Sefarad: Los judíos en España

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Sefarad: Los judíos en España
Formación y expansión de las
comunidades judías en España
Los orígenes de la presencia de los
judíos en la Península Ibérica son
francamente inciertos. Las propias élites
hebreas se ocuparon de diseñar varias
mitologías genealógicas que alejaran a
este pueblo de la crucifixión de Jesús,
pues el estigma del deicidio los
acompañó a lo largo de toda la Edad
Media en Europa.
En la Alta Edad Media, la población judía de Hispania se decía descendiente de
aquellos que habían arribado a la Península Ibérica antes de la destrucción del
segundo templo en el año 70 de Nuestra Era. Quienes sostenían esta tesis
afirmaban que los primeros judíos llegaron con la destrucción del templo por el rey
babilonio Nabucodonosor, en el 583 antes de Nuestra Era. No faltaron quienes
llegaron a afirmar que descendían de estirpes judías que llegaron a la Península en
tiempos del rey Salomón junto a quienes por entonces eran sus aliados, los
fenicios.
Los judíos y el reino Hispano-visigodo
Cuando los visigodos se establecieron definitivamente en Hispania, las principales
comunidades hebreas se localizaban en Tarragona, Tortosa, Sagunto, Elche,
Córdoba y Mérida. La comunidad judía de Toledo iría cobrando importancia y
aumentando su tamaño una vez que esta ciudad se convirtió en capital del reino
visigodo a mediados del siglo VI.
La convivencia transcurriría sin demasiados sobresaltos hasta la celebración del III
Concilio de Toledo, en el año 589, donde los judíos empezarían a ser vistos como
una amenaza para la unidad religiosa del reino, como ocurriría nueve siglos
después. Es a partir de ahora cuando se pondrían en marcha leyes antijudías, bien
inspiradas directamente en las del Concilio o bien radicalizándolas.
La comunidad judía y Al-Andalus
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No se puede descartar que años de política
antijudía continua empujaran a las
comunidades hebreas a apoyar directamente
a los invasores musulmanes procedentes del
norte de África en el año 711. Historiadores
occidentales y musulmanes han puesto de
relieve esta colaboración que consideran
suficientemente probada.
Se ha tendido a asegurar, en este
consenso, que fueron precisamente los
mayores núcleos de población de
confesión hebraica los que se mostraron
como colaboradores más activos. El
esfuerzo transgresor no fue en vano: las
comunidades gozaron de la protección
de
las
primeras
autoridades
musulmanas; gracias a ello, vieron crecer
el número de miembros y la posición
social y económica de los mismos
mientras que, aquellos que habían sido
convertidos
forzosamente
al
cristianismo,
pudieron
volver
al
judaísmo.
Sin embargo, la libertad plena no existía en tanto que siempre serían considerados
súbditos de segunda mientras no se convirtieran al Islam. A partir del año 716, con el
establecimiento del califato omeya, algunos judíos pasarían a colaborar estrechamente
con las autoridades andalusíes. La estrella de los judíos comenzó a apagarse cuando se
vieron directamente implicados en las guerras civiles de los reinos de taifas que
sangrarían Al-Andalus a partir del año 1031.
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La presencia de comunidades judías en los reinos cristianos del norte peninsular que
iniciarían la (re)conquista de los territorios musulmanes de Al-Andalus, es
prácticamente obviada en las fuentes que se conservan entre los siglos VIII y IX. Tan
sólo en la Marca Hispánica se poseen más testimonios, quizá porque al tratarse de un
territorio que era parte del Imperio Carolingio, la cohesión social y política de
redundaba en un aumento de los testimonios escritos, los cuales hablan de la
importancia de la comunidad judía asentada en Montjuic.
Por lo que se sabe a través de otros pocos testimonios escritos semejantes y lo que se
deduce de los mismos, las comunidades hebreas se hallaban perfectamente asentadas
en los diferentes reinos cristianos y su marco legal estaba definido de modo concreto,
en el caso de Barcelona, por ejemplo, por lo que marcaban los privilegios establecidos
por los condes de Bacelona y los Usatges.
El Conde de Barcelona acogía a los
judíos bajo su protección pero esto
suponía -como ocurría con el resto de
reyes de la Edad Media- que quedaban
por completo a merced -más que en
otros casos- del soberano y del derecho
consuetudinario local.
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Entre la aceptación y la desconfianza
Entre los siglos XII y XIII los judíos son
aceptados y bien recibidos debido a la
necesidad de repoblar los territorios
conquistados a los musulmanes. Salvo
problemas aislados y de carácter muy
local, con la expansión política y militar
del cristianismo, la convivencia con
otras confesiones religiosas se hizo más
fácil en estos territorios. Algunos
cronistas de la época, como Ramón
Llull, dan testimonio de esta situación.
Sin embargo, el bagaje antijudío que
arrastran consigo numerosas fuentes
cristianas seguía vigente, alimentando
un sentimiento de rechazo larvado que
crecería a partir del siglo XIII.
Se puede asumir que los judíos nunca fueron totalmente integrados aunque sí
ampliamente tolerados. Las dificultades económicas serias serían el detonante para
un estallido antijudío en una acción convergente de los estamentos populares y las
élites dirigentes. Y es que, con la persecución, todos ganaban: los primeros hallan
un chivo expiatorio al que culpar de sus dificultades utilizando argumentos
religiosos, mientras que los poderosos observan la utilidad de la demonización de
los judíos como un recurso para desviar la atención de las iras de la población
hacia sus propias personas.
La política de aceptación y protección que habían disfrutado los judíos de la
Península Ibérica bajo el mandato de Pedro I, se hizo añicos por la guerra civil
librada por este monarca contra Enrique II y los nobles rebeldes que lo apoyaban.
La propaganda antijudía, que no había dejado de crecer en todo el siglo XIII y la
primera mitad del XIV, mostraba ahora sus efectos en toda su crudeza. La
propaganda del hijo bastardo de Pedro -Enrique II- nunca fue un secreto, y, tras el
triunfo de los sublevados, las Cortes y las clases populares se lanzaron
conjuntamente contra los judíos.
De 1366 a 1369, la comunidad hebrea vivió sus años más negros, en los que, a las
confiscaciones se les sumó las sanciones económicas, el saqueo de aljamas y la
matanza de parte de sus habitantes, aprovechando el desconcierto sembrado por la
guerra civil.
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Con el triunfo de Enrique II se puso de manifiesto quién era quién en la política
antijudía. La casa Trastámara había utilizado la propaganda de rechazo al judío
como un medio para ganar adeptos para su causa, desprestigiando así a Pedro I. En
1369 Enrique ordena suspender el pago de la deuda a judíos y musulmanes pero
esta decisión vino dada por la resistencia que ciertos miembros de esta comunidad
habían opuesto al avance de sus tropas.
En octubre de ese mismo año, un
decreto de este mismo monarca ordena
la satisfacción de la deuda en el menor
plazo de tiempo posible. Las Cortes
demandaron una prórroga en el plazo
que, finalmente, sólo fue ampliado a dos
meses por la estrechez económica que
sufrían las aljamas, cuyos habitantes
volvieron
a
experimentar
un
recrudecimiento del odio.
Esta elevación de la tensión tuvo lugar en las Cortes de Toro de 1371, donde se llegó
a pedir la validez del único testimonio de un cristiano en los procesos civiles y
criminales donde se viera implicado un judío. Sin embargo, una presión mayor si
cabe sobre este colectivo vino por parte de los procuradores de las ciudades que
llegaron a exigir el aislamiento de los judíos, la obligatoriedad de llevar un
distintivo en la ropa que los identificara claramente y la prohibición de vestir
prendas determinadas y de arrendar las rentas.
Enrique II apeló a la legislación de Alfonso XI para curarse en salud, y sólo accedió
a las peticiones antijudías más circunstanciales, por decirlo así. No se validó la
superioridad del testimonio de un cristiano en los pleitos civiles y criminales sino
sólo en los criminales y con varios testigos. Tampoco dejaron de actuar como
arrendadores y prestamistas, desarrollando esta función, incluso, para la Corona en
ciertos casos.
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Rechazo, acoso y expulsión
La protección dispensada por Enrique II a los judíos no impidió que a la muerte de éste el
sentimiento contra esta colectividad se mantuviera intacto e, incluso, volviera a crecer
debido a la coyuntura económica. Los pleitos se sucedieron a partir de 1379 junto con todo
tipo de resistencias para evitar el pago de la deuda a los judíos. La situación empeoró para
ellos cuando se vio comprometida la razón que justificaba la protección real: el manejo y
gestión de las finanzas de la Corona.
Si se veían imposibilitados y maniatados para ejercer esta función -la minoría que la
ejercía- toda la comunidad hebrea podía quedar desprotegida. Juan I, heredero de la
Corona, tuvo que enfrentarse a un problema espinoso: la independencia del movimiento
antijudío, es decir, el establecimiento de unos principios de base más definidos que serían
alentados por predicadores exaltados fuera de la órbita de control de la propaganda
original de los Trastámara.
La espiral de odio y rechazo tuvo
como punto álgido el pogrom de 1391,
que trajo como consecuencia una
disminución drástica de la comunidad
judía en la Corona de Castilla, tanto
por los asesinatos como, sobre todo,
por las conversiones forzosas o, de
alguna
manera,
autoimpuestas.
Burgos, Palencia, Toledo y Sevilla
fueron las ciudades donde las aljamas
resultaron más castigadas y donde el
mapa religioso cambió de modo
irreversible.
En Sevilla, numerosas sinagogas fueron cedidas a la Iglesia y los bienes de los más
destacados miembros de la comunidad hebrea fueron parcelados y entregados a los
colaboradores más directos del Rey. Se dejaba así el terreno abonado para intensificar la
persecución por medio de disposiciones como las de las Cortes de Valladolid que, entre
1405 y 1412, promulgaron el enclaustramiento de las comunidades en sus aljamas.
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La declinación del antijudaísmo a lo largo del siglo XV, fue dejando paso a la aversión y
suspicacia hacia el converso, es decir, hacia aquellos que habían abandonado el judaísmo a
favor del cristianismo. Muchos de ellos sufrieron el acoso moral de sus antiguos
correligionarios que los tachaban de renegados y de sus nuevos hermanos de fe, quienes
pronto comenzaron a sospechar de la sinceridad de sus nuevas creencias. La mirada
suspicaz reparaba en aquellos hábitos gastronómicos, sociales y lingüísticos que pudieran
sugerir, aunque fuera lejanamente, que el sospechoso aún no había roto lazos por
completo con la comunidad judía.
La fundación de la Inquisición en 1478 y
su puesta en funcionamiento en 1480,
tuvieron en la aversión al converso uno
de sus máximos exponentes. Aunque el
clima era de creciente intolerancia hacia
quienes aún profesaban la religión
mosaica en la Península, lo cierto es que
la institución inquisitorial se ocupó
especialmente del nuevo motivo de
preocupación para las autoridades
eclesiásticas: los falsos conversos, entre
otras cosas, porque se hallaban dentro
de la jurisdicción y ámbito de actuación
de la misma, a diferencia de los judíos
que, al profesar otra confesión,
escapaban al alcance del Pontífice.
A partir de entonces, seguirían acciones como la
expulsión de los judíos en 1483 de las diócesis de
Sevilla y Córdoba, y de los obispados de Jaén y
Cádiz. Se trató de todo un ensayo de la
Inquisición previo a 1492 y que contó en todo
momento con el conocimiento y aprobación de
los Reyes Católicos.
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Fue el comienzo de una estrategia para romper vínculos entre la comunidad judía y los
conversos al cristianismo, motivo que, de hecho, fue esgrimido de modo insistente en el
decreto de expulsión de 1492, año a partir del cual comenzaría una nueva diáspora para los
judíos de Sefarad, a la vez que los conversos verían cómo se les sometía a intensa vigilancia
y cómo se cerraba para ellos cualquier posibilidad de acceso a oficios y privilegios, siendo
necesario demostrar entonces la ascendencia de cristiano viejo.
(Autor del texto del artículo/colaborador de ARTEGUIAS:
José Joaquín Pi Yagüe )
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