SOLEMNIDAD DE SAN BENITO Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat 11 de julio de 2011 Sal 33 La solemnidad de san Benito que hoy celebramos, queridos hermanos y hermanas, nos anima a vivirla, como mínimo, a tres niveles. En primer lugar, nos anima a dar gracias a Dios por haber suscitado en la Iglesia a San Benito, como padre de monjes y como maestro de una vida espiritual centrada en Cristo. En segundo lugar, nos anima a vivir la comunión entre los que formamos la Iglesia que peregrina en la tierra y la que ya participa del Reino de Jesucristo en la Pascua eterna, y, por tanto, a invocar a San Benito para que con sus oraciones nos ayude a hacernos dóciles a la acción del Espíritu Santo que nos lleva a seguir la guía del Evangelio y a correr con el corazón ensanchado hacia Dios (cf. RB 7, 70; Prólogo, 21. 49; 62, 4). Y, en tercer lugar, la solemnidad de hoy nos debe mover a dejarnos instruir por san Benito. Y esto no sólo los monjes, que hemos hecho profesión de vivir según las enseñanzas de la Regla que él escribió (RB 58, 12-16) y los oblatos benedictinos que se forman también en la escuela del servicio divino establecida por nuestro santo (RB Prólogo, 45), sino también todos los hijos e hijas de la Iglesia porque san Benito es patrimonio de todos tanto de occidente como del oriente cristianos. Tomando a san Benito como maestro de vida cristiana, me gustaría detenerme un poco en el salmo responsorial que hemos cantado, el 33. Es un salmo que la Regla cita en varios pasajes, lo cual quiere decir que tenía un relieve importante en la vida de su autor. Siguiendo las enseñanzas de la Iglesia de los Padres que se fundamentan en una tradición que viene del Nuevo Testamento, san Benito reza los salmos desde Jesucristo. Más aún. En la Regla no duda de poner en boca de Jesucristo las palabras de los salmos. Un caso concreto es el de este salmo 33 que hemos cantado (cf. RB Prólogo 14-18). El salmista expresa su experiencia espiritual de creyente; bendice a Dios porque le pidió que le guiara y le escuchó, invocó al Señor en dificultades y le salvó del peligro. Esta experiencia vivida le es motivo de confianza. Una confianza que quiere compartir con los demás, invitándoles a levantar hacia Dios la mirada porque los llenará de luz y nada de lo que les pueda suceder les será motivo de espanto porque los liberará de todas sus angustias. Dichoso, pues, por la experiencia salvadora que ha vivido, el salmista invita a todos a unirse a su alabanza a Dios: proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. San Benito había hecho una experiencia similar a la del salmista. Se había visto liberado del peligro de una vida vacía de sentido, de la búsqueda de la satisfacción fácil con la superficialidad que esto suele conllevar; se había visto liberado, a través de un proceso largo y trabajoso, de los impulsos negativos que le podían agostar el espíritu y ahogarle la capacidad de amar gratuitamente incluso a los que le querían mal (cf. San Gregorio, Diálogos, 1-3.8). De esta manera se hizo dócil al Espíritu Santo que le llevó a vivir por amor a Cristo, experimentando el gusto de las virtudes (cf. RB 7, 69-70). Este proceso existencial le fue identificando con Jesucristo, al que había querido amar cada vez más por encima de todo (cf. RB 5, 2). En esta experiencia vital, san Benito fue haciéndose suyo el salmo 33, en su dimensión de alabanza, de confianza, de dejarse guiar por la Palabra de Dios que enseña a velar sobre los actos de la propia vida; todo por no anteponer nada al amor de Cristo (cf. RB 4, 21:48) y ser cada vez más conforme al Evangelio. Desde los inicios de su opción monástica, había pedido al Señor que le guiara y fue experimentando lo bueno que es el Señor, que se hace cercano para guiar y proteger a sus fieles. Fue experimentado lo feliz que es quien se refugia plenamente en el Señor y le confía todas sus inquietudes. Esta experiencia espiritual no se la quiso guardar sólo para él, sino que la comunicó a través de la Regla que escribió. San Benito fue bendecido por Dios y es bendición para los que le invocamos y queremos instruirnos con sus enseñanzas. Con el salmista, nos invita ahora a levantar la mirada hacia el Señor para que nos llene de luz y darnos cuenta de cómo Dios lleva nuestra vida, de cómo escucha nuestra oración, de cómo está atento a nuestros deseos, de cómo nos lleva hacia la plenitud de salvación, hacia la identificación con Jesucristo; no por los caminos que quizá querría nuestra visión exigua, sino por los que él ha previsto en su amor. Para ello contamos con la Palabra de Dios, que nos ilumina y es eficazmente liberadora; contamos con la gracia que nos viene de la alabanza litúrgica y de la celebración de los sacramentos que nos abren a la contemplación del misterio de Dios. Aquí es donde encontramos la fuerza para trabajarnos espiritualmente y transformar nuestra existencia y donde descubrimos cómo Dios se hace presente en nuestra vida. Dios entra en nuestra historia también en los momentos de oscuridad interior personal o de tribulación social, para ayudar a transformar la vida según el Evangelio y abrirnos a las necesidades de los demás. Ante estos dones de Dios que recibimos, san Benito con el salmista nos invita: proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. La mirada serena sobre la existencia humana que encontramos en san Benito, debería ser también la nuestra en el momento presente. Dios, como dice el salmo que hemos cantado y que la Regla benedictina hace suyo, está atento, escucha y salva. Lo dispone todo para nuestro bien. Pero lo hace según el ritmo que en su providencia ha establecido y no según nuestros criterios de eficacia. En otras palabras, lo hace según los criterios del misterio de la cruz de Jesús y de su resurrección. La misma historia de Montserrat nos lo enseña. Este mes de julio, concretamente el día 25, hará doscientos años que el ejército de Napoleón destruyó las ermitas de nuestra montaña, asesinó a tres ermitaños y se instaló en el recinto del santuario hasta octubre. El resultado posterior fue la destrucción del monasterio, la profanación de la santa Imagen de la Virgen y los malos tratos a algunos monjes, que causaron la muerte a dos de ellos. Humanamente parecía que Montserrat ya no se reharía nunca más y que el Santuario mariano podía quedar desierto. Pero no fue así, a pesar del estado ruinoso de los edificios, las leyes desamortizadoras que se decretaron después y la dispersión de los monjes. Dios suscitó personas valientes que, confiando en el Señor que protege a sus fieles y que da a quienes lo buscan para que nada les falte -como dice el salmo-, hicieron resurgir tanto el santuario como el monasterio, entre los que destaca el abad Miquel Muntadas. Ahora, a doscientos años de distancia de la destrucción, damos gracias a Dios que quiso que este lugar resurgiera y continuara siendo Casa de la Virgen, en la que ella se hace espiritualmente presente, y quiso que los hijos de san Benito, además de ser los custodios, continuáramos en este lugar la alabanza, la intercesión, la acogida, el anuncio del Evangelio. Esta conmemoración debe renovar en nosotros el respeto por los derechos de las personas y los pueblos y nos debe llevar a trabajar en favor de la convivencia, de la justicia y de la paz. Gustad y ved qué bueno es el Señor, dice el salmo 33. Lo podemos experimentar en la Eucaristía. Bendigamos y veneramos al Señor ahora que nos dirige su palabra y nos da su alimento. Nuestra alma se gloría en él. En fin, seamos sus testigos para que los que tienen un corazón humilde, cuando lo escuchen, se alegren.