reportajes de la historia

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R E P O R TA J E S
DE LA HISTORIA
RELATOS DE TESTIGOS DIRECTOS
SOBRE HECHOS OCURRIDOS EN 26 SIGLOS
selección y estudio de los textos
por martín de riquer & borja de riquer
VOLUMEN SEGUNDO
barcelona 2010
a c a n t i l a d o
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acantilado
Quaderns Crema, S. A. U.
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© de esta edición, 2 0 1 0 by Quaderns Crema, S. A. U.
Véase la procedencia de los textos en la página 2 8 5 7
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i s b n d e l a o b r a c o m p l e ta : 9 7 8 - 8 4 - 9 2 6 4 9 - 7 4 - 7
isbn del volumen i: 978-84-92649-79-2
isbn del volumen ii: 978-84-92649-80-0
d e p ó s i t o l e g a l : b . 37 3 3 2 - 2 0 1 0
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p r i m e r a e d i c i ó n noviembre de 2010
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LA RUSIA SOVIÉTICA EN 1920
h. g. wells
El escritor inglés Herbert George Wells (1868-1946),
autor de novelas utópicas y científicas, realizó en 1920
un viaje por la Unión Soviética que relató luego en su
libro Rusia tal como yo la he visto, del cual extraemos
la impresionante descripción de Petrogrado y la entre­
vista que le concedió Lenin.
En ninguna parte se observa de modo más im-
Petrogrado
en 1920
presionante el derrumbamiento de la sociedad
rusa que en Petrogrado. Esta ciudad fue creada
de una pieza por Pedro el Grande, cuya estatua de bronce,
en el jardincito cerca del Almirantazgo, caracolea aún en medio de la vida agonizante de la ciudad.
Sus palacios están mudos y vacíos o bien extrañamente
reamueblados con mesas improvisadas, tablones, máquinas
de escribir, todo el aparato de una administración nueva cuya
actividad está casi del todo absorbida por la áspera lucha
contra el hambre y el invasor extranjero.
Antaño, las calles de Petrogrado estaban flanqueadas de
tiendas prósperas. Recuerdo haber vagado por allí agradablemente, en 1914, comprando chucherías, observando la
vida abundante de la gran ciudad.
Hoy, todas las tiendas han dejado de existir. En toda la ciudad hay abiertas, máximo, una media docena, entre otras un
almacén gubernamental en que se vende cerámica y donde
he comprado, como recuerdo, uno o dos platos al precio de
setecientos u ochocientos rublos pieza. Hay también algunas tiendas de flores.
Cosa asombrosa: en esta ciudad cuya población decrece
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h. g. wells
cada día y en que la mayor parte de los habitantes muere de
hambre, en esta ciudad en que casi nadie tiene ya dos trajes
o más de una muda de ropa interior gastada y remendada, se
venden y compran flores todavía.
Por cinco mil rublos—lo que representa de diecisiete a
dieciocho francos al cambio actual—, uno puede procurarse un bonito ramo de crisantemos.
No sé si mis palabras «todas las tiendas han dejado de existir» evocarán en el lector la imagen de lo que es una calle de
Rusia en el día de hoy. Este fenómeno no tiene nada de común por ejemplo con lo que vemos en las calles de Londres
en domingo, en que las tiendas, cuidadosamente cerradas,
duermen un sueño pacífico y decoroso, dispuestas a despertar el lunes reemprendiendo su actividad interrumpida.
En Petrogrado las tiendas tienen el aspecto de restos de
naufragio raídos a fondo y abandonados. La pintura se cuartea, los cristales de lo que fueron escaparates están rotos o
quebrados; a menudo están sustituidos por tablas. Algunas
tiendas dejan aún entrever, tras sus vidrios manchados y copiosamente llenos de letreros, míseros restos de mercancías
sin valor. El vidrio se ha hecho opaco, acumulándose el polvo de dos años sobre los mostradores. ¡Aquellas tiendas están muertas y no se han de abrir más, nunca más!
Todos los grandes mercados de Petrogrado que recordaban grandes bazares orientales están igualmente cerrados,
condición indispensable de la lucha desesperada que sostienen las autoridades para mantener el control sobre la distribución de los artículos esenciales para la vida e impedir a los
especuladores hacer subir a alturas vertiginosas los precios
de la poca comida que queda.
Esta muerte de las tiendas convierte en un absurdo el pasear a pie por las calles. Nadie se pasea ya.
Aquí se da uno demasiada cuenta de que una ciudad moderna no es en realidad más que una larga sucesión de avenidas rodeadas de tiendas, restaurantes y otros establecimien  
la rusia soviética en 1920
tos del mismo género. Cerradlos, y la calle no tiene ya ningún
carácter, ninguna razón de ser.
La gente camina siempre deprisa, ¡y cuan escasa es, si recuerdo la que he visto aquí en 1914! Los tranvías eléctricos
funcionan aún hasta las seis de la tarde, único medio de transporte para las personas de condición ordinaria, último vestigio del capitalismo.
Al principio de la revolución, un billete de tranvía valía
dos o tres rublos, o sea, la centésima parte del precio de un
huevo. Pero mientras hemos estado en Petrogrado han pasado a ser gratuitos. Esto no obstante no aumenta su extremo abarrotamiento a las horas de movimiento callejero. La
gente se pega por subir.
Cuando no hay sitio en el interior, se amontonan donde
pueden. En los momentos cumbre de la jornada penden del
exterior del tranvía grandes racimos humanos, agarrándose
donde se puede. No es raro ver gente que cae al suelo. Así los
accidentes son frecuentes. Un día vimos mucha gente apiñada en derredor del cadáver de un niño que había sido partido en dos por un tranvía. En el pequeño círculo de personas
que nosotros frecuentábamos, dos personas se habían roto
una pierna en accidentes de tranvía.
A lo largo de su recorrido la calzada está en un estado
abominable. No la han reparado desde hace tres o cuatro
años. Está acribillada de hoyos profundos a veces de sesenta y ochenta centímetros, como de obús. La helada ha abierto grandes grietas, las cloacas se han hundido y el pavimento
de madera ha desaparecido, arrancado para encender fuego.
Una sola vez hemos asistido a un tímido ensayo de reparación de calzadas en Petrogrado: en una callejuela, cierto
poder misterioso había reunido una carretada de pavimento
de madera y dos barriles de alquitrán.
Para nuestras excursiones más largas a través de la ciudad,
tomábamos prestados generalmente los automóviles oficiales, restos de las épocas pretéritas. Un paseo en auto o en co  
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che es una temible aventura, llena de encrucijadas y sacudidas terribles.
Los pocos coches que han sobrevivido a la tormenta utilizan el petróleo bruto como carburante. Lanzan espesas nubes de humo azulado y arrancan con el ruido de ametralladoras en acción.
Todas las casas de madera han sido demolidas el último
invierno para suministrar combustible y las partes de albañilería que quedan en pie de lo que fueron estas casas siembran de ruinas todos los intervalos que separan las construcciones de piedra.
Todo el mundo tiene aspecto de miseria. Cada cual parece
condenado a llevar un bulto o un fardo, y esto tanto en Petrogrado como en Moscú. Cuando uno pasea por las calles
estrechas al anochecer no se ven más que gentes mal vestidas, desfilando deprisa, llevando algún fardo, dando la impresión de que la población entera huye.
Y esta impresión no es del todo engañadora: las estadísticas bolcheviques, que yo he consultado, son en este punto
de una sinceridad y una honradez perfectas. De 1 200 000,
la población de Petrogrado ha descendido casi a 700 000 y
no cesa de disminuir. Muchos de sus habitantes han vuelto a
la vida campesina; otros han huido al extranjero, pero la miseria ha levantado sobre la población de Petrogrado un tributo enorme. La mortalidad alcanza el porcentaje del 81 por
1 000. Antaño sólo era del 22 por 1 000 y era uno de los más
elevados entre las ciudades europeas. La cifra de nacimientos entre esta población insuficientemente nutrida y profundamente deprimida, no sobrepasa el 15 por 1 000 más o menos, contra el 30 por 1 000 de otras veces.
Esos bultos o paquetes que llevan los transeúntes contienen frecuentemente las raciones de víveres distribuidos, con
parsimonia, por la administración de los soviets, pero a menudo también mercancías compradas a escondidas o destinadas al mercado negro.
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la rusia soviética en 1920
El ruso ha sido siempre traficante y mercader. Incluso en
1914 había realmente pocas tiendas en Petrogrado cuyos precios fuesen realmente fijos. Siempre se ha tenido horror a la
tarifa, en Rusia. Tomar un coche en Moscú daba lugar a regateos sin fin por sumas de diez kopeks.
Desde largo tiempo el gobierno ruso se ha visto obligado
a enfrentarse con los remedios contra la penuria de casi todas las cosas; penuria que es resultado, en parte, de la prolongación de la guerra, pues desde hace seis años Rusia no
ha cesado de estar en guerra un solo instante; y en parte también por el hundimiento general de la organización social; y
en parte, por el bloqueo.
En estas condiciones y con una circulación monetaria en
plena crisis, era preciso ante todo proteger las ciudades contra el caos que hubiese resultado del acaparamiento, del mercantilismo, del hambre, impedir también la lucha feroz que
hubiese comenzado fatalmente por la posesión de los últimos
comestibles y otros productos de primera necesidad.
La única protección posible implicaba el control total de
las disponibilidades y el racionamiento.
El gobierno de los soviets raciona por principio, es verdad; pero hoy día, en Rusia, cualquier gobierno se vería en
el deber de racionar.
De hecho, si en nuestros países de Occidente la guerra se
hubiese prolongado hasta la época actual, se racionarían los
alimentos, el vestido y la habitación en Londres y en París,
como se hace hoy en Petrogrado y en Moscú. De todos modos, en Rusia el sistema debió organizarse sobre la base de
una producción agrícola imposible de controlar, y entre una
población que es, por temperamento, indisciplinada, dada
al abandono y comodona.
La lucha contra la carestía y el despilfarro es necesariamente cruel. Cuando capturan a un especulador, a un gran
especulador, uno de esos que operan en gran escala, su asunto es claro: lo fusilan.
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La transacción comercial más normal es a menudo castigada con severidad. Todo comercio, cualquiera que sea, es
calificado de especulación y prohibido por la ley.
No obstante, en Petrogrado se hace la vista gorda con un
comercio de alimentos y pequeños objetos, que se practica,
pintorescamente, en todas las esquinas de las calles. Incluso en Moscú, este comercio existe abiertamente, pues es solamente por esta tolerancia que se ha podido lograr que el
campesino llevase víveres a la ciudad.
Se tratan también muchos negocios clandestinos entre
compradores y vendedores que se conocen. Todos los que
pueden, suplen por este procedimiento la insuficiencia de
las raciones legales.
Además, todas las estaciones en que el tren hace alto, son
otros tantos mercados libres.
Hemos encontrado, en cada alto, una multitud de campesinos que esperaban el paso de los trenes para vender leche,
huevos, manzanas, pan y otras cosas más. Los viajeros saltan
de los vagones y acumulan paquetes.
Un huevo, una manzana, cuestan trescientos rublos. Los
campesinos tienen aspecto de bien alimentados, y no me pareció tuviesen peor aspecto que en 1914. Según toda probabilidad, son ahora más prósperos que antes. Tienen más tierras
que no tenían entonces; se han desembarazado de los propietarios. Ningún intento para derribar el gobierno de los soviets
recibirá su apoyo, pues están convencidos de que, mientras
se mantenga este gobierno, no se introducirá ningún cambio en el nuevo estado de cosas, y esta situación les conviene.
Esto, no obstante, no les impide resistirse a los guardias
rojos cuando vienen a hacerse entregar víveres a precio de
racionamiento. Llega a darse el caso de que algunas fuerzas
rojas, cuando son insuficientes, son atacadas y exterminadas.
Son incidentes que, aumentados por la prensa de nuestros
países, se transforman en insurrecciones campesinas contra
los bolcheviques.
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la rusia soviética en 1920
En realidad, no hay tal insurrección. Los campesinos se
instalan cómodamente en el nuevo régimen…
Todas las clases sociales excepto los campesinos se hallan
en estado de profunda indigencia. El sistema industrial, basado sobre el crédito, que aseguraba la producción de objetos de primera necesidad, se ha derrumbado. Roto este mecanismo, el otro que hasta ahora se ha ensayado para sustituirle no ha dado buenos resultados, de tal modo que en ninguna parte se encuentran objetos manufacturados nuevos.
Lo único que se encuentra aún en cantidad casi suficiente son cigarrillos y cerillas. Las cerillas son más abundantes
hoy en Rusia que lo eran en Inglaterra en 1917, y la cerilla del
Estado soviético es muy buena.
Pero en lo que respecta a cuellos de camisa, corbatas, lazos para zapatos, trapos, cobertores, cucharas, tenedores,
mercería y vajilla de uso corriente, todo eso no hay quien lo
encuentre. No se puede sustituir una taza o un vaso rotos sin
laboriosas búsquedas y recurrir al mercado negro.
En el viaje de Petrogrado a Moscú, nos habían dado plazas en un coche-cama de lujo. Pero en el vagón no había jarros ni vasos ni, a decir verdad, un solo accesorio de los habituales. Todo había desaparecido.
La mayor parte de personas que uno encuentra tienen a
primera vista el aspecto de mal afeitadas. Pensábamos si atribuir a apatía esta aparente negligencia, pero tuvimos la clave del enigma cuando un amigo nos informó por casualidad,
en el curso de una conversación, de que, desde hacía un año,
estaba utilizando la misma hoja de afeitar.
Las drogas y medicamentos faltan también totalmente. No
se puede tomar nada contra un constipado o un dolor de cabeza. De aquí se sigue que las pequeñas indisposiciones degeneren fácilmente en enfermedades graves.
Casi todas las personas que hemos visto nos han parecido
hallarse incómodas o con una salud precaria. Un individuo
alerta y sano es una rara avis en esta atmósfera de desolación,
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bajo este régimen de privaciones continuas. Si alguien cae
realmente enfermo, su situación se hace siniestra.
Mi hijo visitó un día el gran hospital de Obuchovskaya.
Sus condiciones son, me dijo, deplorables. Todo falta. La mitad de las camas está inutilizada por la imposibilidad de cuidar, en absoluto, a otros enfermos, si fuesen admitidos en él
todos los que lo están. Los reconstituyentes no existen, a menos que, por milagro, la familia del enfermo consiga procurárselo del extranjero.
Sólo se hacen operaciones quirúrgicas una vez a la semana, me dijo el doctor Federov, y aún cuando se pueden tomar las disposiciones necesarias. Los demás días, el enfermo
debe esperar.
El arte, la literatura, la ciencia, todos los refinamientos,
todo el mecanismo social, en una palabra, todo lo que nosotros entendemos por civilización, se encuentra comprometido.
Durante cierto tiempo de la revolución, el teatro fue el elemento más estable de la cultura rusa. Los teatros estaban allí.
Nadie tuvo la idea de saquearlos ni destruirlos. Los artistas
tenían la costumbre de reunirse en ellos para trabajar, y continuaron haciendo lo mismo que en el pasado. Ni siquiera les
retiraron la subvención oficial que es de tradición en Rusia.
Así, cosa inaudita, la vida dramática y lírica atravesó, sin
detenerse, las tormentas más violentas, y continúa aún a la
hora actual.
En Petrogrado se dan—hemos podido darnos cuenta
—más de cuarenta representaciones teatrales todas las noches. Hemos comprobado que lo mismo se hace en Moscú
aproximadamente.
Oímos cantar a Chaliapin, el más grande actor y cantante,
en El barbero de Sevilla y en Kovantchina. Los músicos de la
admirable orquesta llevaban trajes dispares, pero al menos
el director lucía un buen traje negro y corbata blanca. Asistimos a una representación de Sadko: vimos a Monachov en el
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la rusia soviética en 1920
Tsarevitch Alexei, y en Otelo, en que hacía el papel de Iago.
La señora Andreievna (la señora Gorky) representaba el papel de Desdémona.
Mientras uno miraba a la escena podía imaginarse que
nada había cambiado en Rusia. Pero cuando, al caer el telón,
uno se volvía de cara al público, no se podía olvidar la revolución. No se veían ya brillantes uniformes, ni trajes de noche
en los palcos y en las butacas de orquesta. El auditorio era
una masa informe de gente, la misma en todas las localidades,
atentos, de buen humor, correctos, pero con ropas raídas.
Las localidades son asignadas por sorteo y son generalmente gratuitas.
Para una representación, las localidades son, por ejemplo,
distribuidas gratis tal día a los sindicatos, otro día a los soldados del ejército rojo y a sus familias; el tercer día a los niños de las escuelas, y así siguiendo.
Se practica no obstante un cierto comercio de billetes de
teatro, pero es extrarreglamentario.
Yo había oído cantar a Chaliapin en Londres, pero no había vuelto a encontrarle. En Petrogrado trabamos conocimiento con él por fin. Comimos en su casa aquel día, y vimos
la alegría que reina en su hogar.
Tiene dos hijos, casi adultos, de un primer matrimonio, y
dos niñas pequeñas que hablan un inglés afectado y correcto. La menor de ellas danza maravillosamente. Chaliapin es
sin duda una de las figuras más curiosas de la Rusia actual.
Es el prototipo del artista magnífico, consciente de su valor,
que desafía todos los poderes.
Se niega en redondo a cantar si no le pagan. Le dan, se
dice, doscientos mil rublos por representación, lo cual equivale a casi setecientos cincuenta francos. Cuando se hace demasiado difícil aprovisionarse en el mercado, insiste en que
se le pague en harina, en huevos o cosas del mismo género.
Le dan todo lo que exige, porque Chaliapin en huelga dejaría
un vacío demasiado sombrío en la vida teatral de Petrogrado.
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