1 Presupuestos necesarios para una ciudadanía sexual

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Presupuestos necesarios para una ciudadanía sexual. Indagaciones
conceptuales a partir de un estudio de caso: la Ley de Unión Civil de la Ciudad
de Buenos Aires
Renata Hiller, Grupo de Estudios sobre Sexualidades (GES) –
Instituto de Investigaciones Gino Germani – Universidad de Buenos
Aires/CONICET
Preparado para presentar en el 21ro Congreso Mundial de Ciencia Política
realizado por la Asociación Internacional de Ciencia Política, Santiago de Chile,
Chile, Julio 12-16, 2009.
En los últimos años América latina asiste a nuevos fenómenos sociopolíticos en
los que la politización de la intimidad y la búsqueda de pleno reconocimiento de
las personas LGBT1 encuentran algunas respuestas por parte de los gobiernos
de la región. Políticas públicas como el plan de desarrollo “Medellín Solidaria y
competitiva”, que contempla la creación de espacios de articulación entre el
Estado y los movimientos sociales como el LGBT, o legislaciones novedosas
como la Ley de Identidad de Género que ya obtuvo media sanción en el
Senado uruguayo, señalan un mapa diferente para el activismo de la diversidad
sexual y para todos aquellos interesados en la democratización y
ciudadanización del subcontinente.
Una de las áreas que ha mostrado mayor dinamismo es la del reconocimiento
legal de parejas conformadas por personas del mismo sexo. Desde la sanción
de la Ley de Unión Civil en Buenos Aires a fines del 2002, otras tantas se han
sucedido: en el 2004 en Río Grande do Sul, en el 2006 en Ciudad de México y
poco después en Coahuila, al norte del mismo país. Después llegaría Villa
Carlos Paz, en la provincia de Córdoba, en Argentina y a fines del 2007 se
sanciona la primera Ley de alcance nacional, en Uruguay, con las ”Uniones
Concubinarias”. En septiembre del 2008 los ecuatorianos refrendaron una
reforma constitucional que contempla derechos para las parejas de hecho,
sean conformadas por personas del mismo o distinto sexo. Finalmente, en
enero del 2009 la Corte colombiana amplió la gama de derechos para estas
1
Lesbianas, gays, bisexuales y trans (travestis, transexuales y transgénero). Los individuos
homosexuales (lesbianas y gays) se orientan erótica y afectivamente hacia personas de su
mismo sexo. Quienes se definen como bisexuales manifiestan orientación erótico-afectiva
hacia personas del mismo y otro sexo, o bien dicha nominación intenta cuestionar la existencia
de una orientación sexual fija que sería constitutiva de la subjetividad. Las personas travestis,
transexuales y transgénero no se definen por su orientación sexual sino por la identidad de
género en que se reconocen y quieren ser reconocidas. Dicha identidad de género en el
conjunto de las personas trans confronta los sentidos hegemónicos y la identidad heterónoma
que socialmente se les asigna a partir de sus rasgos biológicos.
Los distintos grupos de la diversidad sexual son valorados socialmente de diversas maneras
según los contextos y momentos históricos. A la vez, las condiciones de vida de quienes
conforman la diversidad sexual no son homogéneas. Las intersecciones de las identidades de
género y orientaciones sexuales con la etnia, la nacionalidad, la clase social, la edad, la
religión, entre otros mecanismos de jerarquización y subordinación deben atenderse en cada
caso (Moreno, 2006: 119).
1
parejas, a las que ya reconocía desde el 2007. Otros Estados de Brasil, como
Río de Janeiro o San Pablo, avanzan con normativas parciales y varios países,
como Chile, esperan el tratamiento de sus proyectos de ley. Todas estas
políticas permiten afirmar que el reconocimiento legal de las parejas
conformadas por personas del mismo sexo es una de las arenas en que se
disputa la ciudadanía sexual en nuestros días en la región. Si bien existe
numerosa bibliografía sobre procesos similares en el resto del mundo, América
latina tiene particularidades que convocan a una crítica teórico política situada
e historizada desde el subcontinente.
Por una parte, el diagnóstico dista de ser plenamente positivo, por cuanto
persisten violaciones a los derechos humanos de personas LGBT, la plena
equidad jurídica no ha sido alcanzada y, si trasladamos la mirada hacia los
derechos reproductivos, la persistente penalización del aborto nos recuerda
que sexualidad y reproducción siguen enlazadas en la región. Por otra parte,
las modificaciones jurídicas alcanzadas dejan abierto el interrogante acerca de
las posibilidades y eficacia de este tipo de reformas en países latinoamericanos
donde las modalidades de intervención estatal y el cumplimiento efectivo de la
Ley son dispares según regiones y sectores sociales.
En lo que sigue, presento algunos hallazgos de mi tesis de maestría en torno al
proceso de sanción de la Ley de Unión Civil de la Ciudad de Buenos Aires.2
Con ellos, pretendo analizar los límites y posibilidades de las recientes
conceptualizaciones en torno a la ciudadanía en general y en torno a la
ciudadanía sexual en particular. Por lo general, en la bibliografía acerca de la
ciudadanía sexual prevalece un énfasis de la interrogación sobre el segundo de
los términos. En algunos casos, la adjetivación “sexual”, sirve para designar los
límites de un sujeto de ciudadanía pretendidamente universal; en otros, la idea
de ciudadanía sexual pretende definir un “corpus” de derechos específicos. En
este trabajo, por el contrario, la pregunta estará centrada en la identidad
ciudadana por cuanto hay elementos de la revisión crítica de esta noción que
considero centrales para una conceptualización de la ciudadanía sexual.
I. La ciudadanía en el centro del debate
La democracia liberal republicana tiene como principio fundante el
reconocimiento de la igualdad de las personas y, por tanto, la universalidad de
la ciudadanía, entendida como membresía a una comunidad política que
2
Dicha ley constituyó la primera legislación de América latina en reconocer los vínculos de
pareja entre personas homosexuales. A partir de entonces, en lo que refiere a la jurisdicción de
la Ciudad de Buenos Aires, quienes suscriban a la Unión Civil, más allá del sexo de los
contrayentes, pueden incorporar a la pareja a la obra social, recibir una pensión, solicitar
vacaciones en el mismo período, pedir créditos bancarios conjuntos y obtener el mismo trato
que los esposos en caso de enfermedad del concubino. La ley no contempla derechos de
adopción conjunta ni de herencia.
Los objetivos de este trabajo de investigación fueron describir y analizar las condiciones locales
y nacionales que rodearon dicha sanción y los actores, argumentos y objetivos sostenidos
durante su debate. Simultáneamente, la tesis pretendió explorar hasta qué punto y de qué
maneras las nuevas formas vinculares que incluyen la diversidad sexual ponen en cuestión las
nociones tradicionales de conyugalidad y redefinen el concepto de ciudadanía en particular en
lo referido a los derechos civiles. Para ello, se utilizó un abordaje cualitativo a través del
análisis de fuentes documentales y entrevistas a actores intervinientes en el proceso de debate
legislativo.
2
garantiza el ejercicio de derechos civiles, políticos y sociales, a la vez que
determina responsabilidades. La condición ciudadana descansa sobre la
noción de individuo e instala una subjetividad política común. Demarca un
campo de intervención estatal, objeto de debate público, y un espacio privado
que se sustrae a dicha mirada e intervención (Arendt, 2004).
Sin embargo, asistimos a un escenario tanto nacional como global en el que
este concepto está siendo reelaborado a partir de la emergencia de diversos
sujetos políticos que lo cuestionan críticamente. Los feminismos y la más
reciente emergencia de movimientos de la diversidad sexual han permitido
vislumbrar el carácter heterosexista y misógino de la noción antropológica
clásica de ciudadano, “sin cuerpo ni sexo” (Young, 1990; Pateman, 1995;
Plummer, 2003; Ciriza, 2007). En términos de Cabral,
A través de la transformación crítica de la subjetividad descorporizada del sujeto
kantiano de la ciudadanía liberal en una miríada de ciudadanos y ciudadanas
corporizados/as, y de la identificación del sesgo genérico que atraviesa y
constituye los espacios públicos y privados, fue posible para la teoría política
feminista avanzar hacia el desmantelamiento de la homologación tradicional
entre masculinidad y universalidad, y su traducción habitual en formas o bien
institucionalizadas o bien invisibilizadas de desigualdad (Cabral, 2003: 1).
Las temáticas de género, sexualidad y familia se plantean como asuntos
públicos en un doble sentido: por una parte, como resultados de la intervención
de diversas fuerzas e instituciones sociales y políticas, así como de las ideas
hegemónicas de cada época (Butler, 2000; Foucault, 2002); y por otra parte,
como asuntos que deben ser discutidos en el espacio público con miras a
alcanzar políticas públicas que garanticen el ejercicio de los derechos.
En nuestro país a partir de la recuperación democrática, y más generalmente
también desde los años ochenta a nivel mundial, varios movimientos sociales
(entre ellos, los de la diversidad sexual) plantean sus demandas en términos de
ciudadanía (Richardson, 2000: 256). Emerge así la noción de ciudadanía
sexual que pretende reunir los análisis que señalan las múltiples intersecciones
entre sexualidad y ciudadanía en las democracias modernas. Si bien no existe
hasta el momento una definición unívoca del término y algunos señalan que se
trata de un concepto en construcción (Cáceres, Frasca, Pecheny y Terto, 2004:
5), considero que pueden reconocerse dos líneas principales en su
caracterización:
En algunos casos, la adjetivación “sexual”, sirve para designar los límites de
una ciudadanía pretendidamente universal. Así, la idea de que existiría una
ciudadanía sexual pone de relieve las condiciones desiguales de acceso a
derechos y status ciudadano en función de la orientación sexual y el género. En
esta línea, pueden a su vez distinguirse dos vertientes: aquella que centra su
análisis en sujetos cuya ciudadanía se encuentra devaluada (y entonces el
mote de ciudadanía sexual pareciera referir exclusivamente a mujeres y/o
sexualidades disidentes que se movilizan en pos de demandas específicas
referidas a derechos sexuales); mientras que otros señalan que toda
ciudadanía es ciudadanía sexual, sin apelar a un conjunto específico de
sujetos, por cuanto el status de ciudadanía mismo siempre supone algún
conjunto de características de los miembros de la comunidad política en cuanto
a su sexualidad (consultar por ejemplo: Bell y Binnie, 2000; Moreno, 2006).
3
En otros casos, la idea de ciudadanía sexual se integra al esquema tradicional
de Marshall (1998), para referir a derechos - diremos “de cuarta generación”en donde se contemplarían un conjunto de demandas vinculadas a la
sexualidad de las personas. En esta segunda acepción, más que hacer
referencia a los límites sexuados del concepto de ciudadanía, lo que se intenta
es abrir su espectro de derechos básicos.
En lo que sigue presento algunas limitaciones de una versión restringida de
ciudadanía sexual. En primer término, cuestiono la circunscripción de la
ciudadanía sexual al ámbito de la intimidad. Para ello, reviso los discursos
discursos legislativos en torno al Proyecto de Unión Civil. Así será posible
reconocer elementos comunes entre quienes rechazaban y quienes pretendían
sancionar la ley. En segundo término, interrogo acerca del sujeto de derecho
que supone una versión limitada de ciudadanía sexual. Finalmente, postulo
algunas conclusiones que pueden extraerse de lo anterior, a fin de consolidar
elaboraciones en torno a la ciudadanía sexual que permitan inscribir las
políticas sexuales en una perspectiva democrática y emancipadora.
II. El fuero de la ciudadanía sexual
Tanto en el pensamiento liberal como en las teorías contractualistas en
general, existe una escisión de toda la vida social en las esferas pública y
privada, que se corresponde con un doble carácter del individuo: el ciudadano
es considerado la figura jurídico-política que suprime sus rasgos particulares en
pos de la constitución de lo común. Especialmente en Rousseau se distingue
este doble carácter de la persona: un sujeto público (ciudadano) que se
constituye en conjunto con otros, guiado por la razón, por una parte, y por la
otra, el hombre privado que preserva para sí y su ámbito doméstico aquellos
rasgos de su individualidad (considerada ésta como la base original y propia de
cada persona) (Rousseau, 1993: 17-20).
Este pensamiento fue criticado tanto desde la teoría marxiana como desde los
feminismos. En el caso de Marx, ya desde La Cuestión Judía critica la filosofía
liberal por la preponderancia dada al individuo privado (burgués) y su
imposibilidad de reconocer al ser humano como ser social. Señala que las
desigualdades entre los hombres, lejos de mantenerse ajenas al espacio
público, constituyen el fundamento del Estado burgués (Marx, 1998: 48).
Desde los feminismos se ha denunciado el carácter político del ámbito privado
(Young, 1990; Pateman, 1995), señalando algunas consecuencias de la
división entre estas esferas: la circunscripción de lo político exclusivamente a la
esfera pública ocupada predominantemente por varones, resultó en una
descalificación de las mujeres y las actividades por ellas realizadas en el hogar
o en el entorno familiar. Esta escisión remitió una serie de asuntos (como los
vinculados a la sexualidad) al ámbito privado y por lo tanto, no factibles de
tratamiento estatal ni incluso relevantes para la discusión en la esfera pública
(Brown, 2008).
Entre las distintas aproximaciones conceptuales al vínculo entre sexualidad y
ciudadanía, sobresale el intento de Plummer (2003) y su concepto de
ciudadanía íntima: “el concepto de ciudadanía íntima examina derechos,
obligaciones, procesos de reconocimiento y de respeto referentes a las esferas
4
más íntimas de la vida”. Bajo este rótulo, Plummer pretende referir a cuestiones
tales como el uso de las tecnologías reproductivas y de transformación
corporal, las discusiones públicas en torno a sexualidades no procreativas, las
nuevas formas de familia (desde la aceptación del divorcio a las familias
monoparentales o la adopción y crianza por parte de gays o lesbianas), las
identidades transgénero y otras. La idea de ciudadanía íntima pretendería dar
cuenta de dicha politicidad del espacio privado o, en otros términos, hacer
carne de aquel postulado feminista “lo personal es político”.
Sin embargo, la misma definición de estos asuntos como propios de la
íntimidad coartan su debate público y, más aún, acciones estatales percibidas
como necesarias por sectores sociales interesados. En el caso de la Ciudad de
Buenos Aires, veremos que la remisión al ámbito privado de los asuntos
vinculados con la sexualidad, o bien corre el riesgo de desestimar su
tratamiento público, o invierte la tradicional fórmula liberal (de preservación del
espacio privado a la intervención estatal), protegiendo ahora el espacio público
de los “vicios privados”.
Al analizar el debate legislativo en torno a la Ley de Unión Civil llama la
atención que la referencia a la privacidad de los actos a legislar fuese tanto
motivo de defensa de la ley como un argumento para descartarla. La
caracterización de la sexualidad como un elemento íntimo, individual y privado
de cada persona fue compartida por legisladores de una y otra posición
respecto de la ley.
La sexualidad es un componente importante, positivo e inalienable de la
persona que se desarrolla a lo largo de la vida y se transforma en una
exigencia de libertad (Comunidad Homosexual Argentina, 2001: 7).
Esto no significa alentar ninguna forma de discriminación basada en la
orientación sexual, porque el plan de vida de cada uno está protegido por el
artículo 19 de la Constitución Nacional (…) una cosa es respetar una
preferencia, un modo de vida, y otra es asignarle determinadas
consecuencias jurídicas que fueron elaboradas a lo largo de infinidad de
generaciones para otro tipo de relaciones (Despacho en minoría, Diputado
Enríquez, p. 402).3
Entre algunos propulsores de la sanción de la ley, como entre aquellos que la
combatían, existe una comprensión común de la sexualidad entendida como un
dominio autónomo y separado de otras áreas de la vida social, definida
fundamentalmente a partir de la naturaleza psicofísica de cada persona.
Para aproximarnos al análisis de los discursos que
la esfera privada, considero pertinente apelar a las
propuestas por Nancy Fraser para analizar los
capitalismo tardío. Al analizar la importancia
necesidades” como un idioma en el que se dirime
enmarcan la sexualidad en
herramientas conceptuales
conflictos políticos en el
del “discurso sobre las
el conflicto en las actuales
3
Todas las transcripciones son citas textuales del ACTA de la 33ª SESION ORDINARIA de la
Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires – Versión Taquigráfica Nro. 55. 12 de
Diciembre de 2002. Entre paréntesis se indican el o la Diputada autora de la frase y el número
de la página en que se encuentra en dicha versión. Los fragmentos tienen carácter ilustrativo y
no pretenden agotar los discursos de los mencionados ni tampoco dar a entender que estos
diputados sean los únicos que se pronunciaron en dichos sentidos.
5
condiciones sociopolíticas, la autora nomina como discurso de “reprivatización”
a aquel que combate la politización de nuevas necesidades (Fraser, 1990:
209).
Entiendo por “reprivatización discursiva” la despolitización de asuntos que en
algún momento pasaron a reclamar atención pública. Se trata de una
reprivatización en el ámbito discursivo ya que no necesariamente conlleva a un
repliegue del accionar estatal. Entiendo por “reprivatización institucional” el
desmantelamiento de servicios y derechos sociales y la desregulación o no
intervención estatal sobre asuntos que pasan a ser definidos como privados.
En muchos casos se trata de tópicos cuya politicidad es controvertida; pero en
otros la reprivatización responde a una corriente más general de abandono del
Estado de zonas de intervención. La reprivatización institucional puede ir de la
mano con la reprivatización discursiva, o puede pretender legitimarse desde
otro discurso (como el tecnocrático privatista o el que apela a la reducción del
gasto público). Si bien Fraser refiere como un proceso simultáneo la
“reprivatización institucional” y la “reprivatización discursiva”, considero que son
dos instancias que pueden darse de manera separada. Para el caso de la
Unión Civil, se reconocen dos discursos diferentes: uno que apela la
reprivatización discursiva, a favor de la Ley, y otro en contra, que pretende la
reprivatización tanto discursiva como institucional.
Entre los discursos favorables a la Unión Civil, algunos de ellos consideraron a
la sexualidad dentro de la esfera de la vida íntima de las personas, como un
asunto privado irrelevante para el tratamiento público. Por ello, y dando por
sentada la existencia de derechos para parejas heterosexuales, justificaron la
necesidad de una ley de este tipo a partir del criterio de imparcialidad e
igualdad ante la ley. Si la sexualidad no tiene ninguna relevancia en los asuntos
públicos, los derechos derivados de la conyugalidad debieran ser extensivos a
cualquier pareja, más allá de la orientación sexual de sus miembros.
La relevancia de proyectos como el que se analiza radica en el impacto que
tiene las regulaciones de la conformación de la vida afectiva sobre los planes
de vida de las personas. En efecto, este aspecto de las relaciones humanas
constituye parte esencial de la autonomía personal y por lo tanto la
intervención del Estado en su regulación debe ser extremadamente
cuidadosa (Martín Böhmer, Decano de la Universidad de Palermo, en
Universidad de Palermo, 2001).
La orientación sexual de cada persona y la elección que cada individuo
realiza a la hora de constituir sus relaciones afectivas, se encuentra
claramente comprendida dentro de las acciones que no afectan derechos de
terceros, y por lo tanto, no puede ser juzgada por el Estado (…) el Estado
debe adoptar una postura imparcial frente a las diversas elecciones que
realizan los individuos en ejercicio de su libertad, y garantizar a todos, sea
cual fuere esta elección, el mismo trato, y los mismos derechos y beneficios
(Dip. Caram, p. 458).
Desde este grupo de propulsores de la ley, la sexualidad y sus elementos
asociados (orientación sexual e identidades de género) forman parte de los
elementos inalienables del individuo. El carácter individual y privado de la
sexualidad no es puesta en entredicho. Opera lo que denominé una
“reprivatización discursiva” de la sexualidad. Según el argumento, de tener las
parejas algún tipo de regulación estatal, ésta no debería distinguir respecto de
6
la orientación sexual de los miembros de las mismas, ya que la orientación
sexual (como un elemento de la sexualidad) interviene sobre prácticas que
están confinadas dentro del ámbito de la privacidad. Por lo tanto, el Estado,
respetando el principio de igualdad y la distinción público privado, debe
limitarse a garantizar la esfera íntima para todos los ciudadanos.
Mientras tanto, en el conjunto opositor a la Unión Civil también se esgrimió el
argumento de la privacidad. Pero en este caso la intimidad de los actos sobre
los cuales se pretendía legislar negaba la necesidad de una normativa sobre el
asunto.
La ley social, entonces adopta una posición de neutralidad y de respeto ante
conductas sexuales que por su cierta estabilidad pueden denominarse como
uniones sexuales libres. De manera alguna pueden establecerse derechosdeberes recíprocos propios del derecho familiar matrimonial, sin
desnaturalizar la misma unión de hecho. Establecer recaudos legales o
administrativos o jurisdiccionales para el surgimiento de una unión de hecho
heterosexual u homosexual, es herir de muerte la esencia de libertad que
caracteriza las mismas (Inserción al debate del Dip. Crespo Campos).
Las personas con orientación sexual hacia el mismo sexo deben ser tratadas
con respeto y consideración, pero sin que ello signifique aprobar la
exteriorización de la problemática mediante un ordenamiento jurídico que
conduce a errores conceptuales, filosóficos, biológicos, legales y sociales
(Diputada López de Castro, p. 471).
Desde esta postura, que llamaré de “reprivatización institucional”, la sexualidad
forma parte de la esfera íntima de los individuos, compuesta por elementos
superfluos (“estilos de vida”, “preferencias”) que no merecen atención estatal.
Las parejas homosexuales (contempladas dentro de la órbita de la intimidad)
no requerirían de regulación estatal y se integran a los sectores tolerados de la
sociedad. Desde esta perspectiva, prestar atención a las variaciones que se
dan en el ámbito íntimo sería o bien una medida intrusa, o bien un “exceso”
respecto del igual tratamiento estatal. En esta línea señalan Aczel, Pechín y
Rapisardi:
El Estado permite ciertas prácticas privadas a las que no les otorga ni les
otorgaría otro tipo de estatuto. En otras palabras, las leyes autorizan y
fomentan modos específicos de socialización al reconocer sólo ciertos tipos
de vínculos (…) En este sentido, la igualdad ante la ley se vuelve una
prescripción: si se elige desatender las reglas preestablecidas, alejarse del rol
social que se debe jugar en relación al sexo y/o género, el Estado no tendría
ninguna razón para reconocer derechos diferentes, que se traducen en
posibilidades de acción diferentes, a ciertos individuos frente a otro/as que lo
asumen y lo cumplen como lo marca la ley (lo que está leído en términos de
compromiso hacia los demás) porque esto sería un modo del “privilegio”. La
diferencia, desde esta perspectiva, se percibe y es mostrada como un
“exceso” frente a la “igualdad” que las leyes deben hacer cumplir (Aczel,
Pechín y Rapisardi, 2003: 5).
Al revisar estos discursos, tanto a favor como contra el proyecto de uniones
civiles, se reconoce un sustrato común respecto del modo de entender la
sexualidad: ambas posturas se adecuan a aquello que Halperin denominara el
“dispositivo de la sexualidad”. Desde una matriz foucaultiana, el autor entiende
7
que la sexualidad, lejos de pensarse como un hecho natural o como un
elemento inamovible de la eterna gramática de la subjetividad humana, debe
ser entendida como un dispositivo de la modernidad que efectúa tres procesos
simultáneos: 1) la sexualidad se inscribe a sí misma en el campo de la
naturaleza psicofísica humana, 2) la sexualidad se define a sí misma como un
dominio exclusivo y separado de otras esferas de la vida personal y social, 3) la
sexualidad genera la identidad sexual proveyéndonos de una naturaleza sexual
individual (Halperin, 1993: 417).
Desde esta perspectiva, la sexualidad sería un “producto moderno”. Tal como
sucede con la economía, la política u otras esferas emergentes del “arte de la
separación” del liberalismo (Walzer, 1989), aquello que entendemos por
sexualidad no habría existido como un dominio autónomo con antelación a la
modernidad. Bajo este dispositivo, la sexualidad se anudaría a una supuesta
naturaleza psicofísica que sería independiente de la cultura. Ello otorga a la
sexualidad características de inmutabilidad, ahistoricidad y objetividad,
ubicándola por fuera del devenir histórico y las transformaciones sociales.. A su
vez, la sexualidad se inscribiría en cada uno de los individuos, designando en
cada caso una identidad sexual. Si dicha identidad viene dada por la
naturaleza, el sexo de cada persona también sería objetivo, perdurable e
independiente de los fenómenos sociales. El sexo sería la “verdad última” que
hace inteligibles a los individuos, proveyéndolos de una identidad sexual
(Foucault, 2002).
Este dispositivo, por tanto, ubica la sexualidad en el terreno de lo natural e
individual, y en dichos movimientos, solapa tanto los mecanismos de poder que
le dan origen, como las consecuencias políticas que se derivan. El dispositivo
de la sexualidad restringe, por ejemplo, la puesta en cuestión del paradigma
biomédico que lo sostiene. Y en un sentido más general, este dispositivo coarta
la politización de asuntos vinculados a la sexualidad e impide conceptuar los
asuntos sexuales como asuntos políticos, resultado de intervenciones sociales
y por lo tanto, materia de disputa y transformación.
Esta comprensión de la sexualidad es una de las pistas que puede explicar por
qué pudo sancionarse en la Ciudad de Buenos Aires una ley como la de Unión
Civil, mientras que paralelamente se penalizaba a travestis y mujeres en
situación de prostitución a través del Código Contravencional.4
4
El Código Contravencional, porteño, creado en 1998, surge en reemplazo de los Edictos
Policiales que eran la legislación para-legal y complementaria al Código Penal de aplicación
local. El primer Código Contravencional eliminó figuras tales como “la prostitución” y “llevar
prendas del sexo contrario”, creando un clima de libertad inédito para las travestis y mujeres en
situación de prostitución que de esa manera veían concretizado el espíritu garantista de la
Constitución porteña. Sin embargo, pocos meses después se hicieron las primeras reformas a
dicho Código por ser considerado demasiado permisivo a ojos de los sectores conservadores
de la Ciudad. Se introdujo el artículo 71 y con él, la prostitución callejera pasó a ser tolerada,
pero de manera reglamentada. En 1999 se modifica nuevamente este artículo penalizando la
oferta y demanda de sexo. Posteriormente, en el año 2004, una nueva modificación del Código
Contravencional que restringe aún más el uso del espacio público genera el repudio de
vendedores ambulantes, mujeres en situación de prostitución, organizaciones LGBT, feministas
y organismos de derechos humanos. En una manifestación quince personas fueron detenidas y
encarceladas hasta 14 meses acusadas por los actos de violencia ocurridos (Fernández y
Berkins, 2005).
8
Tradicional e históricamente, la escisión público privado dio lugar a políticas de
tolerancia que permitieron preservar de la intrusión estatal elementos de la vida
considerados privados (religión, moral, sexualidad). Sin embargo, en los
debates actuales en torno a la prostitución callejera pareciera operarse una
inversión: la intimidad de la sexualidad se presenta más como un imperativo
que como una realidad conceptual. Se trata ahora de proteger el espacio
público (pretendidamente despojado de sexualidad) de las expresiones
disruptivas que debieran mantenerse ocultas en el ámbito privado o, al menos
en “zonas rojas” específicamente delimitadas.
Luego del análisis de la Unión Civil no puede decirse que los sentidos
hegemónicos en torno a la sexualidad hayan sido puestos en cuestión. La
remisión de la sexualidad al campo de la intimidad posibilita sancionar leyes de
este tipo, al no alterar el statu quo heteronormativo. Es este carácter privado el
que precisamente se pone en cuestión al debatir sobre expresiones públicas de
la sexualidad, como es el caso de los asuntos en torno a los usos del espacio
público. De allí que remitir el fuero de la ciudadanía sexual al ámbito privado
deje en suspenso las preguntas acerca de las expresiones públicas de dicha
“intimidad”.
III. El sujeto de la ciudadanía sexual
La remisión de la sexualidad al ámbito de la intimidad corre el peligro a su vez
de colocar la sexualidad en el esquema de un sujeto autónomo solipsista. Esto
es: la presunción de que existirían en el campo de lo social individuos
configurados autónomamente.
Algo de esta comprensión subyace a los argumentos que reclaman el
reconocimiento de identidades devaluadas. En esta perspectiva, el
menosprecio de ciertas expresiones de género o sexualidad implicarían actos
de violencia en tanto las mismas corresponderían a un sustrato muy elemental
y profundo de la identidad de las personas, dado por la sexualidad. De allí que
varias de las propuestas en torno a la ciudadanía sexual hagan énfasis en este
carácter fundamental de la sexualidad para la definición y constitución de la
identidad y por lo tanto, su necesario reconocimiento social.
Siguiendo la trayectoria foucoltiana, esta noción de la sexualidad como el
“verdadero secreto” e identidad profunda del ser humano es parte de la
producción de aquel dispositivo de la sexualidad que refiriese previamente. Sin
pretender realizar en este trabajo un estudio crítico genealógico de esta noción,
sí me interesa señalar algunas limitaciones que dicha comprensión del sujeto
entraña para la teoría y la práctica políticas.
Específicamente, situar la sexualidad en el terreno de la intimidad y colocarla
como la verdad última del individuo olvida la dimensión social en la
construcción de la propia sexualidad, así como la existencia de un orden sexual
estructurado socialmente (Rubin, 1989). Esto es, la presencia de una
jerarquización socio cultural de roles, prácticas e identidades sexuales que son
consideradas legítimas o ilegítimas de acuerdo a las distintas sociedades y
momentos históricos. Colocar la sexualidad en el fuero íntimo, omitiendo su
constitución social e intersubjetiva, entraña por tanto el peligro de renaturalizar
dicho orden, suponiéndolo único e inmutable.
9
A la vez, colocar los asuntos vinculados con el género y la sexualidad en el
fuero íntimo y privadísimo de las personas solapa los procesos por medio de
los cuales las identidades en general (y no ya solo las sexo genéricas) son
constituidas. A este respecto, vale traer a consideración algunas reflexiones en
torno a lo social y las identidades sociales.
Tanto Castoriadis como Laclau refieren a la constitución discursiva de la
sociedad, indicando que es la trama de significaciones lo que la conforma y
mantiene unida (Castoriadis, 1986 y 1996; Laclau 1985). En dicha constitución,
no hay fundamentos preexistentes (como algún sustrato biológico) o
estructuras cuya lógica sea anterior a la que se articula hegemónicamente. La
hegemonía, por tanto, tiene que ser entendida como un acto de construcción
radical (Laclau, 1990: 46), tanto de las formas históricas concretas que asume
la sociedad, como de los agentes sociales que en ella operan (Laclau, 1985:
21).
Las sociedades pueden ser entendidas como juegos de lenguaje en la
perspectiva wittgensteniana: son sistemas de interpretación del mundo.
Wittgenstein analoga lenguaje a “formas de vida”.5 Bajo esta óptica, el lenguaje
es un correlato o figura del mundo (§ 96). Por esto no debe comprenderse, sin
embargo, que el lenguaje sea una mediación (significativa) del mundo que
tendría existencia independiente del mismo, sino que “Los conceptos:
proposición, lenguaje, pensamiento, mundo, están en serie uno tras otro, cada
uno equivalente a los demás” (§ 96, el resaltado es mío). Así, si tal como refiere
Castoriadis, cada sociedad define cuáles son las preguntas formulables y
cuáles en cambio resultan imposibles mental y psíquicamente (Castoriadis,
1996: 3), Wittgenstein lo plantea en términos de que “lo que, aparentemente,
tiene que existir, pertenece al lenguaje” (§ 50, el resaltado es del autor).
El elemento que incorpora Laclau, recuperando la tradición gramsciana, a esta
formulación es que aquel “magma de significaciones” (en palabras de
Castoriadis) tiene como principio articulador la hegemonía. Así, al elemento de
arbitrariedad (en el sentido de no necesariedad) que reconociera Castoriadis en
lo social, Laclau incorpora la dimensión del poder. La sociedad encuentra su
principio de articulación en la hegemonía porque lo social es un campo
atravesado por antagonismos, y por lo tanto, la sedimentación de una
determinada forma histórica implica la supresión o represión de fuerzas
antagónicas que pudieran encauzarla en otro sentido.
Los antagonismos sociales, desde esta perspectiva, no tienen que ser
entendidos como negatividades internas - que pudieran integrarse a un
movimiento dialéctico como el hegeliano-, sino que se ubican de manera
específica: por una parte, son contradicciones interiores al discurso; a la vez
que se ubican por fuera de lo social, constituyendo más precisamente su límite:
el exterior constitutivo (Laclau, 1990). La noción de un “exterior constitutivo”
que es interno al discurso sirve aquí para señalar la doble acción de los
antagonismos: por una parte, sirven a la constitución y definición del espacio
social, brindando una identidad con límites precisos; por la otra, bloquean la
posibilidad de cierre de ese espacio social, mostrando el carácter contingente
5
Wittgenstein, 1999. (§ 19, § 23).De aquí en adelante, las referencias numéricas de los pasajes
de esta obra se insertan directamente en el texto entre paréntesis acompañados por su signo
§).
10
de toda objetividad. De allí que la dislocación sea el nivel ontológico primario de
constitución de lo social.
La hegemonía es un acto de construcción radical también de los agentes que
juegan en el espacio social. Lejos de pensar los actores y las identidades como
entidades monolíticas anteriores a la construcción de lo social, son ellos
mismos a la vez agentes y resultado de las formas históricas que asume una
sociedad. Castoriadis señala que “la institución [de la sociedad como todo]
produce individuos” (Castoriadis, 1986: 3, el resaltado es mío). Sin embargo,
esta fórmula que en principio podría remitirnos a un cierre y a un determinismo
de lo social sobre la agencia, se complejiza al entender que dicha producción
nunca es acabada, ya que es imposible fijar con precisión tanto las relaciones
entre las distintas identidades, como las identidades mismas. Nuevamente, si la
hegemonía es el principio de constitución de las identidades, esta afirmación
implica a su vez otras dos correlativas: por una parte, que toda identidad es
poder; por la otra, que toda identidad es incompleta, dislocada. Si las
identidades se conforman de manera relacional, en tanto una identidad llega a
constituirse como tal, su provisoria objetividad indica un acto de poder: la
capacidad de haber reprimido aquello que la amenaza. Lo que resulta excluido
queda a su vez subordinado. O en términos de Derrida, “marcado” frente a un
singular que se esencializa.
Sin embargo, decimos que se trata de una objetivación siempre provisoria por
cuanto aquello que la define relacionalmente hace a sus condiciones de
existencia, a la vez que la socava. Toda identidad se define frente (y gracias) a
una fuerza antagónica que funciona como exterior constitutivo. Es este exterior
constitutivo el que bloquea la capacidad de las identidades para afirmarse
como estructuras objetivas esenciales. Así, la necesidad (de una identidad
suturada) y la contingencia (de esa misma identidad amenzada) son fronteras
que se desplazan constantemente.
Finalmente, si dijera previamente que la dislocación es el nivel ontológico
primario de constitución de lo social, esto conlleva a su vez que los agentes
sociales no son externos a ese proceso. Los sujetos y las identidades que se
constituyen en el espacio social no pueden ser entonces pensados como
momentos de una estructura plenamente constituida, sino como el resultado,
como sujetos dislocados, que muestra la imposibilidad de arribar a una
estructura tal. De este modo, las identidades que se conforman en el espacio
social se constituyen de manera relacional y dinámica, por lo que no son
estáticas ni atribuibles a un sujeto preconfigurado o con componentes
“naturales”.
De modo análogo, estos elementos deben ser puestos en consideración al
evaluar y proponer medidas tendientes al reconocimiento de las expresiones de
género y sexualidad devaluadas socialmente.
Esencializar ciertas identidades como “mujer”, “gay” (tanto como “trabajador”,
“clase obrera” o “nativo”) si bien puede resultar fructífero en pos del
establecimiento de ciertas políticas públicas, corre riesgos de naturalización y
objetivación. Naturalización por cuanto aquella subordinación que pretendiera
remediarse pasa a ser comprendida como un elemento propio de la identidad
devaluada y no como resultado de relaciones de poder. Así, políticas hacia “la
mujer” (por ejemplo en materia de prevención y castigo del abuso sexual)
11
pueden terminar reificando y victimizando esa posición de sujeto, si no se
cuestionan simultáneamente los motivos por las cuales ciertas personas se
encuentran en relaciones de poder asimétricas que habilitan el abuso (Brown,
2000).
Asimismo, suponer que los individuos pertenecen a categorías de personas de
manera esencial, conlleva el riesgo de objetivar las identidades, suponerles
entonces determinadas necesidades e invisibilizar configuraciones
heterogéneas. A este respecto, vale ilustrar nuevamente con el debate en torno
al reconocimiento legal de las parejas homosexuales. Tanto en Argentina como
en el resto del mundo, este asunto ha generado críticas no solo por parte de
sectores conservadores, sino también dentro del propio campo LGBT o de la
diversidad sexual.
Algunas de los cuestionamientos LGBT se nutren por ejemplo de las
elaboraciones que el feminismo ha hecho del matrimonio, conceptuado como
una institución patriarcal que perpetúa las jerarquías entre los géneros y
establece patrones moralizantes. El deseo de matrimonio por parte de las y los
homosexuales implicaría la devaluación de las virtudes de una comunidad gay
lésbica que otrora se habría sustraído a los estándares tradicionales, y que
incluso los habría combatido. Desear el matrimonio supondría, desde esta
perspectiva, aceptar y conformarse de acuerdo a aquellos estándares. A la vez,
en estas críticas se superpone muchas veces una postura distante (anarquista
o liberal radical) respecto del Estado:
El matrimonio, tal como existe hoy, es antitético con mi liberación como
lesbiana y como mujer, porque constriñe mi vida y mi voz en la tendencia
hegemónica. No quiero ser reconocida como “Señora-atada-a-no-séquién”. Tampoco quiero darle al Estado el poder para regular mis
relaciones personales (Paula Ettelbrick, citada en Clarke y Finlay,
2004:20).
A los fines de este trabajo y en sintonía con el debate en torno a las
identidades y el sujeto de la ciudadanía sexual, pretendo resaltar uno de los
señalamientos principales que se realizan desde las voces críticas del
movimiento LGBT: tras el reclamo de reconocimiento de las parejas del mismo
sexo se esconde el peligro de generar nuevas exclusiones en el campo de la
diversidad sexual.
Efectivamente, entre las sexualidades LGBT hay arreglos conyugales variados,
cohabitaciones diversas y aspiraciones y deseos heterogéneos. Ante ellos, la
pregunta sería “¿qué sucederá con aquellas eróticas que no repliquen el
modelo heterosexual?” Son varios las y los académicos y activistas que indican
la progresiva demarcación entre un modelo gay “respetable”, monógamo y
deseoso de participar de la cultura hegemónica, que sí se constituiría en sujeto
de derechos; y un modelo “raro/desviado” (indefinido, polígamo o célibe) que se
mantiene tras el cono de sombras de la legalidad del matrimonio gay. Desde
esta perspectiva, el reconocimiento estatal de las parejas homosexuales no
sería una victoria para la totalidad de la diversidad sexual, sino a lo sumo un
avance para un pequeño sector de la misma, cuando no (señalan las voces
más críticas) un retroceso del conjunto (ver por ejemplo Bell y Binnie, 2000:
26).
12
Las demandas y necesidades de las personas se plasman en iniciativas de los
movimientos sociales a los que adscriben. Pero también es cierto que las
identidades se conforman en el espacio social y por lo tanto, los cambios en
dichos movimientos alteran también sus componentes, privilegiando
determinados sujetos de los que el movimiento se pretende representativo. Así,
las posibles transformaciones del campo de la diversidad sexual impactan
significativamente en los modos de ser gay, lesbiana, bisexual o travesti.
En el caso de la Unión Civil, los posibles beneficiarios de esta iniciativa son
aquellas personas que hagan pública su orientación sexual y sus vínculos de
pareja. Eso circunscribe sus destinatarios aun entre las y los homosexuales, en
vistas de las particularidades (y dificultades) que asume la visibilidad en las
identidades gay lésbicas en nuestro país (Pecheny, 2002; Sívori, 2005). En
este sentido se pregunta Carlos Figari (2006):
Aun suponiendo que por una excelente política de lobby, oportunidad
circunstancial o demagogia modernizante de los políticos (…) se aprobara
una ley de unión civil con alcance nacional, cuales serían las posibilidades
de ejercicio de tal derecho. ¿Cómo podrían unirse civilmente dos personas
del mismo sexo si no podrían por ejemplo convivir sin la persecución de su
comunidad, lo que de hecho invalidaría la facticidad de tal institución?
Nuevamente se presenta así la paradoja latinoamericana entre lo
institucional y lo cultural.
A ello se suma que los beneficios derivados de este tipo de reconocimientos compartir la obra social, tomarse vacaciones en el mismo período, heredar (en
los casos que está contemplado)- son plausibles de ser aprovechados por
quienes cuenten con empleos estables dentro del mercado de trabajo formal.
Bien sabemos que estas no son características que puedan darse por sentadas
en nuestros territorios…
Reducir las necesidades de reconocimiento de gays y lesbianas a la exigencia
de matrimonio invisibiliza otros tipos de arreglos conyugales y vínculos
afectivos, así como otras condiciones (la clase social, el lugar de residencia, el
género) que conforman e intersectan la “identidad sexual”.
VI. De vuelta sobre la ciudadanía sexual
Si la ciudadanía sexual pretende poder funcionar como un imaginario social y
como horizonte de articulación de demandas, son varias las consecuencias que
del análisis anterior pueden extraerse:
-
La perspectiva desarrollada en torno a la comprensión de lo social y las
identidades sociales se concierta con estudios desarrollados desde las
ciencias sociales sobre sexualidades. Específicamente, en trabajos
deudores de la obra de Foucault (2002) que parten de concebir a la
sexualidad como un conjunto de dispositivos sociales regulatorios de los
cuerpos organizada a partir de la institucionalización de la
heterosexualidad como categoría universal, coherente, natural, fija y
estable (Butler, 1999; Halperin, 1993). Las identidades “mujer”,
“lesbiana”, “gay”, “travesti” (y la lista podría seguir) no son entidades que
puedan definirse a partir de un conjunto de atributos biológicos (la
genitalidad, información genética u otros) ni exclusivamente a partir de
13
ciertas prácticas (mantener relaciones sexuales con unas u otras
personas); sino que las mismas se definen, principalmente, a partir de el
lugar que ocupan en un determinado orden hegemónico definido por la
heterosexualidad reproductiva, que es elevada al rango del universal no
marcado que opera como patrón de prácticas y relaciones sexuales,
estructuras familiares e identidades.
De este modo, la ciudadanía sexual no es una identidad que pueda
arrogarse un conjunto de individuos en función de su sexo, género u
orientación sexual, sino por el contrario, un término que pretende
impugnar estas mismas clasificaciones, señalando el carácter
contingente de las mismas. La ciudadanía sexual puede funcionar así
como una fuerza antagónica que dispute aquel orden hegemónico
existente que le da identidad a los mismos sujetos subordinados que
pretende representar.
-
La ciudadanía sexual no puede definir o arrogarse a priori un conjunto
de derechos prefijados. Por el contrario, la relación que establezca con
otras identidades políticas hará a su contenido en contextos y
circunstancias específicas. Movimientos anclados en la demanda de
derechos sociales pueden articularse con las demandas de ciudadanía
sexual en lo que atañe, por ejemplo, al acceso a un ingreso básico
ciudadano que no discrimine según las formas de ordenamiento familiar
hegemónicamente establecidas (como por ejemplo sucede hasta el
momento en el caso argentino con el “Plan Familias”). Asimismo, en lo
que refiere a derechos civiles, el “derecho a la identidad”, reivindicado
por el movimiento de personas trans (travestis, transexuales y
transgéneros) que promueve el cambio registral en el documento de
identidad puede contemplar a su vez demandas de colectivos tan
heterogéneos como el de hijos y familiares de desaparecidos o el de
movimientos de pueblos originarios que pretenden el reconocimiento
legal de sus nombres y vínculos filiales. De esta manera, no solo los
derechos no son prerrogativa de un único movimiento, sino que las
demandas se complejizan a partir de su articulación. En ese caso, no se
tratará de vincular identidades preconfiguradas, sino de articularlas en
una estrategia política que dé cuenta de los antagonismos, evitando una
postura reformista que los volvería mera contrariedad ante el Estado y
otras fuerzas opuestas.
-
Las demandas en torno a la ciudadanía sexual no guardan una distancia
ontológica respecto de los sujetos que las declaman. Esto significa que
lejos de constituirse como entidades autónomas, el sujeto de derechos y
el conjunto de reclamos y acciones que éste lleva adelante se
retroalimenta mutuamente. Así, si bien las demandas de ciudadanía
sexual surgen a partir de las condiciones de existencia y deseos de
quienes las proponen, también es cierto que los logros y los modos en
que dichas demandas sean planteadas, impactarán sobre los sujetos.
Esto puede verse ya en la conformación de los movimientos de mujeres
y de la diversidad sexual, que hoy encarnan subjetividades políticas, y
no meras identidades adscriptas por el orden hegemónico que los relega
como sujetos subalternos respecto del ideal masculino y heterosexual.
14
En tanto la ciudadanía sexual se constituye como identidad, si procura
permanecer como una subjetividad democrática, debe también indagar
sobre sus propios límites constitutivos y sobre las posibles exclusiones
que ella misma genera. ¿Qué sujeto de derechos pretende constituirse a
partir de esta identidad? ¿Qué nuevas fronteras instala?
La ciudadanía asiste en nuestros días a un renovado interés político y
académico. También funciona, en cierto sentido, como un mito social: su
contenido se reconstruye y desplaza constantemente (Laclau, 1990: 79). Es
este carácter inconcluso del concepto de ciudadanía lo que habilita a sus
reformulaciones en, por ejemplo, la noción de ciudadanía sexual.
Las posibilidades de que la ciudadanía en general, y la ciudadanía sexual en
particular se constituya en un locus político dependerá de sus capacidades
para continuar dando cuenta de antagonismos que, lejos de resolverse en un
conjunto de nuevos derechos, son constitutivos de lo social. Entre lo social
como instituido, y lo político como momento del antagonismo en que se revela
el carácter contingente de lo sedimentado, existe una frontera capaz de
trasladarse. Si la noción de ciudadanía sexual pretende dar cuerpo aquello que
“lo personal es político”, es necesario preservar este carácter político del
reclamo. Esto implica asumir la propia contingencia de las identidades que
pretenden reivindicarse, pensar en articulaciones hegemónicas que vayan más
allá de los actores preconfigurados y atender a las posibles exclusiones que se
estén generando. En términos de Castoriadis (1996), la ciudadanía sexual
deberá ser capaz de abrir el campo de las preguntas, hasta que todas sean
posibles de ser planteadas.
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