Supervisión en Psicoterapia - APRA - Asociación de Psicoterapia de

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SUPERVISION EN PSICOTERAPIA
Héctor Fernández Álvarez
La supervisión es, probablemente, el más controversial entre los temas
importantes del campo psicoterapéutico. Se introdujo como una extensión
natural de una práctica habitual en el terreno médico, el territorio madre de la
psicoterapia. Suponía la presencia de un profesional experto, capaz de ponderar
el curso de los tratamientos y evaluar la pericia desplegada por quienes estaban
a cargo de ellos. Sin embargo, ni bien se instaló en el mundo del psicoanálisis
(primera expresión de la psicoterapia), adquirió una especificidad que se derivó
de los principios y reglas analíticos. La supervisión abarcó, rápidamente, no
solamente un examen sobre las intervenciones del terapeuta sobre el paciente;
también pasó a incluir una exploración sobre la persona del analista.
Psicoanálisis, análisis personal y análisis didáctico, integraron una compleja
trama de componentes que articulaban la supervisión del modo en que los
pacientes eran asistidos con un trabajo analítico sobre la persona del terapeuta.
No había en ese fenómeno nada sorprendente, era el resultado lógico de un
sistema teórico y de un programa institucional que el padre del psicoanálisis
había inspirado y que sus seguidores aplicaban, no sin que generara diversos
debates.
No pasaron muchos años antes de que ese debate se convirtiera en una
fuente de agrias discusiones en el seno del movimiento. Algunas de las
discrepancias que colaboraron para la escisión de la corriente lacaniana
estuvieron asociadas con ese tema.
Mientras tanto, la psicoterapia había estallado. Ya no era sólo
psicoanálisis y un número creciente de modelos se desarrollaba, dando lugar a
nuevas propuestas que operaban con otra lógica en muchos aspectos. Entre
ellos, la relación estipulada entre las condiciones necesarias para el desempeño
profesional y los requisitos para el entrenamiento, incluyendo la eventual
terapia personal de los terapeutas. Todo esto tuvo dos importantes
consecuencias. Por un lado, la supervisión adoptó en este terreno modalidades
específicas y diferenciadas y, al mismo tiempo, se sentaron las bases para la
puesta en marcha de la investigación sobre sus condiciones y los resultados
observados.
El primero de esos puntos fue la consecuencia natural de que cada
modelo planteó prescripciones diferentes para la formación de los terapeutas.
Mientras la terapia se había circunscrito al mundo del psicoanálisis había sido
lógico que supervisión y análisis convergieran y que la tarea de supervisar
mostrara muchos puntos de superposición con el trabajo terapéutico. Pero, en la
medida que otros enfoques de terapia se hicieron autónomos, los requisitos
para el ejercicio de la práctica y la manera de evaluarla se diversificaron,
siguiendo las premisas de esas nuevas formas de aplicación. La aparición de la
terapia de modificación de conducta resultó paradigmática en ese sentido.
Basada en un modelo de aprendizaje, donde el trabajo del terapeuta adoptaba
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claramente el rol propio de un experto investigador, lo que se esperaba de él era
que dominara el área de trabajo en que se desempeñaba y, en particular, que
conociera al detalle las técnicas que era necesario implementar en cada
situación clínica. Supervisar a un terapeuta conductista pasaba a ser,
esencialmente, controlar si los procedimientos que utilizaba eran los correctos y
si su capacitación era la adecuada en relación con el tipo de demanda con que
trabajaba. Muy pronto, esta actividad reguladora tomó el carácter de una
“super – visión”, es decir, pasó a encararse como un mecanismo de control que
podía examinar “desde arriba” lo que el terapeuta hacía con su paciente.
Este concepto de “control” pasó a formar parte del repertorio más
habitual de los terapeutas en la jerga cotidiana. Controlar un caso o un paciente
era, precisamente, disponer la posibilidad de que un terapeuta con poca
experiencia pudiera contar con la visión más madura de otro terapeuta que
estaba en condiciones de señalar si el camino era correcto o había que modificar
el rumbo y, en ese caso, en qué dirección. Para muchos, en particular para
aquellos terapeutas más resistentes (alérgicos) para ver la terapia como un
proceso directivo, el mecanismo del control fue seriamente criticado como una
muestra de una actitud represora del sistema que pretendía imponer un modelo
rígido de funcionamiento en el paciente y adaptarlo a las condiciones
ambientales en desmedro de su libertad de elección. Controlar era visto por
estos detractores como un sinónimo de vigilancia y ello suponía el inminente
castigo ante cualquier desviación. (Foucault, 1976)
La mayoría de los nuevos enfoques de psicoterapia coincidieron con la
modificación de conducta en cuanto a separar la supervisión del trabajo
terapéutico de la terapia personal del terapeuta. Pero, al mismo tiempo, todos
fueron adoptando una actitud de decidido apoyo respecto a que la supervisión
era un recurso necesario para evaluar el proceso de la terapia y garantizar cierta
calidad de procedimientos. En la medida que la psicoterapia se expandía y
aumentaba el volumen de las prestaciones, ese control (o supervisión) fue
adquiriendo un valor institucional, precisamente porque las instituciones
requerían sistemas cada vez más estrictos para regular la calidad de esas
prestaciones. Allí encontramos el vínculo con el segundo fenómeno antes
mencionado, referido a la relevancia que adquirió la investigación.
Así como se había generado un potente movimiento con el objetivo de
investigar los beneficios de la psicoterapia por medio de estudios empíricos de
resultados primero y de procesos después, la supervisión comenzó a ser
sometida a examen, aunque en los inicios de manera muy tenue. Una razón de
mucho peso se interponía ante las exigencias para probar de manera frontal su
efectividad. Un fenómeno sencillo contribuía para ello: la supervisión se había
ido organizando sobre un principio operativo que tuvo notable incidencia en
todo el campo de la psicoterapia. Dicho principio sostenía que los supervisores,
reclutados entre los profesionales con más experiencia, los terapeutas “senior”,
se ocupaban, centralmente, de transmitir a los terapeutas noveles su propia
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experiencia, buscando de esa manera que quienes se iniciaban en el ejercicio de
la profesión replicaran las intervenciones exitosas que ellos habían aplicado y
aprendieran a tomar los recaudos convenientes que se desprendían de los
fracasos que habían experimentado. Esta concepción hoy clásica de la
supervisión es definida como una intervención evaluativa del desempeño del
terapeuta novel que persigue varios propósitos: mejorar el desempeño de los
terapeutas, monitorear la calidad de la prestación que se ofrece a los pacientes y
ayudar a que los terapeutas aprendan a cuidarse a ellos mismos (Bernard &
Goodyear, 1998). Este modelo de la supervisión entendida como el vínculo
dentro del cual un terapeuta experimentado transmite conocimientos y
vivencias ha regido por muchos años. Incluso sigue siendo vigente en la
actualidad y, en cierto sentido, suele ser visto como un procedimiento natural.
Sin embargo, esa asociación ha comenzado a ser cuestionada. Ha comenzado a
cuestionarse cuán favorable resulta ese modo de relación a la hora de estimar la
el grado de corrección que adopta el curso de un tratamiento y en qué medida
las intervenciones de un terapeuta pueden considerarse las más adecuadas para
ese caso.
Quizá, como suele ocurrir con tantas situaciones propias de nuestra
actividad, la mejor manera de desatar el nudo con que nos encontramos es
penetrando en su significado. ¿Qué designa el concepto de “supervisión”?.
Algunos autores señalaron que, precisamente, las dificultades para abordar la
cuestión nacen de cierta tendencia a ver esa acción como una “super-visión”. Si
podemos descentrarlo de una perspectiva relativa a una situación de autoridad
y nos permitimos ingresar en la complejidad del fenómeno, nos ponemos en
condiciones de detectar en la situación de supervisión la presencia de diversos
factores. Existen buenas razones para identificar en esa acción un fenómeno de
múltiples niveles, incluyendo: a) una acción educadora o de transmisión de
conocimientos, b) una acción orientadora e incluso terapéutica, c) una acción de
asesoría y control de gestión institucional.
Los resultados aportados por la investigación no alcanzan, hasta el
momento, para probar empíricamente que la supervisión, tal como ha sido
empleada hasta el momento, ayude a incrementar los beneficios de la
psicoterapia. No contamos con datos que avalen la supervisión de los
tratamientos como algo que mejore fehacientemente las intervenciones de los
terapeutas. Al menos, en lo que respecta a los resultados observados en los
pacientes. Esto no anula el sentimiento subjetivo que pueden experimentar
quienes participan en un proceso de supervisión, especialmente en cuanto al
hecho de que los jóvenes profesionales puedan lograr un sentimiento de
seguridad personal que los ayude a enfrentar mejor la tarea. Seguramente esto
ocurre con frecuencia y puede cumplir un papel importante no sólo entre los
profesionales sino para las instituciones. Y eso mismo debe ser lo que ayuda a
perpetuar dicha práctica. Sin embargo, parece claro que no alcanza para
sostenerla mientras crece la sensación de que ha llegado el momento de iniciar
una nueva etapa en su desarrollo.
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Modelos de supervisión
Durante muchos años, los enfoques o modelos que emplearon los
supervisores se ajustaban a las características estructurales del modelo teóricoclínico correspondiente. El modelo del psicoanálisis marcó el rumbo y en esa
misma dirección se encolumnaron los restantes enfoques. Cada uno de los
grandes modelos de psicoterapia organizó un sistema de supervisión acorde
con el tipo de procedimientos terapéuticos y el formato que empleaba en sus
dispositivos. En las supervisiones comportamentales, obviamente, el análisis
personal del terapeuta se desplazaba del centro de la escena que era ocupado,
en cambio, por el énfasis en el manejo de las técnicas utilizadas en la terapia.
Cada modelo adecuó, entonces, el principio general de la transmisión de
conocimientos a través de un experto a las condiciones singulares en que se
definía la relación terapéutica para ese enfoque. Dentro de esta misma línea y
cuando llegó el momento en que aparecieron los enfoques integrativos de
psicoterapia, también se enunciaron principios correspondientes a ese modelo
de supervisión (Norcross y Halgin, 1997)
Más recientemente se presentaron algunos modelos con una pretensión
más genérica, con la pretensión de ofrecer un enfoque de la supervisión que
trascienda los límites de los abordajes terapéuticos específicos. Uno es el
Modelo de los 6 Focos de Rol Social (Hawkins y Shohet, 1989) que postula un
formato de supervisión ordenado en una jerarquía de focos de intervención
sobre el material terapéutico. Los 6 focos que identifica son los siguientes:
1) Reflexión sobre el contenido de la sesión
2) Exploración de las estrategias e intervenciones usadas por el
terapeuta
3) Exploración del proceso global de la terapia
4) Enfoque sobre la contratransferencia del terapeuta
5) Enfoque sobre la relación especular entre el proceso terapéutico y la
realidad
6) Enfoque sobre la contratransferencia del supervisor
Más recientemente se publicó un modelo genérico de supervisión atendiendo a
los niveles progresivos que muestran las distintas fases desarrollo del
supervisado. El enfoque describe tres niveles de complejidad creciente,
señalando la necesidad de situar la relación con cada supervisado en el estadio
correspondiente:
1) El supervisado es dependiente del supervisor, tiende a imitarlo y
tiene escasa conciencia de su propia actuación. El supervisor debe
concentrarse en proveer instrucción, sostén y estructura para llevar
adelante la terapia.
2) El supervisado progresa en su autonomía. Se suscita un conflicto
entre dependencia y autonomía. El supervisado aumenta la
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conciencia de sus actos. La motivación para recibir instrucción y
apoyo fluctúa. El supervisor debe brindar menos instrucción y
favorecer, en cambio, la asunción de una mayor autonomía de parte
del supervisado.
3) El supervisado ahora tiene una dependencia condicional. Se ha
diferenciado, tiene buen insight en su tarea. El supervisor debe
ofrecer el establecimiento de una relación entre pares. Se espera que
haya mutualidad para compartir, ejemplificar las situaciones clínicas
y confrontar perspectivas de intervención.
Areas de la Supervisión
Los intentos por construir un modelo genérico e integrado de las
acciones que debe cumplir una supervisión son meritorios pero, por el
momento, parecen estar lejos de ofrecer un enfoque operativo firme. La realidad
pone de manifiesto que tenemos varios déficits en este campo. Probablemente
las mayores dificultades provengan del hecho de que el fenómeno incluye, en la
práctica, demasiadas cosas y reúne una diversidad de acciones que genera
situaciones confusas y en alguna manera equívocas, tanto para el supervisor
como para el supervisado. ¿Cuál es el aspecto nuclear de esa relación? ¿Qué es
lo primordial que tiene que ocurrir en un acto de supervisión? ¿Cómo podemos
evaluar la supervisión en sí y los efectos que tiene sobre los procesos
terapéuticos que son su referencia? ¿Cómo influye esa actividad sobre los
protagonistas y qué pueden hacer para mejorar su desempeño? ¿Qué medios
son los más aptos para favorecer una buena supervisión? ¿Qué formatos existen
y cuál es el más adecuado para una determinada condición clínica? Muchos
temas se cruzan y muchas preguntas (más de las que quisiéramos) permanecen
abiertas.
Por el momento, parece claro que la supervisión consiste en una forma
de intercambio entre dos o más terapeutas que cumple tres funciones
principales: a) formación y entrenamiento, b) orientación personal o ayuda
terapéutica, c) asesoramiento institucional.
Entendida como un modo de proveer formación, comprende el conjunto
de acciones que se llevan a cabo para que el supervisor transmita sus
conocimientos al supervisado. Este modelo está vinculado con el entrenamiento
de habilidades terapéuticas. Las acciones que lleva a cabo el supervisor
comprenden: instruir al supervisado sobre el mejor modo de obtener y registrar
información relevante sobre el proceso terapéutico, ayudar a vigilar el
cumplimiento del contrato terapéutico en todas sus fases y, en especial, ajustar
la alianza terapéutica. También se incluye todo lo necesario para que el
supervisado aumente sus conocimientos en relación con la teoría, la
actualización sobre la investigación en la materia y la provisión de herramientas
y técnicas específicas.
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Un aspecto de particular importancia es el vinculado con las situaciones
críticas en el curso del tratamiento. Habitualmente, muchos terapeutas buscan
una supervisión cuando se ven enfrentados a situaciones difíciles de resolver o
ante las cuales se ven sobrepasados en sus competencias. Si bien es muy
comprensible y razonable propiciar una intervención en esos casos, es
importante que la supervisión no quede subsumida en torno a esos fenómenos.
Una de las herramientas fundamentales que es necesario proveer a los
terapeutas es el registro que les permita identificar la eventual aparición de
situaciones límites en el proceso de la terapia con la finalidad de anticipar los
momentos críticos.
Un modelo de supervisión centrado en las tareas necesarias para resolver
eventos críticos identifica algunas acciones relevantes para tener en cuenta:
poner el foco en la alianza de la supervisión, explorar en profundidad los
sentimientos y enfocar la contratransferencia, atender a los procesos paralelos,
normalizar la experiencia, relevar los mecanismos de autoeficacia y la
evaluación del proceso (Ladany, 2005)
La supervisión cumple muchas veces el papel de un proceso de ayuda
personal para el supervisado. Dada la elevada toxicidad de la tarea, el ejercicio
puede favorecer la actualización de situaciones conflictivas del mundo propio
del terapeuta, activadas como procesos perturbadores en su vida, más allá del
efecto que puedan producir sobre el curso de los tratamientos que llevan a cabo.
Una de las tantas circunstancias extrañas de este trabajo es el hecho de que un
terapeuta puede verse negativamente afectado por su tarea aún cuando esto no
se proyecte (al menos por el momento y de manera notoria) sobre el o los
pacientes que está asistiendo.
La ayuda de orientación y/o terapia que el supervisor puede brindar al
supervisado debe ser cuidadosamente encuadrada en el marco de la
intervención respectiva. Abarca, principalmente, la ayuda necesaria para que el
supervisado pueda enfrentar y resolver los conflictos que le plantea la tarea en
general o cualquier paciente en particular. Debe distinguirse claramente de un
proceso de psicoterapia personal para el terapeuta en profundidad que requiere
otra definición y otro contrato. Pero el supervisor puede intervenir, en muchos
casos, para realizar intervenciones bien focalizadas que protejan al terapeuta
frente a las condiciones disfuncionales que pueden rodear la asistencia de algún
paciente. Y, también, para ayudarlo a evaluar en qué medida las turbulencias
emocionales que pueden emerger frente a un paciente justifican una reflexión
acerca de la situación personal por la que atraviesa el terapeuta.
Estas dos primeras funciones están, en la práctica, sumamente
superpuestas y, en muchas oportunidades, se entrelazan fuertemente. Sin
embargo, es muy conveniente hacer una buena distinción de los dos propósitos
que señalan ambas acciones con el fin de ayudar a los participantes a realizar
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una buena discriminación de los requerimientos que se hacen presentes en cada
momento.
Poner en marcha la supervisión de los tratamientos con una finalidad de
asesoramiento supone un cambio cualitativo. La supervisión como asesoría
comprende las operaciones de control institucional que se llevan a cabo en un
centro asistencial con la finalidad de regular la gestión asistencial en ese campo.
Este enfoque de la supervisión se aleja del modelo de relación interpersonal que
domina en los anteriores y se encuadra dentro de las funciones propias de la
coordinación organizacional. El supervisor, en este caso, si bien sigue
interesado en observar el nivel de calidad de las prestaciones y cuidar a los
terapeutas comprometidos con la tarea, eleva su mirada hacia algo que está más
allá de los resultados propios de cada situación clínica. Su preocupación es
vigilar que se cumplan las prescripciones que el modelo institucional propugna
y chequear los resultados que con ello se obtiene. El supervisor ejerce, en el
buen sentido, un poder de policía, con la finalidad de optimizar un sistema de
servicios y garantizar la mejor protección que se puede brindar a pacientes y
terapeutas.
Funciones del Supervisor y del Supervisado
Como ocurre con la relación terapéutica, en la relación de supervisión la
primera tarea a cumplir por el supervisor debe ser contener y sostener la
ansiedad del terapeuta. Proveerle información, brindarle modelos de
intervención y brindar consejos de cómo enfrentar situaciones difíciles son
componentes fundamentales para el entrenamiento. Además debe monitorear
el curso de la terapia y colaborar en su evaluación. Precisamente, el supervisor
suele ser un evaluador privilegiado que puede brindar datos fundamentales
para ponderar los resultados de una terapia. Orientar al terapeuta en la
exploración de su experiencia es otra función muy relevante (Holloway, 1995).
Un sistema para facilitar la investigación en este campo es el Proceso de
Evaluación de Entrenamiento y Supervisión (PETS) (Milne y James, 2002)
Partiendo del modelo de aprendizaje experiencial de Kolb que identifica cuatro
modos (reflexión, conceptualización, planeamiento, experiencia práctica),
elaboró un mapa general de las conductas del supervisor que contribuyen
positivamente en el proceso y elaboró los instrumentos para evaluar el proceso.
Las conductas que identificó el grupo de investigación son las siguientes:
* Manejar el flujo de la sesión
* Escuchar y observar activamente
* Sostener y alentar
* Sintetizar la información para clarificar la situación
* Brindar retroalimentación
* Recolectar información
* Revisar los conceptos teóricos básicos pertinentes
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* Desafiar las hipótesis
* Brindar información, datos y técnicas
* Favorecer aprendizaje experiencial (modelado, juego de roles, etc.)
* Auto-revelación facilitadora
* Plantear discrepancias
* Observar registros grabados (o en vivo)
Las tareas del supervisado que identificó el mismo grupo fueron:
Reflexionar, realizar experimentos, conceptualizar, vivenciar emociones,
planificar.
Los autores sostienen que un buen sistema de supervisión será el que
facilite una circulación activa de las tareas del supervisado, de lo cual podrá
derivarse un incremento de su competencia en la práctica. Desde esa
perspectiva, tanto funcional como estructuralmente, podrá determinarse la
calidad de la supervisión estudiando el modo en que las distintas acciones del
supervisor favorezcan dicha circulación.
La posibilidad de desagregar la complejidad de esta relación en unidades
asociadas con las distintas intervenciones terapéuticas, permitirá acceder a una
perspectiva más dinámica del proceso, superando la visión centrada en el
principio de autoridad y habilitando la tarea de supervisión como un proceso
constructivo en un contexto de descubrimiento. A partir de ello es posible
fundamentar las ventajes de sumar, a la concepción clásica de una supervisión
“vertical”, modelos de supervisión “horizontal”, conformados sobre la base de
grupos de pares centrados en la observación de procesos recíprocos de
aprendizaje.
La supervisión puede superar así la exigencia de alcanzar modelos
preestablecidos para convertirse en un proceso activo de construcción de
conocimiento.
Referencias
Bernard, J.M. y Goodyear, R.K. (1998). Fundamentals of clinical supervision.
Boston: Allyn & Bacon
Foucault, M. (1976). Vigilar y castigar. México: Siglo XXI
Hawkins, P. y Shohet, R. (1989). Supervision in the helping professions.
Cambridge: Open University Press.
Holloway, E.L. (1995). Clinical supervision: a system approach. Thousand Oaks:
Sage
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Ladany, N., Friedlander, M.L. y Nelson, M.L. (2005). Critical events in
psychotherapy supervisión. Washington:American Psychological Association
Milne, D.L. y James, I.A. (2002). The observed impact of training on
competence in clinical supervisión. British Journal of Clinical Psychology, 41, 55-72
Norcross, J.C. y Halgin, R.P. (1997). Integrative approaches to psychotherapy
integration. En C.E.Watkins (ed), Handbook of Psychotherapy Supervision, pp.203222, New York: Wiley
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