Campos calcinados por los intensos rayos del sol vera

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C
~5 de mayo de 1862~
ampos calcinados por los intensos rayos del sol veraniego que el viento helado del invierno barre. Lucha
denodada y permanente del hombre contra el precario
medio. Eterno reflejo de los caracteres humanos forjados en la dureza del empeño. Tal era el mapa físico del estado
Coahuila-Texas en el principio de nuestra integración federalista,
sobre el litoral del Golfo de México. Llegaron al lugar de San Antonio Béjar Miguel Zaragoza, veracruzano y militar, y María de Jesús
Seguín, natural de aquellos rumbos. Un pequeño caserío y 700
habitantes daban nombre a Bahía del Espíritu Santo, hoy Goliad.
Fruto de la unión de ese matrimonio, en la vieja misión franciscana inmediata a la casa solariega nació hace más de 180 años,
el 24 de marzo de 1828, un hijo al que bautizaron como Ignacio,
quien llegó a la vida prácticamente con la República, sistema que
defenderá luego, a lo largo de su vida, bizarra y apasionadamente.
Fue su sello.
Se inició aquí un tránsito luminoso y breve, como un rayo en
el firmamento, que culminó en Puebla el 8 de septiembre de 1862.
Tránsito certero, batallador, patriótico de sólo 33 años. Tiempo
suficiente en las personalidades señeras, como la de Zaragoza, para
llenar cometidos históricos y trazar páginas imborrables, rutas y
caminos a seguir por generaciones y pueblos. Manos colmadas de
realidades.
De Bahía del Espíritu Santo, el tráfago militar, el adiós repetido sin fin hasta la muerte en la carrera, llevó a la familia Zaragoza
Seguín a Matamoros, Monterrey y Zacatecas. Ignacio, nuestro hombre, había dejado las aulas seminaristas y se dedicaba al comercio en
la Sultana del Norte. Pero su destino era otro, como el de su padre:
el ejército. Se inscribió en las milicias cívicas o guardias nacionales.
En 1853 principió su carrera ejemplar. Pronto se sumó a la inconformidad popular contra el gobierno dictatorial de aquel payaso
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trágico de nuestra historia: Santa Anna. Zaragoza, desde entonces,
defendió la legalidad, la justicia y el honor. Su hoja de servicio
consigna participaciones en Matamoros, Saltillo y Monterrey, en
aciagos momentos para el país. Estuvo también en la capital del
país, en Zacatecas y San Luis, luchando por la fidelidad a la carta
constitucional de 1857.
Tras larga estadía potosina, regresó a Monterrey y se casó con
Rafaela Padilla en enero de ese año. Reemprendió la marcha hacia
León y Guanajuato en la forja incomparable, aunque dolorosa, que
fue para los militares la Guerra de Reforma, y alcanzó el grado de
general en 1859, dirigiendo la brava brigada del norte, compuesta
por fuerzas zacatecanas y neolonesas.
Después del fracaso de Tacubaya volvió al centro de México
y a Monterrey. En 1860 estuvo en el Puerto de Veracruz, tierra de
su padre, y se unió a González Ortega en Zacatecas. Participó en
la acción de Guadalajara contra Miramón y en Silao tuvo triunfos
que serían definitivos para la causa juarista. Participó en la toma de
Guadalajara, después en Calpulalpan, y por fin, luego de tres años
de lucha sangrienta y fratricida, llegó a la capital mexicana.
En abril de 1861 fue nombrado sustituto de González Ortega
como secretario de Guerra. Tenía 32 años. Después se hizo cargo del
Ejército de Oriente en diciembre del mismo calendario. Ese ejército
sería el gran triunfador del 5 de mayo; el gajo que Puebla le quiso
cortar a la epopeya.
Frente a la Intervención Francesa, el reto de la historia, Zaragoza se yergue, reacio su carácter y acerada su voluntad. Reflejo
de la larga lucha y de carencias materiales, como el escenario físico
que lo vio nacer. Maduro en sus 33 años, pasó los 10 últimos en las
filas republicanas. Forjado en las limitaciones técnicas de la guerra
reformista, Zaragoza no era ni estratega genial ni conocedor de los
ápices del arte de la guerra europea, pero tampoco los necesitó; en
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cambio, conocía admirablemente al soldado mexicano y la inmensa
resistencia que había en él —y esa era su táctica—. Tenía, además,
fe de primitivo, infinita y simple, no sólo en el derecho, sino en el
triunfo de la patria —y esa era su estrategia.
Suplía en el mando al general López Uraga, quien había estudiado a los ejércitos europeos en su terreno y era militar de carrera,
pero carecía de la hermosa, admirable y ejemplar firmeza de carácter de Zaragoza, quien jamás dudó ni vaciló ante la responsabilidad
inminente. No hay en sus cartas, textos o alocuciones, frente al reto
trascendente de la historia, el más leve asomo de duda. Al contrario,
sólo la palabra victoria y una fe rotunda lo acompañaban. Por eso
cumplió.
Zaragoza —el hombre, “El Chicano Fronterizo”— concentró
en seis meses la esperanza de la patria hollada de nueva cuenta. Era
el primer ciudadano con mando militar. Hasta su muerte, Juárez
dejó la actividad política en la guerra y la dirección de la guerra
en el cuartel del jefe del Ejército de Oriente. Eso demuestra su importancia jamás defraudada. Fue llamado tras la batalla señera del
5 de mayo, “Hombre pueblo”, popularidad no tumultuante, sino fe
mística en la potencia del héroe para conjurar desastres. Del cariño,
el pueblo lo elevó a la apoteosis.
El 5 de mayo y Zaragoza dieron a México inmensos resultados políticos, militares y, sobre todo, anímicos y sicológicos. Por eso
la batalla fue definida como maratón, por sus resultados inmensos.
Relampagueó la electricidad del patriotismo. En ese minuto admirable de nuestra historia nació, ciertamente, un nuevo México
que empezó a confiar en sí mismo iniciando la transformación
nacional. Momento luminoso y estelar que nos identificó, que sigue
identificando en sus mejores esencias a los mexicanos de siempre.
Se robusteció la fe popular en su propia capacidad, reafirmando la
conciencia nacional. La historia patria tiene entonces un parteaguas
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que la divide antes y después del 5 de mayo. El alma nacional tuvo,
por fin, cohesión: surgió la fe en el derecho. Sobre la razón de la
fuerza está la fuerza de la razón. Emergió, pues, la definitiva personalidad de México, por eso fue que los abuelos la consignaron como
nuestra segunda independencia.
Con el 5 de mayo también se salvó la federación norteamericana. Hecho importante, poco conocido y menos valorado. El
triunfo sublime del vencedor de invencibles hizo perder un año a
los ambiciosos designios de Napoleón “El Pequeño”. Un año retrasó
Francia su vuelta a Puebla. Entre los objetivos franceses, además
de México, estaba la Unión Americana, claramente señalado en las
cartas de Napoleón al mariscal Forey.
Cuando Zaragoza defendía nuestra ciudad, apareció en el
marco de la guerra separatista, del otro lado del Río Bravo, Edmundo Lee, gran soldado de su país. Si Puebla hubiese caído el 5 de mayo
de 1862, días después los galos se habrían unido a los sudistas y con
la ayuda de la Gran Bretaña habrían reconquistado puertos y —decían— limpiado de estorbos marítimos la comunicación entre los
estados rebeldes y el océano, lo que hubiera sido, quizás, la secesión
definitiva. En Loreto y Guadalupe, pues, no se defendió solamente
la integridad mexicana, sino la federación norteamericana. Allí, sin
duda, cambió el rumbo de la historia universal, ángulo notabilísimo
y casi inadvertido que trajo consigo la epopeya de Zaragoza.
Por otra parte, la experiencia del 5 de mayo impactó el derecho internacional, aportando la libre autodeterminación, la igualdad soberana, el respeto mutuo entre las naciones, doctrinas y
postulados, los cuales quedaron para siempre enraizados profundamente en nuestra limpia política internacional y, desde entonces,
han sido respetados y emulados por muchas naciones hermanas.
Pero, volviendo a Zaragoza ¿cómo era, física y humanamente?
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De estatura más bien aventajada, entero fuerte y ágil, moreno el color,
frente amplia, boca grande y fina, nariz bien proporcionada sobre la que
cabalgan los espejuelos correctores de una acentuada miopía, de unos
ojos oscuros, continente sereno, que afina el cuidadoso aliño del pelo
liso y negro.
Su carácter sereno no es signo de debilidad orgánica, su calma
habitual no es signo de indolencia, sino de profundo equilibrio emocional
que refleja sus controladas reacciones; es valeroso sin ostentación, se le
descubre la bondad a distancia, pese al ambiente de dislocaciones morales
en que ha vivido, muy sensible a los contactos humanos; su generosidad
no tendrá límites; porque es humilde le irritará la soberbia de los fuertes,
como le conmoverá la desgracia de los desvalidos; honrado sin jactancia,
nunca se manchó las manos con el hurto y el saqueo; de inteligencia despierta, está dotado de perspicacia que le permite abarcar de golpe, el origen,
la magnitud y el rumbo de los aconteceres; en la raíz de su juventud late
incontenida una voluntad de ser y de servir y si aspira a distinguirse, no
será la notoriedad que tanto riñe con su modestia, sino para encauzar el
rumbo generoso de su vida y en el momento de las grandes decisiones,
rayará en la intrepidez y cuando sea necesario en la temeridad.
Francisco Zarco, paladín del periodismo dijo de Zaragoza:
“Si en las batallas demostró serenidad y genio militar, en el gobierno
dio pruebas de gran valor civil, de adhesión sincera a las instituciones, de incomparable desinterés y de talento administrativo”. Tras
el triunfo imborrable, Zaragoza pasó a la capital por cuestiones de
servicio. Modesto, es recibido apoteóticamente, como héroe de la
antigüedad, dicen los cronistas de su siglo. Retorna rápidamente a
Puebla y desciende a tierras veracruzanas. Se le ve en el mirador
caprichoso y magnífico de Acultzingo. Su físico es herido mortalmente. Está en Puebla enfermo, con altas temperaturas. Ansiedad
de vida y triunfos e imágenes guerreras envuelven su agitada mente.
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Muere con gesto victorioso en los labios. 8 de septiembre de 1862:
deserción en su impecable hoja de servicios, la inevitable, la de
la muerte.
El mestizo de la frontera, el guardia nacional, el gran chinaco de la Reforma, el miliciano patriota, el soldado republicano es
trasladado a la capital. La ciudad lo recibe triunfalmente. Su carro
funerario está cubierto de incienso, flores y palmas. El féretro va envuelto en el lábaro tricolor; la patria eternizó el laurel de su victoria.
Verde, fresco, lozano está aún. Juárez lo declara Benemérito de la
Patria. Su nombre insigne ingresa a los muros camarales; la ciudad
de su hazaña recibirá el nombre de Puebla de Zaragoza.
Cuando se cumplieron 99 años de su proeza, en 1961, el
doctor Alfredo Toxqui Fernández de Lara hizo la petición original
frente a la tumba del héroe en San Fernando, de que sus restos retornaran a Puebla, al escenario físico de su gloria imperecedera, a
Loreto y Guadalupe, y a la ciudad de su crepúsculo humano. La historia asistió a la justa petición, pero no fue sino hasta 1976 cuando
el presidente Luis Echeverría decretó lo correspondiente. Así, bajo el
sol incomparable de mayo, y después de 114 años, Zaragoza retornó
a la ciudad de su nombre, que respetuosa y conmovida, en medio de
una lluvia de rosas blancas —las flores de la fraternidad de Martí—,
lo recibió cariñosa, ungida de emoción republicana.
Llegó el cuerpo —no en cenizas— intacto, vestido con su
uniforme de gala, con los imprescindibles anteojos calados, las botas puestas y el rictus señalado, como hace más de una centuria…
Despojos respetados por el tiempo; ese tiempo mexicano al que
Zaragoza le dio especial dimensión histórica. El 5 de mayo era la
fecha obligada para reinhumarlo en un sobrio, digno monumento,
enclavado precisamente allí, en el magno escenario de la epopeya,
donde todos los días grita su mensaje entrañable de paz, su condena
a la guerra y su pasión por la libertad.
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Así regresó a “Puebla de Zaragoza, Zaragoza de Puebla”, como dijo con fortuna Mario Moya Palencia, para seguir compartiendo
desde nuestra capital, con los mexicanos, la lucha por la soberanía,
la independencia nacional y una sociedad más justa, más libre y más
digna. Ese fue el legado y la directriz, evocadora y perenne, con la
frescura permanente de lo eterno, del hombre pueblo que fue Ignacio Zaragoza. El hombre de la fe, el que aprisionó la certidumbre
de la esperanza.
Evocamos la voz de Zaragoza en nuestra hora y tiempo. Observamos su vigoroso brazo y su índice de bronce, porque desde esa
estatua sigue marcando directrices. Certidumbre de esperanza y de
fe secular. Por todo ello Zaragoza siegue siendo actual, contemporáneo. Zaragoza río, Zaragoza madera. Río-hombre que desemboca al
seguro término de su destino. Hombre-madera, sin revés ni derecho.
Es corteza, fibra y médula. Hombre del mundo como los ríos, hombre
cabal. Hechura de la naturaleza como la buena madera.
Una sola tumba
El 5 de mayo de 1976 —como hemos dicho— retornaron a Puebla los
restos del gran militar. El mismo día y mes, pero del año de 1979, año
del sesquicentenario del natalicio de Zaragoza, se reinhumaron los
restos de doña Rafaela Padilla de Zaragoza, al lado de su esposo, en
el monumento erigido a la memoria del gran vencedor. Era la hora
del reencuentro, de un acto de estricta justicia. Llegó por derecho
propio su digna esposa, quien no podía estar ausente de esa cripta.
Volvieron a encontrarse tras 118 años. Ellos, Ignacio y Rafaela, se
separaron físicamente en diciembre de 1861 en la Ciudad de México.
Más de una centuria después, se reencontraron bajo la tierra amorosa de Puebla que Ignacio fecundó con su hazaña imperecedera.
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Rafaela enfermó de pleuresía. En esos días, el patricio Juárez
designó a Zaragoza afrontar la grave responsabilidad de dirigir el
Ejército Nacional, ante la amenaza de guerra de los tripartitas. Una
y otro, pudiendo hacerlo, ocultaron la enfermedad al presidente. La
noche del 13 de enero de 1862 —año paradójico de la tragedia y la
gloria— hasta tierras veracruzanas llegó la terrible nueva al bizarro
militar: Rafaela había muerto unas horas antes, a los 26 años de edad.
En la soledad de la tienda de campaña, en medio de un tropel de
imágenes retrospectivas, lloró la desgracia irreparable, pero el deber
militar lo mantuvo en primera línea, sin desprenderse de la acción,
lejos del duelo familiar: íntimo, profundo, el suyo. Años de zozobra
terrible los de aquel dramático siglo xix en la gestación del país, que
afectaron a quienes como Zaragoza, eran partícipes de la natividad
de la patria nueva con extensión a sus familias.
Cuando se casó con Rafaela tuvo que hacerlo por poder y representado por su hermano Miguel, en Monterrey, porque el deber
—siempre el deber— lo ataba a la campaña contra los conservadores.
Cinco años escasos de matrimonio, con la pérdida de dos de los tres
hijos, los varones Ignacio e Ignacio Estanislao —y la de su esposa
después—. Preocupado permanente por las carencias materiales,
su ausencia del hogar y la falta de cuidados paternos que exigía la
pequeña huérfana Rafaela —quien vivió hasta 1927—, Zaragoza
enfermó a los pocos meses de la muerte de su esposa, y falleció a los
33 años.
Pero ni las angustias, ni las limitaciones afectaron aquel matrimonio modelo con Rafaela entregada al hogar como madre y esposa.
Mujer digna y cabal, jamás esquivó los sacrificios. Luchó contra el
infortunio y su corazón generoso y alma de infinita grandeza le
permitieron comunicar ánimo, fortaleza, espíritu y fe permanentes al compañero de vida y de anhelos. Esa fe, unida a la de Juárez,
movió montañas. Ellos entendieron el patriotismo como deber, los
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sacrificios que impone y los esfuerzos y demandas que exige. Había
que satisfacer plenamente y con convicción y voluntad, sin regateos,
sin cobardía, sin discusión y con entrega generosa y apasionada. Así
lo cumplieron los esposos Zaragoza-Padilla.
La gloria los separó en la tumba. Rafaela fue enterrada originalmente en el cementerio de San Diego, en la capital, y luego
trasladada a San Fernando, en una fosa distinta a la de Ignacio,
también inhumado allí. En el reencuentro, gracias a la anuencia del
presidente José López Portillo y a la simpatía de los descendientes
de doña Rafaela, los restos de aquella abnegada mujer se unieron a
los de Ignacio en la misma tumba. Es de plena justicia que la compartan, como compartieron los claroscuros de la vida. Uno junto al
otro, puesto que junto a un gran hombre, hubo una gran mujer y para
que la posteridad les rinda homenaje dual, como fue el profundo
sentimiento y comunión de su vida espiritual y “si el cumplimiento
del deber los separó, ha sido la voluntad misma del pueblo la que los
ha vuelto a reunir”, para que bajo el cielo de Puebla reposen en paz
quienes jamás la tuvieron por circunstancias del tiempo. Sus funerales en San Fernando y las reinhumaciones en Puebla tienen una
vinculación especial.
Esa puede ser su gloria, la mejor de todas, haber ido al término
de la jornada, descansado en hombros; es decir, en la sinceridad de
su pueblo del que fueron y son sustancia. Recordemos, mexicanos
todos, que los muertos como Rafaela e Ignacio mandan aún en
nuestras conciencias. Y su ejemplo nos invita a ir al mausoleo con
humilde emoción y honestidad, donde —parafraseando al manchego ilustre— aún hay sol, el sol heroico de mayo. Vayamos ahí, a ese
monumento, cada vez que la duda sobresalte, a avivar la llamada
de nuestra libertad y a escuchar en la elocuencia del silencio, la voz
intemporal y eterna de México.
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Momento
luminoso y
estelar de
la historia
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ara situarnos en el mirador histórico iremos a los antecedentes. Cuando menos hasta 1861, al 17 de julio, fecha en
que corre el telón y hace surgir los deseos europeos, cuando la penuria asolaba al gobierno juarista y por decreto
del Congreso declaró suspender por dos años el pago de las deudas
extranjeras. Justo Sierra nos dice cómo se incubó el mal:
El alejamiento del peligro militar inminente1 permitió al gobierno, a los
grupos políticos fijarse en el exterior; hacía tiempo que se aglomeraba
una tempestad en nuestro horizonte. Durante la lucha civil se habían
confabulado los gabinetes de Inglaterra, Francia y España con la posibilidad de intervenir en nuestros asuntos y para ponernos en paz, por fuerza
apoderarse de nuestros recursos y pagarse, Inglaterra sus enormes créditos, España sus discutibles derechos y Francia los insignificantes suyos.
Europa, ciertamente, había desdibujado a nuestra nación:
atraso, inmoralidad y abyección eran las palabras preferidas de los
representantes europeos en nuestro medio. Todos ellos llegaban a
la conclusión lógica de intervenir. Así, Dunlop escribía a Inglaterra:
“Para el restablecimiento del orden de cosas, una monarquía constitucional sería la más propia, instaurando un poder central que
consolidase la paz de la nación”. El también inglés Wyke epistolaba:
“Las facciones combatientes luchan por adueñarse del poder, a fin
de satisfacer su codicia o su venganza, entretanto el país se hunde
más y más bajo cada día, mientras la población se ha brutalizado y
desgranado hasta un punto que causa horror el contemplar”.
Pero más “explícito” es Dubois de Saligny, que dice: “Me
parece absolutamente necesario tengamos en las costas de México,
una fuerza material bastante para atender, suceda lo que quiera, a
la protección de nuestros intereses”. En junio exclamó: “El puñal
de los asesinos se dirigía especialmente contra los franceses y los
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alemanes”. El 27 de julio su verborrea era definitiva, tras la suspensión de pagos, categóricamente afirmó: “La población francesa está
unánime en su indignación contra ese gobierno y en su deseo de ver
aplicarle un castigo pronto y ejemplar”.
He allí, amigos, la verdad de la intervención que se avecinaba.
Los pretextos europeos
Aquel, decíamos, era el pretexto para armar la trama. La suspensión de
pagos fue la “unión tripartita” entre los gobiernos de Francia, España
e Inglaterra. ¿Cuál era el monto? Era de 82 316 290.86 pesos. Así: a los
franceses se les adeudaba 1 600 000 pesos de capital más 384 000 de intereses (1% mensual de dos años), deuda que resultaba del discutible crédito con el suizo nacionalizado francés Jekcker (protegido de Saligny);
a Inglaterra 69 994 542 pesos, y a España 9 460 986 pesos y 29 centavos.
España protestaba por la repulsa al Tratado Mon Almonte y la
expulsión de su ministro Pacheco; los ingleses por los robos a los tenedores de fondos de la deuda inglesa y la conducta en Laguna Seca.
México reconocía las deudas reales y pedía tiempo para solventarlas. Su
economía estaba desequilibrada, en la intranquilidad continua por las
asonadas, los golpes de Estado y por las revoluciones fratricidas. Juan
Antonio de la Fuente, quien fungió como ministro de Relaciones, había
estado en las cortes de Inglaterra y Francia, buscando solución a las
reclamaciones, sin mucho éxito porque los planes ya estaban definidos
hacía tiempo.
Las reclamaciones se aglomeraban, dice un documento oficial de
la época, y “mientras las exigencias por indemnizaciones con cantidades exorbitantes sean mayores, tanto menos es la posibilidad de pago”.
El gobierno juarista envió al diplomático con una nota que encontró
oídos sordos en las cortes europeas; en ella decía:
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El señor de la Fuente puede hacer valer religiosidad con que el gobierno
legítimo ha procurado llenar sus compromisos, aun en medio de cuantiosas atenciones de la guerra, que quizás no se habrían prolongado tanto
si los acreedores de la nación hubiesen sido menos exigentes. El gobierno
no quiere, pues, que haya para lo sucesivo, trastornos ni motivos de queja,
y para lograrlo, quiere contar con la cooperación de sus acreedores.
No hubo éxito en las gestiones europeas y Estados Unidos,
por medio de Corwin, ofrecía su “leal ayuda”; un préstamo que
pudiera desbaratar la intervención y que México debía garantizar
con una hipoteca sobre territorios fronterizos y minas, y pagar en
cinco años. Desde luego, tan leal ofrecimiento fue rechazado por
nuestro gobierno.
El plan maquiavélico
Lord Palmerson, jefe del gabinete británico en aquellos años, quería
una institución monárquica en México para contener la expansión
de Estados Unidos. Napoleón III anhelaba otra monarquía, manejada por él, y una porción de Sonora cuyas minas le fascinaban hasta
el delirio. Allí había caído —en 1854, en Guaymas— aquel iluso
aventurero galo, el barón Gastón de Raousset, quien tenía las mismas
ideas que su emperador. Napoleón deseaba “proteger la raza latina,
abrir fuentes a su comercio”, mientras España soñaba con un trono
que evitara la guerra carlista y otros excesos. ¿Y Estados Unidos? Ya
vimos que fueron invitados por los quejosos. Pero en aquellos días,
después del ofrecimiento de Corwin, estaban en guerra civil y permanecieron al margen.
De la Fuente fue recibido el 3 de septiembre de 1861 por el
ministro Thouvenel en una entrevista de tres minutos en la que se
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aprobaba plenamente la aptitud gestora injusta de Saligny. No entendía de explicaciones y amenazaba, junto con Inglaterra, enviar
una escuadra a exigir lo que ellos llamaban sus derechos.
Por fin, el 31 de octubre del mismo año se despejó el panorama. En Londres la maquinación nefasta concretó sus puntos y se
lanzó a la realización de sus planes. Se firmaba el contrato tripartita
que ponía en movimiento fuerzas de mar y tierra de España, Francia e Inglaterra, en el acuerdo signado por Javier Istúriz, Flahuat y
Russel. En términos generales el acuerdo se reducía a unir fuerzas
para efectos de indemnización, protestando solemnemente en el
artículo segundo que “las altas partes contratantes se obligan a no
buscar para sí mismas adquisición de territorio ni ninguna ventaja
particular y a no ejercer sobre los negocios interiores de México,
influencia alguna capaz de menoscabar el derecho que tiene la nación mexicana para escoger y construir libremente la forma de su
gobierno”.
Fueron sólo las palabras, porque ya en Miramar se daban
pasos serios para el establecimiento de una monarquía, con Maximiliano de Habsburgo como emperador. El artículo cuarto de la
convención invitaba a Estados Unidos, pero Seward, ministro de
Estado, respondió que su país prefería mantener la “política tradicional recomendada por Washington que les prohibía entrar en
alianzas con naciones extranjeras”. En noviembre 21, México trataba todavía de arreglar las dificultades. Zamacona, ministro de
Relaciones y el embajador inglés Wyke firmaron un convenio que
rechazó la Cámara. Y todo siguió igual.
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La fuerza con la fuerza
México, tradicionalmente amigo de la paz y de la concordia, para
evitar cualquier acción ofensiva y en su afán de arreglar cordialmente las dificultades, el 23 de noviembre derogó la ley del 17 de
julio de 1861 que suspendía pagos a las deudas extranjeras. Pero fue
una medida tardía para los planes de los gabinetes europeos. Días
después, el 8 de diciembre, apareció en el puerto bullente de Díaz
Mirón, la escuadra española. La intervención era una realidad.
La armada llegó con 11 buques de guerra y casi 6 000 hombres al mando de Joaquín Gutiérrez de Ruvalcaba, quien el día 14
envió un ultimátum al gobernador de Veracruz, Ignacio de la Llave,
exigiendo la entrega de la plaza en un plazo perentorio. El español
ignoraba a ingleses y franceses —de las fragatas Ariadne y Foudré—
quienes estaban en Antón Lizardo y esperaban cumplir los acuerdos
de Londres.
Ignacio de la Llave transmitió las palabras de Ruvalcaba al gobierno federal, al que obviamente, como máxima autoridad, debió
dirigirlas el comandante español. La contestación del Ministerio de
Relaciones fue esta:
Ajeno sería el gobierno de la República dirigirse a un jefe, que salvando las formalidades del derecho de gentes, comienza intimidando a la
entrega de una plaza. El grito de guerra que la nación ha lanzado espontáneamente marca al gobierno el camino que debe seguir, y no será el
presidente el que retroceda delante de una invasión extranjera; con tanta
más razón, cuanto que en el caso, México no hace más que rechazar la
fuerza con la fuerza, usando de su derecho natural e incontestable.
El 17 desembarcaron los españoles y Gasset declaró estado
de sitio a Veracruz. Para entonces los ministros francés e inglés se
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habían retirado de la capital y roto las relaciones con sus países, y
desde luego con España. Al finalizar el periodo del Congreso, el 15
de diciembre, Juárez exclamó en su discurso:
El gobierno espera que en la guerra con que está amagada la República,
se dejará escuchar la razón, la justicia y la equidad, y que antes que con
el poder de las armas, el peligro se conjure con un arreglo justo y equitativo, compatible con el honor y la dignidad de la nación. Pero si así
no fuere, si resultare frustrada esa esperanza, el gobierno empleará toda
la energía que inspira el amor a la patria y la conciencia del deber, para
impulsar al país y defender su revolución y su independencia.
Los tripartitas en Veracruz
Poco después de la ocupación de Veracruz, el 18 de diciembre, Juárez lanzó un manifiesto a la nación, explicando a la luz del derecho y
la verdad, la situación con España, sus reclamaciones económicas y la
invasión acaecida días antes. En ese documento se afirmaba:
El gobierno ha estado y está dispuesto a satisfacer todas las reclamaciones
justas, hasta donde lo permitan los recursos de la nación, bien conocidos
de la potencia que hoy la invade. Sólo a México se le exigen sacrificios superiores a sus fuerzas (…) Si se intentase humillar a México, desmembrar
su territorio, intervenir en su administración política interior, o tal vez
extinguir su nacionalidad, yo apelo a vuestro patriotismo y os excito a que
deponiendo los odios y las enemistades a que ha dado lugar la diversidad
de nuestras opiniones y sacrificando vuestros recursos y vuestra sangre os
unáis en derredor del gobierno y en defensa de la causa más grande y más
sagrada para los hombres y para los pueblos en defensa de vuestra patria.
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En París y Londres, la actitud de Ruvalcaba no era aceptada.
Pero ya sus contingentes armados venían hacia el Nuevo Mundo, a
La Habana donde se había concertado una reunión. El general Juan
Prim, marqués de Los Castillejos y jefe del Cuerpo Expedicionario
Español, salió de Cádiz el 27 de noviembre y llegó a Cuba la víspera
de Navidad. Días después, al mando de Jurien de la Gravière, llegaron 2 000 franceses en 11 embarcaciones; además de 800 ingleses
con siete buques al mando del almirante Milnes, quien fue reemplazado por el comodoro Dunlop.
Francia quería ocupar los puertos del Golfo de México, recibir los derechos aduanales hasta el arreglo de las reclamaciones,
y, de ser posible, avanzar hasta la capital y apoyar las ideas monárquicas. España no aceptaba la candidatura de un príncipe austriaco
e Inglaterra insistía ceñirse al acuerdo tripartita. El 6 de enero del
año siguiente llegaron a Veracruz ingleses y franceses, izando banderas, la francesa en medio, la inglesa a la derecha y la española a la
izquierda. Con ellos llegó Juan Prim, conde de Reus, quien declaró
—dando un paso atrás a las agresivas palabras de Gasset— que no
venían ni a conquistar ni a dominar, sino “a exigir satisfacción de
agravios pasados y a obtener garantías para el provenir”.
El clima empezó a hacer de las suyas en los soldados invasores y mientras unos pedían avanzar hasta Tejería, otros fueron enviados a La Habana. El 13 de enero hubo la primera reunión oficial
de los aliados en que Saligny hacía exigencias fuera de lo acordado,
lo que ocasionó las protestas de España e Inglaterra.
Las bellas frases del engaño
Francia enseñaba su posición desde ese momento: hacía suya la reclamación particular de Jecker, como pretexto para seguir adelante
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en sus propósitos monarquistas, mientras que Wyke y Prim consideraban, y así lo expresaban en su escrito a Russel, “que debían
apurarse todos los medios de conciliación con el gobierno mexicano antes de recurrir a las armas”. El 14 de enero salió la comisión
encargada de presentar el ultimátum en la capital. La comitiva
estaba integrada por el español brigadier Lorenzo Milán de Bosch,
el capitán de la marina inglesa Tatham, el jefe del Estado Mayor Tromasset y algunos agregados más. El 18 de enero escribían a Juárez
melodiosamente:
Tres grandes naciones no forman una alianza para reclamar a un pueblo
a quien afligen males terribles, la satisfacción de los agravios que se les
han inferido; tres grandes naciones se unen, se estrechan y obran en
completo acuerdo para tender a ese pueblo una mano amiga y generosa que lo levante, sin humillarle de la lamentable postración en que se
encuentra. Venimos a ser testigos, y si necesario fuese, protectores de la
regeneración mexicana. Queremos asistir a su regeneración definitiva,
sin intervención alguna en la forma de su gobierno ni en su administración interior. Al pueblo mexicano, por sí solo, con toda libertad, con la
más absoluta independencia y sin la intervención extraña toca el seguir
el camino que mejor le parezca.
Juárez, por su parte, contestó el 23 de enero:
Es muy satisfactorio para el gobierno ver que las intenciones de los aliados
son tan favorables como parecen. El gobierno no cree que se hayan aliado
tres potencias para venir a hacer estériles en un día los heroicos esfuerzos
hechos durante tres años por un pueblo amigo. El gobierno confía en que
los representantes de las tres potencias, en vista del movimiento y de la
gran vida que el gobierno de la Reforma ha procurado a la nación que
antes estaba encadenada a las preocupaciones, se volverán a sus países
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con el testimonio de la realización de la grande obra de pacificación de
México, llevada a cabo en virtud de los principios de libertad y progreso.
La comisión extranjera fue recibida con consideración y se
le contestó que el gobierno invitaba a los delegados a Orizaba
para discutir los problemas con una guardia de 1 000 hombres,
reembarcándose al resto de la tropa. El 29 de enero regresaron los
comisionados a Veracruz, acompañados del ministro Zamacona y
del general Uraga, como intérpretes oficiales. Saligny quería regresarlos con cajas destempladas pero no lo consiguió. Las potencias
firmaron una petición, avanzar hacia Jalapa y Córdoba a mediados
de febrero a causa del caluroso clima.
Los tratados de La Soledad
El gobierno juarista nombró al gobernador de Guanajuato, Manuel
Doblado, ministro de Relaciones, quien el 6 de febrero contestó así
el último escrito tripartita:
Como ignora el gobierno de la República cuál puede ser la misión que
trae a México a los comisarios de las potencias aliadas, tanto más cuanto
que hasta ahora no han dado más que seguridades amistosas pero vagas,
cuyo objetivo verdadero no se hace conocer, no puede permitir que
avancen las fuerzas invasoras, a menos que se establezcan de un modo
claro y preciso las bases generales que hagan conocer las intenciones de
los aliados después de lo cual puedan tener lugar negociaciones ulteriores
con la garantía debida a los importantes intereses que deben discutirse.
En el plan conciliatorio, Doblado cumplía instrucciones presidenciales al decirles:
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El ciudadano presidente me manda que manifieste a vuestras excelencias
que si envían pronto a Córdoba, antes de mediados de este mes, un comisionado para discutir con otro nombrado por el gobierno mexicano, las
bases arriba mencionadas, se dará la orden permitiendo que esas fuerzas
avancen los puntos que se convenga. Establecidos dichos “preliminares”
podría el gobierno sin comprometerse la independencia nacional, conceder un permiso que ahora se mirará como una traición.
Los invasores aceptaron y nombraron a Juan Prim su representante. El 18 de febrero de 1862 llegó hasta La Soledad a entrevistarse con Manuel Doblado, quien, con los de la Fuente y los Lerdo,
firmó un día después el Tratado de La Soledad, que después rompería la unión tripartita. Por su parte, el gobierno en el aspecto
militar había tomado providencia, nombrando como general en
jefe del Ejército de Oriente a Ignacio Zaragoza, cuyos antecedentes
eran magníficos. Algunas entidades en que había dificultades fueron puestas en estado de sitio y se expidió un decreto de pena de
muerte contra quienes vulneraran la independencia y seguridad
de la nación. Pero la esperanza de la desaparición de la guerra y el
rompimiento de la invasión se cifró antes y después de la conferencia de La Soledad, población que hoy lleva el agregado: de Doblado.
Los prolegómenos íntegros
Preliminares de La Soledad, Veracruz, firmados el 19 de febrero de
1862.
Primero. Supuesto que el gobierno constitucional que actual rige en la
República Mexicana ha manifestado a los comisionarios de las potencias
aliadas que no necesita el auxilio que tan benévolamente han ofrecido al
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