contra la parsimonia tres caminos fáciles para complicar algunas

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CONTRA LA PARSIMONIA
TRES CAMINOS FÁCILES PARA COMPLICAR ALGUNAS
CATEGORÍAS DEL DISCURSO ECONÓMICO*
Albert O. Hirschman**
I.
INTRODUCCIóN
La economía como ciencia de la conducta humana se ha fundado en un
postulado de extrema parsimonia: el del individuo egoísta, aislado, que
escoge libre y racionalmente entre diversos cursos de acción después de
calcular sus costos y beneficios probables. En décadas recientes un grupo
de economistas ha mostrado considerable diligencia e ingenio al aplicar
esta manera de interpretar el mundo social a una serie de fenómenos ostensiblemente no económicos: del crimen a la familia y de la acción
colectiva a la democracia. El enfoque "económico" o de "actuación racional" ha aportado algunas importantes luces, pero su alcance frontal
ha revelado también algunas de sus debilidades intrínsecas. Como resultado se ha hecho posible establecer una crítica que irónicamente puede
llevarse hacia atrás hasta el campo vital de la supuesta disciplina victoriosa. El enfoque económico presenta una descripción demasiado candida
aun de procesos económicos fundamentales como el consumo y la producción; esta es la tesis básica de este trabajo.
No estoy solo en esta opinión. Thomas Schelling apuntó recientemente que "la razón humana es algo como un impedimento para ciertas disciplinas, en particular la economía. .. que ha encontrado que el modelo
del consumidor racional es poderosamente productivo" (1984, p. 342).
Y en un artículo muy difundido, titulado significativamente "Tontos racionales: Una crítica de los fundamentos conductivos de la teoría económica", Amartya Sen afirmó no hace mucho que "la teoría (económica)
tradicional tiene muy poca estructura" (1977, p. 335). Notando que las
preferencias individuales y la elección real de conducta están lejos de ser
siempre idénticas, introdujo conceptos novedosos tales como los de los compromisos y las preferencias de segundo orden. Como cualquier virtud,
parecía decir, la parsimonia en la construcción de teoría puede superarse y algo se puede ganar a veces haciendo las cosas más complicadas. He
* Versiones abreviadas de este ensayo se publicaron en American Economic Review, vol. 74,
mayo de 1984, pp. 89-96, y en Bulletin, The American Academy of Arts and Sciences, volumen 37, mayo de 1984, pp. 11-28. Esta versión fue publicada en Economics and Philosophy, I,
1985, Cambridge University Press [traducción al español de Mercedes Paredes Z.].
** Instituto para Estudios Avanzados, Princeton, Nueva Jersey.
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llegado a sentir de este modo cada vez más. Hace algunos años sugerí
que la crítica de clientes o la "opinión" debería reconocerse como una
fuerza que mantiene alerta a la administración de empresas y a organizaciones junto a la competencia o el "éxito", y se requirió un libro (1970)
para arreglárselas con las complicaciones resultantes. Aquí me ocupo de
varios campos de la investigación económica que se hallan también en la
necesidad de considerarse más complejos. En conclusión, examino si las
diversas complicaciones tienen algún elemento en común: ello a su vez
simplificaría y unificaría las cuestiones.
II. Dos CLASES DE CAMBIOS DE PREFERENCIA
Se ha hecho una distinción fructífera, por Sen y otros, entre preferencias
de primero y de segundo orden o entre preferencias y metapreferencias respectivamente. Aquí usaré la última terminología. La economía tradicionalmente se ha ocupado de las preferencias de primer orden, esto
es de las que revelan los agentes en la compra de bienes y servicios. Los
complejos procesos psicológicos y culturales que se hallan detrás de la
elección de mercados efectivamente observada en general se han considerado como de la competencia de psicólogos, sociólogos y antropólogos.
Hubo buenas razones para esta desinteresada ordenación. Sin embargo un aspecto del proceso de formación de la elección y la preferencia concierne al economista en tanto que él sostiene un interés en la comprensión de los procesos de cambio económico. Ese aspecto nada tiene
que hacer, al menos en un primer nivel de investigación, con el condicionamiento cultural de gustos y la elección de conducta; su punto de partida es más bien una muy general observación de la naturaleza humana
(y por ello debería ser compatible con la economía con sus ataduras del
siglo XVIII): hombres y mujeres tienen la habilidad de retroceder desde
sus deseos, voliciones y preferencias "reveladas", y preguntarse a sí mismos si ellos efectivamente quieren estos deseos y prefieren estas preferencias, y consecuentemente formular metapreferencias que puedan diferir de sus preferencias. No es sorprendente que un filósofo, Harry
Frankfurt (1971), haya sido quien primero planteó las cosas de este
modo. Argumentó que esta habilidad de retroceso es singular en los humanos, pero que no está presente en todos. A quienes carecen de ella les
llama "licenciosos": ellos están por completo, irreflexivamente, en la
garra de sus caprichos y sus pasiones. (La terminología es del todo apropiada ya que corresponde al uso común: asesinato por capricho es pre-
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cisamente asesinato "sin ningún motivo", es decir que no ha sido precedido por una metapreferencia por asesinar.)
Es fácil notar que hay una liga estrecha entre el cambio de preferencia y el concepto de metapreferencia porque, como he apuntado antes
(1982, p. 71), la certidumbre acerca de la existencia de metapreferencias sólo puede lograrse por medio de cambios en una efectiva elección
de conducta. Si las preferencias y las metapreferencias coinciden siempre de modo que el agente está permanentemente en paz consigo mismo
sin importarle las elecciones que haga, entonces las metapreferencias pocas veces tienen una existencia independiente y son meras sombras de las
preferencias. Si, por otra parte, los dos tipos de preferencias están reñidos en forma constante de modo que el agente siempre actúa contra su
mejor juicio, entonces de nuevo la metapreferencia no sólo puede desecharse como totalmente inefectiva sino que surgirán dudas sobre si en
verdad está ahí. En tales casos la situación se caracteriza mejor como una
"compra atada": junto con la mercancía preferida el consumidor insiste
en adquirir infelicidad, pena y culpa de haberla preferido.
El concepto de metapreferencia no nos dice mucho de la manera en
que ocurre el cambio efectivo en la elección de conducta. La batalla para
imponer la metapreferencia se libra dentro del ser y se marca por toda
clase de avances y retrocesos, así como por trampas y recursos estratégicos. No me concierne aquí este tema, que Thomas Schelling ha hecho suyo
recientemente, señalando sólo que un éxito ocasional en el cambio de
elección de conducta es esencial para ratificar el concepto de metapreferencia.
A la inversa, este concepto ilustra la variada naturaleza del cambio
de preferencia, puesto que ya es posible ahora distinguir entre dos tipos de preferencia. Uno es el tipo reflexivo y tortuoso, precedido como
está por la formación de una metapreferencia que se opone a la preferencia observada y practicada hasta aquí. Pero hay también cambios de
preferencia que operan sin ningún elaborado antecedente de desarrollo de metapreferencias. Según la terminología de Frankfurt, los cambios irreflexivos de preferencias podrían ser llamados licenciosos. Estos
son los cambios de preferencia que los economistas han enfocado primordialmente: impulsivos, simples, casuales, inducidos por la publicidad
y generalmente menores (manzanas vs. peras). En contraste, el cambio
no licencioso de preferencia no es realmente del todo un cambio de gusto. Un gusto se define casi como una preferencia que usted no discute:
de gustibus non est dispuiUandum, Un gusto sobre el que usted discute
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con otros o con usted mismo cesa ipso fado de ser un gusto —se convierte en un valor. Cuando un cambio en preferencias ha sido precedido
por la formación de una metapreferencia es obvio que mucha discusión
ha ocurrido dentro del dividido yo; ello representa típicamente un cambio de valores más bien que de gustos.
Dada la concentración de los economistas en, y la consecuente inclinación por, los cambios licenciosos de preferencia, los cambios del tipo
reflexivo han tendido a ser degradados hasta el tipo licencioso de asimilarlos a los cambios de gustos: de este modo los patrones de empleo
discriminatorio se han atribuido a un "gusto por la discriminación"
(Becker, 1957) y los incrementos en proteccionismo se han analizado
en forma similar como reflejando un acrecentado "gusto por el nacionalismo" (Johnson, 1965). Tales interpretaciones me parecen objetables
en dos aspectos: primero, impiden un serio esfuerzo intelectual para entender lo que son los valores fuertemente sostenidos y dificultan lograr
cambios en los valores más bien que en los gustos; segundo, se fomenta
la ilusión de que elevar el costo de la discriminación (o nacionalismo)
es el simple y soberano instrumento de política para hacer a la gente
consentir menos en esos extraños "gustos".
Hay aquí un punto más general. Los economistas proponen con frecuencia ocuparse de una conducta no ética o antisocial elevando el costo
de esa conducta más bien que proclamando normas e imponiendo prohibiciones y sanciones. La razón probable es que piensen en los ciudadanos
como consumidores con gustos rígidos o arbitrariamente cambiantes en
asuntos de civismo a la vez que de conducta orientada hacia los bienes.
Esta opinión tiende a descuidar la posibilidad de que la gente sea capaz
de cambiar sus valores. Un propósito principal de leyes y reglamentos
promulgados públicamente es estigmatizar la conducta antisocial y de ese
modo influir en los valores y los códigos de conducta ciudadanos. Esta
función de la ley, educativa y modeladora de valores, es tan importante
como sus funciones disuasivas y represivas.^ De acuerdo con esto, como
lo ha demostrado Steven Kelman (1981, pp. 44-53) la resistencia de los
legisladores a las propuestas de los economistas para tratar la contaminación exclusivamente por medio de cargas afluentes y recursos similares
resulta comprensible y hasta cierto punto defendible. La propensión de
los industriales y de las corporaciones a la contaminación no es necesa^ "... los legisladores hacen contraer hábitos a los ciudadanos para hacerlos buenos, y en
esto consiste la intención de todo legislador. Los que no hacen bien esto yerran el blanco, pues
es en ello en lo que el buen gobierno difiere del malo." Aristóteles, Ética nicomaquea. Editorial Porrúa, México, 1985, p. 18.
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riamente como un catálogo de demanda fija de manera que todo lo que
uno pueda hacer es que ellos compensen la contaminación que se presume están resueltos a causar: esta propensión puede afectarse (la curva
de demanda podría variar) como resultado de un cambio general en el
ambiente cívico señalado —en parte— por la promulgación de leyes y
reglamentos contra la contaminación
A la luz de la distinción entre cambios de preferencia licenciosos y no
licenciosos, o entre cambios en gustos y cambios en valores, también se hace
posible entender —y criticar— el reciente intento de Gary Becker y George
Stigler (1977) de prescindir del concepto de cambios de preferencia para
el propósto de explicar los cambios en la conducta. Igualando los cambios
de preferencia a los cambios en lo que ellos mismos llaman gustos "inescrutables, a menudo caprichosos" (p. 76), encuentran con toda razón
que cualquier cambio en esas clases de gustos (nuestros cambios licenciosos) tienen poco interés analítico. Pero en su determinación subsecuente de explicar todo cambio de conducta por medio de diferencias de precio o ingreso descuidan una fuente importante de tal cambio: el cambio
autónomo, reflexivo, en los valores. Por ejemplo, en su análisis de la
adicción benéfica y la dañina ellos consideran la elasticidad de la curva
de demanda individual de música o de heroína como dada y, al parecer, inmutable. ¿Puedo insistir en que de tiempo en tiempo ocurren cambios de valores en la vida de los individuos, en generaciones y de una
generación a otra, y en que estos cambios y sus efectos en la conducta
valen la pena de explorarse —en que, en pocas palabras, de valoribus est
disputandum?
III. Dos CLASES DE ACTIVIDADES
Del consumo vuelvo ahora hacia la producción y a las actividades humanas
como las del trabajo y el esfuerzo implicados en el logro de las metas de
producción. Mucha de la actividad económica se dirige a la producción
de bienes (privados) y servicios que se venden después en el mercado.
Desde el punto de vista de la empresa la actividad lleva en sí una clara
distinción entre proceso y resultado, insumos y productos, o costos y
rendimientos. Desde el punto de vista del individuo participante en el
proceso puede hacerse una distinción similar entre el trabajo y la paga
o entre el esfuerzo y la recompensa. Sin embargo, hay una diferencia
bien conocida entre la empresa y el individuo: para la empresa cualquier
desembolso se anota sin ambigüedad en el lado negativo de la cuenta
mientras que el trabajo puede ser más o menos fastidioso o muy agrá-
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dable —aun el mismo trabajo puede sentirse más agradable por la misma persona de un día al siguiente. Este problema, en particular sus consecuencias positivas y normativas para las diferencias de ingreso, ha
atraído la atención de una larga lista de economistas, empezando con
Adam Smith. Más recientemente se ha establecido una distinción entre
"utilidad de proceso" y "utilidad de meta" (Winston, 1982, pp. 193197), aclarando que los medios para el fin del esfuerzo productivo no
necesitan registrarse en el lado negativo en un cálculo de la satisfacción.
Al mismo tiempo, esta distinción mantiene intacta la concepción básica
instrumental de trabajo: la dicotomía medios-fin, en la que nuestro entendimiento del trabajo y el proceso productivo ha estado esencial y, hasta
cierto punto, tan útilmente basado. Pero hay necesidad de ir más adelante si han de apreciarse la complejidad y el alcance total de las actividades humanas productivas. Nuevamente se requeriría más estructura. La posible existencia de actividades totalmente no instrumentales se
sugiere en el lenguaje diario, que habla de actividades que se realizan
"por su propio bien" y que "llevan su propia recompensa". Estas son
frases algo triviales, no convincentes: después de todo cualquier actividad
prolongada, con la posible excepción del juego puro, se lleva a cabo con
alguna idea sobre un resultado propuesto. Una persona que afirma trabajar de manera exclusiva por la sola motivación de la recompensa del
esfuerzo mismo usualmente se hace sospechosa de hipocresía: uno siente
que está realmente tras el dinero, el progreso o —por lo menos— la gloria, y así es un instrumentalista después de todo.
Se puede lograr algún progreso en el tema observando lo variado de
lo predecible del resultado propuesto de diferentes actividades productivas. Ciertas actividades, por lo común de un carácter rutinario, tienen resultados perfectamente predecibles. Con respecto a tales tareas no hay
duda en la mente individual de que el esfuerzo rendirá el resultado anticipado —una hora de labor traerá el resultado consabido y claramente
previsto, a la vez que permitirá al trabajador, si éste ha sido contratado
para el trabajo, obtener un salario que puede usarse para la compra de
bienes deseados (y por lo general también conocidos). En estas condiciones la separación del proceso en medios y fines, o en costos y beneficios, ocurre casi de manera espontánea y el trabajo parece asumir un
carácter plenamente instrumental.
Pero hay muchas clases de actividades, desde la de un científico de investigación y desarrollo a la de un compositor o la de un abogado de
alguna política pública, cuyos resultados propuestos no se puede confiar
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con certeza en que se materialicen. Entre estas actividades hay algunas
—la investigación aplicada de laboratorio puede ser un ejemplo— cuyo
resultado no puede predecirse para un día o raes determinados; sin embargo, el éxito en el logro del resultado propuesto gana firmemente en
viabilidad a medida que el tiempo de trabajo se extiende. En este caso la
incertidumbre es de una naturaleza probabilística y uno puede hablar de
una certeza equivalente con respecto al rendimiento de la labor en cualquier periodo dado, así que una vez más se está experimentando la separación del proceso en medios y fines y el trabajo de este tipo conserva
ampliamente su proyecto instrumental. La combinación de incertidumbre
en el resultado del trabajo en un periodo más o menos corto con la casi
certeza del logro en un periodo más largo, confiere a estas clases de actividades no rutinarias una cualidad especialmente atractiva, "estimulante" y "excitante", que tiende a estar ausente tanto de las actividades
rutinarias cuyo resultado nunca deja de materializarse sin importar lo
corto del periodo de trabajo, y de muchas diferentes clases de actividades
no rutinarias que se discutirán luego.
Desde sus orígenes más remotos hombres y mujeres parecen haber
dedicado una parte considerable de su tiempo a empresas cuyo éxito es
simplemente impredecible. Estas son actividades tales como la búsqueda
de la verdad, la belleza, la justicia, la libertad, la comunidad, la amistad, el amor, la salvación, etcétera. Como regla estas actividades son, por
supuesto, ejecutadas por medio de una variedad de empeños en objetivos
en apariencia limitados y específicos (escribir un libro, participar en una
campaña política, etcétera). Sin embargo un importante componente de
las actividades desempeñadas así se describe mejor no como una labor
o trabajo sino como una lucha —un término que precisamente insinúa
la falta de una relación confiable entre esfuerzo y resultado. Un cálculo
de medios-fin o de costo-beneficio es imposible en las circunstancias
descritas.
Estas actividades se han considerado algunas veces, en contraste con
las instrumentales, como "afectivas" o "expresivas" (Smelser, 1980; Parsons, 1949, 1960). Pero etiquetarlas no contribuye mucho a entenderlas,
porque la cuestión es realmente por qué tales tareas deben emprenderse en
tanto que su resultado exitoso sea tan incierto. Es importante advertir que
estas actividades de ninguna manera son siempre agradables por sí mismas; de hecho algunas de ellas son de seguro bastante arduas o altamente
peligrosas. Tenemos aquí entonces otra paradoja o acertijo, que se refiere no sólo a votar (¿por qué la gente racional se molesta en votar?) sino
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¿a un grupo de actividades más amplio y más vital? Supongo que lo
hacemos porque desde el punto de vista de la razón instrumental la acción no instrumental está destinada a tener algo de misterio. Pero he propuesto (1982, pp. 84-91) una explicación al menos semirracional: estas
actividades no instrumentales cuyo resultado es tan incierto están caracterizadas, extrañamente, por una cierta fusión de (y confusión entre) lucha y consecución.
De acuerdo con el pensamiento económico tradicional la utilidad aumenta en un individuo principalmente al llegar a la meta del consumo,
esto es en el proceso del consumo efectivo de un bien o del disfrute de
su uso. Pero dada nuestra vivaz imaginación las cosas son en realidad
más complicadas. Cuando llegamos a estar seguros de que algún bien
deseado va a ser nuestro realmente o de que algún suceso deseado va definitivamente a ocurrir —sea una buena comida, un encuentro con el ser
amado o el otorgamiento de un honor— experimentamos el consabido
placer de saborear ese futuro acontecimiento por anticipado (el término
saborear me fue sugerido por George Loewenstein). Además, este prematuro acercamiento de utilidad no está limitado a situaciones en que
el futuro suceso es cercano y seguro o se considera así. Cuando la meta
está distante y su alcance es muy problemático algo parecido a la experiencia de saborear puede ocurrir, con tal que se emprenda una resuelta búsqueda personal. El que lucha por la verdad (o la belleza) con
frecuencia experimenta la convicción, aun si es sólo fugaz, de que la ha
encontrado (o alcanzado). El que participa en un movimiento por la libertad o la justicia con frecuencia tiene la experiencia de que ya están
estos ideales a su alcance. En la formulación de Pascal:
La esperanza que los cristianos tienen de poseer un bien infinito se mezcla
con gran disfrute. . . porque ellos no son como esa gente que esperaría un reinado del que como sujetos nada tienen; más bien esperan la santidad y la
liberación de la injusticia, y participan de ambas (Pensées, 540).
Este saborear, esta mezcla de lucha y logro, es una experiencia que
sirve de mucho al aprecio de la existencia y de la importancia de las
actividades no instrumentales. Sin embargo en compensación por la incertidumhre sobre el resultado, y por lo arduo y peligroso de la actividad, el
rudo esfuerzo es iluminado por la meta y de este modo constituye una
experiencia que difiere mucho de lo meramente agradable, placentero o
aun estimulante: a pesar de su carácter frecuentemente penoso tiene una
reconocida embriagante cualidad.
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La interpretación precedente de la acción no instrumental se complementa con otra opinión propuesta por el sociólogo Alessandro Pizzorno.
Para él la participación en la política es a menudo comprometida porque
intensifica el sentimiento propio de pertenecer a un grupo. Yo añadiría
que la acción no instrumental en general hace a uno sentirse más humano. Esa acción puede entonces considerarse en términos económicos como
una inversión en identidad individual y de grupo. En lugar de Pascal,
quienes defienden este camino alterno de explicar la acción no instrumental podrían invocar a Jean-Paul Sartre como su santo patrono, dadas
las siguientes líneas del diario de Sartre del tiempo de la guerra, publicación postuma:
Hasta el fin de sus empresas (el hombre) aspira no a la propia conservación,
como se ha dicho con frecuencia, ni al propio engrandecimiento; más bien
busca encontrarse a sí mismo. Y al final de cada una de estas empresas advierte que está atrás de donde empezó: sin propósito, de principio a fin. De
aquí esas bien conocidas decepciones subsecuentes al esfuerzo, al triunfo, al
amor (1983, p. 141; cursivas mías).
En otras palabras, el sentimiento de haber alcanzado pertenencia y
personalidad probablemente sea tan evanescente como la fusión de lucha
y logro que antes subrayé. Los dos pareceres son intentos relacionados con
el logro de una agudeza difícil en extremo: el pensar instrumentalmente
acerca de lo no instrumental.
¿Pero por qué habría de preocuparse por todo esto la economía? ¿No
es bastante para esta disciplina intentar una cuenta adecuada de las actividades instrumentales del hombre —un vasto campo en verdad— dejando solas las otras regiones un tanto oscuras? Hasta cierto punto tal
limitación tuvo sentido. Pero como la economía se ha hecho más ambiciosa llega a ser de creciente importancia apreciar que el modelo mediosfin, costo-beneficio, está lejos de cubrir todos los aspectos de la actividad
y la experiencia humanas. Tómese el análisis de la acción política, una
esfera en la cual los economistas han llegado a interesarse como una extensión natural de su trabajo sobre bienes públicos. Aquí el descuido del
modo de acción no instrumental fue responsable de la inhabilidad del enfoque rrnnómico para entender por qué la gente se molesta en votar y
por qué ?e ocupa de tiempo en tiempo de la acción colectiva.
Una vez que se presta alguna atención al modo no instrumental se posibilita explicar estos de otro modo enigmáticos fenómenos. Es la fusión
de lucha y logro así como el impulso a invertir en identidad individual
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O de grupo, lo que lleva a una conclusión exactamente opuesta al argumento de la "vía libre" con respecto a la acción colectiva: "dado que el
producto y el objetivo de la acción colectiva son de ordinario un bien
público al alcance de todos, la única forma en que un individuo puede
aumentar el beneficio recibido de la acción colectiva es el incremento
de su propia aportación, de su esfuerzo en aras de la política pública que
defiende. En lugar de esconderse y tratar de obtener un viaje gratis, un
individuo verdaderamente maximizador tratará de ser lo más activo posible. . ." (Hirschman, 1982, p. 97).
El argumento anterior no implica por supuesto que los ciudadanos
nunca adopten el modo instrumental de acción con respecto a la acción
de interés público. Por lo contrario, un buen número de ellos puede moverse muy bien de un modo a otro y esas oscilaciones podrían ayudar a
explicar la inestabilidad observada tanto en el cometido individual como
en muchos movimientos sociales en general.
Una mejor comprensión de la acción colectiva no es de ninguna manera el único beneficio que parece fluir de una actitud más abierta hacia la posibilidad de acción no instrumental. Como se ha planteado antes,
existe una fuerte afinidad entre las actividades instrumentales y las de
rutina, por una parte, y entre las no instrumentales y las no rutinarias por
la otra. Pero así como señalé la existencia de actividades no rutinarias
que son predominantemente instrumentales (en el caso de un laboratorio
de investigación aplicada), así puede el trabajo de rutina tener más o
menos de un componente no instrumental, como lo expresó Veblen en The
Instinct of Workmanship. Últimamente ha ganado terreno la convicción
de que las fluctuaciones en este componente deben girar sobre las variaciones en la productividad del trabajo y sobre los cambios en el liderazgo
industrial. Constituye una gran diferencia, al parecer, que la gente mire
su trabajo como "sólo una ocupación" o también como parte de alguna
celebración colectiva.
Se puede ahora establecer el contacto con nuestra anterior apelación
a complicar el análisis de elección de conducta por medio de las metapreferencias. Una importante aplicación de este concepto puede hallarse precisamente en la liberación de un individuo sobre si dedicar más de su
tiempo y su energía a las actividades instrumentales a expensas de las no
instrumentales, y viceversa. Cambios de esta naturaleza podrían significar un cambio efectivo de un tipo de actividad a otro (por ejemplo de la
acción pública a la ocupación privada); a menudo abarcarán una secuencia de dos etapas en cuyo curso un actor decide primero mirar, digamos.
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alguna responsabilidad pública a través de lentes instrumentales más bien
que de no instrumentales, y entonces se da cuenta de que debería reducir
la actividad pública o abandonarla del todo. Muy posiblemente lo que yo
perseguía en realidad (o lo que debería haber perseguido) en mi libro
reciente Shifting Involments (1982), era describir una oscilación entre
los modos de acción instrumental y no instrumental con los seguimientos
de la felicidad privada y la pública sirviendo como manifestaciones concretas de estos dos modos básicos.
IV.
"AMOR": NI RECURSO ESCASO NI HABILIDAD AUMENTARLE
Mi siguiente ruego de complicar el discurso económico también versa sobre el ángulo de la producción pero más específicamente sobre el papel
de un importante requisito o ingrediente conocido de varios modos como
moralidad, espíritu cívico, confianza, observancia de normas éticas elementales, etcétera. La necesidad de algún sistema económico en funciones
para este "insumo" es ampliamente reconocida. Pero hay desacuerdo sobre lo que ocurre a este "insumo" al estar siendo usado.
Hay esencialmente dos modelos opuestos del factor de uso. El tradicional se construye sobre la base de recursos dados, agotables, que se incorporan al producto. Mientras más escaso es el producto más caro es
su precio y lo menos de él se usará por la empresa que economiza en
combinación con otros insumos. Un modelo más reciente reconoce la
posibilidad de "aprender haciendo" (Arrow, 1962). El uso de un recurso
tal como una habilidad tiene el efecto inmediato de mejorar la habilidad,
de agrandar (más que de agotar) su disponibilidad. El reconocimiento de
esta clase de proceso fue una visión importante y extrañamente retrasada.
También conduce a importantes conclusiones de política heterodoxa, tales
como la conveniencia de subsidiar ciertos insumos "escasos", ya que un
aumento inducido en su uso por un subsidio llevará a un aumento de la
oferta que, de acuerdo con el modelo más tradicional, se esperaba se produjera, por lo contrario, por el alza de su precio. Trataré ahora de mostrar que ninguno de estos dos modelos es capaz de manejar de manera
adecuada la naturaleza del factor de producción que está en discusión aquí.
Dado que ha sido dominante desde hace mucho el modelo "recurso
escaso", éste se ha extendido a dominios donde su validez es altamente
dudosa. Hace unos treinta años Dennis Robertson escribió un ensayo característicamente agudo titulado "¿Qué es lo que el economista economiza?" (1956). Su respuesta con frecuencia citada fue: el amor, que él
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llamó "ese escaso recurso" (p. 154). Robertson explicó por medio de cierto número de bien escogidas ilustraciones de la escena económica contemporánea, que la tarea del economista era crear un ambiente institucional y un patrón de motivación donde se colocaría un peso tan pequeño
como fuera posible, para los propósitos del funcionamiento de la sociedad,
sobre esta cosa, "el amor", un término que él usó como una síntesis para
la moralidad y el espíritu cívico. Al razonar así él estaba por supuesto de
acuerdo con Adam Smith, quien celebró la habilidad social para prescindir de la "benevolencia" (del carnicero, el cervecero y el panadero) en
tanto que el "interés" individual tuviera amplio campo de acción. Robertson no invoca a Smith; en vez de ello cita una expresiva frase de Alfred
Marshall: "El progreso depende sobre todo del grado en que las más
vigorosas y no sólo las más altas fuerzas de la naturaleza humana ])uedan ser utilizadas para aumentar el bien social" (p. 148). Esta es aún
otra manera de afirmar que el orden social es más seguro cuando está
construido sobre el interés más bien que sobre el amor o la benevolencia.
Pero la sutileza de la propia formulación de Robertson posibilita identificar el defecto en este recurrente modo de razonar.
Una vez que el amor y particularmente la moralidad pública son
igualados con un recurso escaso la necesidad de economizarlo se hace patente. Pero una reflexión momentánea es suficiente para darse cuenta de
que la analogía es no sólo discutible sino un poco absurda y por lo tanto
divertida. Tómese por ejemplo el conocido caso de la persona que maneja
en la hora crítica de la prisa de la mañana y que rindiéndose ante otro
automovilista sin embargo se mofa: "ya he hecho mi buena acción del
día; por el resto puedo actuar como un bribón". Lo que le parece a uno
divertido y absurdo aquí es precisamente que nuestro conductor asuma
que él viene equipado con una reserva estrictamente limitada de buenas
acciones; que, en otras palabras, el amor debería ser tratado como un
recurso escaso —tal como demandaba Robertson. Nosotros sabemos instintivamente que la provisión de recursos tales como el amor o el espíritu
público no es fija o limitada como pueden serlo otros factores de la producción. La analogía es defectuosa por dos razones: primero que todo
porque estos son recursos cuya provisión puede muy bien aumentar más
bien que disminuir por el uso; segundo porque estos recursos no permanecen intactos si quedan sin uso: como la habilidad de hablar una lengua
extranjera o de tocar el piano, estos recursos morales están sujetos a disminución y atrofia si no se usan.
En una primera aproximación, entonces, la prescripción de Robertson
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parece fundada en una confusión entre el uso de un recurso y la práctica
de una habilidad. Aunque las capacidades y las destrezas humanas son
recursos económicos valiosos, la mayor parte de ellas responde positivamente a la práctica, en una forma de aprender-haciendo, y negativamente
a la falta de práctica. (Sólo unas pocas habilidades —natación y montar
bicicleta vienen a la memoria— parecen quedar al mismo nivel a pesar
de una prolongada falta de práctica: una vez adquiridas es virtualmente
imposible perderlas u olvidarlas. En contraposición, dichas habilidades
con frecuencia no mejoran notablemente por la práctica más allá del nivel
de uno.)
Sobre la base de esta atrofia dinámica —cuando hay menos requerimientos de orden social para el espíritu público más se reseca la provisión de espíritu público— ha sido criticado por Richard Titmuss, el
sociólogo británico, el sistema de los Estados Unidos para obtener una
adecuada provisión de sangre humana para propósitos médicos con su
sola confianza parcial en la donación voluntaria. Y un economista político británico, Fred Kirsch, generalizó el punto: una vez que un sistema
social, tal como el capitalismo, convence a todos de que puede omitir la
moralidad y el espíritu público, siendo la búsqueda universal del interés
personal lo único necesario para una realización satisfactoria, el sistema
minará su propia viabilidad que tiene de hecho como premisa la conducta cívica y el respeto a ciertas normas morales en un mayor grado de
lo que admite la ideología oficial del capitalismo.
¿Cómo es posible reconciliar las preocupaciones de Titmuss y Kirsch
con aquellas en apariencia opuestas, aunque seguramente no sin algún
fundamento, de Robertson, Adam Smith y Alfred Marshall? La verdad
es que en su afición a la paradoja Robertson hizo a su posición un
daño: abrió su flanco al ataque fácil cuando igualó el amor con algún
factor de producción en oferta estrictamente limitada y que necesita economizarse. Pero ¿y qué hay sobre la otra analogía que iguala el amor, la
benevolencia y el espíritu público con una habilidad que se mejora por
la práctica y se atrofia sin ella? Ésta también tiene sus puntos débiles.
Mientras que el espíritu público se atrofia si se le hacen muy pocas demandas, no es del todo cierto que la práctica de la benevolencia tenga
indefinidamente un efecto positivo de realimentación en la oferta de esta
"habilidad". La práctica de la benevolencia da satisfacción ("le hace a
usted sentirse bien") de seguro y por lo mismo se alimenta a sí misma
hasta cierto punto, pero este proceso es muy diferente de la práctica de
una habilidad manual (o intelectual): aquí la práctica conduce a mayor
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destreza, lo que usualmente es una adición neta a las habilidades de uso,
esto es que no se adquiere a expensas de alguna otra destreza o habilidad.
En el caso de la benevolencia, por otra parte, pronto se alcanza el punto
donde la práctica incrementada entra en conflicto con el interés personal
y aun con la propia conservación: nuestro agudo automovilista, volviendo
a él, no ha agotado su diaria oferta de benevolencia por ceder una vez,
pero seguramente habrá un límite a su conducta benevolente al conducir
—aun quizá exigencia ética— por consideración a sus propias necesidades vitales de desplazamiento.
Así, Robertson tenía razón cuando afirmaba que puede haber arreglos
institucionales que ocasionen excesivas demandas sobre la conducta cívica, justo como Titmuss y Kirsch tenían razón al señalar el peligro opuesto: esto es la posibilidad de que la sociedad formule demandas insuficientes al espíritu público. En ambos casos hay una deficiencia en el
espíritu público, pero en los casos apuntados por Robertson y otros el remedio consiste en que los arreglos institucionales confíen menos en el
espíritu público y más en el interés propio, mientras que en las situaciones que han llamado la atención de Titmuss y Kirsch hay necesidad de
gran hincapié en, y práctica de, los valores de la comunidad y la benevolencia. Estas dos partes argumentan a lo largo de líneas opuestas, pero
ambas tienen un punto común. El amor, la benevolencia y el espíritu cívico no son factores escasos en oferta fija ni actúan como destrezas y
habilidades que mejoran y se extienden más o menos indefinidamente
con la práctica. Más bien muestran una compleja conducta compuesta: se
atrofian cuando no se practican ni se solicitan adecuadamente por el régimen socioeconómico que gobierna; sin embargo una vez más escasearán
cuando se les predica y se confía en ellas en exceso.
Para empeorar el asunto la ubicación precisa de estas dos zonas de
peligro —las que incidentalmente pueden corresponder de modo aproximado a los males complementarios de las sociedades capitalistas y de
planeación central de hoy— no es en manera alguna conocida, ni son estas zonas siempre estables. Un régimen ideológico-institucional en tiempo de guerra o durante algún otro tiempo de tensión y fervor público
está idealmente dotado para atraer las energías y los esfuerzos de la ciudadanía, y está bien aconsejado para ceder ante otro que apele más al
interés privado y menos al espíritu cívico en un periodo subsecuente de
menos exaltación. A la inversa, un régimen de la última clase puede, por
la resultante "atrofia de los signos y los significados públicos" (Taylor,
1970, p. 123), provocar anemia y una renuencia total a sacrificar el in-
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teres privado o de grupo al bienestar público, de modo que se requeriría
un movimiento de regreso a un régimen más orientado hacia la comunidad.
V.
CONCLUSIóN
Prometí anteriormente investigar si las varias complicaciones de conceptos tradicionales que han sido propuestas tienen alguna estructura común.
La respuesta debería ser obvia: todas estas complicaciones fluyen de una
sola fuente —la increíble complejidad de la naturaleza humana, que fue
desatendida por la teoría tradicional por muy buenas razones, pero que
debe ser consentida y realimentada en los descubrimientos tradicionales
por el bien de un mayor realismo.
Una exhortación a reconocer esta complejidad estaba implícita en mi
anterior insistencia en que la "opinión" tuviera un papel en ciertos procesos económicos a lo largo de la "partida" o la competencia. El eficiente
agente económico de la teoría tradicional es esencialmente un radar silencioso y un "estadígrafo superior" (Arrow, 1978), mientras que, yo argumentaba, la opinión también tiene considerables dones de comunicación
verbal y no verbal y de persuasión que la capacitan para afectar los procesos económicos.
Otra característica fundamental de los humanos es que ellos son
seres de autoevaluación, quizá los únicos entre los organismos vivientes.
Este simple hecho impuso la intrusión de las metapreferencias dentro de
la teoría de la preferencia del consumidor e hizo posible trazar una distinción entre dos clases fundamentalmente distintas de cambios de preferencia. La función de autoevaluación pudo ser considerada como una variante de la comunicación o función de la opinión: consiste también en
una persona dirigiendo, criticando o persuadiendo a alguien, pero este
alguien es ahora el propio yo más bien que un proveedor o una organización a la que uno pertenece. Pero tenemos que cuidarnos de la excesiva
parsimonia.
Además de estar dotada con capacidades tales como la comunicación,
la persuasión y la autoevaluación, la humanidad está acosada por numerosas tensiones fundamentales no resueltas y quizá irresolubles. Una tensión de este tipo es aquella entre los modos de conducta y de acción instrumentales y no instrumentales. La economía, por muy buenas razones,
se ha concentrado por completo en el modo instrumental. Yo ruego aquí
por un interés en el modo opuesto, fundado en i) que no es por completo
impermeable al razonamiento económico, y ii) que nos ayuda a entender
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EL TRIMESTRE ECONÓMICO
los asuntos que se han encontrado abstrusos, como la acción colectiva
y los cambios en la productividad del trabajo.
Finalmente, he vuelto a otra tensión básica con la que la humanidad
debe vivir, resultado ésta del hecho de que vivimos en sociedad. Es la
tensión entre el yo y los otros, entre el propio interés por un lado, y
la moral pública, el servicio a la comunidad, o aun el propio sacrificio
por el otro, o entre "interés" y "benevolencia", como lo plantea Adam
Smith. Aquí de nuevo la economía se ha concentrado abrumadoramente
en uno de los términos de la dicotomía, en tanto que expone proposiciones
simplistas y contradictorias sobre cómo tratar con el otro. La contradicción puede ser resuelta con mayor atención a la naturaleza especial de la
moralidad pública como un "insumo".
En suma, he complicado el discurso económico por el intento de incorporarle dos básicos dones humanos y dos tensiones esenciales que son
parte de la condición humana. En mi opinión este es sólo un inicio.
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