EL SUEÑO DEL CELTA

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[Y ahora, una confesión] Aunque me cuesta mucho trabajo y me
hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la
amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me
ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años
construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa
imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida,
que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que
germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar
convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia (...)
Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en
gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta
propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y
exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer
arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin
matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una
experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan
plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días,
semanas y meses, sin cesar. [La última vez que he sentido esto ha
sido con mi novela, “El sueño del celta”]
Elogio de la lectura y la ficción
EL SUEÑO DEL CELTA
A diferencia de La Chorrera, donde lo habían escondido en un
almacén, en Occidente el cepo estaba en el centro mismo del
descampado alrededor del cual se hallaban las viviendas y
depósitos. Roger pidió a los ayudantes de Fidel Velarde que lo
metieran dentro de ese aparato de tortura. Quería saber qué se
sentía en esa jaula estrecha. Rodríguez y Acosta dudaron, pero
como Juan Tizón lo autorizó, indicaron a Casement que se
encogiera y, empujándolo con sus manos, lo acuñaron dentro del
cepo. Fue imposible cerrarle las maderas que sujetaban piernas y
brazos, porque tenía las extremidades demasiado gruesas, de
manera que se limitaron a juntarlas. Pero pudieron abrocharle las
agarraderas del cuello, que, sin ahogarlo del todo, le impedían casi
respirar. Sentía un dolor vivísimo en el cuerpo y le pareció
imposible que un ser humano resistiera horas esa postura y esa
presión en espalda, estómago, pecho, piernas, cuello y brazos.
Cuando salió, antes de recuperar el movimiento, tuvo que
apoyarse un buen rato en el hombro de Louis Barnes.
- ¿Por qué tipo de faltas meten a los indios al cepo?- preguntó
en la noche al jefe de Occidente.
Fidel Velarde era un mestizo algo rollizo, con un gran bigote
de foca y unos ojos grandes y saltones. Llevaba un sombrero alón,
botas altas y un cinturón lleno de balas.
- Cuando cometen faltas gravísimas – explicó, remoloneando
en cada frase. Cuando matan a sus hijos, desfiguran a sus mujeres
en una borrachera o cometen robos y no quieren confesar dónde
han escondido lo que se robaron. No usamos el cepo muy seguido.
Sólo rara vez. Los indios de aquí se portan bien, en general.
Lo decía con un tonito entre risueño y burlón, mirando de
uno en uno a los Comisionados con una mirada fija y despectiva,
que parecía estar diciéndoles “Me veo obligado a decir estas cosas
pero, por favor, no me las crean”. Su actitud mostraba tal
suficiencia y desprecio sobre el resto de los seres humanos que
Roger Casement trataba de imaginar el miedo paralizante que
debía inspirar el matonesco personaje a los indígenas, con su
pistola al cinto, su carabina al hombro y su cinturón lleno de balas.
Poco después, uno de los cinco barbadenses de Occidente testificó
ante la Comisión que él había visto, una noche de borrachera, a
Fidel Velarde y a Alfredo Montt, entonces jefe de la estación
Último Retiro, apostar quién cortaba más rápido y limpiamente la
oreja de un huitoto castigado en el cepo. Velarde consiguió
desorejar al indígena de un solo tajo de su machete, pero Montt,
que estaba ebrio perdido y le temblaban las manos, en vez de
sacarle la otra oreja le descerrajó el machetazo en pleno cráneo.
Al terminar esta sesión, Seymour Bell tuvo una crisis. Confesó a sus
compañeros que no podía más. Le faltaba la voz y tenía los ojos
llorosos e inyectados. Ya habían visto y oído bastante para saber
que aquí reinaba la barbarie más atroz. No tenía sentido seguir
investigando en este mundo de inhumanidad y crueldades
psicópatas. Propuso que pusieran fin al viaje y retornaran a
Inglaterra de inmediato.
Roger repuso que no se opondría a que los demás partieran.
Pero él permanecería en el Putumayo, de acuerdo al plan previsto,
visitando algunas estaciones más. Quería que su informe fuera
prolijo y documentado, para que tuviera más efecto. Les recordó
que todos estos crímenes los cometía una compañía británica, en
cuyo Directorio figuraban personalidades inglesas, y que los
accionistas de la Peruvian Amazon Company estaban llenándose los
bolsillos con lo que aquí ocurría. Había que poner fin a ese
escándalo y sancionar a los culpables. Para conseguirlo, su informe
debía ser exhaustivo y contundente. Sus razones convencieron a
los demás, incluido el desmoralizado Seymour Bell.
Para sacudirse la impresión que les había dejado a todos
aquella apuesta de Fidel Velarde y Alfredo Montt, decidieron
tomarse un día de descanso. A la mañana siguiente, en vez de
proseguir con las entrevistas y averiguaciones, fueron a bañarse en
el río. Pasaron muchas horas cazando mariposas con una red
mientras el botánico Walter Fol. Exploraba el bosque en busca de
orquídeas. Mariposas y orquídeas abundaban en la zona tanto como
los mosquitos y los murciélagos que venían en las noches, en sus
vuelos silentes, a morder a los perros, gallinas y caballos de la
estación, contagiándoles a veces la rabia, lo que obligaba a
matarlos y quemarlos para evitar una epidemia.
Casement y sus compañeros quedaron maravillados por la
variedad, tamaño y belleza de las mariposas que revoloteaban por
las cercanías del río. Las había de todas las formas y colores y sus
aleteos gráciles y las manchas de luz que despedían cuando se
posaban en alguna hoja o planta parecían encandilar el aire con
notas de delicadeza, un desagravio contra esa fealdad moral que
descubrían a cada paso, como si no hubiera fondo en esta tierra
desgraciada para la maldad, la codicia y el dolor.
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