están en edad de trabajar (no tanto hacia otros programas sociales) y se ha probado que éste tiene efectos redistributivos incluso mayores que el crecimiento económico y el empleo (Castles 2009), Hicks y Esping-Andersen (2005:521) sostienen que lo que verdaderamente tiene efecto sobre la eliminación de la pobreza es que hombres y mujeres tengan trabajos estables y bien pagados. Finalmente, la evidencia sobre un supuesto impacto negativo en la economía y el empleo, es mucho menos claro que las críticas teóricas que tradicionalmente se le hacen al Estado de Bienestar. La idea central de estas críticas es que para financiar las políticas sociales es necesario un elevado nivel de impuestos que distorsiona y rebaja los incentivos de los actores privados para invertir, lo que a su vez hace que el crecimiento económico se ralentice y descienda (se sigue la revisión de Mares 2010:541 y ss.). Respecto al empleo, el argumento principal es que los programas sociales y la legislación laboral incrementan los costes laborales, que si se trasladan a las empresas, acabarán teniendo un impacto negativo en el empleo. Sin embargo, distintos estudios han encontrado que el crecimiento del gasto social es compatible con el crecimiento económico e incluso puede coadyuvar al mismo (además de Korpi 1985, véanse Lindert 2004; Macllun y Blais 1987), gracias por ejemplo a las externalidades positivas de determinados políticas como la educación (Mares 2003). Otros han obtenido resultados poco concluyentes respecto a la relación entre el incremento de impuestos o el tamaño de Estado, por un lado, y el crecimiento económico por otro (Mendoza et al. 1994) o el empleo, vinculando tales efectos al tipo de diseño de las políticas y a otros factores o instituciones externas como la negociación salarial (Mares 2010). 5. Los nuevos desafíos de los Estados de Bienestar: Nuevos Riesgos Sociales, Globalización y Sostenibilidad. Entre los numerosos desafíos que afrontan los Estados de Bienestar, pueden destacarse por su transcendencia los denominados Nuevos Riesgos Sociales, los efectos de la globalización y el reto de la sostenibilidad, que se revisan a continuación. 8 A los Estados de Bienestar actuales se les sigue pidiendo que sean capaces de afrontar viejos retos desatendidos y a la vez nuevos retos, los llamados Nuevos Riegos Sociales, “riesgos a que la gente ahora hace frente durante el curso de sus vidas como resultado de cambios económicos y sociales asociados con la transición a una sociedad post-industrial” (Taylor-Gooby 2004a:3). Taylor-Gooby destaca cuatro procesos importantes: 1) la mayor participación de la mujer en el mercado laboral; 2) el incremento relativo y absoluto del número de mayores; 3) las nuevas necesidades de personal cualificado del mercado de trabajo y las consecuencias de no disponer del mismo, como el (des)empleo precario; 4) la privatización de los servicios públicos cuando no están bien regulados y sometidos a estándares serios de calidad. Estos y otros cambios, como los que afectan a la estructura de clases o a las familias, que se acogen ahora a un nuevo formato, exigen nuevos planteamientos en las políticas sociales. Para Bonoli (2007) se pueden considerar como NRS en concreto: el problema de la conciliación de la vida familiar y laboral, maternidad/ paternidad individual, la fragilidad de la tercera edad, poseer pocas habilidades y cualificación, y una insuficiente protección social. La mayoría de estos nuevos riesgos lo son porque las políticas tradicionales del bienestar (Taylor-Gooby 2004b; Esping-Andersen et. al. 2009.) no consiguen darles respuestas y empujan a las administraciones públicas a diseñar políticas nuevas o a asumir más tareas que, casi siempre, implican nuevas áreas de gasto. En situación de recursos limitados o permanente austeridad estas nuevas políticas tienen que afrontarse con creatividad, reestructurando los programas tradicionales o reposicionando el dinero público en programas nuevos, lo que puede suponer recortes o incluso la desaparición de programas clásicos. En definitiva, tales NRS pueden suponer expansión y retirada del Estado de Bienestar. La globalización económica y, en concreto, la nueva división internacional del trabajo ha ocasionado la transferencia de buena parte de la actividad manufacturera a los países en vías de desarrollo. La creciente competencia amenaza la generosidad de las prestaciones que reciben los trabajadores de los Estados de Bienestar, cuyas empresas tienen que competir con aquellas de los países en desarrollo que pueden ofrecer precios más baratos al prescindir de una parte importante de los derechos y costes sociales de sus trabajadores. Con el objeto de responder a estos desafíos, en la Unión Europea o desde otros organismos internacionales, se sugiere, con distintos grados de intensidad, a los gobiernos la adopción de diferentes medidas que buscarían mejorar la competitividad. En muchas ocasiones estas medidas han afectado a la configuración de sus agendas sociales (Swank 2010). Sin embargo, la influencia internacional en las políticas también se produce mediante la transferencia de políticas y el aprendizaje mutuo que, en un mundo globalizado puede producirse por distintos mecanismos como la formación de comunidades internacionales formales o informales de intereses, y que muchas veces está en el origen de que reformas que han funcionado en algunos países traten también de implementarse en otros. Existe una valoración dispar del efecto de la globalización (Adelantado y Calderón 2006). Mientras que algunos autores consideran que se puede hablar de convergencia en las reformas que han llevado a acabo los distintos países en relación con su Estado de Bienestar, otros, sin embargo, consideran que las presiones derivadas de la globalización son filtradas por las instituciones y el contexto nacional, perdiendo así su fuerza y dando lugar a respuestas divergentes. Schmitt y Starke (2011), en un análisis de los países de la OCDE, encuentran que la convergencia se produce aunque su velocidad 9 e intensidad dependen del grado de globalización, la pertenencia a la Unión Europea y el tipo de régimen de bienestar. Pierson (2001b) explica que el tipo de reforma perseguido en cada régimen es distinto: si los liberales tienden más a la remercantilización (recommodification) o grado en que un individuo pasa a ser más dependiente de mercado, los nórdicos se inclinan por la contención del gasto (costcontainment) y los continentales se dirigen a la recalibración (recalibration), bien a través de la racionalización de los programas públicos para que sigan pudiendo satisfacer los viejos objetivos del bienestar, o bien mediante la actualización de los programas con la finalidad de alinearlos con las características del nuevo entorno económico y social. Incluso en cada sector de política tiende a predominar un tipo u otro de reforma (mercado de trabajo; pensiones y sanidad; políticas de familia y conciliación respectivamente). Finalmente, Glennester (2010), plantea que entre los retos que afronta el Estado de Bienestar está claramente el de su sostenibilidad, que entiende desde tres puntos de vista. La sostenibilidad fiscal cuestiona si los ciudadanos estarán dispuestos a seguir pagando para sostener el Estado de Bienestar. Una segunda dimensión de la sostenibilidad es la político-administrativa. Glennester se pregunta hasta qué punto las estructuras burocráticas del bienestar serán capaces de adaptarse a las expectativas de los consumidores y en qué medida las reformas que se realicen tendrán efectos sobre la eficiencia, la eficacia del Estado de Bienestar y, en ultimo término, sobre el apoyo de los ciudadanos. La respuesta a estas preguntas no es sencilla. Aunque el apoyo de los ciudadanos al Estado de Bienestar sigue siendo sólido en la mayoría de los países occidentales incluidos Estados Unidos o Reino Unido, la evidencia empírica disponible demuestra que algunas reformas en las mismas (recortes en las pensiones o la focalización de determinadas prestaciones solo en los más desfavorecidos) pueden acabar socavando ese apoyo ciudadano (Calzada y Del Pino 2013). A la dimensión política tal y como la define Glennester cabría añadir una reflexión sobre la voluntad y la capacidad de sostener la idea del Estado en un mundo como el actual por parte de quienes han sido sus defensores tradicionales. Finalmente, Glennester se pregunta por la sostenibilidad moral y hasta qué punto los gobiernos serán capaces de retener un compromiso con los más desfavorecidos de la sociedad, aunque sea por razones egoístas ya que como han recordado Wilkinson y Pickett (2009), las sociedades desiguales son disfuncionales también para los ricos. 6. Propuestas sobre qué hacer con el Estado de Bienestar Los acontecimientos acaecidos a partir de la crisis de 2008 en el mundo hacen que el futuro del Estado de Bienestar se observe con incertidumbre, en particular para quienes viven en los países del sur de Europa, especialmente afectados por la misma, y en aquellos otros lugares del mundo donde su desarrollo es incipiente todavía. En contra de lo que pudiera parecer no existe un único camino posible por el que pueda transitar el Estado de Bienestar. Una postura claramente reconocible en el debate es la de quienes piensan que si es necesario mantener un Estado de Bienestar, éste tiene que ser mínimo. Por un lado, en opinión de algunos la responsabilidad para garantizar el bienestar debe devolverse a la comunidad. Se aboga por la desburocratización y la auto-gestión comunitaria de forma que ésta esté más localizada y sea menos jerarquizada. Por otro lado, los neoconservadores y los neoliberales son, por ejemplo, partidarios de que la responsabilidad por el bienestar recaiga en las familias y en los mercados, mientras que el alcance del Estado debe limitarse a la provisión de la seguridad colectiva frente al exterior, la preservación de la ley (las normas que regulan la propiedad privada y los 10 contratos, esencialmente) y el orden, y la provisión de aquellos bienes públicos que el mercado no puede proporcionar de forma eficiente (por ejemplo, la construcción de carreteras o la seguridad interior). Como mucho, el Estado podría intervenir como última red de protección social, cuando los otros actores y mecanismos han fallado. Sin embargo, estas propuestas presentan numerosos problemas que van desde cuestiones prácticas a otros asuntos más sustantivos (Pierson 2006). Por ejemplo, problemas derivados de los riesgos de la informalidad en la prestación de los servicios como la falta de continuidad en los mismos o la arbitrariedad –-ambas mejor garantizadas por el aparato estable e impersonal del Estado--; de la inequidad a que puede dar lugar soluciones demasiado locales; la falacia de la libre elección de modo que ésta se limite solo a los más afortunados económicamente, mientras que los servicios públicos mal dotados o financiados se queden para los que no pueden elegir por disponer de menos recursos económico o sociales; o, entre otras muchas críticas, el alto riesgo de reproducción de las desigualdades derivadas de la familia donde se nace, si no existe ningún mecanismo que garantice la igualdad de oportunidades. De entre todos los actores políticos y sociales, hay uno, la socialdemocracia, de quien especialmente se esperarían propuestas sólidas de adaptación del Estado de Bienestar tradicional, y más si ésta realmente ha asumido, como a veces parece haberlo hecho, que la globalización y la post-industrialización hacen inviable el Estado de Bienestar tradicional (King y Ross 2010). Entre otros, debido a los problemas mencionados, la socialdemocracia no parece que pueda aceptar las dos propuestas relacionadas con el Estado mínimo. Como Pierson (2006:235) explica existen otras propuestas sugerentes. El Estado de Bienestar orientado a la inversión social, basándose en propuestas de Giddens (1998) y/o Esping Andersen (2002), parte de la idea de “preparar” más que “reparar” (Morel, Palier y Palme 2012a:1) y en alguna medida ha inspirado la Agenda de Lisboa y la Agenda EU2020 de la Unión Europea. En la era del conocimiento, el aprendizaje continuo (y en cierto modo la auto-reinvención) a lo largo de la vida, se convierte en una necesidad básica para lograr navegar con éxito en un economía distinta, en la cual, mal que nos pese, la seguridad (del empleo y otras) ha dejado de existir y han surgido nuevos riesgos sociales (ver más arriba). En este contexto y frente a la visión neoliberal, en la que las políticas sociales son vistas como un rémora y un coste que hay que minimizar, esta propuesta, que aspira a convertirse en el nuevo paradigma inspirador del Estado de Bienestar, considera que las políticas sociales pueden utilizarse estratégicamente para contribuir al crecimiento económico y del empleo a la vez que a satisfacer sus objetivos inmediatos de luchar contra la desigualdad y la pobreza. El énfasis se hace en políticas que inviertan en capital humano (la educación temprana de los niños, basada en la evidencia que sostiene que la escolarización temprana previene la pobreza, y la formación constante, a lo largo de toda la vida) y en otras que hacen más eficiente el capital humano (a través de políticas de apoyo a las mujeres y los padres o madres solos, las políticas activas de empleo y la llamada flexiseguridad, la vejez activa, la integración de los inmigrantes y la modernización administrativa). Estas ideas han recibido críticas. Desde aquellas que sostienen que estas propuestas suponen mayor intervención del Estado, hasta, casi las opuestas, que critican que entran en la lógica neoliberal. Sin embargo, en relación con la última, (Morel, Palier y Palme 2012b:363) argumentan que existen diferencias sustantivas tanto en el diagnóstico de los problemas como en las soluciones y sus objetivos. En este sentido, la equidad se presenta como un elemento central, las políticas de activación laboral no 11 sustituyen sino que complementan las tradicionales políticas de protección. Además, la universalidad y la perspectiva de un Estado que acompaña a lo largo de la vida son centrales en esta propuesta. Es posible que de entre todas las críticas, la que insiste en que este enfoque pone gran parte de su énfasis en la idea de “prevenir” pero sus propuestas parecen insuficientes para solucionar los graves problemas actuales de desigualdad y pobreza, sea la que más sentido tiene. Para acabar, y de manera mucho más sintética de lo merecen, también tienen interés las ideas sobre el bienestar basado en dotaciones universales de capital o renta (se sigue la síntesis de Pierson 2006:240 y ss.). Esta última, implica la concesión de un renta básica sin absolutamente ninguna condición, a cada ciudadano que se justifica porque una parte de la riqueza de cada generación es el resultado del conocimiento acumulado de las generaciones anteriores y del uso de recursos que, como el medio ambiente, son patrimonio de toda la sociedad y por los cuales todos merecen ser compensados (Van Rarijs 2005). La primera consistiría en dotar a cada ciudadano de un capital básico determinado (para algunos se trata de capital social, en el sentido de habilidades, etc…, para otros de capital real --existen propuestas de entre 1.000 y 80.000$--) al cumplir la mayoría de edad que sería financiado a través de los impuestos (también hay diversas propuestas, la renta o sucesiones), que el ciudadano podría utilizar de diversas maneras (algunos proponen que se limiten a aspectos relacionados con el bienestar) y con la finalidad última de evitar condiciones desiguales de partida y aumentar la autonomía personal (Ackerman y Alstott: 1999: 3). Aunque estas propuestas han sido criticadas, algunas iniciativas de política pública se basan en gran medida en esta idea, por ejemplo, las ayudas que se conceden por nacimiento. 7. Recapitulación Bien sea por su impacto en las condiciones de vida de las personas y la sociedad, por su relevancia en cuanto a que hoy en día es una parte esencial y significativa de la actividad y de los presupuestos de los Estados desarrollados o su importancia en términos de su centralidad en el juego y en el debate político actual, el Estado de Bienestar y las políticas sociales han seducido a un numerosos investigadores de distintas disciplinas. Aquí se han presentado algunas de las discusiones actuales sobre el cambio y la transformación de los Estados de Bienestar. En España, tanto el desarrollo del Estado de Bienestar como su reforma han estado en la agenda de todos los gobiernos desde la reinstauración de la democracia, y tanto en la agenda del nivel central de gobierno como en la actualidad de los autonómicos. Como era de esperar, en un contexto de profunda crisis como el actual, estos debates pueden ser interesantes tanto para los científicos sociales como los propios responsables públicos que buscan referentes, soluciones, experiencias de otros lugares que permitan entender mejor la situación y retos de los Estados de Bienestar y de las políticas sociales y comprender que no existe un único camino para el mismo. Referencias Ackerman, Bruce A. y Alstott, Anne. 1999. The Stakeholder Society. New Haven: Yale University Press. Adelantado, José y Calderón Cuevas, Eduardo. 2006. “Globalization and the Welfare State”: The Same Strategies for Similar Problems?”, Journal of European Social Policy, 16 (4): 374-86. Arts, Will A. y Gelissen, John. 2002. “Three Worlds of Welfare Capitalism or more? A state-ofthe-art-report”, Journal of European Social Policy, 12, 2: 137-1 Baldwin, Peter. 1990. 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