1 EL CONTENEDOR MORADO Había pasado al menos un minuto

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EL CONTENEDOR MORADO
Había pasado al menos un minuto en la misma posición. Se encontraba de pie,
paralizada, con el cuello muy estirado y los brazos cruzados sobre el pecho delante de
aquel armario. Su mirada, perdida hasta un instante atrás, volvió a clavarse en una de las
fotografías que aún resistían, pegadas con celo ya envejecido, en la puerta de roble
macizo. Cuando pensaba en sus amigas esa imagen asaltaba su memoria sin siquiera
consultarle. Era como el cartel de la película de su infancia, aunque lo cierto era que no
es el que ella habría escogido. Era un retrato anodino y sobreexpuesto a la luz en el que
un grupo de chicas de dieciséis años sonreían con los ojos entrecerrados por el sol. Un
mar en calma, grisáceo, las contemplaba a sus espaldas.
Le empezaron a doler los músculos de los brazos; le pasaba eso cuando se sentía
incómoda. Habían pasado diez años desde aquel verano y allí seguía ella, reconocible
para cualquiera, en el extremo de la fotografía. Siempre había sido muy blanca de piel,
casi nívea, pero su marca de identidad la proporcionaban sus mejillas enrojecidas,
cuando hacía frío, por el frío; cuando hacía calor, por el calor. Había llegado a pensar
que se trataba de alguna especie de broma pesada de la genética. Todo se le veía en la
cara por igual, la rabia, la angustia y el entusiasmo. Quizás por eso, de todas las chicas
que salían en la fotografía era la única que miraba hacia el suelo. O quizás porque no le
gustaba nada posar. Se ponía nerviosa y acababa haciendo alguna mueca que
desfiguraba su rostro. Sin embargo le gustaban las fotos, le gustaba recordar los lugares
que había visitado, las personas que le habían rodeado y las sensaciones que le habían
acompañado. A las chicas de aquella foto les cubría un halo de inocencia que sólo se da
durante la infancia. Eran muy jóvenes, tanto que ninguna lo sabía aún.
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El sonido inquisitivo del teléfono le recordó que debía hacer espacio en el
armario de su habitación, de la habitación que había vuelto a ocupar en casa de sus
padres. Acababa de regresar de París y dos años allí habían conseguido que trajera de
vuelta tres maletas más de las que llevó y que reclamaban un territorio donde situarse.
Aquel armario, que sin embargo parecía el propicio, no había vuelto a abrir sus puertas
desde que se fue a la universidad más que para recibir todo tipo de ropa y trastos viejos
que ya no usaba. Se había convertido en un agujero de olvido. Detrás de esa madera no
sólo estaban las camisetas y pantalones de cuando tenía quince años, sino que era el
lugar donde había terminado por recluir sus cintas de música e, incluso, sus libros
infantiles.
Abrió la puerta decidida a clasificar sus cosas rápidamente en dos grupos: basura
que iba a tirar y recuerdos que iba a conservar. Al azar sacó un traje azul de chaqueta y
falda que le habían comprado sus padres para el día de la graduación del instituto. Aún
recordaba las palabras del director, aquel hombre cuyo pelo sólo recorría la
circunferencia de su cabeza y que había afirmado en la ceremonia que los niños que
habían entrado seis años atrás en sus aulas se habían convertido en hombres y mujeres
preparados para la vida. Había que reconocer que había sido un discurso sentimental, e
incluso sincero, pero totalmente erróneo.
Se miró al espejo y se probó el traje. Sus caderas, para decirlo con sencillez, no
tenían el mismo diámetro que a los diecisiete. Así era la anatomía, en progreso
constante, sin dar tregua. Sin embargo, decidió quedárselo. Era un recuerdo del que ella
había creído era el paso de la infancia a la madurez.
La siguiente prenda fue una camiseta verde de algodón grueso, adornada con una
capucha con lunares y bolsillos laterales. Se la había comprado en un encuentro con el
grupo de amigos que había hecho en Inglaterra. Inevitablemente el torso también le
había crecido y pensó que, aunque en el fondo era un alivio que todo fuera a la par, el
trozo de piel que ahora ocultaba era similar al que dejaba ver. Esa camiseta le traía a la
memoria momentos de risas y le fue imposible alinearla al montón de basura.
La realidad es que el armario resultó más grande de lo esperado y después de
probarse cada una de las camisetas raquíticas, los pantalones pegajosos y las chaquetascorset, se dio cuenta de que no había sido capaz de desprenderse de casi nada. La
excepción la componían algunas prendas que ella misma había confeccionado y que,
con el paso de los años, había conseguido ver con objetividad. Cada pieza de ropa le
recordaba a algo bueno del pasado y sentía que desprenderse de ellas sería como borrar
aquellos momentos, como si no hubieran existido.
Por cabezonería, siempre había sido perfeccionista, y aunque era consciente de
que no lograría tirar nada, abrió el último cajón, el de los pijamas y los camisones.
Empezó a sacarlos todos y debajo del último, del pantalón azul de algodón que creía
haber perdido, encontró su bloc de notas, aunque era irrisorio llamarlo así. Tan sólo
consistía en un montón de folios grapados por la cabecera donde, durante su
adolescencia, había escrito algunas noches aquellas frustraciones agónicas que le iban
surgiendo día tras día.
Deslizó las hojas con calidez, una detrás de otra hasta que llegó a la mitad. Las
páginas estaban en blanco; en algún momento entre el instituto y la universidad había
dejado de desahogarse sobre el papel. Cuando fue a colocarlo en la estantería, un folio
doblado, que parecía haber querido esconderse de su mirada, cayó al suelo. Al
desdoblarlo, un vistazo rápido sobre las letras mayúsculas muy marcadas –se podía
tocar su relieve en el dorso– le reveló su contenido. Había grabado con fuerza aquellas
letras sobre un papel durante las navidades de su primer año de universidad. Lo
recordaba bien, había sido un viernes a las ocho de la mañana. Por aquel entonces se
preparaba para los primeros exámenes de Derecho y madrugaba mucho. Aquellas
palabras, que presidieron la cabecera de su cama durante un par de años, habían sido la
respuesta de su cuerpo al, por entonces, el último mensaje que él le había mandado al
móvil. Las leyó sin poder y sin querer evitarlo.
“Quiero que recuerdes este momento, la angustia que sientes, las ganas que
tienes de llorar, la manera en que te tiembla el cuerpo, lo difícil que te está siendo
escribir. Apenas te responde la mano y te aferras al bolígrafo como si no te quedara
nada más en esta vida. Nunca, jamás en tu vida, vuelvas a cogerle el teléfono. Nunca
vuelvas a leer un mensaje suyo. Nunca vuelvas a chatear con él por internet. Por favor,
nunca más. ¿De qué te sirve? Siempre acabas igual, con ese peso en el estómago que no
te permite comer, sin ganas más que de dormir todo el día y toda la noche, sintiéndote
exactamente como él te hacía sentir. ¡Y es mentira! Es mentira que no valgas nada. Él te
destrozó, esa es la realidad, porque él es basura. Tienes que convencerte de ello. Porque
ésta es tu vida. Porque ya no quieres volver a sentirte ni un minuto más así. Porque
quieres volver a quererte. Y te lo mereces, mereces ser feliz. Y con él eso es imposible.
Escúchate a ti, no a él. Quiero que recuerdes este momento la próxima vez, para que no
vuelva a haber una próxima vez…”
Era la carta que más veces se había leído a sí misma. Y aunque conscientemente
la había olvidado, una voz dentro de ella la había recitador de memoria. La había escrito
en un extraño momento de rabia y lucidez, en tinta roja sobre fondo blanco. Siempre
que la releía se le contraían las manos hasta que se le marcaban los tendones. Esas
frases eran el fruto de varios meses de ayuda en los que había conseguido decir en voz
alta aquello que le avergonzaba sin entender el motivo, en los que había logrado ponerle
nombre a lo que le había sucedido. Y los nombres son muy importantes.
Dejó la carta sobre la cama y a su lado el traje de la graduación pedió
importancia. Ese papel sí significaba un cambio real, reflejaba la decisión más difícil de
su vida; pronunciar el “adiós”, cerrarlo, fue lo más duro que había hecho, pero también
lo que le permitió volver hacia sí misma. Y la verdad es que se encontró, agazapada, en
sus raíces, en sus aficiones de infancia, en sus creencias del pasado. Pero lo importante
es que allí seguía. .
Se levantó de pronto y empezó a meter en bolsas de basura toda la ropa que ya
no le servía pero que había poblado hasta ese momento su montón de recuerdos. De dos
en dos las fue bajando hasta el coche y condujo calle abajo. Giró la esquina y divisó el
contenedor. Cuando llegó a su altura puso las luces de emergencia y salió. Al abrir la
ranura de color morado tuvo la impresión, por un momento, de que el contenedor le
estaba sonriendo, orgulloso de poder mirarla. Una tras otra metió las bolsas llenas de
esperanza para otras mujeres y condujo de vuelta a casa. Su armario, abierto, parecía
vacío, pero lo necesitaba así para guardar aquello que pertenecía a su presente e,
incluso, para lo que le deparara el futuro.
Cuando terminó de ordenar sus cosas lo cerró. Al lado de la fotografía vieja pegó
una en la que aparecía ella mirando fijamente al fotógrafo, alguien que, después de
mucho tiempo, se había habituado a sus muecas nerviosas cuando sacaba la cámara.
Ella y sus mejillas rosas sonreían desde el campanario de Notre Dame. Detrás de ella, el
Sena bañaba sin descanso la ciudad de la luz.
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