Aquellos años La Esfera de los Libros

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José Ramón Pardo
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Aquellos años
del guateque
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Historias y recuerdos
de la generación del tocata
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Introducción
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uve la fortuna de nacer en los años cuarenta y en Gijón, como
quinto hermano de una familia que iba a más. Me crié en Madrid,
donde nacieron mis siguientes cinco hermanos, y en esta ciudad
estudié, crecí, me busqué la vida y me tropecé con la música, que
no fue, ni con mucho, mi primera vocación. Porque de vocaciones
diversas tengo mucho que hablar. He comenzado con la expresión
«tuve la fortuna» porque el nacer en esos años me permitió vivir
en primera persona los grandes cambios que se produjeron en la
segunda mitad del siglo xx. Me refiero a la gran y soterrada rebelión juvenil de la que surgió el rock and roll y lo que genéricamente
llamamos «música pop». De los otros temas, tengo que decir que
la Segunda Guerra Mundial me pilló ya empezada y el final de la
dictadura me encontró maduro.
No estuve en París el mayo del 68. Tampoco en el concierto
de los Beatles en la plaza de toros de Las Ventas. Ni siquiera en el
gran festival hippy de la isla de Wight. Y esto me diferencia de mis
coetáneos, porque prácticamente todos aseguran haber estado en
alguno de estos hitos juveniles de mi generación, cuando no en dos
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o incluso en todos. Cuando uno hace la cuenta, cae en que no había
tantas localidades en los tendidos de la plaza, ni tantos adoquines
que levantar en las calles de París para ver si efectivamente debajo
se encontraba la playa, ni tantos transbordadores para llevarles a la
isla de Wight. Pero a cambio, escuché a los Beatles antes de que el
disco llegara a España, lloré con la muerte de Buddy Holly cuando
era un desconocido en nuestro país, toqué guitarra y bajo en diversos grupos, empecé a estudiar varias carreras, organicé y disfruté
de guateques propios y ajenos, y me fui montando una discoteca,
cuyas primeras piezas compré en un mercadillo de Fráncfort y las
más recientes en las estanterías madrileñas de El Corte Inglés.
En este libro no pienso contarles mi vida, sino la pequeña historia de miles de personas de mi edad que compartimos en aquellos años ilusiones y desengaños, aprobados y suspensos, juegos y
estudios, amores y desamores… En definitiva, la vida. Como crecí
en Madrid, mi experiencia se centrará en las cosas que viví en mi
ciudad, aunque sé, a ciencia cierta, que no se diferencian demasiado
de lo que se hacía en el resto de España. Simplemente cambien el
nombre de la calle, el rótulo del local donde iban a bailar, los grupos
que tocaban en su ciudad
y cualquier detalle geográfico o cronológico que no
se adapte como un guante a sus propias vivencias.
Para que no se pierdan, les cuento que estudié en el colegio de la Sagrada Familia (la Safa en la
expresión popular), de Madrid, hasta los trece años.
Desde los diez, pensé que
mi primera vocación podía
ser el sacerdocio, pero mis
padres, con buen criterio,
me pidieron que cuando
aprobara cuarto de bachilleJugando al fútbol con mis hermanos
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rato y reválida lo habláramos de
nuevo. Llegó el día e ingresé en
el Seminario Conciliar de Madrid, donde me enrolaron en lo
que llamaban «vocaciones tardías». ¿Tardías a los trece años?
El haber llegado tarde me permitió hacer tres cursos en uno
en el primer año y otros dos en
el segundo, que no terminé,
porque comprendí que lo del
sacerdocio no era lo mío. Volví a casa y preparé en jornadas
caseras intensivas las asignaturas de quinto curso, que aprobé,
por libre, en el instituto Ramiro
de Maeztu.
Precisamente mis referencias de estudiante me llevaron
a dos de los mejores focos en
Madrid para introducirse en el
mundo del rock. En la Safa se
celebraba la «revista hablada»
Enlace, donde debutaron casi
todos los grupos del rock madrileño primerizo: Los Estudiantes, Los Relámpagos, Los Sonor, Micky y Los Tonys y hasta
Los Teleko, grupo al que pertenecí. Y en el Ramiro de Maeztu
compartí pupitre, en una clase
de tan solo treinta alumnos, con
Alfonso Sainz e Ignacio Martín
Sequeros, saxofonista y bajo de
Los Pekenikes, y con José Luis
Joe González, teclista y cantan-
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te de Los Pasos. Si sumamos
que en el curso anterior estaba
Pepe Nieto, batería que fue de
Los Pekenikes y posteriormente
brillante compositor de música
para cine, y en el inferior, Lucas
Sainz, guitarrista de Los Pekenikes, comprenderán que me
estaba metiendo, sin querer, en
la boca del lobo: otra vocación
para engrosar mi colección.
Ya en sexto de bachillerato,
y a punto de hacer la reválida
de sexto, me encontré con una
guitarra en casa. Mi hermano
Fernando, que iba un año por
delante de mí y quería ser ingeniero de Telecomunicación,
proyecto que cumplió, se encontró con una de esas convalecencias exageradas de la época. Que
si un soplo en el corazón, que si
un ruido en el pulmón, que
si una hepatitis… Lo cierto es
que te pasabas fácilmente tres
meses en la cama sin nada mejor que hacer que escuchar la
radio —la tele era todavía una
entelequia en mi casa—, leer
como un poseso y, en su caso,
aprender a tocar la guitarra. Le
habían regalado aquel instrumento para hacerle más llevadera la inmovilidad de la cama,
y con la música entró el diablo
en casa.
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nía salida: notario, registrador
de la propiedad, abogado del
Estado... A mí me presumían
buena memoria, por lo que en
el colegio siempre era el encargado de recitar largas poesías.
Y con el arma de la memoria,
no la de las poesías, yo iba para
opositor seguro.
Lo cierto es que aquello no
me gustaba ni mucho ni poco.
Creí que lo mío era ser profesor y me matriculé en Filosofía y Letras, sin dejar por ello
el Derecho. Ya era alumno de
dos facultades, con la ventaja de
que, en el campus de la Complutense, una estaba enfrente
de la otra. El dúo de Fernando
y Antonio —Los Teleko—, por
eso de que ambos estudiaban
la carrera, empezó a fabricarse
las guitarras eléctricas y los amplificadores caseros, porque ni
había dinero para aquellos caprichos ni las tiendas españolas
vendían entonces instrumentos
de cierto nivel.
Un buen día se apuntaron
al concurso Salto a la fama de
TVE, que se emitía desde un
teatro cercano a la calle del General Perón. Era el auditorio del
Fomento de las Artes Españolas, FAE en sus siglas. Decidieron cantar «Greenfields», pero
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Fernando, que siempre se ha
tomado a pecho todo lo que ha
emprendido en la vida, aprendió guitarra. Los demás, en los
ratos que él la soltaba, empezamos a hacer nuestros pinitos.
Nunca fuimos la familia Trapp
ni los Uranga de Mocedades,
pero más o menos podíamos
acompañarnos con las canciones de moda. Recién recuperado Fernando —lo suyo creo que
fue pulmonar— ingresó en la
escuela de telekos y allí se tropezó con Antonio Díaz Borja,
compañero de estudios y de pasión por la música. Formaron
un dúo al estilo del Dinámico,
y como tal actuaron en algunas
fiestas de la universidad o de
agrupaciones culturales.
Con mi hermano en Los Teleko, que así se llamó el grupo,
pasé a estudiar Derecho. Mi familia era mayoritariamente de
ciencias. Padre ingeniero naval,
tres hermanos —Alfredo, Miguel y Gerardo— siguieron sus
pasos, mientras que Fernando
y Ana, la octava de la prole, se
decantaron por Ingeniería de
Telecomunicación. En medio
quedaba yo, pobre infeliz, con
una carrera «mucho más fácil»,
en opinión paterna. Pensaba
—él— que al menos aquello te-
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para eso les faltaba
una voz y un contrabajo. Yo no había tocado un bajo en mi
vida ni tenía una voz
especialmente dotada, pero me apunté
el primero. Al fin y
al cabo me sabía todas las canciones
Los Teleko en el Parque de las Avenidas
que interpretaban
porque asistía a todos sus ensayos, que se producían en nuestra casa, precisamente en la misma habitación en que
dormíamos Fernando y yo. Imagínense una casa con catorce moradores: padre, madre, diez hermanos, un primo de Oviedo, Gerardo
Trapa, que estudiaba Arquitectura, carrera que no se impartía en
la universidad asturiana, y una prima de Gijón, Lucía Álvarez Buylla, que estudiaba Medicina, facultad de la que también carecía la
universidad ovetense. Allí, en una casa de estudiantes vocacionales,
junto a los libros de texto sonaban, a todas horas, las canciones del
dúo devenido en trío con mi incorporación.
Nos hicimos con un orondo contrabajo en una tienda de alquiler de instrumentos, me aprendí como pude mi parte en «Greenfields» y allí fuimos, a por el éxito. El primero que nos frenó fue
el director musical
del programa, que
por cierto presentaba José Luis Uribarri,
con quien luego compartí trabajo y programas en TVE. Nos
obligó a hacer una
prueba, porque aseguraba que todos los
grupos que llegaban
Los Teleko en TVE en marzo de 1961
con un contrabajo lo
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llevaban para hacer bulto y no daban ni una nota en su sitio ni en
su tono. Parece ser que nosotros sí, porque pasamos al concurso…
y naturalmente, no lo ganamos. Pero la semilla ya estaba plantada.
Buscamos un batería y apareció en nuestras vidas Carlos Álvarez
Laorga, Carolo, que era capaz de hacer la percusión golpeando el
asiento de una silla y las tapas de las cacerolas en lugar de los platos
habituales. Como éramos una familia tan numerosa, las cacerolas
eran grandes y las tapas tenían el tamaño reglamentario que se exige a una batería de rock.
Mi cuñado Vicente Hidalgo Schuman, que se había casado con
Lucía, mi hermana mayor, recordó que en el desván de su casa santanderina se conservaba un contrabajo que había sido de su abuelo.
Lo hicimos llegar a Madrid, lo adecentamos, lo pintamos de amarillo claro y así nos quedó menos serio y más rockero. Compramos una
batería de segunda mano y el grupo se puso en marcha. Participamos en todos los festivales habidos y por haber, y llegamos a tocar
en el Palacio de Deportes de Madrid, donde cabían más de quince
mil personas, con un solo amplificador de diez vatios y dos micrófonos. ¡Me imagino cómo sonaría! Pero nos llevamos el segundo
premio y un contrato para grabar en Philips, que era una casa respetable. No llegamos a terminar la grabación porque en el espacio
transcurrido entre el festival, que por cierto habían organizado el
diario Madrid y la emisora Radio España —noviembre de 1961—,
y la fecha prevista para entrar en el
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estudio, Antonio, que era la voz
principal, había dejado el grupo
y su puesto había sido ocupado
por nuestro primo Juan Pardo,
recién llegado de su Mallorca
natal para estudiar también en
Madrid.
Al final comprendimos que
el único que tenía talento, vocación y perseverancia para dedicarse a la música era Juan. Y
quien grabó fue él, que firmó
el disco como «Juan Pardo y su
conjunto», para seguir después
una brillante carrera —Los Pekenikes, Los Brincos, Juan y
Junior, compositor, productor
y solista— durante casi medio
siglo. Nosotros empezamos a
abandonar la música, aunque
formamos grupos satélites con
los que nos divertíamos en fiestas y guateques. Para entonces
Fernando, que también había
terminado la carrera de Telecomunicación, lo había dejado, y
montamos el grupo con Gerardo, el séptimo de mis hermanos, que compartía afición con
nosotros. De todo ello hablaremos en el capítulo dedicado a
la eclosión y multiplicación de
grupos musicales que se produjo en la década de los sesenta.
Volviendo a mi vida, en esos
años comencé a trabajar en la
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revista Control de Publicidad y
Ventas. No como periodista,
sino como especialista en Derecho, aunque no había terminado la carrera. Y allí descubrí una
nueva vocación. Me gustó tanto
que me fui a la Escuela de Periodismo. Cuando quise matricularme me dijeron que había
que hacer antes un examen de
ingreso. Pregunté por el programa del examen y me respondieron que no existía, que
preguntaban lo que querían.
Decidí apuntarme igual, sin saber bien a qué me enfrentaba.
Y aprobé. El examen parecía
pensado para mí: una redacción
más o menos libre y una especie de test basado en cincuenta preguntas de actualidad que,
para un ávido lector de prensa
como yo, resultó fácil. Sorprendido, corrí a matricularme en
Periodismo, aunque ya estaba
a punto de comenzar cuarto de
Derecho y segundo de Filosofía.
¿Creerán los lectores que conseguí la hazaña de aprobar todo de
golpe? Pues no. Decidí que mi
prioridad presencial era Periodismo, porque tampoco había
programa y no sabía ni cómo
ni cuándo ni qué iba a estudiar.
Eran tiempos de bonanza para
la profesión y, terminado el pri-
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mer trimestre, conseguí una plaza en el periódico Madrid, diario de
la tarde, donde me recluí voluntariamente en la sección de talleres
para enterarme desde dentro de cómo funcionaban las tripas de un
periódico.
Al año siguiente me ficharon los del grupo ABC para que me
ocupara de la redacción de la revista Miss, que dirigía Enrique Meneses, un proyecto que surgió de mezclar una fotonovela con una
revista del corazón. La cosa no funcionó y me vi trasladado a Blanco
y Negro, otra revista del mismo grupo, en la que ejercí durante varios
años de redactor jefe de cultura y sociedad. Y sin salir del grupo, recalé luego en Los Domingos de ABC. Reconozco que no admiro mucho la canción, pero siempre recuerdo mis principios profesionales
en Miss cuando escucho a Iván cantando «Fotonovela».
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Tú, para mí, eres la estrella,
un corazón a todo color.
Es nuestra vida
una dulce mentira,
cuentos tiernos,
inventos que inventas tú.
Vuela con tu fotonovela,
vuela, mujer fotonovela.
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Durante todos esos años, además de mi trabajo «oficial» me
ocupaba de las páginas musicales, primero sin remuneración alguna y luego con algunos pequeños complementos salariales. Esas
secciones, al principio sin demasiada competencia porque la prensa seria no gustaba de ocuparse de esos asuntos, me fueron dando
cierto renombre profesional y muchas satisfacciones. Pero también
el trabajo de redacción, porque además de ejercer de redactor jefe,
hacía crónicas y reportajes en la calle. Estuve algún tiempo acompañando al rey Juan Carlos I en sus viajes oficiales. Recuerdo especialmente dos de ellos: el de Arabia Saudí(ta), que algún compañero
rebautizó como la «Arabia inaudita» por lo complicado de los movimientos y el trabajo; y el de Venezuela, donde dieron a nuestro rey el
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premio Simón Bolívar. En Caracas compartí hotel, y hasta ascensor,
con Gabriel García Márquez, que asistió a los actos.
También me tocaron asuntos menos agradables: seguir la Marcha Verde desde el Sáhara, entonces español; cubrir los últimos
fusilamientos del franquismo; me correspondió seguir y contar el
ajusticiamiento de Ángel Otaegui en Burgos y su entierro, casi clandestino, en Nuarbe, una pedanía de Azpeitia. También los primeros
muertos de la democracia, en Vitoria, donde la policía disparó contra unos manifestantes con el resultado de cinco obreros muertos.
Por descontado, la muerte y entierro de Franco y la proclamación
del Rey. Viajé por medio mundo, unas veces para hacer crónicas de
viajes y otras para cubrir informaciones diversas. Y mientras tanto,
aunque puedan no creerlo, empecé a trabajar, casi simultáneamente, en radio y televisión. Entonces, a aquello se lo llamaba «pluriempleo». Ahora, los más modernos lo llaman «multimedia». Entonces
solo había tres escuelas de Periodismo en España de las que salíamos unos cien profesionales al año. Ahora se gradúan unos cuantos
miles y no hay forma de que el mercado absorba tantos titulados.
Mi debut en radio fue como cantante improvisado. Con uno
de esos grupos que antes llamé «satélites», formados por vecinos
de las calles Ibiza y Sainz de Baranda, participamos en un concurso en Radio Intercontinental, que
estaba entonces en la calle
Diego de León. Habíamos
preparado «All shook up»,
de Elvis. Yo tocaba una guitarra y la otra,Tony Martínez,
que luego triunfaría con Los
Bravos. Al llegar al estudio —
era en directo— y proponer la
canción, nos dijeron que no
valía porque tenía que ser en
español. Y como el único que
se la sabía en la versión de Los
Llopis, «Estremécete», era yo,
ahí me vi cantando aquello de
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Ay, qué chiquita, yo vi cómo se me sonrió,
pero al acercarme no sé qué me pasó.
Es algo muy raro que me hace estremecer.
Es amor…, qué voy a hacer…
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Dicha actuación no pasó a la posteridad, pero me permitió
estrenarme en el mundo de las ondas. Es curioso que mi debut en
televisión fuera cantando y en la radio se repitiera la misma circunstancia. Por cierto, con Los Teleko llegamos a cantar en los legendarios estudios del paseo de La Habana, donde TVE comenzó sus
emisiones, lo que nos convierte, ya que no en leyendas, en reliquias
de un tiempo pasado. El siguiente paso, tanto en radio como en televisión, me lo proporcionó la música folk. Me había convertido en
algo parecido a un experto, a base de leer mucho y escuchar más.
Y hasta había publicado, en cuatro entregas, una historia del folk
norteamericano en la revista El Gran Musical.
Quizás fueron esos artículos los que hicieron que, el día en
que Joaquín Díaz decidió olvidarse de escenarios y micrófonos para
consagrarse a la investigación etnográfica, dejando así un hueco en
Radio España, donde dirigía y presentaba el programa La hora folk,
Jorge de Antón, que era el director de programas musicales de la
emisora, y buen amigo, se atreviera a apostar por mí y me ofreciera la oportunidad de sustituirle. Terminé el primer espacio, que se
emitía los domingos a las tres de la tarde, y el siguiente lunes, a primera hora, me llamó el director de programas, Daniel Vindel, muy
popular por su Cesta y puntos en televisión. Sin ningún rodeo y sin
vaselina, me dijo algo así como:
—Mira, José Ramón, para hacer un programa de radio hay que
tener unas cualidades vocales determinadas… que tú no tienes.
Yo ya lo sabía, faltaría más, porque nunca he presumido de voz,
aunque he logrado que la gente se acostumbre a ella y que algunas
oyentes, siempre mujeres, que son más amables, lleguen a decirme
que la tengo bonita.
—He pensado —prosiguió Daniel, excelente profesional y persona— que lo mejor será que tú sigas escribiendo el guion y que lo
lea un locutor de la casa.
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—Daniel, te agradezco el consejo, pero he hecho el programa
sin guion, improvisando. Y estoy de acuerdo contigo con el tema
de mi voz, pero como no me pagáis nada por hacer el programa,
lo mejor es que ese locutor que lo va a hacer se escriba sus propios
guiones y los lea. Y yo me voy a mi casa.
Por fortuna, Radio España no nadaba en la abundancia y dado el
nulo coste de mi presencia, me pidieron que lo siguiera haciendo…
y hasta ahora. En la tele me pasó algo parecido, excepto que yo no
iba a hablar ante las cámaras. Quien primero me llamó fue Eduardo Stern, uno de los grandes realizadores de la casa, y poseedor de
una barba que podía competir sin desdoro con el mismo Rasputín.
Eduardo dirigía y realizaba un programa que él tituló 3 música 3,
imitando el lenguaje de los carteles taurinos.
Para Eduardo, la música clásica era la música número uno. La
música pop, la número dos. Y reservaba el tres para la música folk,
que era la que conformaba su apuesta. Terminaban los años sesenta y el folk bullía en España. Surgían grupos de todas las ciudades,
colegios mayores, pandillas, extunos… Muchos rebuscaban en la
memoria de la gente rural a la caza y captura de joyas olvidadas por
los habitantes de las grandes ciudades. Y Eduardo tenía sitio para
todos. Hasta para mí. Fue mi debut en televisión. Pero duró poco
porque Pedro Erquicia, compañero de periodismo y de milicia universitaria, me invitó a ocuparme de la parcela musical del programa que dirigía: Informe semanal. Y allí me enrolé y estuve hasta el
verano de 1978. Por cierto, por primera vez, cobrando.
Ese año pusimos en marcha,
entre seis personas, un programa que, en principio, iba a durar tan solo un verano: Aplauso.
Me llamaron para diseñarlo junto a Solly Wolodarsky, Uribarri,
Hugo Stuven, José Luis Fradejas
y Pepe Asensi. Y luego para escribir los guiones. Fue un tremendo
éxito que nos valió muchos premios, entre ellos el Ondas televiCon Mick Jagger en Cannes
para Informe semanal
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bajo amenaza de exclusión/
expulsión inminente de todos
los colaboradores. Me hice fijo y
prácticamente dejé de trabajar.
Nadie me encargaba nada y
cuando protesté, cosa que hice al
máximo nivel, me contestaron:
«¿No estás contento? Ya tienes
un sueldo fijo».
Aunque tenía dos sueldos, el
de ABC y el de RNE y en ambos
con categoría de redactor jefe,
un buen día de 1983 me despedí de ambos puestos, sin garantía de retorno, y decidí no volver a ser fijo en ningún lado. Y
más todavía: dejar de ocuparme
de otras cosas y dedicar todo mi
empeño al mundo de la música. Lo segundo pude cumplirlo.
Lo primero no, porque Manolo
Martín Ferrand, tan sabio como
persuasivo, me instó a crear
una nueva cadena de radio, Radiolé —por cierto, mi primera
Antena de Oro—, y me puso
cargo, nómina, despacho y sueldo de director. Todo esto venía
porque durante años trabajé,
por libre, en el grupo Antena 3
de radio, donde contribuí con
mis programas —recuerdo especialmente Todos los gatos son
pardos, con el que cubría la mañana entera de los sábados—,
con la creación y posterior di-
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sivo, además de innumerables
TP de Oro. Desde entonces he
trabajado con asiduidad en televisión en programas como Tocata, A tope, Música sí, diversos
especiales, videoclips, jurado
en festivales… Y en la televisión
de Antena 3, en espacios como
Absolutamente grandes, Oh vídeo
y A toda página. Y en casi todos
ellos, ya hablaba y hasta aparecía en pantalla, para vergüenza
propia. Y es que soy muy vergonzoso.
También mi paso, o mejor,
mis saltos por la radio fueron
súbitos y a veces vertiginosos.
En Radio España, tras la experiencia de La hora folk, pasé a
ser director de programas musicales, cuando Jorge de Antón
marchó a México a probar nuevas aventuras profesionales.
Luego, casi enseguida, a Radio
Peninsular, uno de los canales
de Radio Nacional de España.
Anduve por allí algunos años y
hasta ganamos un premio Ondas con el programa Estudio
15-18 cuando lo dirigía Alfonso Eduardo. Entonces realizaba
diversos programas con compañeros como José María Íñigo, Luis del Olmo, José María
Requena… Hasta que un día
me forzaron a pedir la fijeza,
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rección de Radio 80 Serie Oro,
junto al inolvidable e imprescindible Juan Carlos Goñi, y con la
creación de la primera televisión
privada de España.
Pero todo pasa y todo llega…
Y ocurrió el «antenicidio». MaCon Tina Turner
niobras orquestadas desde la oscuridad —léase «Moncloa» donde pone «oscuridad»— regalaron
Antena 3 al grupo Prisa y terminó la alegría. A petición de Javier
Díaz Polanco y Juan Luis Cebrián prolongué un año más mi fijeza
para poner en marcha mi tercera cadena de radio: M 80. No es fácil para un periodista tener la oportunidad de crear de la nada una
cadena radiofónica. Haberlo hecho en tres ocasiones —Radio 80
Serie Oro, Radiolé y M 80— en solo una vida profesional me llena
de alegría y… confesémoslo, de cierto pequeño orgullo.
Pasada esta experiencia, volví a trabajar por mi cuenta hasta el
día de hoy. En 1995 creamos, un grupo de cuatro amigos, de los que
alguno era menos amical de lo que pensábamos, el sello discográfico Ramalama, dispuestos a que no cayese en el olvido la pequeña
historia de la música popular española. Sigo ocupándome de ella ya
solo, en el momento de cumplir los veinte años (el sello, yo algunos
más) y con un archivo de más de veinte mil canciones recuperadas
de las fauces del olvido, ¡qué poético queda eso! Como decimos a
esos compradores que comparten nuestro interés por el pop español de los cincuenta y sesenta, «no vendemos discos, devolvemos
sus recuerdos a la gente».
Y así hasta hoy, en que reparto mi tiempo entre Radio Nacional
de España, donde trabajo desde hace diez años con Pepa Fernández en su programa No es un día cualquiera, Ramalama, que ocupa
mis desvelos, la conservación y catalogación de mi colección de más
de cien mil discos y, ahora, contando en este libro mis recuerdos de
todos aquellos años que nos parecen más felices cuanto más se
distancian en el tiempo. Si no se han aburrido hasta ahora, pasen
a las siguientes páginas, en las que hablaré mucho menos de mí y
más de lo que mi generación vivió en aquellos años del guateque.
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