Viaje a Oriente

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VIAJE A ORIENTE
adolfo de mentaberry
V I AJ E A
OR I EN TE
de madrid a
constantinopla
nausícaä
mmvii
1.ª edición Nausícaä junio del 2007
Colección Españoles por el mundo, n.º 8
Copyright © de la edición,
Nausícaä Edición Electrónica, s.l. 2007
Fotografía de cubierta © Santokh Kochar / Getty Images, 2007
Mapa © Nausícaä, 2007
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isbn: 978-84-96633-04-9
depósito legal: mu-1 288-2007
Impreso en España - Printed in Spain
Imprime:
Azarbe, s.l.
CON T E N I DO
Prólogo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
7
Primeras Jornadas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
19
De Marsella a Alejandría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
31
Alejandría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
39
El Cairo y las Pirámides . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
53
De Alejandría a Beirut . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
65
Beirut. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
75
De Beirut a Damasco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
97
Damasco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
141
De Damasco a Baalbek . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
175
Galería de retratos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
195
De Beirut a Trípoli . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
221
Trípoli . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
237
De Beirut a Constantinopla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
247
Constantinopla . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
275
PRÓLOG O
D
espués de pasar tan bien como a sus floridos años
cumplía el alegre Carnaval de 1866, dejó el Sr. Mentaberry a Madrid, y al parecer sin gran duelo, para
dar principio a la carrera diplomática. Tal fue el origen de la
sencilla pero interesante odyssea que contiene este libro.
Cónsul en Damasco primeramente, y segundo secretario en Constantinopla dos años y medio más tarde, vínosele
como a las manos su Viaje a Oriente; y fuerza es reconocer
que no desperdició la ocasión en lo más mínimo. Con no ser
poco lo que por obligación hubo de visitar o aprender, todavía fue más, mucho más, lo que visitó y aprendió por cuenta
propia, sin otros estímulos que su curiosidad y su gusto.
Tiempo ha habido, y no tan lejano que se escape a mi memoria, durante el cual no crió Europa hombre de letras que
no soñase despierto con su viaje a Oriente. Y como en este
siglo apenas se ha visto hombre de Estado que a la par no
haya sido, o presumido serlo, de letras, no falta quien sospeche que, tan sólo por poseer más a sus alcances semejante
recreo, engendraron los gobernantes de Inglaterra, Rusia y
Francia a la moderna nación helénica; la cual salió del mar,
como Venus, aunque no de blancas espumas, sino de las espumas sangrientas de Navarino. Sea lo que quiera de eso,
que delicado y arduo punto es para tratado de prisa, no hay
duda que fue el Oriente, treinta años ha, una verdadera pasión para nuestros padres y nuestros tíos carnales.
7
Los muchos, muchísimos aficionados que con sus propios
ojos no alcanzaron a verlo (entre los cuales hay que contar,
si no todos, casi todos los de España), leían, releían, saboreaban los itinerarios y relaciones de aquellos otros más felices
que, realizada la peregrinación, estaban ya de vuelta, con
un tesoro copiosísimo de imágenes, ideas y frases poéticas.
No pocos de los frutos que cosechó entonces la inteligente y
activa librería extranjera están ya secos y abandonados hoy
en día; pero otros de calidad superior retienen y ofrecen aún
blandos perfumes, colores hermosísimos y sabor delicado.
Notorio es, y va de ejemplo, que Chateaubriand y Lamartine
deben a las brillantes páginas que del Oriente escribieron
muy buena parte de su gloria presente; y aún tengo para mí
que no fue yerro en Byron mismo el suponer que los héroes
de poemas y tragedias llevaban a cabo sus más esforzados
hechos y tiernas empresas en esas marinas mediterráneas,
donde tan risueños vivieron, allá en días remotos, fenicios,
helenos y bizantinos.
No son ya hoy tales, ni mucho menos, las simpatías literarias que el Oriente inspira. Bien sabido es que, así las
puras imaginaciones como los conceptos reales que llegan a
poner de moda los literatos, fácilmente se convierten ahora
en sentimientos o afectos comunes, pasando muy luego de
afectos a pasiones, y de pasiones a hechos; por manera que
tal idea, que tan sólo parece original o bella un día, acaba
por dar de sí bonitamente guerras cruelísimas y temerosas
catástrofes. Mas, realizadas ya estas últimas, ¿no es también disculpable que se convierta en apartamiento y hastío,
cuando no en enemistad abierta, el antiguo amor que a tales
ideas se profesara? Por eso el Oriente, que ha pocos años
recibió de Europa, en homenaje, el cementerio inmenso de
Sebastopol, no puede andar ya tan bien quisto, hacia estas
partes del mundo, como cuando se le reputaba, y tenía, no
más que por minero inagotable de poesía histórica o lírica,
de fi losofía religiosa y política sentimental. Por eso mismo
la idea italiana, que comenzó católica y papista, y rodando,
rodando, ha venido a ser una desvergonzada negación de la
independencia del catolicismo, nunca será ya, en lo sucesi8
vo, tan universalmente simpática como era, cuando allá, en
su larga e inocente infancia, la amparó la musa celeste que
dictaba los altos versos del Petrarca y Leopardi. Refiérome,
pues, a un hecho natural y, como natural, constante.
Poca o ninguna parte tomaron, en el entretanto, los españoles en el gran comercio de libros a que dieron lugar los
mencionados amores literarios de la Europa cristiana con
el Oriente. Esta bendita nación nuestra posee, en verdad (y
nada menos que desde los principios del siglo xv), un libro
sobre el Oriente, en el cual relató, por maravillosa manera,
el buen camarero Ruy González de Clavijo aquel gran viaje
que, por Constantinopla y las orillas del Éufrates, hizo hasta la ciudad de Samarkanda, con formal embajada de Enrique III para el viejísimo Tamurbec, Taijiorlan o Tamerlán,
terror aún de cuantos le oyen nombrar en tierra de turcos
o árabes. Posee asimismo un libro del ilustre caballero D.
García de Silva y Figueroa, enviado de Felipe III a la corte de Persia, que sólo ha corrido por el mundo en extraña
lengua; y el cual dio a conocer aquella nación y sus grandes
ruinas de Persépolis, en el siglo xvii, minuciosa y exactísimamente, tal y como nadie las conoció, hasta aquel tiempo.
Posee, por fi n, entre algunos de menor cuenta, un viaje al
extremo Oriente y otras remotas partes, del insigne Clérigo agradecido, D. Pedro Ordóñez de Ceballos (sexto viajero
que dio la vuelta al mundo); obra por primera vez impresa
en 1614, y que ni por lo interesante, ni por lo amena, tiene
acaso superior en nación alguna1. Pero desde el primer tercio del siglo xvii en adelante descuidó España el estudio de
las cosas de Oriente, cual otros más indispensables; y, por
lo tanto, fuera de aquella que contiene las incomparables
aventuras de D. Domingo Badía y Leblich (o sea Ali-bey) en
1 Como no puede ser mi intento formar aquí la bibliografía completa de
este género de literatura en España, me contento con citar los más interesantes, a mi juicio, de los libros de esta especie. Rarísimas son las Relaciones de D. Juan de Persia, impresas en Valladolid en 1604; mas no pueden
compararse en mérito con las de D. García de Silva y Figueroa. Libros muy
importantes tenemos sobre la China y el Japón y otras regiones asiáticas;
mas no creo que ninguno iguale en interés al de Ordóñez de Ceballos,
como digo en el texto.
9
Asia y África, ninguna obra formal, acerca de tales regiones,
se había dado a la estampa por viajeros españoles, hasta los
días de universal entusiasmo ya referidos. Y entonces, cual
suele, hallábase distraída España con los fatídicos preparativos o las escenas horrendas de la revolución y la guerra civil, y no traspasaban sus fronteras verdaderos viajeros, sino
emigrados, muy más ganosos de salvar la propia vida que
no de aprender lo que hacían o habían hecho de la suya los
orientales; y menos provistos también de dineros de lo que
tales peregrinaciones reclaman.
Algo a deshora, pues, si no fuera tan cierto aquello de
que nunca para el bien es tarde, lanzáronse las modernas
plumas españolas a tratar de las cosas de Oriente; pero, al
menos, lisonjero y justo es confesar que no sin éxito. Ha habido un período (algo corto por desgracia), en que cuanto
era en otras partes posible también era posible en España; y,
como en todo, aprovechóse algún tanto esa clara para estudiar el Oriente. Varios, por lo mismo, son los escritos sobre
el Oriente que, en los años últimos, han llegado a mis manos; mas, sin que esto sea negar el mérito de otros, de tres
hablaré aquí únicamente.
Es el uno de ellos, inédito aún, obra de cierto antiguo
amigo mío, ingeniero, arabista y literato a un propio tiempo,
y, a no dudar, de los más ilustrados individuos de las Academias de la Historia y de Ciencias. Trata en especial este trabajo del Egipto antiguo y moderno: de Alejandría, del Cairo,
de las Pirámides, del Nilo, del canal de Suez; y, o mucho
me engaño, que pienso que no por esta vez, o sus noticias y
apreciaciones geográficas, históricas, artísticas y científicas
harán que se cuente, cuando esté impreso, entre las mejores producciones españolas de nuestra época. Hay otro libro,
impreso ya, que tiene por título De Ceylán a Damasco, y
comprende los viajes de D. Adolfo Rivadeneyra por la Mesopotamia y la Siria, donde halló ocasión de visitar las ruinas
de Babilonia y Nínive, de Balbek y Palmira; y también éste
merece, en mi concepto, grande estima, por las singulares
dotes de observador ingenuo, concienzudo y grave que en
el autor resplandecen. El tercero de los libros que me había
10
propuesto mencionar es, en fi n, este cuyo prólogo escribo;
razón por la cual he de tratar de él con más detención.
Nada tan inútil hay cuanto el poner infundado y pomposo
panegírico al frente de un libro cualquiera. Acontece en tal
caso de dos cosas una: o bien el dicho panegírico estimula a
los que le leen a seguir adelante, y por sí propios examinan
ellos el libro, o bien no se consigue semejante intento; en el
primer caso, el delito lleva la prueba consigo, y el desengaño
inclina a cargar la mano en la sentencia; en el segundo, claro está que los loores, justos o injustos, vienen a ser trabajo
perdido. Es tan cierto esto que, aunque la estimación que
profeso al autor pudiera estimularme a otra cosa, fácilmente
comprenderá cualquiera que no he de ser yo quien gaste en
semejante nonada tinta y pluma. Lo que voy, pues, a exponer
es mi juicio leal y sincero.
Ni la edad ni la posición que Mentaberry tenía cuando
salió de Marsella para su destino consentían, seguramente,
que abrigase las altas ambiciones literarias del mayor número de los que han solido hasta aquí escribir viajes a Oriente.
Probablemente no pensaba en otra cosa el novel diplomático
entonces, sino en principiar bien su carrera, y dejarse querer,
ni más ni menos que de cualquiera otra hembra amable, de la
Fortuna. Pudiérale haber llevado esta divinidad caprichosa
a alguna de tantas tierras prosaicas y oscuras como el mundo tiene, de aquellas donde ni se ha fabricado, ni ha acontecido jamás cosa alguna que merezca ser vista o sabida; y, en
lugar de eso (que era tan fácil), le condujo nada menos que a
Alejandría, al Cairo, a Siria, a las Islas griegas, al Asia menor
y al Bósforo tracio, poniéndole ante los ojos las Pirámides,
los templos de Heliópolis, las ruinas del de Éfeso, y hasta las
cúpulas de Santa Sofía, muslímicas hoy, que Ruy González
de Clavijo conoció y describió cristianas todavía. Pudiera
muy bien haber vuelto a Madrid, sin dejar hecha amistad
con otros sujetos que sus amables colegas en diplomacia, y
cuando más, con algunos honrados capitanes o patrones de
barcos, únicos caballeros españoles que suelen visitar remotas tierras; y lejos también de eso, la misma propicia diosa
se encargó de aumentar el círculo de sus relaciones juveniles
11
con personajes famosísimos, como el emir Abd-el-Kader, y
aquel terrible caudillo de los drusos, Ismain-el-Atrach, que
tan ligeramente llevó sobre sus robustos setenta y cinco
años aquella pesada responsabilidad de la sangre de seis mil
cristianos, bajo su dirección sacrificados al fanatismo islamita. Pero Mentaberry, que indudablemente debió tanto a la
Fortuna en los principios, debióse a sí mismo luego una cosa
todavía más rara que caerle a ella en gracia sin saber por qué,
pues de hembra se trata al fi n; y fue no desatender ni dejar
escapar inadvertidamente el menor de sus favores.
Inteligente, estudioso, activo, incansable, sagaz, singularmente sensible a las grandes como a las pequeñas emociones,
dotado de viva fantasía y de un carácter ligera y risueñamente epigramático, ilustrado y hasta erudito para sus años,
Mentaberry ha escrito, por consecuencia de todo esto, un
libro interesante, ameno; libro que, en medio de muchas y
no leves preocupaciones de espíritu, ha leído de seguido el
autor de este prólogo, sin que ni por sólo un instante se le
cayera de las manos. Y ésta es la primera razón que me asiste
para esperar que a otros muchos les parezca como a mí el
libro interesante y ameno; porque, a la verdad, es bien fácil
que él encuentre más ásperos críticos, pero no críticos más
desinteresados ni imparciales. No soy yo de los que admiran fácilmente y con exceso, pero tampoco de los que hacen
necia gala de hallar y poner de relieve no más que las imperfecciones en las cosas humanas. Todo el que sepa y quiera
juzgar bien, en este caso paréceme que ha de decir, en suma,
cual yo digo: «Estas páginas las ha escrito un hombre que
tiene en sí mucho de lo que no se adquiere, y que es capaz
de adquirir y poseer cuanto de menos echen en él los más
exigentes». Y con esto quedará sintetizado en pocas frases
cuanto puedo y debe juzgarse del autor y del libro.
Tocante a este último, lo que más importa, sin embargo,
es que el lector comience pronto a conocerlo por sí mismo.
Sus breves páginas (tan breve cada una de por sí que la vista
la abarca de un golpe) le llevarán sin sentir de Madrid a San
Sebastián y a Marsella; de Marsella a Alejandría y al Cairo;
luego a Beyrut, y a las costas de Sidón y Tiro, al Líbano, a
12
Damasco, a Balbek; desde Damasco a Beyrut otra vez, y de
allí al Archipiélago griego, a Chipre, a Rodas, a Lesbos, a
Tenédos, a Quíos; por último, al Asia Menor, a Esmirna, a
Éfeso, a Constantinopla. Lo propio que el autor, hasta ahora incógnito, del libro especial sobre Egipto, de que tengo
hablado, hizo Mentaberry la difícil y penosa ascensión de
la mayor de las Pirámides; igualmente que Rivadeneyra, y
hasta en su propia compañía, visitó a Balbek, la antigua Heliópolis o Ciudad del Sol, y sus maravillosas ruinas de los
templos del Sol y de Jove. Todos nuestro tres viajeros son
profundamente sensibles, a Dios gracias, al inefable encanto
de las grandes ruinas, y sobre todo al melancólico hechizo
de las ciudades destruidas. Todos tres son dignos de haberlas visitado, y de haber descrito sus grandezas pasadas, en
este magnífico idioma patrio, que ya parece tener por propio
oficio el describir pasadas grandezas y miserias presentes.
¡Ah! ¡Yo soy también amigo de las ruinas, y, cual ellos,
he saboreado en mi mocedad sus melancólicas y silenciosas
soledades! Solícito busqué algún dia, en la confluencia del
Aniene y del Tíber, el desierto solar de Antemne, la primera
conquista de Roma; muchas, muchas veces visité la viña solitaria, de española propiedad en otro tiempo, donde dicen
que fue la antigua Coriolis; y sin descanso recorrí asimismo
los templos, los sepulcros, los hogares, los muros abandonados de Ostia, de Herculano y de Pompeya. A mí también
me concedió la Fortuna, amiga de mozos, al decir del gran
Carlos V, morar por largo espacio en Roma y en la antigua
Alba-Longa, y pasear los campos del Túsculo, de la Aricia,
de Lanuvium; y tengo allí pasadas noches y noches enteras
observando, a la luz purísima de la Luna, el vecino mar, las
playas, los promontorios, las ciudades que los héroes de la
Eneida habitaron. Bien he de comprender, por tanto, los
sentimientos que inspiran los lugares donde vivieron, y pelearon, y murieron, los héroes (todavía mayores que los de
Virgilio), de Herodoto y de Homero. Bien se me ha de representar, por tanto, a la fantasía el solemne recogimiento y
el placer melancólico y profundo que diz que causa ver, en
sudarios inmensos de blanca arena, los colosales esquele13
tos de piedra de Balbek y Palmira; los descalabrados e interminables pórticos y columnas sueltas de esta última; los
monolitos incomparables, inexplicables, de la primera. Los
lugares y las ruinas son diferentes; pero una misma tiene
que ser, o poco menos, la emoción que originen. El inglés
Carlos Buke compuso toda una extensa obra, intitulada Las
ruinas de las ciudades antiguas, que nunca he abierto sin
llenárseme la mente de meditaciones, y con otras ningunas
comparables. Paréceme ir recorriendo en aquellas páginas
un cementerio; pero cementerio, no de hombres, sino de
ciudades. Y las ciudades, sabido es, por demás, que en lo
antiguo eran naciones.
¿Qué importa el que, por ventura, halle un crítico defectos o imperfecciones en el arte de las ruinas, o que, contemplando fríamente los monumentos, llegue a declararlos
inferiores a su fama histórica? M. Charles Reynaud, por
ejemplo, cuenta en su obra intitulada D’Athénes à Balbek
que, acostumbrados sus ojos a la belleza ideal de los monumentos helénicos, no podía menos de disgustarle un tanto el sello de decadencia que dondequiera se advierte, mas
sobre todo en el mejor conservado de los monumentos de
la última de tales ciudades. «Allí, dice, la enormidad de las
dimensiones reemplaza al gusto, la profusión de los adornos
a lo acabado y elegante de la ejecución, y lo increíble del
tamaño a la buena calidad de las piedras.» Tambien el Sr.
Rivadeneyra rebaja, y no poco, el supuesto mérito artístico
de los monumentos de Palmira, muy celebrados ya por el
sabio ingles Roberto Vood, y reputados de exquisito arte por
el famoso autor de Las ruinas; aquel fi lósofo superficialísimo que pretendía haber aprendido el dogma de la igualdad,
así como el de la libertad, contemplando las vastas reliquias
de la que fue cor te de Zenobia, cuando toda igualdad y toda
libertad la hacía él imposible con sólo negar, según negaba,
a Dios. Y precisamente lo negó en el desierto, y a solas con
el cielo estrellado; es decir, allí donde Edgar Quinet, y aún
Max Muller, que no son ninguno devotos, imaginan que se
crió, como en su propia cuna, la idea del Dios infinito y uno
de los judíos y los cristianos. Pero, sin sentirlo, me desvío de
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mi asunto. ¿Qué importa, digo de nuevo, la crítica del arte,
aunque en sí sea justísima, ante la majestad augusta de las
ciudades destruidas?
A mí también, después que gocé por algún tiempo de la
constante contemplación de las puras y armónicas líneas
clásicas, toda otra línea me parecía bárbara, y como que me
ofendía la vista primero, y luego el alma. El hecho es general
o incontestable, y aún por eso jamás están juntas impunemente las obras griegas con otras ningunas, si no son de
las que se ajustan a sus máximas, sin eclipsarlas. Pero allá
en el desierto concibo yo, no obstante, que el efecto de las
imperfectas obras del arte pueda ser otro, y que, con eso y
todo, sea la emoción que causen purísima. Ello es de todas
suertes sublime, y lo sublime, cuando menos, es igual a lo
bello en el arte. Placer más dulce que la sabia descripción de
M. Reynaud produce, después de todo, en el ánimo la que
modestamente hace Mentaberry de los propios lugares; y es
sólo porque es más sencilla y más ingenua: porque el autor,
en suma, dejando la crítica aparte, sin reparo se entrega al
entusiasmo.
Pero en lo que suele señalarse Mentaberry entre los que
han escrito viajes a Oriente, y hasta aventaja a los más de
ellos, es, sin duda alguna, en la pintura de las costumbres.
Seré sobre este punto muy discreto; pues por nada del mundo me perdonara que el autor tuviera algo que sentir hoy
a causa de haber yo aquí expuesto desnudamente las observaciones de cierta índole que me sugiere su obra. La justicia
me obliga, no obstante, a dar lo suyo a cada uno, dejando, al
menos, entrever las diferencias que en este punto hallo entre
los tres modernos viajeros de que he hecho mérito.
El libro inédito de mi docto colega (si no recuerdo mal),
poquísimo o nada dice de las mujeres egipcias, como si el
autor no tuviese por costumbre reparar en mujer que no le
pertenece. El Sr. Rivadeneyra, por su parte, si bien reparó
en ellas en Damasco, mirólas tan sólo como misteriosas y
pasajeras fantasmas, tal y como serían de mirar las que solía
haber antes en las casas desocupadas de España, y dicen que
todavía moran en las de Oriente. Pero a la legua se conoce,
15
en conclusión, que Rivadeneyra no vio a las señoras damasquinas sino tapadas; cosa que, a fe de hombre honrado, no
osaría yo afirmar del joven y curiosísimo Mentaberry, soltero en aquel tiempo.
Contiene el libro de éste una lindísima carta, que su autor
supone hallada casualmente en un mueble de desecho, en
Constantinopla, la cual, no sé por qué, me trae a las mientes
una chistosa observación de Ricardo Corazón de León, en
el Ivanhoe, a aquel maligno eremita con quien cierta noche
cenó, casi por fuerza, en los bosques. Preguntóle el rey-andante al falso eremita (que a no dudarlo era gran contraventor de las rigurosas leyes de caza de Inglaterra, y asesino y
empedernido ladrón de buenos venados) por el tiempo trascurrido desde que le regalaron, según él contaba, un cierto
pastel de carne de aquel sabrosísimo cuadrúpedo; y su interlocutor le respondió sin vacilar que dos meses. A lo cual
replicó el rey, como quien algo entendía de achaque de venados y pasteles: By the true Lord, every thing in your hermitage is miraculous, Holy Clerk! for would have been sworn that
the fat buck which furnished this venison had been running
on foot within the week. Lo cual, traducido, y arreglado al
caso de la consabida carta y del mueble viejo, quiere decir, a
poco más o menos, lo siguiente: «Ateniéndome ¡oh mi buen
amigo! tan sólo a cálculos humanos, jurara yo por mi vida,
que el mueble donde se halló semejante carta no era ningún
trasto viejo o desechado, sino novísimo y muy en uso, allá,
en la propia casa que V. habitara; y que la tal carta no anduvo nunca perdida, ni estuvo olvidada jamás, sino que salió
de los bolsillos de V., para quedar mejor guardada en el tal
mueble, y sin apartarse por mucho tiempo de su memoria».
Confieso que la traducción es algo libre; pero el cuento no lo
tengo, con eso y todo, por inaplicable al caso, ni juzgo que
aquí sea inoportuno.
Basta ya, no obstante: que los turcos no sufren burlas, según reza el presente libro (impreso hace ya muchos días), y
confirma cierta novela turca recién publicada en la Revue
de Deux Mondes, con el título de La maison du bey, scènes
de la vie du harem; la cual no habrán dejado de leer, según
16
costumbre, y con el debido horror naturalmente, las más
cultas y lindas de mis lectoras. Callaré, sobre este delicadísimo punto, como es razón; y, una vez puesto a callar, lo haré
del todo, dando ya punto al prólogo.
A. Cánovas del Castillo
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