PERSEVERANCIA Y FIDELIDAD “Antología de textos”. F. Fdez. Carvajal. Pag. 1139 Edic. Palabra. Novena Edición. La fidelidad es, como dice Santo Tomás, “cumplir exactamente lo prometido, conformando de este modo las palabras con los hechos”. Es fiel el que guarda la palabra dada. La perseverancia está íntimamente unida a la fidelidad y, frecuentemente, se confunde con ella. La perseverancia inclina al hombre a luchar hasta el fin, sin ceder al cansancio, al desánimo, o a cualquier tentación que pueda presentarse. La perseverancia se distingue de la longanimidad en que ésta se refiere más bien al “comienzo”, mientras que aquella se refiere a la “continuación” del camino ya emprendido, a pesar de los obstáculos que vayan surgiendo. Lanzarse a una empresa de larga y difícil realización es propio de la longanimidad; permanecer en el camino ya emprendido, día tras día, sin desfallecer, es propio de la perseverancia y de la fidelidad. El hombre debe ser fiel a sí mismo, a lo mejor que Dios ha puesto en él, a los demás, y a los compromisos adquiridos con Dios. Singular relieve adquieren estos compromisos, cuando la iniciativa no ha partido del hombre sino de Dios mismo. Es el caso de la fidelidad a la vocación recibida de Dios, al camino que con grandeza de ánimo se comprendió un día, porque así lo pedía el Señor. Siendo fieles y perseverantes nos asemejamos a Dios, que es Dios de lealtad, rico en amor y fidelidad, fiel en todas sus palabras, y su fidelidad permanece para siempre. Quienes son fieles le agradan, y el varón fiel será muy alabado. El que sea fiel hasta la muerte, recibirá la corona de la vida. El Señor nos habla con frecuencia de la fidelidad a lo largo del Evangelio: nos pone como ejemplo al siervo fiel y prudente, al criado bueno y leal en lo pequeño, al administrador fiel, etc. La idea de la fidelidad penetra tan hondo dentro del cristiano que el título de fieles bastará para designar a los discípulos de Cristo. A la perseverancia se opone la inconstancia, que inclina a desistir fácilmente de la práctica del bien o del camino emprendido, al surgir las dificultades y tentaciones. También se opone a esas virtudes la pertinacia o terquedad. Es el vicio del que se obstina en no ceder en la opinión cuando lo razonable (a los ojos de Dios) sería hacerlo, o continuar un camino cuando el conjunto de circunstancias y el consejo prudente muestran claramente que es equivocado o inconveniente para él. La fidelidad a la propia vocación es una gracia especial de la misericordia divina, que no niega nunca, pero, como todas las gracias, exige también no desechar los medios que Dios ha puesto a nuestro alcance. Entre los obstáculos más frecuentes que se oponen a la perseverancia fiel está, en primer lugar, la soberbia, que oscurece el fundamento mismo de la fidelidad y debilita la voluntad para luchar contra las dificultades y tentaciones. Sin humildad, la perseverancia se torna endeble y quebradiza. Otras veces, será el propio ambiente el que dificulte la lealtad a los compromisos contraídos, la conducta de personas que tendrían que ser ejemplares y no lo son y, por eso mismo, parecen querer dar a entender que el ser fiel no es un valor fundamental de la persona. En otras ocasiones, los obstáculos pueden tener su origen en el descuido de la lucha en lo pequeño. El mismo Señor nos ha dicho: Quien es fiel en lo pequeño, también lo es en lo grande. El cristiano que cumple la ley de la abstinencia o del ayuno eucarístico; el que guarda con naturalidad los sentidos; el marido leal con su esposa en los pequeños incidentes de la vida diaria, etc.; ésos están en camino de ser fieles cuando sus compromisos requieran un auténtico heroísmo. La fidelidad hasta el final de la vida, es la fidelidad en lo pequeño de cada jornada y del saber recomenzar de nuevo cuando por fragilidad hubo algún descamino. Perseverar en la propia vocación es responder a las llamadas que Dios hace a lo largo de una vida, aunque no falten obstáculos y dificultades y, a veces, incidentes aislados de cobardía o derrota. El llamamiento de Cristo exige una respuesta firme y continuada y, a la vez, penetrar más profundamente en la grandeza y en las exigencias del propio camino. Así la vocación conservará siempre la alegría y la belleza de los comienzos. Esta virtud de la fidelidad debe informar todas las manifestaciones de la vida del cristiano: relaciones con Dios, con la Iglesia, con el prójimo, en el trabajo, en sus deberes de estado y consigo mismo. Es más, el hombre vive la fidelidad en todas sus formas cuando es fiel a su vocación, y es de su fidelidad a Dios de donde se deduce, y a la que se reduce, la fidelidad a todos sus compromisos verdaderos. Fracasar, pues, en la vocación que Dios ha querido para nosotros es fracasar en todo. Al faltar la fidelidad a Dios, todo queda desunido y roto. Aunque luego Dios, en su misericordia, puede recomponer muchas cosas, si el hombre, humildemente se lo pide. Dios mismo sostiene constantemente nuestra fidelidad, y cuenta siempre con la flaqueza humana, los defectos y las equivocaciones. Está dispuesto a darnos las gracias necesarias para salir adelante siempre, si hay sinceridad de vida y deseos de lucha. Y, ante el aparente fracaso de muchas tentativas, debemos recordar que Dios no pide siempre el éxito, sino el esfuerzo continuado en la lucha, sin dejarse vencer por el desaliento o el pesimismo. De este modo, perseverando con la ayuda de Dios en lo poco de cada día, lograremos oír al final de nuestra vida, con gozosísima dicha, aquellas palabras del Señor: Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor.