Polvareda irremediable-Marina Magaña-VI

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Polvareda irremediable
En verano, cada mañana, madre se levantaba temprano y preparaba el desayuno. Después, con
sigilo, abría la puerta de mi alcoba.
Yo la esperaba aspirando aromas recurrentes que me arrastraban hasta la cocina. Entre sus
brazos, en volandas me sentaba en la cadiera. Cuando abría los ojos, me sentía envuelta en
fragancias culinarias, a torreznos, a humeante chocolate, a tostadas de pan frito, a calor de
hogar.
A media mañana, acompañaba a padre al huerto, mi mano agarrada a la suya con un cestillo de
mimbre colgando de mi brazo izquierdo. Las mujeres escobaban las calles, hablaban a gritos,
reían y canturreaban. Algunas jóvenes en edad de merecer, transportaban vasijas y cántaros
llenos de agua desde la fuente de la plaza de Rodano.
Rememoro las esencias a tierra mojada, geranios, saúco y sándalo mezcladas con el tufo de
excrementos de las vacas y las ovejas, que algunos días de sol sin nubes, me mareaban la nariz.
En el huerto, un membrillero y una higuera revoloteaban mientras el viento esparcía un
perfume inolvidable. Yo chapoteaba feliz. Olvidaba las recomendaciones de madre y el fango
me salpicaba la falda en el arroyo cantor mientras mi padre regaba las hortalizas, los tomates,
las patatas…
Mis cinco sentidos aún conservan con intensidad las tardes de merienda en las pozas del
Gállego o del Caldarés con mis hermanos mayores, hundida hasta la cintura en el frescor del
agua. Con tierra, plantas acuáticas, arbustos y piedras rodadas de mil tamaños, construíamos
enseres inservibles, pescábamos cangrejos, derrochábamos la vida entre gritos, risas y
bocadillos de tortilla de patatas.
Fue entonces cuando aprendí a “levantar castillos en el aire”.
Una tarde de otoño, el cierzo trajo una noticia que cambiaría nuestras vidas destruyendo mis
sueños.
“En cumplimiento oficial de un inmediato plan de regadíos río abajo, un pantano anegaría las
huertas de los pueblos de nuestro valle” El desconsuelo y la desolación rellenaron los huecos
donde antes hubo agua, vida y sustento. Se cuarteó la tierra y la piel de los hombres. Casas
cerradas y silencio, profundo y sonoro silencio.
Pasaron muchos años y una mañana de nubes grises quise recuperar mis “castillos en el aire”
en la orilla del embalse, en el río, la higuera, las piedras, el chocolate y las tostadas de pan
frito.
Caminaba por el limbo de mi memoria cuando me dí de bruces con el cementerio
polvoriento. Ante tal mutismo, cerré los ojos, extendí los brazos y clamé al vacío por apreciar de
nuevo los sonidos y esencias de antaño.
Agosto 2014
Marína Magaña
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