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LA EDUCACIÓN DE LAURA
LA EDUCACIÓN DE LAURA
Honoré Gabriel Riqueti de Mirabeau
Traducción de Paula Cifuentes
Título original: Le Rideau levé ou l’éducation de Laure
© De la traducción, Paula Sanz Cifuentes
Dirección de la serie libertina: Paula Cifuentes
© Barril Barral editores s.l.
Mallorca 237 Bis Principal 1-B
08008Barcelona
www.barrilybarral.com
isbn: 978-84-937136-6-9
Depósito Legal: B-46491-2009
Primera edición: diciembre de 2009
Impresión: Sagrafic s.l.
Maquetación: David Anglès
Corrección: Gilda Zamora
Logotipo: Guillermo Trapiello
Diseño de cubierta: Compañía
Prohibida la reproducción parcial o total de este libro
sin la autorización de los editores
carta de sophie
al caballero de olzan
Te envío, querido caballero, un manuscrito algo atrevido. Ha de serte muy difícil imaginar de dónde lo he
sacado. Es una tontería escrita por alguien de mi propio se­xo. Un divertimento jocoso redactado en un convento. ¿Có­mo es posible que semejante breviario haya
podido deslizarse entre las enaguas de una religiosa?
A pesar de que no pudiera dar crédito a mis ojos,
nada es más cierto, mi querido caballero. Es por lo demás un presente digno de su destinatario. El amor no
resulta un tema ajeno en estos lugares: el sentir es algo
propio del sexo bello. La sensibilidad conforma la parte
más importante de su esencia, la voluptuosidad ejerce
un imperio llamado a vencer sobre estos seres delicados. A sus predisposiciones naturales hay que sumarles
los efectos calenturientos de una imaginación exaltada
entre el aislamiento y la pasividad. Ésta es la razón del
furor interior que reina en los conventos.
Es por ello que las mujeres de este país, que se sienten aprisionadas por los hombres celosos, encuen­tran
tan preciosas esas alegrías de cuya idea habitual no
pueden librarse, a pesar de que tengan otros objetos
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con los que ocupar su mente. En su compañía, un tumulto de cuidados y placeres enerva sus pasiones en
lugar de concentrarlas: el brillo seductor de una coquetería va­na consigue arrastrar a las mujeres más sensuales. El amor impetuoso convive con la soledad oscura y
melancólica. No resulta extraño que los misterios que
aquí se cuentan se hayan introducido en una celda para
convertirse en el mayor entretenimiento.
Tu ausencia me obligó a ocuparme de todo el mundo y mi hermana, la religiosa, me pidió que fuera a pasar unos días con ella. Al final accedí a sus deseos.
¡Ah, mi querido amigo!, ¡cómo desconocía los tormentos que debe soportar, a pesar de ser su hermana!
Su corazón es tierno, tiene un espíritu fino y un gusto
delicado. Posee muchos dones y entre ellos no falta el
de la belleza. Pero se encontró enclaustrada antes de co­
nocerse. ¡Qué desgraciada sería si estuviera en su lugar,
yo, que por lo menos tengo derecho a la felicidad!
Esperaba con impaciencia a una amiga que de­bía
unír­sele dentro de poco. Desde el primer momento me
habló de ella con arrebatos de una ternura inusi­ta­da.
Me la pintó con los colores más vivos que te puedas
imaginar. Y dirigía la conversación sobre esta persona
tan interesante. Había recibido de ella un cofre muy
bo­nito, lleno de utensilios y paños propios de una religiosa. Llamó la atención, como suele suceder, de las
madres torneras y superioras, todas normalmente más
curiosas que astutas. Y es que un descubrimiento precioso se les escapó.
Después de que mi hermana me dejara sola, la curiosidad se apoderó también de mí. Me di cuenta de
que el fondo era demasiado grueso para una caja tan
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pe­queña. En efecto, era doble y escondía el pequeño
detalle que te envío. Hice una copia de él durante las
horas de oración de mi reclusa. ¡Espero que la lectura
que te procura la mano de tu amante te haga levantar
un momento la vista de las bellas de París!
Tu ausencia me mata. Tráeme de vuelta, querido caballero, tu corazón y mi vida, así como este bello manuscrito: lo leeremos el uno junto al otro.
El Caballero de Olzan sustituyó los nombres y apellidos y
lo mandó imprimir, sin retocar su estilo. Pensaba que la
pluma de una mujer no podía ser modificada por aquélla
mucho peor tallada de un hombre.
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Alejaos de mí, imbéciles con prejuicios. Vuestras almas
temerosas os tienen sometidos. Eugenia, agobiada por
el aburrimiento que le impone su soledad, exige de su
querida Laura este tierno pequeño entretenimiento. Ya
no hay nada que pueda retenerme.
Sí, mi querida Eugenia, esos momentos deliciosos que tantas veces te he hecho sentir en tu cama, esa
elevación de los sentidos con la que intentábamos encontrar el placer la una en los brazos de la otra, esas
descripciones de mi juventud mediante las cuales llegábamos hasta la voluptuosidad. Para satisfacerte voy a
intentar describirlo aunque sea a grandes rasgos.
Todo aquello que he pensado y hecho desde mi más
tierna infancia, todo aquello cuanto he visto y senti­
do va a reaparecer ante tus ojos. Haré renacer en ti esas
sensaciones vivas, esos movimientos preciosos entre los
que se encuentran la embriaguez y tantas alegrías. To­
do lo que diga será cierto, natural y audaz. Me atreveré
incluso a dibujar por mi propia mano figuras dignas
de tus deseos más ardientes. No creo que me falte la
energía.
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Eugenia, tú eres la que me inspira y calienta. Tú eres
mi Venus y mi Apolo.
Pero ten cuidado y que mis confidencias no se escapen de tus manos. Acuérdate de que te encuentras
en el santuario de la imbecilidad y del disimulo. Esas
mismas religiosas llenas de buena fe poseen un celo
mucho mayor que aquellas otras que esconden bajo un
velo hipócrita la voluptuosidad más exquisita y refinada. Para unas serás una criminal y las otras se dedicarán a gritar en voz alta tu infamia.
La felicidad de las mujeres necesita de las sombras y
del misterio. El temor y la decencia han puesto precio a
nuestros deseos.
Esta obra de aquí no debe ver nunca la luz del día.
No está hecha para ojos vulgares. Es indigna de la franqueza de una mujer. Y su impertinente credulidad tiene el honor de poseer el desnudo de las cosas que crea
la naturaleza.
Seguramente te costará imaginar, mi querida Eugenia, que los hombres, incluso los más libres, nos envidian de un modo increíble. No quieren permitir que
disfrutemos todo lo que podríamos. Para ellos no somos más que esclavas que sólo deberían sostener la ma­
no del señor imperial que consiguió subyugarlas. To­do
les pertenece, todo se lo debemos.
Se convierten en tiranos cuando nosotras divinizamos su placer. Se ponen celosos si nos atrevemos a
disfrutar como ellos. Egoístas, prefieren disfrutar ellos
solos.
De los placeres que experimentan con nosotras,
mejor no compartirlos. Buscan incluso atormentarnos
mientras nos someten a un trato doloroso. ¿A cuánta
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extravagancia y cosas raras habrán llegado? Su imaginación ardiente, fogosa y llena de deseo se apaga con
la misma facilidad con la que se enciende. Sus deseos
licenciosos y sin freno, pérfidos e inconstantes, vagan
de un objeto a otro.
Por una contradicción eterna pretenden que no disfrutemos de los privilegios que se han arrogado. ¡No­
sotras, que poseemos una mayor sensibilidad, una imaginación más viva e inflamable!
¡Ah, qué crueles son! Pretenden disminuir nuestras
facultades, mientras que nuestra frialdad insípida sólo
les puede causar tormento y desgracia.
Algunos, es cierto, siguen un camino distinto al del
resto. Pero sería peligroso e imprudente desvelarnos an­
te los ojos de estos pocos.
Esta obra también ha de estar alejada de esos seres
capaces de estremecerse con el amor. Hablo de mujeres flemáticas a quienes los hombres amables no consiguen excitar. Personas graves incapaces de emocionarse
con la belleza. Querida Eugenia, existen esos animales
indefinidos, filósofos y virtuosos aquejados de la bilis
negra, dominados por los vapores oscuros y malsanos
de la melancolía, que intentan escapar de este mundo
que tanto les disgusta. Esta gente se dedica a maldecir
los placeres que tanto les decepcionaron.
Está dirigida en cambio a esos que poseen un temperamento fogoso, pero a quienes los prejuicios de la
educación y de la timidez han terminado por imponer
una virtud de la que desconocen su esencia. Para esos
que hacen oídos sordos ante los deseos de su corazón y
dirigen sus sueños hacia seres fantásticos.
El amor es un dios profano que no merece su in15
cienso. Y si, bajo el nombre del himen, a veces se atreven a sacrificar algo ante él, se convierten en fanáticos
que bajo el título del honor intentan esconder su envidia.
Sólo quedamos los blasfemos para hablar del amor.
Así que, querida Eugenia, mejor que no asustemos
a nadie. Guardemos nuestras confidencias libertinas
p­ara nuestro propio disfrute. Sólo a ti deseo abrir mi
co­­razón. Sólo por ti descubriré todo aquello que tanto
y tan bien he ocultado. Estará escondido para los demás, del mismo modo que escondemos todas las libertades que nos hemos tomado juntas.
Sólo el amor y la amistad conseguirán detener las
miradas de los demás sobre esta historia licenciosa que
mi pluma va a intentar trazarte.
16
la educación de laura
Cuando tenía diez años, mi madre cayó en un estado
de desidia tal que, ocho meses más tarde, la condujo
hasta la tumba. Mi padre, cuya muerte todavía hoy me
produce las lágrimas más amargas, intentó consolarme.
Su afecto y la ternura con la que me trataba se vieron
recompensados por mi parte del mejor modo posible.
Él era el objeto de mis caricias más dulces. No había día en el que no me cogiera entre sus brazos y que
no me besara del modo más ardiente.
Me acuerdo de que mi madre le reprochó un día el
calor con el que parecía que me las hacía. Él le contes­tó
con una energía de la que entonces no fui consciente,
pero este enigma se me aclararía tiempo después:
­—¿De qué os quejáis, señora? No tengo de qué avergonzarme: si fuera mi hija, el reproche estaría funda­
do, para mí sería como seguir el ejemplo de Loth. Pero
es mejor que sienta por ella la ternura que vos me veis.
Por más que las leyes y las convenciones lo hayan establecido, la naturaleza no lo ha hecho. Aunque yo lo
haya intentado.
Esta respuesta ha permanecido siempre grabada en
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mi memoria. El silencio de mi madre me dio desde ese
instante mucho en lo que pensar sin que consiguiera
llegar a ninguna conclusión. Pero a partir de esta pelea sentí, más que nunca, la necesidad de unirme a él,
y comprendí de pronto que era a él a quien se lo debía
todo.
Este hombre, siempre tan dulce, tan inteligente y
tan sabio, había sido concebido para inspirar los sentimientos más dulces.
La naturaleza me había favorecido: yo había surgido directamente de las manos del amor. El retrato que
voy a hacerte de mí, querida Eugenia, lo trazo a partir de las descripciones de él. ¿Cuántas veces me dijiste
que estas descripciones no me hacían justicia? Tu dul­
ce ilusión me lleva a repetir aquello que tantas veces le
oí decir. Desde mi más tierna infancia ya prometía una
constitución regular y proporcionada, anunciaba formas justas y torneadas, el talle noble y esbelto, además
de una piel blanca y luminosa. Las vacunas habían salvado a mis rasgos de los problemas que normalmente
suelen prevenir: mis ojos castaños, con la mirada dulce
y tierna, y mis cabellos de un castaño ceniza que combinaba del mejor modo posible. Mi estado de humor
generalmente era feliz, pero dado mi carácter no era
extraño que me sumiera en largas reflexiones.
Mi padre estudiaba mis gustos e inclinaciones: de
este modo podía cultivar mis disposiciones con el mayor cuidado. Su verdadero deseo era que yo fuera lo
más directa posible. Pretendía que no le escondiera na­
da. Lo consiguió sobradamente.
Mi padre ponía tanta ternura en todo aquello que
emprendía que era imposible no cumplir su voluntad.
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El castigo más severo que podía infligirme era el de no
hacerme caricias. Y no se me ocurre castigo más mortificante.
Un tiempo después de la muerte de mi madre, me
cogió entre sus brazos:
—Laurette, mi querida hija, tu décimo primer cumpleaños se acerca, has de dejar de llorar tan a menudo.
Ya hemos dado a tus lágrimas demasiado tiempo. Verás cómo la diversión se impondrá sobre la tristeza. Ha
llegado el momento de recuperarse.
Todo aquello que podía constituir una educación
brillante y cuidadosa empezó a formar parte de mis
jornadas. Sólo tenía un profesor y ese profesor fue mi
padre: dibujo, danza, música, ciencias... todo lo co­
nocía.
Me pareció que se había consolado de la muerte de
mi madre demasiado rápidamente, lo que me sorprendió. Por lo que decidí hablarle.
—Mi niña, tu imaginación se ha empezado a de­
sarrollar en un buen momento. Ahora ya puedo hablarte con toda la razón y toda la verdad sin temer el
que no pudieras comprenderlo. Has de saber, mi querida Laura, que en una sociedad en la que los caracteres
y los humores de los hombres y mujeres son análogos,
el único momento capaz de fracturarla para siempre
es aquel en el que se rompe el corazón de los indivi­
duos que la componen. El dolor se expande entonces
por su existencia. No hay lugar para la cerrazón ni pa­
ra la filo­sofía en un corazón sensible capaz de sobre­
llevar las desgracias sin pena. Y no hay tiempo que logre borrar todo el arrepentimiento. Pero cuando no hay
ventajas en el simpatizar de los unos con los otros, ya
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la se­pa­ración no parece tanto una ley despótica de la
natu­­ra­le­za bajo la cual todo ser viviente se rige. Para
un hom­bre, en una circunstancia parecida, sólo le queda una solución: recibir la separación con sangre fría
y una tranquilidad modesta, libre de toda afectación y
gesticulación e intentar sustraerse de las cadenas pesadas que ha de cargar.
«¿No iría demasiado lejos, mi querida niña, si en la
edad en la que te encuentras intentara decirte más? No,
no. Ya es hora de que aprendas a reflexionar y a formar tu propio juicio. Librémosle de las trampas de los
prejuicios para que cada día que vuelvas a él, puedas
rellenar el surco que se trace en tu imaginación.»
«Imagina dos seres enfrentados por su manera de
ser, pero unidos íntimamente por un poder ridículo,
por conveniencias del estado o de la fortuna. Seres
unidos por circunstancias que en un primer momento parecían traer felicidad pero que en realidad fueron
deter­minadas o subyugadas por un encantamiento mo­
mentáneo. Esta ilusión comienza a disiparse a medi­da
que uno deja caer la máscara que cubría su carácter
natural. Laura, concibe ahora la alegría que habrían
de tener estos dos seres en cuanto se separaran. ¡Qué
ventaja sería para ellos romper la cadena que supone
su tormento y que imprime a sus días las penas más espinosas, y poder unirse por fin con aquellos caracteres
con los que de verdad simpaticen!»
«Porque no te engañes, Laurette, si por su carácter
uno no se lleva bien con un individuo puede aliarse
perfectamente con otro y que reine entre ellos la mejor cordialidad, gracias a la diferencia que hay entre
sus gustos y su espíritu. En una sola palabra: la mezcla
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de ideas, de sentimientos, de humores y de caracteres
puede conseguir la mejor de las uniones. ¡Mientras que
la oposición que se encuentra entre dos personas, aumentada por la imposibilidad de separarlas, sólo trae
consigo desgracias y agrava el suplicio de verse encadenado contra la voluntad de uno!»
—Qué cuadro me pintas, padre. ¿Intentas predisponerme contra el matrimonio?
—No mi querida niña ¡pero tengo tantos ejemplos
que añadir al mío! Hablo con conocimiento de causa.
Y para apoyar este sentimiento tan razonable e incluso
tan natural, lee lo que el presidente Montesquieu dijo
en sus Cartas persas, en la ciento doce. Si la edad y los
conocimientos adquiridos te ponen en la situación de
tener que combatirlos por los pretendidos inconvenientes que pueda haber en ellos, me será fácil rebatirlos y remediarlos. Sobre todo si tenemos en cuenta
todas las reflexiones que ya he llevado a cabo. Pero tu
juventud me impide seguir extendiéndome sobre este
sujeto.
Mi padre se calló en ese momento.
Y es entonces, querida amiga, cuando cambió por
fin la escena. ¡Eugenia! ¡Mi querida Eugenia! ¿Có­mo
podré narrarla? Los gritos que me parece escuchar a mi
alrededor me levantan la pluma, pero el amor y la amistad la bajan: continúo.
A pesar de que mi padre se ocupara por completo
de mi educación, después de dos o tres meses lo en­
contré nervioso. Parecía que algo le faltara para estar
del todo tranquilo. Habíamos dejado, tras la muerte de
mi madre, la casa donde nos alojábamos para ir a pa­­rar
a una gran ciudad donde podía ocuparse por comple21
to a cuidarme. Yo era el centro donde convergían todas
sus ideas, su ocupación y toda su ternura. Las caricias
que me hacía, y que no ahorraba, parecían animarle:
sus ojos se avivaban, su tez se sonrojaba, sus labios se
volvían ardientes. Cogía mis pequeñas nalgas, las masajeaba, pasaba un dedo entre mis muslos, besaba mi
boca y mi pecho. A menudo me desnudaba por completo y me ayudaba a bañarme. Después de haberme
secado, de haberme perfumado, posaba sus labios sobre todas las partes de mi cuerpo, sin exceptuar ni una
sola. Me contemplaba. Su pecho parecía palpitar. Sus
manos parecían estar en todas partes. Nada se les olvidaba. ¡Cómo disfrutaba con este jugueteo, con el descontrol de mi padre! Pero en mitad de las caricias más
vivas, me dejaba e iba a encerrarse en su habitación.
Un día en el que me había llenado de los más ardientes besos que yo le había devuelto a mi vez en millares, en el que nuestras bocas se habían unido varias
veces, en el que su boca había humedecido la mía, me
sentí como si fuera otra. El fuego de sus besos se había
colado en mis venas. Se escapó cuando menos lo esperaba. Sentí pena. Quería saber qué era aquello que le
empujaba a esa habitación que se separaba de la mía
únicamente mediante una puerta vidriada. Me acerqué, intenté escudriñar a través de todos los pequeños
cristales que la cubrían, pero la cortina que se encontraba de su lado, extendida en toda su largura, no me
dejó ver nada. Mi curiosidad no hizo más que crecer.
Ese mismo día le llegó una carta que pareció alegrarle. Después de que la leyera me dijo:
—Mi querida Laura, no puedes seguir sin aya. Me
van a mandar una que ha de llegar mañana. Me han he22
cho de ella muchos elogios, pero antes habremos de
conocerla para poder juzgarla.
No me esperaba esta noticia, y he de reconocerte,
querida Eugenia, que me entristeció. Su presencia ya
me molestaba, sin saber por qué. Y su persona me disgustaba aun sin haberla visto.
En efecto, Lucette llegó exactamente cuando se la
espe­raba. Era una chica de diecinueve o veinte años muy
bien constituida: bella garganta muy blanca, con una
figu­ra imponente sin llegar a ser hermosa. Te­nía una bo­
ca bien dibujada, con los labios bermellón, los dientes
pequeños, el esmalte blanco y perfectamente alineados. Me quedé atónita. Mi padre me había enseñado a
re­conocer una boca bonita. Lucette añadía a ésta un carácter excelente, dulzura, bondad y un humor encan­
tador.
Pronto se hizo con mi amistad a pesar de mi primera prevención y no tardamos en estar muy unidas. Me
di cuenta de que mi padre la recibía con una satisfacción que consiguió que volviera la serenidad a sus ojos.
La envidia y los celos, querida, son algo extraño a mi
corazón, nada hay que me parezca más endeble. Además, en la mayoría de las ocasiones, todo aquello que
hace que nazca el deseo entre los hombres no es algo
que resida en nuestra belleza ni en nuestros méritos:
así que, para nuestra propia felicidad, es mejor dejarlos
libres. La infidelidad no es más que un fuego pequeño
que se alumbra y que rápidamente desaparece. Si piensan, si reflexionan, habrán de regresar a la mujer cuyo
carácter dulce y agradable les pone en la tesitura de no
poder vivir sin ella. ¡Si no lo piensan, qué débil es la
pérdida! ¡Qué tontería el atormentarse inútilmente!
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Por aquella época todavía no razonaba con tanta
sagacidad. Sin embargo, no sentía ninguna animadversión hacia Lucette. Es cierto que sus caricias, unidas a
las de mi padre, la mantenían alejada de mí. No había
ninguna diferencia en nuestra conducta excepto cuando Lucette estaba delante, pero este comportamiento
se me antojaba prudente.
Y así continuamos un tiempo. Hasta que me di
cuenta de las atenciones que él también dedicaba a mi
aya. No dejaba escapar ninguna ocasión. Sin embargo
mi afecto por Lucette pronto se igualó al de mi padre.
Lucette pidió poder acostarse en mi habitación y mi
padre consintió. Por la mañana, cuando se levantaba,
él venía a abrazarnos. Yo dormía en una cama al lado
de la de ella. Gracias a este arreglo, y con el pretexto de
venir a verme, podía divertirse con nosotras y de hacer
con Lucette todos los avances posibles sin aventurar
nada.
Comprobé, no sin sorpresa, que ella no los recha­
zaba pero no juzgué que respondiera del modo en el
que yo lo habría hecho. No había razón para ello. Juzgaba con mis propios parámetros y creía que todo el
mundo debía amar a mi querido papá del mismo mo­
do en el que lo hacía yo. No pude evitar reprochárselo.
—¿Por qué no amáis a mi papá quien sin embargo
tanto amor parece sentir por vos? Me parece muy ingrato de vuestra parte.
Ante estos reproches, ella me sonrió y me dijo que
eran injustos. En efecto, esta frialdad aparente no tardó
en alejarse.
Una tarde, después de la comida, volvimos al cuarto que yo ocupaba. Él traía una botella de vino. Apenas
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había pasado media hora cuando Lucette cayó en un
profundo sueño. Mi padre me cogió entonces en brazos y me llevó hasta su habitación, donde me metió en
su cama.
Sorprendida por este arreglo, mi curiosidad se despertó al instante. Me levanté un momento después y
corrí hacia la puerta, donde retiré la cortina. Me sorprendió ver el cuello de Lucette totalmente descubierto. ¡Qué bellos pechos poseía! Dos semiesferas del
blanco de la nieve de cuyo centro salían dos fresas nacientes. Blancos como el marfil, su único movimiento
era el de la respiración. Mi padre los miraba, los manoseaba, los besaba y los lamía: nada la despertaba. Él
le quitó todas sus faldas y la llevó hasta el borde de la
cama, que se encontraba enfrente de la puerta donde
yo estaba. Él se despojó de su camisa.
Encima de la cama, dos muslos de alabastro, redondos y bien moldeados, que él se apresuró a separar. Vi
entonces un pequeño surco sonrosado cubierto de un
pelo castaño oscuro. Él lo entreabrió y puso sobre él
sus dedos, mientras movía frenéticamente su mano.
Na­da la secaba de su letargo. Animada por esta visión,
instruida por el ejemplo, comencé a imitar los movimiento que veía. Sentí una sensación hasta entonces
desconocida. Mi padre la recostó mejor en la cama y
vino a cerrar la puerta vidriada. Me aparté y salí corriendo hacia la cama en la que él me había metido.
Tan pronto como estuve allí tendida, aprovechando los
conocimientos que acababa de adquirir y tras reflexionar sobre la escena reciente, recomencé los frotamientos. Me abrasaba. La sensación que ya había sentido
aumentó en grados, concentrada en lo más profundo
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de mi ser: el calor de todo mi cuerpo se dirigía hacia
ese punto preciso. Caí por primera vez en aquel estado
desconocido que me maravilló.
Una vez volví en mí, cuál fue mi sorpresa cuando
después de palparme por aquella zona, la descubrí
toda mojada. Sentí en un primer momento una gran
inquietud que se disipó con el recuerdo del placer que
había experimentado y por un dulce sueño que me
lle­­vó, durante toda la noche, por aquellas imágenes
agra­­­dables en las que mi padre acariciaba a Lucette.
Es­­ta­ba toda­vía dormida cuando él regresó, a la mañana siguiente, pa­ra despertarme con sus abrazos. Se los
devol­ví sin vacilar.
Desde ese día mi ama y él parecían llevarse todavía
mejor, aunque él ya no se quedara tanto tiempo con
nosotras. No podían imaginar que yo estuviera al corriente de nada y en esta seguridad, aprovechaban para
hacerse durante el día cientos de carantoñas que eran
generalmente el preludio de lo que harían conjuntamente en la alcoba, en la que se encerraban durante
bastante tiempo.
Cuando lo hacían yo me dedicaba a imaginar que
estaban repitiendo lo que había visto. Mi mente no
conseguía ir más allá. Sin embargo, me moría por disfrutar una vez más del mismo espectáculo. Juzga tú,
querida, el violento deseo que me atormentaba. Pero
lle­gó por fin el momento en el que iba a aprenderlo
todo.
Tres días después de ese encuentro que te acabo de
contar, con el anhelo de satisfacer a cualquier precio
mi deseo curioso, mientras que mi padre estaba fuera
y mi aya estaba ocupada, puse un trozo de seda en la
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esquina de la cortina e hice pasar uno de sus extremos
por una de las rendijas de la puerta. Una vez que este
mecanismo estuvo listo, no iba a tardar mucho tiempo
en dar buena cuenta de él.
Al día siguiente mi padre, que no llevaba puesto
más que una bata de tafetán, cogió a Lucette que tampoco iba mucho más vestida, y entraron en la habitación, teniendo cuidado de cerrar la puerta tras ellos y
de echar la cortina.
Pero yo había vencido todos los obstáculos. No habían pasado dos minutos cuando me dirigí hacia la
puerta y levanté ligeramente la cortina. Lo primero que
vi fue a Lucette. Sus tetas estaban totalmente descubiertas. Mi padre la sujetaba entre sus brazos y la cubría
de besos. Atormentado por el deseo le fue quitando el
corsé, la camisa y las faldas hasta que se quedó totalmente desnuda. ¡Qué bella me pareció en aquel estado!
¡Cómo me gustaba verla así! Era la imagen rediviva del
frescor y la juventud.
Querida Eugenia, la belleza de las mujeres posee
un poder singular. ¡Cómo, si no, podría interesarnos a
nosotras también! Sí, mi querida Eugenia, es emocionante incluso para nuestro sexo, gracias a las formas redondeadas y el color brillante de nuestra bella piel. Tú
misma me lo hiciste sentir en tus brazos y fuiste testigo
entre los míos.
Mi padre pronto estuvo en un estado de agitación
semejante al de Lucette. La llevó hasta una cama fue­ra
de mi campo de visión, en una esquina. Devorada por
la curiosidad, me olvidé de toda precaución y levan­
té la cortina para poder verlos por completo. Nada podía sustraerse a mis miradas. Lucette, acostada sobre él,
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con las nalgas y las piernas abiertas, me permitía ver
su abertura entre dos pequeñas eminencias rosadas y
suaves.
Esta situación fruto del azar no conseguía saciar mi
curiosidad impaciente. Mi padre, con las rodillas levantadas, me presentaba una verdadera joya; un miem­bro
grueso salpicado de pelos del que por debajo colgaba
una especie de bola. La cima del miembro era roja y
estaba cubierta por una piel que parecía poder bajarse.
Vi cómo esta joya entraba por la abertura de Lucette y
cómo volvía a aparecer.
Se besaban con tal entusiasmo que me resultaba
sencillo imaginar el placer que sentían. Por fin vi cómo
salía aquel instrumento, cuyo final estaba totalmente descubierto, rojo como el carmín y completamente
mojado. Expulsó un líquido blanco que se expandió
por los muslos de Lucette.
Imagínate, querida Eugenia, qué agitación sentía
con semejante espectáculo delante. Vivamente emocionada, transportada por un deseo que hasta entonces
nunca había conocido; intentaba sentirme copartícipe
de su embriaguez. Querida amiga, ¡qué agradable me
resulta todavía el volver a aquellos tiempos!
La atracción por el placer me retuvo demasiado
tiempo en mi escondite y mi imprudencia me traicionó. Mi padre, que hasta entonces había estado demasiado fuera de sí como para pensar en todo cuanto le
rodeaba, vio, tras quitarse de encima el brazo de Lucette, la esquina de la cortina semicorrida. Se envolvió
en su bata y se acercó a la puerta. Yo me retiré preci­
pi­tadamente. Cuando examinó la cortina descubrió mi
ma­niobra. Mientras Lucette se volvía a vestir, él se que28
dó cerca de la puerta. Y viendo que no se movía, lle­gué
a pensar que no se había dado cuenta de nada. Curio­sa
por saber qué estarían haciendo en la habitación, regresé a mi escondrijo.
¡Cuán grande sería mi sorpresa al ver la cara de mi
padre! No me hubiera dado más miedo que cayera sobre mí un rayo. Mi estratagema no había terminado de
funcionar, la cortina no había descendido tal y como
yo había imaginado que iba a hacerlo. Sin embargo, él
no parecía molesto.
Me di cuenta de que Lucette había vuelto a vestirse.
Mi padre le ordenó que fuera a ocuparse del orden de
la casa. Y se acercó a examinar mi ingenio. Juzga hasta
qué punto estaba asustada. Había palidecido y temblaba. Pero cuál fue mi sorpresa al ver cómo mi padre me
cogía entre sus brazos y me daba cientos de besos.
—Tranquilízate, querida Laurette. Que nada cause
en ti ese terror. No temas, mi querida niña. De sobra
conoces cómo ha sido siempre mi manera de tratarte.
Sólo te pido que me digas la verdad. Me gustaría que
vieras en mí a un amigo más que a un padre. Laura, no
soy más que tu amigo, y como tal me gustaría que fueras sincera conmigo. Hoy te lo exijo: no me escondas
nada y dime qué es lo que hacías mientras yo estaba
con Lucette y el motivo de ese arreglo singular de la
corti­na. Si eres franca, no tendrás de qué arrepentirte.
Pero si no lo eres, no dudes de que habré de llevarte a
un con­vento.
La sola mención de este lugar siempre me dio miedo. ¡Qué poco sabía de ellos! Además era indudable
que él era consciente de que yo lo había visto todo. Y
yo nunca le había mentido a sabiendas, así que ni se
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me pasó por la mente el no contarle todo aquello que
había visto desde el instante en el que mi aya me había
acostado.
Cada detalle que le describía, cada cosa que explicaba, en vez de encolerizarle, hacía que me diera más
y más besos. Dudaba, no obstante, si contarle las sensaciones que yo misma me había procurado y que tan
deliciosas me parecieran. Pero sin que yo le dijera na­
da, él ya había comenzado a sospechar.
—Mi querida Laura, todavía te quedan cosas por
decirme.
Y mientras, pasaba su mano por mis muslos:
—No debes esconderme nada.
Así que le conté que yo misma me había procurado
por un frotamiento parecido a aquel que le había visto
hacer a Lucette uno de los placeres más vivos que jamás
había experimentado. Le conté que había acabado toda
mojada y que había repetido tres o cuatro veces después de aquello.
—Pero, mi querida Laura, después de ver lo que le
hacía a Lucette, ¿no se te ocurrió el meterte el dedo?
—No, querido papá, ni se me pasó por la mente.
—Con cuidado, Laura, no me mientas. No debes esconderme lo que ya ha sido. Déjame comprobar si has
sido sincera.
—De todo corazón, papá. No te he escondido nada.
A la vez que me llamaba con los nombres más tiernos, entramos en su habitación. Después de tenderme
sobre su cama, me examinó con mucho cuidado. Mientras entreabría los bordes de mi abertura intentó introducir su dedo meñique. El dolor que me causó lo de­
tuvo.
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