LAURO, Inés Urdinez Y Lauro arrancó nomás. No podía esperar. El día anterior, ni bien se enteró que su hija lo iba a convertir en abuelo en seis meses, se fue corriendo a la terminal de Ómnibus de Allen, sacó pasaje para el día siguiente (destino Morón) y armó su mochila-mochilera. Visitó a su hermana Emilia, una loca pero muy loca, de esas que te divierten, para contarle la nueva, la cual instintivamente se puso a tejer “de color blanco y amarillo, hasta saber cuál es el sexo” decía a los gritos, por la sordera mientras Lauro asentía y ni se mosqueaba en hablar tanto porque si no inmediatamente después de sus palabras venía un “¡¡¡¿Qué?!!!” gigante. Y ahí estaba Lauro en la Terminal de Ómnibus de Allen, recibiendo por fin al micro que le hizo comer como dos horas de retraso. “Micro de mierda” decía Lauro, dos veces frenó por problemas técnicos, además de frenar constantemente en todo pueblo que apareciera. Bien lechero resultó el guacho. La primera de las veces que frenó por “temitas con el motor” fue llegando a Casa de Piedra, ahí al toque desde donde arrancó. Lo único que pudo hacer en esa hora y media fue salir a tomar un poco de aire ya que el desierto patagónico lo envolvía. La segunda vez que frenaron fue en Santa Rosa, donde bajó al kiosco y se compró uno de miga y una mineral. Dos horas después, bocina, todos a bordo nuevamente. Para Lauro era como si viajara solo, cero tacto con el alrededor, estaba enajenado en su mundo, empeñado en llegar. Ni se percató de la vieja bastante mona que tenía al lado. Ya el “micro de mierda” como repetía Lauro para sí una y otra vez estaba arriba de la autopista y la ansiedad lo envolvía más y más. Sentía un ardor en los órganos, en los 21. Los dedos de ambas manos se entrelazaron con fuerza. Los hombros rígidos y la mirada bien concentrada en el paisaje que no veía. Una pierna que se movía, de adentro hacia afuera produciendo un tiqui tiqui. Ya más cerca y para matar la ansiedad le pidió al chofer el celular para hablar con su hija: “Hola Celina, sólo escuchá, no hables que no es mi teléfono...del chofer... ¡del chofer!... bueno no importa de quién es, escuchame... no, Celina, no hablé´ que le gasto al hombre... claro, escuchame en una hora má´ o meno´ estoy, no te vaya´, esperame por favor, soy papá, chau”. Y cortó. La gente lo miraba con simpatía, sólo una niña se permitió soltar la risa de las maniobras que hacía con el teléfono. Lauro, indiferente, volvió a su asiento y se instaló automáticamente en la ansiedad. Se ven techos, terrazas, quilombo. El conurbano empieza a ser paisaje, las bocinas músicas y los frenazos movimiento. Falta poco. O así parece.