Cecilia Scalisi-De padre a hija

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Cecilia Scalisi
De padre a hija
Cartas de Alberto Ginastera a su hija Georgina.
Editorial Sudamericana. Buenos Aires 2012.
Era noviembre de 1965. Hacía apenas cuatro años que se
había erigido el muro que dividía la ciudad de Berlín, esa
abominable "cortina de hierro" que durante largas décadas
quebró al mundo en dos partes. Desde Occidente atravesábamos con mis padres la Alemania comunista —la
antigua República Democrática Alemana— en tren con
destino a Berlín Oeste, donde, por una invitación de la
Ford Foundation, mi padre debía cumplir en principio una
estadía de medio año en el marco de un programa para
artistas. A medida que íbamos adentrándonos en la Alemania del Este, todo se nos tornaba más ajeno y amenazador: la crudeza del frío, el idioma indescifrable, el paisaje
más inhóspito. Ya desde el comienzo del viaje, papá se
sintió un tanto perturbado. En el tren nos decía que venían "los comunistas", que los uniformes rusos lo intimidaban y los ruidos desconocidos lo ponían en estado de
alerta. Estaba paranoico. Yo, mientras tanto, miraba
desapasionadamente el suceder de esas imágenes desoladoras, desmesuradas y extravagantes a la vez.
Los norteamericanos no querían abandonar la Berlín del
sector occidental, pues era precisamente en ese abstracto
campo de batalla donde se libraban —mucho más que en
ninguna otra trinchera— las silenciosas contiendas de la
Guerra Fría, no sólo las veladas disputas políticas y militares sino, sobre todo, las sinuosas luchas ideológicas. El
objetivo de la Ford Foundation (la institución original cuyo
programa luego pasó a manos alemanas con el nombre de
DAAD —Deutscher Akademischer Austauschdienst—) era
marcar una presencia con un centro de cultura occidental
al lado del muro, una suerte de estandarte, una declaración de principios con figuras que iban a dar testimonio
durante una temporada en la ciudad. No había un encargo
de composición concreto, sino sólo la condición de permanecer seis meses al frente de ese delgado límite.
En cuanto llegamos a Berlín, recibimos una casa que nos
habían asignado, muy próxima al muro que nos separaba
de la zona soviética. Ninguno de los tres tenía la menor
idea de lo que eran el frío, la nieve, la impiedad del clima
berlinés. No sabíamos lo que era palear la nieve para poder
salir o entrar a la casa. No comprendíamos nada de ese
mundo tan extraño que nos rodeaba con sigilo. Viví esa
primera experiencia con una gran desilusión, pues llegaba
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a Europa por primera vez con el imaginario romántico de
las postales parisinas y nada de eso coincidía con la Berlín
del '65.
A su vez, mi padre fue agudizando esa paranoia que había
comenzado a manifestarse en el viaje, de tal manera que
llegada la noche ya no podía ni dormir. Aseguraba escuchar las ametralladoras al otro lado del muro y la sola idea
de que había personas queriendo huir desesperadamente
lo perseguía con angustia. No sé si lo que él escuchaba era
realmente cierto, pero se sentía aterrado y oprimido como
un prisionero. A los pocos días, resolvió que nos mudáramos al Kempinski, el hotel más importante de Berlín
Oeste, donde se alojaban las grandes personalidades y
estrellas del cine y la música que llegaban a la capital.
En ese período, papá concluyó su Concerto per corde,
asistimos a algunas ejecuciones musicales, entre ellas el
estreno berlinés de su Concierto para piano N° 1, con Hilde
Somer como solista en la emblemática Filarmónica de
Berlín, y con mi madre, mientras tanto, aprovechamos
para recorrer los museos. Fuimos a conocer la famosa
Nefertiti, acompañadas por Jeannette Arata de Erize
(presidente del Mozarteum Argentino), quien estaba allí
por entonces y se sumó a la excursión. Debimos cruzar el
muro por Checkpoint-Charlie, el control de documentos en
la línea de frontera entre los dos sectores de Berlín, donde
todavía se apostaban, frente a frente, los tanques rusos y
norteamericanos. Entretanto, mi padre no logró superar el
profundo rechazo por la Berlín de esa época. Decidió que
ya no podíamos permanecer en Alemania y la estadía finalmente duró unas pocas semanas.
Cerca de las Fiestas, una prima que vivía en Francia, Silvia
De Toro, nos invitó a pasar la Navidad en París. Emprendimos con cierta frustración el viaje con dirección al oeste.
Llegamos a París y nos hospedamos en un hotel al lado de
"L'Opéra Garnier". Mis padres tomaron una habitación
grande y a mí me destinaron a una pequeña —todavía la
recuerdo—, con forma alargada, rematando en una ventana con balconcito en uno de sus ángulos. Apenas entré,
me dirigí ansiosa hacia la ventana, la abrí como quien
desenvuelve el papel de un regalo con el que ha soñado
durante mucho tiempo y de pronto sentí cómo mis ojos se
iluminaban con una emoción diferente. Las cúpulas de
París... Tan dulce fue el suspiro al encontrarme con tanta
belleza. Ese día me sentí dichosa. Todo había cambiado
súbitamente, el aire, los colores, la luz.
En esos días conocí a Emilio García Giralt, un médico
argentino que vivía allí, amigo de mi prima. Nos pusimos
de novios y en unas pocas semanas llegó la hora de regresar a Buenos Aires. Todo sucedió muy rápido. Lo único
que anhelaba fervientemente en aquel momento era quedarme a vivir en París. En esa época, algo así estaba muy
mal visto, de modo que regresamos a Buenos Aires, me
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casé con Emilio en 1966 y sólo entonces pude volver a
Francia. Mi padre no estaba de acuerdo con la decisión, le
parecía que yo era demasiado joven, que el matrimonio era
apresurado, que debía tomarme el tiempo de conocerlo
mejor. Trató de disuadirme de muchas formas. Mi madre,
en cambio, fue optimista y me apoyó desde el comienzo. A
ella no le preocupaba el matrimonio en sí, sino más bien la
posibilidad de vivir una experiencia europea.
Hasta poco antes del viaje a Berlín yo estaba estudiando
Filosofía en Buenos Aires. Con mi padre ya habíamos
tenido un primer desencuentro: yo quería estudiar en la
Universidad Nacional, pero él prefería la Católica. Rendí
entonces el examen de ingreso en la Universidad Católica,
tal como él lo quiso, pero en cuanto hicieron un viaje a los
Estados Unidos, en lugar de irme de vacaciones ese verano, aproveché el tiempo y me inscribí en el curso de
ingreso de dos meses en la Nacional. Cuando regresó, se
encontró con el fait accompli y comenzaron las discusiones
entre nosotros. Él me decía: "¡Te van a hacer estudiar a los
existencialistas, Georgina! ¡Y lo que vos tenés que aprender es Santo Tomás!". Pero allí me quedé. Me corté el pelo
bien cortito y durante todo un año me vestí siempre de
negro, como Juliette Gréco.
Cuando llegué a París, esa etapa había terminado. Quise
retomar mis estudios de Filosofía en la Sorbona y concurrí
a las cátedras aunque mis conocimientos del francés no
eran suficientes para seguir las clases y las lecturas.
Empecé entonces con el estudio del idioma y al concluir
ese primer curso, me inscribí en una beca donde me
orientaron hacia el teatro, una disciplina en la que el nivel
de francés no era tan exigente y podía recibir una formación artística. Convencida de que iba por un buen camino,
me inicié en el teatro casi por azar. Ingresé a un grupo de
becarios con gente que venía de todas partes del mundo:
había griegos, africanos, latinoamericanos. La beca duró
dos años y el teatro se apoderó de mí apasionadamente.
En el ínterín, mientras viví sumergida en la bohemia parisina de finales de los sesenta, habían sucedido dos
hechos familiares: el primero, mi separación. Yo pertenecía a un mundo diferente al de Emilio, y convertirme en
la señora madre y ama de casa no era mi proyecto por ese
momento, aunque sí lo sería diez años más tarde. Y poco
tiempo después, la separación de mis padres. Aquella
pareja formidable que había comenzado en la temprana
juventud de ambos, que había compartido años felices y
había sido capaz de fundirse en una simbiosis única que
dio por resultado la Cantata para América mágica, había
llegado a su fin.
Si algo me habían inculcado ellos era la búsqueda de la
libertad y la felicidad. Esa bandera que los había inspirado
a lo largo de su vida juntos no podía más que ayudarme a
comprender que si el matrimonio ya no era feliz, no había
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otra solución posible. Tuve la fortuna de estar lejos durante esos años y evitarme el sufrimiento de un lento
desgaste sin remedio. De alguna manera, mi independencia de ellos había comenzado en aquel viaje a Berlín.
Mientras desde la ventana del tren miraba desapasionadamente el suceder de las desoladoras imágenes, algo me
decía que era hora de empezar un camino propio. Luego,
París fue el sueño y la justificación para ese impulso que
seguí obstinadamente.
Al cabo de unos años, sentí que la etapa parisina había
concluído y opté entonces por irme a Nueva York, donde se
repitió el mismo obstáculo con el idioma. En Washington
encontré a mi padre preparando los ensayos para el estreno de su ópera Beatrix Cenci, pero nuestro encuentro
fue una experiencia amarga. La relación extraordinaria
que yo había tenido con él en el pasado ya no era la misma.
Para esa época, su éxito era impresionante y estaba con
Aurora, su nueva mujer, desde hacía tiempo. Vivían juntos
en Ginebra desde el '70 y nos habíamos frecuentado
bastante durante mi último año en Europa. Yo los visitaba
en Suiza y ellos iban a encontrarme a París.
A los pocos meses, desencantada con el intento norteamericano en Washington y Nueva York, decidí que había
llegado la hora de volver definitivamente a Buenos Aires.
Corría el año 1971 y fue entonces cuando comenzaron
estas cartas de padre a hija.
Ginebra, 27 de octubre de 1971
Querida Georgy:
Me alegró mucho tu carta por su franqueza y por la solución
que le has encontrado: volver a Buenos Aires.
Me entristeció un poco el saber que no la pasaste bien en
Washington. Yo creo que en la vida hay que estar constantemente balanceando lo bueno y lo malo pues ni de lo
uno ni de lo otro llegarás a librarte. Si piensas que pudiste
ver algo nuevo acerca de cosas que no conocías y si sos
capaz de entender el enlace de las circunstancias y si de
todo eso algo queda, el problema no es Washington ni la
experiencia de Beatriz. El problema está dentro de uno
mismo y nosotros, inconscientes o egoístas, tratamos de
desviarlo. Yo creo que la solución está en poder ver, en
quitarse tal vez la venda que uno voluntariamente conserva
delante de sus ojos. Que uno sea capaz de ver por su propia
cuenta o con ayuda del vecino, poco importa. ¡La cuestión
es ver! ¡Y ver a tiempo! Pues de lo contrario, la vida sigue
inexorablemente su tranquilo ritmo y ahí te perdés si no
seguís con una cadencia. En fin, me alegro de todo corazón
de tu decisión y espero nuevas noticias tuyas. Yo estoy
reiniciando el trabajo y poniendo un poco de orden en todo
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lo que tengo atrasado. Aurora tocó en Kassel la Sinfonía
Concertante de Prokofieff con mucho éxito. Ahora prepara
Schumann y Hindemith para el próximo mes.
Yo te mando ésta a New York pues ya creo que pasarás el
cumpleaños allí.
Un gran beso y un feliz cumpleaños de papi.
La vida siempre ha seguido su inexorable ritmo. Quizá por
eso nunca me interesé por el pasado, ese tiempo inalterable que ya había sido vivido. No he renegado de él, pero
su esencia fugaz me ha sido demasiado esquiva. Demasiado inexacta y definitiva, a pesar de la memoria, que fue
mutando sus vidriosos contornos a capricho de los recuerdos. Ajeno a mi espíritu, todo pretérito se esfumaba en
el resplandor de lo futuro, una rutilante luz inclinándome
impaciente hacia adelante. Hoy son vagas las imágenes
como lejanos los momentos. Sin embargo, a estas cartas
que ya habían sido escritas, leídas y releídas en su contexto verdadero les debo la razón de este reencuentro que,
aunque parezca un sueño o una fantasía, es como un
espejo que me devuelve todo ese tiempo que ya he vivido.
Ginebra, 29 de agosto de 1972
Querida Georgy:
Unas breves palabras. Me alegra mucho lo que me cuentas
del teatro y tus ensayos. ¿Qué obra están preparando?
Supongo que seguirás informada del movimiento teatral
europeo y si te interesa, cuando vea algún artículo bueno
sobre algo nuevo puedo mandártelo. En Zurich, Ronconi
puso una pieza de Klissty los espectadores tendrían que
haber viajado por el lago en botes alrededor de un escenario flotante. A último momento la policía no lo permitió y se
daba igual al aire libre pero con escenario fijo. Su próximo
trabajo será la Orestíada para Belgrado, creo.
Bueno Georgy, escribe y cuéntame también tus opiniones
sobre la situación política actual. Aquí por las noticias periodísticas y por lo que se ve en la televisión, parecería que
es muy seria.
Un abrazo muy fuerte de papi
Había terminado esos dos años de la beca de teatro en
París con la firme idea de dedicarme a la dirección. En
Francia había tenido la oportunidad de vivir el comienzo de
Patrice Chéreau y la profunda revolución cultural que dejó
como herencia el Mayo del 68, y el gran éxito de Jorge
Lavelli, con quien además había hecho un stage muy
productivo. También había trabajado como actriz con
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Víctor García y había visto las primeras obras de Ariane
Mnouchkine, de Luca Ronconi, de Robert Wilson, todos
ellos grandes régisseurs de teatro en la actualidad. Al
llegar a Buenos Aires, comencé con La lección de anatomía,
dirigida por Carlos Mathus. Él quería trabajar con un
método psicoanalítico llamado "análisis transaccional",
algo que pronto pasó de moda. Y yo, por mi parte, traía la
experiencia de Europa con las técnicas nuevas que estaban usándose en París. No había un guión definido, de
modo que arrancamos con improvisaciones. Trabajamos
durante un año antes del estreno e hicimos La lección...
por primera vez en un congreso de psicoanálisis.
Ginebra, 28 de enero de 1973
Querida Georgy:
Aunque no he recibido respuesta a mi última carta, espero
que la hayas recibido. ¿Cómo fue el estreno? Estoy ansioso
por tener noticias. Yo, como siempre, con un gran trabajo,
tratando de finalizar el Piano Concerto. Estos días estuve
alargando el aria final de Beatrix pues encontraba que
podía ser más extensa. Para poder trabajar unos días más,
salimos el próximo domingo a New York y el siete a El
Salvador, y luego a partir del veinticinco otra vez New York.
Me gustaría que en tu próxima carta me cuentes algo acerca
de las próximas elecciones y de tus simpatías políticas. Por
lo poco que yo puedo leer aquí, me parece que todo es muy
confuso, con diez candidatos a la presidencia. Como te
había prometido en mi última cartita, te mando un regalo.
Espero pronto noticias tuyas, te abraza
Papi
New York, 26 de febrero de 1973
Querida Georgy:
En San Salvador todo fue muy bien, con muchas distinciones y atenciones. Creo que era la primera vez que iba un
compositor de nuestra época y mis conferencias tuvieron
mucho éxito. También mis obras, entre ellas el Cello Concerto, que tocó Aurora. En New York estoy terminando el
arreglo de la última aria de Beatrix que la alargué para
sacarle las partes habladas y la orquestación del segundo
Piano Concerto que se estrena el mes próximo, así que aún
estaré por lo menos una semana encerrado.
Cuando llegué me encontré tu última carta en la que me
sugieres que viaje a Buenos Aires. Me gustaría mucho ir
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pero tenemos que esperar las elecciones, no sea que por ahí
vuelva "el que te dije" y luego yo no pueda salir.
Además, se piensan hacer estos últimos meses seis grabaciones de mis últimas obras y yo me he comprometido a
supervisar la grabación. Desde que dejé el Di Telia, sólo
poseo el fruto de mi trabajo, de manera que debo promover
al máximo mis obras, escribiendo o tratando de que se
ejecuten o graben. El proyecto es luego presentar esas
obras en un álbum. Esto abarcará seguramente marzo,
abril y mayo. La grabación se haría con diferentes orquestas y conjuntos.
Yo en una carta te había sugerido que Alex me hiciera una
visita. En cuanto a ti, no te dejes atrapar por la "depre".
Cuando te vengan los malos humores, piensa que siempre
hay alguien que está peor que vos por una u otra razón. Yo
pensaba en eso los otros días, pues conocí a un grupo de
jóvenes argentinos que están en El Salvador dando clases y
representando. Son muy buenos y entusiastas. Se llaman
Once al Sur y pusieron durante el festival La valija, obra
bien armada y muy porteña. Y yo apreciaba el esfuerzo
sobrehumano que tienen que hacer para subsistir.
Vos tenés también un refugio en el teatro, como yo lo tuve
toda mi vida en la música. Y eso ya es mucho. Nos llena
cuando estamos vacíos y nos acompaña cuando nos sentimos solos. Espero prontito una carta tuya con comentarios
políticos (tu posición en este caso concreto), que ya te había
reclamado y aún no lo has hecho.
Un fuerte abrazo de papi
Su temor de volver a Buenos Aires en ese año estaba
fundado en experiencias amargas que le habían dejado
una marca en su memoria con la Argentina. La primera de
ellas había ocurrido en agosto de 1945, cuando fue despedido como profesor del Liceo Militar, donde dictaba
clases desde 1941. Originalmente, un grupo de docentes
políticamente activo —se llamaban demócratas y se declaraban "antiperonistas"— había iniciado una protesta
contra el gobierno de Farrell por una serie de acontecimientos que terminaron en la muerte de un estudiante. La
protesta concluyó con el despido de esos docentes, entre
los cuales se destacaban Juan José Castro, Francisco
Romero y Vicente Fatone. Un segundo grupo —del cual mi
padre formó parte— manifestó su repudio ante la expulsión de los colegas y el episodio desembocó en la exoneración de diecisiete profesores. Mediante una declaración
mi padre reivindicó su posición antiperonista y explicó que
estaba siendo exonerado "por defender los principios de la
libertad y la democracia". Era un hombre valiente. Como
hija y con la distancia que pone el tiempo, siento cada vez
más profunda mi admiración por su coraje.
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Lo reincorporaron oficialmente seis meses más tarde. Pero
él ya no quiso volver y decidió que era el momento político
para alejarse del país. Aprovechó entonces la beca Guggenheim para instalarse en los Estados Unidos (que le
había sido otorgada varios años antes, en 1942, pero la
había pospuesto esperando el final de la Segunda Guerra).
En diciembre del 45 nos fuimos con toda la familia, en
barco, a vivir a Nueva York. Nos instalamos en el Bronx. Yo
era muy chica todavía, tenía sólo un año, y no me quedaron recuerdos del barco ni de la vida de esos años. Sí
conservo la idea de que en un momento determinado mis
abuelos maternos fueron a buscarnos a mi hermano Alex y
a mí para traernos de regreso a Buenos Aires, pues mi
padre había obtenido una extensión de su beca por otros
seis meses en Nueva York hasta marzo de 1947. Había
trabado una amistad que duró toda la vida con quien fuera
su mentor en los Estados Unidos, Aaron Copland; recibía
numerosos encargos para nuevas composiciones y se estrenaban obras suyas en importantes instituciones, como
el Festival de Tanglewood, donde fue estudiante por unos
meses, o en la Orquesta de la NBC, dirigida por el eminente Erich Kleiber, que ejecutó su ballet Panambí. En ese
primer viaje a los Estados Unidos había establecido
además el contacto con los editores de Boosey & Hawkes,
sobre todo a partir de la posterior edición de sus Variaciones concertantes para orquesta de cámara —obra encargada por la Asociación de Amigos de la Música de
Buenos Aires—, que rápidamente se convirtió en una
composición fundamental (estrenada en Buenos Aires en
1953 bajo la dirección del célebre Igor Markevitch, quien
más tarde la incorporó a un curso de dirección orquestal
en el Mozarteum de Salzburgo). El vínculo con Boosey &
Hawkes fue esencial para su obra y perdura desde aquellos años hasta hoy.
Tras regresar a la Argentina, en el año '48 y junto a un
grupo de destacados profesores (entre ellos el querido
maestro clavecinista Adalberto Tortorella, quien luego se
convirtió en un amigo entrañable para mí) fundó en La
Plata el Conservatorio de Música y Arte Escénico de la
provincia de Buenos Aires, siendo mi padre director y
titular de una de las cátedras más importantes. El motivo
de esa segunda experiencia amarga tuvo que ver con la
denominación del instituto musical. Las autoridades políticas le impusieron a su conservatorio el nombre de Eva
Perón, a lo cual él se opuso y, sin que mediara un hecho
desencadenante ni una manifestación pública, volvieron a
exonerarlo nuevamente "por antiperonista" en 1952. El
golpe resultó más duro esa vez pues, al provocar la pérdida
de las cátedras, que eran su principal sustento, el hecho
nos sumió en una inmerecida penuria económica. Sufrimos la situación y fue mi abuelo Ginastera quien dio el
apoyo para sostener a mi padre y su familia. Allí se convenció de que la salida sólo podía encontrarse fuera de la
Argentina. Se concentró entonces en su carrera internacional: comenzó a ganar concursos de prestigio y a recibir
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significativos encargos en el exterior. Sus obras comenzaron a ser publicadas, programadas y ejecutadas cada
vez con mayor asiduidad en importantes centros extranjeros —como lo fue su Pampeana N° 3 para orquesta, escogida para la celebración del festival de Música Contemporánea de Estocolmo en 1956—, hasta convertirse
muchas de ellas en piezas de repertorio estable. De modo
que mientras la Argentina peronista lo expulsaba del país,
el mundo lo consagraba entre los más brillantes y originales creadores de música culta.
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Luego, con la Revolución Libertadora, mi padre fue restituido en carácter de interventor en el Conservatorio Provincial de La Plata en 1956 (puesto al que renunció dos años más tarde), y designado por concurso profesor titular de la Universidad platense, donde permaneció desde el '58 hasta el '62, cuando aceptó la
dirección del Di Telia, la que asumió efectivamente en 1963. Recién cuando cayó el
peronismo y llegó Frondizi, empezó una etapa de euforia para él. Se sentía ligado a
los ideales de Frondizi y a la perspectiva de que la Argentina despuntara como un
gran país. A partir de allí, todo comenzó a prosperar para él. Primero, en 1958, fue
nombrado decano y profesor en la Facultad de Música de la Universidad Católica;
más tarde, en 1962, fue designado al frente del CLAEM —centro Latinoamericano
de Altos Estudios Musicales del Instituto Di Telia—, un organismo pionero en la
experimentación, fundado por iniciativa de mi padre, que muy pronto adquirió
prestigio y proyección internacional; tenía además sus alumnos privados y su
carrera en el exterior era cada vez más brillante. Esos años, al comienzo de la
década de los sesenta, representaron una época plena y feliz.
En 1967, cuando yo aún vivía en París, sucedió el episodio de Bomarzo: la prohibición mediante un decreto de representar su ópera programada en el Teatro Colón,
como estreno local, durante el gobierno de Onganía. El decreto de prohibición fue
fechado el 14 de julio de 1967 con la firma del intendente Schettini y de Cirilo
Grassi Díaz, director del Colón en ese momento, pronunciándose en defensa de una
indeclinable "tutela de los intereses de la moral", frente a "la referencia obsesiva al
sexo, la violencia y la alucinación". Un caso que, por lo arbitrario y abusivo, se
erigió como ícono de la censura en la Argentina y que para mi padre entrañó una
ruptura irreconciliable. El caso había comenzado con un informe del ingeniero
Alvaro Alsogaray, por entonces embajador argentino en los Estados Unidos, quien
luego de asistir al estreno mundial de la obra en Washington y ofrecer en la residencia oficial una grandiosa fiesta en nombre del Estado argentino en honor a los
artistas, redactó un informe titulado "Bomarzo Affair" que escandalizó a las autoridades políticas en el país. Manucho (Manuel Mujica Lainez), que para esa fecha
estaba en Río de Janeiro, recibió absorto la noticia en el exterior, y mi padre, indignado con una resolución tan ridícula, le envió un telegrama a Manucho anunciándole: "Bomarzo prohibido por tener relaciones con una osa", en alusión al
símbolo heráldico de los Orsini y a la torpeza de los burócratas involucrados.
Ninguno de los dos podía salir del asombro. Sin embargo, con el paso de los días, la
actitud fue diferenciándolos. Mientras Manucho tomaba el hecho de manera irónica y hasta llegaba a divertirse con la censura —pues incluso se beneficiaba
ampliamente de esa publicidad que en cuestión de semanas convirtió a su novela
en un verdadero best-seller—, para mi padre, no había lugar posible para la mordacidad. El asunto era demasiado doloroso y se lo tomaba de manera drástica. De
hecho, a raíz de la censura decidió retirar todas sus demás obras del Colón hasta
tanto repusieran Bomarzo, lo cual sucedió, luego de cinco años y del estreno de la
obra en Nueva York, Los Angeles, Kiel y Zurich, recién en 1972, bajo la dirección de
Antonio Tauriello, con la puesta y el reparto de la producción de Washington. A
partir de Bomarzo en él se instaló definitivamente una sensación de exilio forzado.
Pienso que había logrado superar las dos primeras situaciones porque las calificaba de persecución política y al menos así tenían algún extraño viso de sentido,
lograba canalizarlas reaccionando positivamente y encontrando el mejor camino
para su desarrollo artístico. Lo de Bomarzo, en cambio, no tenía justificación, era la
irracionalidad total. Mi padre era católico al extremo, creía en Dios y en la religión,
pero tenía un principio fundamental: el arte debe ser libre e independiente de la
moral. No era un ser insensible, ni tampoco una persona que se tomaba la vida con
sarcasmos. Todo dejaba huellas hondas en su corazón y este último hecho le había
abierto una herida incurable que marcó un antes y un después en su relación con
la Argentina para el resto de su vida.
Ginebra, 2 de abril 1973
Querida Georgy:
Aquí, una vez más de vuelta a Ginebra, después de más de dos meses de ausencia.
Estuve en Indianápolis, donde Hilde Somer estrenó con gran éxito mi Segundo
Concierto para Piano. Es una obra que creo te gustará. Tuvo críticas fabulosas y me
llaman el "Toro salvaje de las Pampas". No está mal. Haber estrenado esta obra
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después de seis años, de muchas cosas que me sucedieron, es algo así como liberarse de un fantasma que te persiguió durante mucho tiempo. Pero supongo que el
catalán que hay dentro de mí triunfó y hoy la obra está terminada e inicia su vida
propia hacia la eternidad, así Dios lo quiera.
Mañana salimos nuevamente de gira. Tenemos conciertos en Estocolmo y Alemania,
y haremos la grabación de mi Cello Concerto en Polonia. No recuerdo si te conté algo
en mi última carta sobre Beatrix. El estreno en New York fue magnífico y todos los
artistas te mandan saludos, entre ellos Ernesto González y Juan Canas que te recuerdan especialmente. Todos estuvieron magníficos con Julius Rudel a la cabeza y
la producción me gustó más que la de Washington pues se suprimió casi todo el cine.
Como siempre, la parte "sexy" es la que más influenció a los críticos del New York
Times, que comparaba la obra con películas prohibidas, etc. etc. En verdad, la puesta
era más fuerte, con tres chicas y dos muchachos completamente desnudos en la
escena de la alucinación.
Hace tiempo que no tengo noticias tuyas. ¿Cómo van tus cosas con el nuevo panorama político? Las noticias que yo recibo es que están todos a la expectativa. Yo ya
comencé un nuevo cuarteto, esperando lanzarme hacia las nuevas obras grandes
que me esperan, entre ellas una nueva ópera. Esperando siempre unas líneas tuyas.
Te abraza fuerte tu papi.
Para mi padre, la obra concluida iniciaba una vida propia, se desprendía del autor
y de su voluntad y seguía un camino, decía él, "hacia la eternidad". A una inmortalidad atada a la esencia de la obra de arte, a esos valores que la resguardan
intacta en el tiempo puro y absoluto de su belleza. ¿Cuál es en todo caso el éxito en
el derrotero de una vida propia y verdadera? Cuando después de cien años o de un
tiempo incontable, la obra siga encontrando a la muchedumbre en el fervor del
aplauso. Creo que, en el fondo, todo artista persigue un infinito en el cual sobrevivir, una idea capaz de revelar todos los sentidos en un mismo instante. Gustav
Mahler decía que cuando escuchaba música, escuchaba también a menudo ciertas
respuestas a sus preguntas y entonces todo le quedaba claro. O que en realidad le
quedaba claro que ya no había más preguntas.
De las obras que compuso mi padre, creo que será Estancia el emblema de esa
eternidad con la que él soñaba, la punta de lanza que abrirá para siempre el camino
a sus hermanas: las Variaciones concertantes, el Concierto para arpa, su obra para
piano... En cambio, de gran parte de sus composiciones europeas, él apenas vivió el
efímero furor de los estrenos, pero no la ardua sobrevida hacia esa anhelada inmortalidad.
Ginebra, 29 de mayo de 1973
Querida Georgy:
Por fin recibí carta tuya con todas las críticas y fotos. Me alegra que les haya ido bien
con el estreno y pienso que si la obra causó impacto en el público y en la crítica por la
novedad de su concepción, seguirá teniendo éxito. Para mí sigue siendo difícil entender una obra de arte que parte de un principio formal totalmente aleatorio. Creo
que la improvisación puede jugar un rol importante en el desarrollo de la obra pero
siempre pienso que lo que queda a través de los siglos se debe a un pensamiento
trascendente que gobierna la creación. Y eso lo vemos en los griegos, en Shakespeare, en Beckett por no citar sino autores dramáticos. Es claro que las experiencias
son necesarias y a veces sirven, como en este caso, para romper con el aburrimiento
y la rutina de un medio determinado. Como ves, yo estoy dentro de otra mecánica.
Me interesa y practico la experiencia pero siempre a través del creador. Me gustaría
mucho conocer la manera que usan ustedes para expresar la obra sin que circunstancias transitorias, como por ejemplo el mal humor de un actor, una huelga que
impide la asistencia o cosas parecidas, dificulten una concentración que yo creo
imprescindible. Si tienes tiempo, escríbeme sobre esto. ¿Cuál es tu opinión sobre la
actualidad política? Como ves, tendrás que escribir una larga carta.
Te abraza fuerte tu papi
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Además de crear música, a mi padre le apasionaban las teorías sobre el arte que le
daban sustento a su desarrollo como compositor. Exponía e intercambiaba sus
fundamentos con un interlocutor —ya sea con sus alumnos, un músico, un profesor colega o bien con mi madre, quien fue la gran compañera de sus aventuras
intelectuales—, dejando entrever que sus conceptos eran el producto de horas de
elucubración en torno a tópicos que ansiaba definir. Entre sus ideas rectoras he
mencionado ya la independencia de la obra de arte. El sostenía que las obras, en
cualquiera de sus expresiones, son como hijos inmateriales que deben desprenderse (aunque el padre en un principio se aferre a ellos para darles la vida), en
busca de un destino propio, cuya primordial ambición es siempre la inmortalidad.
Luego es enigmático e impredecible ese destino. La historia abunda en casos de lo
más disímiles, de obras que desde su nacimiento y sin interrupciones en su predestinación, fueron amadas y reconocidas en la inherente riqueza de sus valores,
como el Don Giovanni de Mozart, tanto como otras, de imponentes valores universales, fueron desafortunadas por un tiempo en que, inextricablemente, un
manto de olvido las cubrió ante la indiferencia de generaciones incontables, tal el
caso de La Pasión según San Mateo de Johann Sebastian Bach, por nombrar como
ejemplo el más sólido monumento de la humanidad a la música de Occidente; y así,
por la misma perplejidad del porvenir, tantas óperas de Handel, creaciones sublimes que fueron bendecidas por el éxito y la fama en su surgimiento, quedaron
enterradas postreramente en el abandono de varios siglos.
Mi padre reiteraba a menudo sus ideas en torno a esa ambición de inmortalidad y
ligaba a ella la vocación de trascendencia, es decir, la voluntad no sólo de sobrevivir
sino de trascender en el sentido de alumbrar una extensión más allá de los propios
límites de su tiempo. Hablaba también de la dedicación en el arte, de la entrega
total a la música comprendida como un apostolado, una misión a lo largo de la
vida. Una misión enaltecedora que no concede espacio a las veleidades de los diletantes, de los frívolos amateurs que la denigran dedicándose a ella en sus ratos de
ocio, en los recreos del esparcimiento, como si se tratara de un adorno hueco e
insignificante. Según la convicción que abrigaba desde su juventud, cuando vislumbró en la música un llamamiento para el resto de su vida y advirtió que su
inteligencia estaba dotada de un excepcional talento para ella, reivindicaba la idea
de que quienes sienten en la música una vocación auténtica —en cualquiera de sus
formas así como en su caso fue la composición, pero en otros los instrumentos, la
dirección, el canto y el estudio del arte musical— no deben más que consagrarse a
ella con la integridad del cuerpo y del alma. Tenía una frase de cantinela: "No se
puede ser un compositor de weekend". Era inconcebible en su rigor la alternativa,
tal se le había planteado en su juventud (cuando mi abuelo le impuso el estudio de
perito mercantil), de poner a la música en el lugar de un pasatiempo ligero, mientras estudiaba, ejercía y vivía de cualquier otra profesión. Era digno de descrédito
ese papel para quien amara la música visceralmente.
Recuerdo otro de sus conceptos rectores, atinente a la inspiración y la disciplina.
Toda obra de arte está erigida sobre el esfuerzo de una inteligencia personal, es un
producto cuya belleza consiste en una estructura de leyes propias con un orden
interior que semeja, engañosamente, haber sido concebido de manera absoluta y
espontánea, lejos de la voluntad del hombre. La composición musical —decía mi
padre— es el producto de un empeñoso trabajo de concentración, de "un pensamiento trascendente", tal lo enuncia en esta última carta, y no de un arrebatado
impromptu que desciende, antojadizo, como un prodigio divino desde algún nimbo
centelleante y se convierte en un don, un inefable rapto de inspiración y claridad.
Igor Stravinsky formuló algo equivalente. No recuerdo al detalle sus palabras pero
sí el sentido de que si la inspiración es un fenómeno que en verdad existe, "cuando
ésta llegue —decía— que me encuentre trabajando". Siempre el trabajo, portador
de esa llama que nunca enciende por sí misma, sino al servicio de una misión
invocada exclusivamente por el hombre.
Ginebra, 30 de junio de 1973
Querida Georgy:
Estuve esperando hasta hoy, fin de mes, para escribirte con la esperanza de recibir
unas líneas tuyas. Tu última carta fue la del mes de abril en la que enviabas los
comentarios de la obra que ustedes habían estrenado. Yo no tengo novedades. El
segundo PIANO CONCERTO se estrenó aquí con mucho éxito con Hilde Somery la Orquesta de la Suisse Romande. Ahora estoy terminando mi TERCER CUARTETO.
Los acontecimientos de Buenos Aires me tienen precupado y quisiera tener noticias
tuyas. Por favor escribe, aunque sea algunas líneas tuyas.
Cariños y abrazos de papi
Transcurrieron diez años entre sus dos conciertos para piano, un abismo, una
década tumultuosa en la que mi padre vivió cambios significativos dentro de su
carrera y de su vida, cambios que quedaron cifrados en cada una sus creaciones.
Este segundo concierto que le llevó un arduo tiempo concluir, pertenece a una
tercera y última etapa suya, iniciada en Europa, en la que intencionalmente se
alejó de su identidad original y decidió inscribirse en un camino estético diferente,
ajeno, que a mi manera intuitiva de ver las cosas, fue debilitándolo y entristeciéndolo hasta la insatisfacción. A diferencia del primer concierto, que le surgió de
un impulso claro y poderoso por el cual logró concluirlo sin altibajos en apenas
unos pocos meses, este segundo concierto no le era tan afín, creo yo que le resultaba artificial, excesivamente distante, a causa de ese destierro fundamental
que había elegido para su arte. Debo admitir que nunca comprendí ese segundo
concierto. Nunca pude escucharlo en vivo pues hoy en día ya no se lo ejecuta. Lo
conozco sólo de grabaciones que han aumentado en mí la distancia de su intrincado lenguaje. El Concierto N°l, en cambio, su opus 28, es una obra luminosa,
perfecta y auténtica, en la que retoma la misma estructura, extendida para orquesta, que había empleado en su primera Sonata para piano y donde reúne las características reconocibles de su personalidad musical. También esa sonata, una de
sus más brillantes composiciones, está entre mis predilectas dentro de su obra
pianística, al lado de las tempranas Danzas argentinas —ampliamente frecuentadas por Daniel Barenboim, Martha Argerich y tantos otros pianistas que las
incluyeron en sus repertorios—, un epítome franco y efectivo de su estilo y de su
fuerza expresiva.
De chica recuerdo el estreno del primer concierto en Buenos Aires, que fue en el
año '62, luego de la premiére mundial en Washington un año antes, casi en simultáneo con la Cantata para América mágica, en un festival de música contemporánea que significó una verdadera consagración para papá. El solista —con
quien se había cerrado un acuerdo por el cual tuvo la exclusividad de la obra durante un año—, fue el joven brasileño Joáo Carlos Martins, de San Pablo, que por
entonces tenía veintidós años y un gran futuro por delante, apenas inaugurando
una deslumbrante carrera que había iniciado como niño prodigio. Joáo Carlos
venía a casa para trabajar la obra con papá, repasaban juntos al piano los pasajes
más complejos y repetían con insistencia, como suelen estudiar los músicos, sobre
todo los pianistas, aquellos fragmentos que representan importantes dificultades
técnicas, entre ambas manos o en los encuentros con la orquesta a altas velocidades, de modo que conozco cada frase de esta obra, como si me fueran propias,
como si cada una de ellas hubiese surgido de mi inventiva, en uno de esos sueños
que se poblaban con los reiterados acordes de mi padre, mientras yo dormía y él,
junto a mí, componía su música a lo largo de la noche.
Luego de los estrenos, Joáo Carlos —convertido en una figura descollante del piano
en esa época, sobre todo como virtuoso intérprete de Bach que llegó a cumplir la
epopeya de grabar la obra completa del maestro de Eisenach en un período de diez
años— siguió llevando el primer concierto para piano por diversas salas a lo largo
de la década del sesenta, hasta que su desgraciada suerte lo alejó de la música por
una dolorosa e irreparable afección física, que más tarde lo llevó a la parálisis total
de su mano derecha. Se hizo banquero y amasó una gran fortuna en el mundo de
los negocios, fue manager de box, empresario de la construcción y hasta funcionario político en el ámbito de la cultura, pero la nostalgia de su pasado musical lo
impulsó una y otra vez a concretar los más increíbles comebacks de la historia del
piano. El nombre de Joáo Carlos Martins —su vida milagrosa, sus extraordinarias
metamorfosis y cambios de rumbo, sus audaces vueltas a los escenarios y la colosal
energía con que desafió a lo largo de su historia los retos impuestos por el destino—
nunca dejó de estar asociado a esta magnífica obra de mi padre que quedó arraigada en mí, queridísima, desde su nacimiento.
Pía Sebastiani fue de las primeras pianistas que difundieron ésta y otras obras de
papá. Más tarde hubo otros que también ejecutaron a menudo ese primer concierto, como la argentina Dora de Marinis y la japonesa Atsuko Zeta, que lo toca con
un color peculiar, o la norteamericana Bárbara Nissman, a quien papá conoció en
1970 en un festival universitario, mientras ella estudiaba esta obra para presentarla en público, atraída por los marcados contrastes, los acentos, el ritmo, la
energía desbordante y los atrevidos efectos orquestales de la composición. Bárbara
cuenta que en los ensayos, mi padre aparentaba escuchar el concierto por primera
vez, sorprendido, pues habiendo transcurrido diez años desde su creación, poco y
nada recordaba de sus propias ideas. Nació una linda amistad entre ellos. Bárbara
siempre estuvo ligada a su obra, interpretando no sólo este primer concierto, sino
también el segundo y reestrenando, en un tiempo reciente —diciembre de 2011—,
aquella temprana, breve y cándida composición titulada Concierto argentino, para
piano y pequeña orquesta, sin número de opus. En 1976, Bárbara volvió a encontrarse con mi padre, ya en Ginebra, por la misma obra con la que se conocieron,
ejecutada en homenaje a los sesenta años de papá, y en ese momento él prometió
componer un concierto para piano especialmente dedicado a ella.
En los años '70 también introdujo en su repertorio el concierto Luis Ascot, amigo
por demás entrañable y pianista favorito para esta composición. En él siento la
interpretación entregada al máximo de sí, siento que se apropia de las notas y del
sentido, mientras que en las versiones de otros artistas, igualmente excelentes,
percibo reticencia, distancia y, tal vez, un cierto temor a tanta obstinación. Luis me
hizo notar que, a diferencia de la mayoría de las composiciones de sus contemporáneos (obras que quedaron demasiado fixé, frías y atadas a una época), el
lenguaje musical de mi padre logró universalizarse sin dejar de ser, a la vez, una
expresión del siglo XX; que su música se universalizó en ese sentido y en el sentido
de superar lo meramente latinoamericano. A través de este concierto, comprendí
con mayor claridad esa explicación de mi padre respecto de que "la composición es
la construcción de una arquitectura desarrollada en el tiempo", pues desde el inicio
puedo ir siguiendo, a través de la búsqueda en los distintos instrumentos hasta el
apoteósico final —esa deslumbrante Toccata concertata que le inspiró a Emerson
Lake & Palmer una endiablada versión de rock—, cómo las ideas van tomando
forma, cobrando cuerpo y erigiéndose en el gran edificio sonoro que es un concierto
con orquesta.
Luis trabajó la obra con mi padre, muy próximo, porque viviendo él también en
Ginebra fue una de las personas que más lo frecuentó en sus últimos años. Cuenta
que una vez le consultó a papá acerca uno de los fragmentos técnicamente más
difíciles de este concierto y que él le respondió: "La solución es muy fácil. Lo modificás y lo tocás sin esa complicación". Azorado, y pensando en los demás pianistas que se enloquecían estudiando la dificultad de ese pasaje, exclamó: "¡¿Pero
qué harán todos los demás?!". "Que ellos lo toquen como puedan...", concluyó, con
una contestación sorprendente. Los relatos de Luis Ascot alimentaron la imagen
que me ha quedado de papá en el tramo final de su vida, pues tanto las anécdotas
como las conversaciones que mantuvieron contándose sus pensamientos y maneras de ver las cosas rescataron para mí mucho de aquellos días.
Mallorca, 28 de julio de 1973
Querida Georgy:
Estuve esperando hasta este fin de semana una carta tuya que no llegó. No entiendo
tu largo silencio y estoy preocupado. Leo diariamente sobre lo que sucede allí y eso
me preocupa aun más, pues supongo que el ambiente intelectual no estará del todo
de acuerdo con las soluciones que se proponen. Yo había recibido una propuesta
para ser profesor en un curso de verano, pero al final quedó para el año próximo. Era
un curso para jóvenes compositores. Entonces nos decidimos a parar unos días en
este lugar en el que estuvimos ya el año pasado. Estamos —Aurora y yo— realmente
agotados y nos espera una temporada de mucho trabajo. Escribe a Ginebra pues a
mediados de agosto ya estaremos allí. Yo aprovecho este veraneo para terminar mi
Tercer cuarteto de cuerdas y la concreción de varias obras atrasadas. Ayer envié a
Londres corregida una obra cuyas pruebas me habían llegado en 1967. ¡Siete años
de atraso...!
Escribe, abrazos de papi
Ginebra, 30 de agosto de 1973
Querida Georgy:
Por fin recibí tu carta que estaba deseando leer. ¿Me dices que me habrá sorprendido
tu telegrama de casamiento? Sorpresa no es la palabra, pues lo repentino de la
noticia y la recepción desesperada del cable me desconcertaron y me dejaron petrificado. Yo te confieso que me sentía preocupado por ti, por tu soledad y estaba en lo
cierto, pues me confiesas que él ha llenado todo un vacío en tu vida. Mejor así y si es
posible que nunca haya roces, pues sucede entonces algo similar al problema de la
erosión que imperceptiblemente todo deteriora. Como en aquel cuento de Buzzatti
que por sacar un clavo o algo así todo un castillo se derrumba.
Saber que ahora estás casada y feliz, que ves el porvenir con optimismo, me llena de
satisfacción pues siempre tu vida fue para mí motivo de inquietud y de desvelo, por
eso te deseo toda clase de felicidades. Tanto Aurora como yo lamentamos no haber
estado en la fiesta, pues te hubiéramos dado nuestro regalo con un gran beso.
Escríbeme pronto y cuéntame sobre la fiesta, el viaje de bodas y tus futuros proyectos.
Muchos besos y un gran abrazo. Cariños de papi
Esa decisión la tomé mucho mejor que otras. Mejor, por ejemplo, que la idea de
irme a los Estados Unidos en el '71 y trabajar en el Kennedy Center. Era algo
atractivo pero complicado porque no dominaba bien el inglés y era muy riguroso el
sistema de las visas de trabajo. Lo sentí como una etapa difícil. Duró poco, no más
de unos seis meses. La decisión de dejarlo todo, en cambio, se dio en mí con absoluta claridad. Había hecho La lección de anatomía durante casi tres años y en ese
tiempo había conocido a Osvaldo Herrera, con quien luego me casé y fue más tarde
el padre de mis dos hijos. Durante nuestro noviazgo, él me acompañaba a La lección
de anatomía y no se hacía problemas con el ambiente de teatro. Siempre me defendió y me apoyó con amor en todas mis elecciones. También cuando llegó el
momento en que quise dejar esa vida, estar tranquila y formar una familia con él.
Muchas veces me propusieron volver a hacer algunas obras y todo era interesante
pero yo ya había cambiado y nunca más quise volver al teatro.
Lo veo a la distancia y comprendo el sentimiento que impulsó mi determinación, la
necesidad imperiosa, irremediable, de estar todavía a tiempo, y el porqué de una
triste frase —que había leído de Alma Mahler anotada en su famoso libro diario—:
"Nada ha florecido en mí. Ni mi talento, ni mi juventud, ni mi belleza". Esa triste
frase reverberaba en mis oídos como una advertencia.
Ginebra, 30 de noviembre de 1973
Querida Georgy:
Acabamos de recibir tu preciosa participación que te agradecemos mucho. Estoy
seguro que ahora tu vida cambió, que te encuentras feliz y acompañada. Te sentirás
ya definitivamente segura de ti misma para enfrentar el futuro con alegría y optimismo. Estoy preocupado por la situación económica en Europa. El panorama es
bastante desastroso y llena de inquietud a todos los países. Yo no sé si eso ya se
nota en la Argentina, pero 1974 será un año de gran recesión económica y desocupación. Y lo primero que sufre es el arte y dentro de él, la música. El único país
que hacía encargos es USA y vos ves cómo está su economía con el dólar por el suelo.
Si a esto le añades la tremenda inflación mundial, el panorama es más que inquietante. Por las noticias que recibo, el quehacer cultural está desorganizado. Yo temo
por las instituciones oficiales, como el Colón y las orquestas, puesto que una vez que
se rompe el ritmo y se relaja la calidad, es muy difícil rehacerlas y son necesarios
años de trabajo para volver a afinarlas. ¿Cómo va la situación política?
Yo sigo trabajando mucho y América cada vez me interesa más. Terminé hace poco
mi tercer Cuarteto de cuerdas con voz de soprano y textos de Juan Ramón Jiménez,
maravillosos, García Lorca y Rafael Alberti: el poema de Rafael a quien vi cuando
estuvimos en Italia, es un desolado y violento canto a un soldado muerto en la guerra
española. Esta obra se estrenará en febrero por la soprano Benita Valente, joven
pero famosa, y el célebre Cuarteto Juilliard. Las noticias que recibo de los ensayos
son fabulosas. Se estrenará en Dallas.
Ahora escribo una Serenata para cello, barítono y conjunto de cámara con textos de
Neruda. Se estrenará en enero en el Lincoln Center. Con Aurora, Justino Díaz (el
conde Cenci, ¿te acordás?) y el Chamber Group bajo mi dirección. ¿Qué te parece?
Además tengo una pieza para flauta Puneña (pienso en el lugar en donde lo mataron
al Che) y una "piano folk music" en homenaje a Rubinstein sobre zambas y malambos. Luego vendrán las grandes Turbas para la pasión de Cristo para solos,
coros y orquestas. Lástima que el día tenga sólo veinticuatro horas...
Les enviamos todo nuestro cariño, te abraza tu papi
Con los cuartetos de cuerdas sucedió algo similar que con los conciertos de piano.
Mientras adoro el primer cuarteto y otras de sus anteriores piezas de cámara, como
las Pampeanas para violín y para cello, todas interpretadas con regular periodicidad, me es extraña esta obra que nunca escuché en vivo y a la que mi padre se
dedicaba con ahínco en 1973, el tercer cuarteto de cuerdas, pieza que corrió la misma suerte que la mayoría de las composiciones de ese período y que luego de estrenada prácticamente no volvió a oírse. El Concierto para arpa, siendo en cambio
una de las obras que más se tocan, me es también ajeno por otros motivos, porque
si bien lo he escuchado un par de veces y siempre me ha parecido excepcional,
nunca he tomado contacto con sus intérpretes, quienes en buena medida son los
que me acercan con mayor profundidad y conocimiento a la música.
Es verdad que el oído es un sentido de la costumbre y tiende por ello a formar su
gusto y su afecto inclinándose siempre favorable hacia aquello que ha frecuentado
y le resulta familiar. Aun con el ánimo de desafiar esa regla, no he logrado escapar
de ella y al cabo de los intentos, debo aceptar el hecho de que también mi oído se ha
comportado así. Creo que la música de mi padre tiene una vocación por la representación, es una música que anhela la sala de concierto y la puesta en el escenario
potenciándose como un espectáculo sugestivo y fascinante. Siento que su música
es una obra visual porque algo del mensaje se completa con plenitud en la imagen
y en la acción. Es una pena para mí, pero nunca escuché la interpretación de estos
versos, este "desolado y violento canto", como lo llamó mi padre.
Yace el soldado. El bosque baja a llorar por
él cada mañana
Yace el soldado. Vino a preguntar por él
un arroyuelo
Morir al sol, morir, viéndolo arriba, cortado
el resplandor en los cristales rotos de una
ventana sola, temeroso su marco de
encuadrar una frente abatida, unos ojos
espantados, un grito... (...)
Yace el soldado. Un perro solo ladra por él
furiosamente.
Rafael Alberti
Ginebra, 10 de mayo de 1974
Querida Georgina:
Estuve reflexionando acerca de tu carta y te contaré mi experiencia, pero la experiencia se tiene cuando uno llega al otro lado de la parábola de la vida y lo pasado no
puede rehacerse. Yo puedo ahora darte un consejo cuando un hijo tuyo vaya a
cumplir 18 años y haya terminado sus estudios secundarios, en ese justo momento
debe comenzar su responsabilidad civil y personal. Debe trabajar para ayudarse en
sus estudios. Debe fortalecerse en la lucha diaria como lo hizo mi padre y como lo
hice yo. Cuando tenía 18 años ya daba lecciones en mi casa: Universidad 844 y
trataba desesperadamente de conseguir una cátedra. Y mientras terminaba el
conservatorio, escribía música para cine y componía ya las obras que más tarde me
harían famoso: las Danzas argentinas, la Canción al árbol del olvido, etc. No es que
los padres deban ser severos e inflexibles pero deben orientar a los hijos. Yo vivía
entonces en Barracas e iba a todas partes en tranvía. Y era muy feliz. Acuérdate de
estas palabras mías para educar a tus hijos.
Me gustó mucho tu cita de las Bienaventuranzas en un texto al que yo quisiera ponerle música. Creo que César Frank lo hizo en el siglo pasado. En estos momentos
estoy escribiendo Las Turbas para la Pasión Gregoriana. Habrá dos sacerdotes
benedictinos que cantarán en gregoriano para los papeles del Evangelista y de Jesús
y luego el gran coro incluyendo niños y la orquesta para las turbas. La novedad de
esta obra es que contrariamente a la Pasión Medieval o del Renacimiento que hacían
de esta parte del Evangelio una cosa sombría y de duelo, la concibo como la transformación de un rey en un Dios. Comienza con la entrada solemne en Jerusalén
("Hosana filia David, Rex Israel") y termina con el anuncio de la resurrección (el Señor
ha resucitado). Por ahora me está saliendo bárbara. En cambio, para mi cuarta
ópera, creo que dejaré Barrabás para más adelante y tomaré Yerma, pues la gran
soprano Beverly Sills —que creo que vos conociste— quisiera cantar una opera mía.
¿Viste la producción catalana que parece sensacional con una gran actriz? En todo
caso, mándame tus impresiones sobre Yerma. Yo creo que puede ser un magnífico
tema.
Te envío todo mi cariño y un fuerte abrazo.
Tu papi
En los años que vivió en Europa, mi padre se sentía solo. Tenía su música. Tenía
amigos y una gran actividad, pero también una tremenda nostalgia, sin esa familia
que había tenido en el pasado, extrañando a la Argentina desesperadamente.
Siempre se mantuvo informado de la situación política de su país, pero en sus
cartas había un reclamo constante hacia mí, que no le escribía con la frecuencia
que él deseaba, y también hacia la Argentina, de la cual esperaba penosamente
algo. Sentía el peso de la soledad. Me reclamaba que lo atendiera, que le escribiera
más a menudo. Y yo empezaba a pensar en formar una familia, en tener hijos y
crearme mi lugar en el mundo. Él quería que le contara del panorama político y de
mis ideas, y yo estaba ocupada viviendo el deber de mi propia vida, encaminándome en una nueva Buenos Aires que no era la misma que había dejado a los veinte
años.
Nada de eso me resultaba fácil y el tiempo era para mí un tiempo distinto al de mi
padre. El suyo, era el lánguido tiempo de la espera, el de los padres velando por los
hijos. Y el mío, el de la construcción, el arrogante tiempo de la juventud, el que está
próximo pero es inasible. El tiempo que aún no se percata de términos ni de desenlaces.
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